La muerte del dragón (40 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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—¡A la tienda! —espetó lord Braerwinter—. ¡Procúrenos un clérigo... ahora!

—No pueden...

—Pues ya lo ve, sí que podemos —rugió por respuesta lord Tolon, con una voz más retumbante que el grito del oficial—. ¡Apártese de nuestro camino si no quiere morir!

Crispó el puño en un gesto amenazador y su anillo lanzó un destello. Ilnbright, sin saber a ciencia cierta qué había hecho el anillo, cayó hacia atrás consumido por la rabia, se volvió y gritó para llamar la atención de los clérigos.

—¡A mí los clérigos! —rugió—. ¡A mí todos los clérigos, sea cual fuere su rango o la religión que profesen! ¡Rápido!

El anillo que Tolon lucía en el dedo lanzó un nuevo destello y el comandante guardó silencio, pestañeando sorprendido. La magia del anillo había llevado su grito a kilómetros de distancia en un espléndido y terrible rugido. Por todo el campo se movían los Dragones Púrpura, cogiendo a quienes vistieran túnica por los hombros y las solapas.

—Tráigame la espada del rey —ordenó lord Braerwinter a un oficial boquiabierto del asombro—. Un guerrero se siente mucho mejor con la espada en la mano.

Sin dejar de pestañear, el comandante Ilnbright se inclinó para recoger del suelo el imponente espadón de Azoun.

Poco después, dos agotados nobles caminaban pesadamente a través del hosco cerco formado por arqueros, ignorando las miradas que los observaban descender por la colina. El dragón no había regresado, pero si lo hacía, encontraría al ejército de Cormyr esperándolo. Un bosque de flechas alfombraba el suelo, y los arqueros formaban casi hombro con hombro, alrededor de la elevación donde estaba instalada la tienda del rey.

—Allí —murmuró Braerwinter, señalando la zanja donde se había sentado el rey.

El yelmo chamuscado de Alusair seguía en el mismo lugar. Tolon se agachó para recogerlo cuando ambos se sentaron juntos, espalda contra espalda, con tal de poder ver a quienquiera que se acercara; a un tiempo sacaron bajo la gorguera dos medallones iguales.

Oculto en el dorso del medallón había un broche idéntico al que cerraba las capas de los magos guerreros. Inscrito en estos medallones un símbolo diminuto, emblema de Filfaeril, la reina dragón, a quien tanto Braerwinter como Tolon servían desde hacía muchos años. Laspeera había imbuido en los medallones unos hechizos que les permitían hablar a larga distancia, hechizos de cuya existencia ni siquiera Vangerdahast era consciente.

—Mi señora —murmuró Braerwinter al tiempo que imaginaba la fría belleza de la dama a la que ambos servían, y amaban—, no conozco otra forma más suave de decíroslo. Su majestad se ha enfrentado al dragón, y está muy malherido. El wyrm ha huido, hemos vencido a los orcos y aún aguantamos la posición contra las hordas de trasgos. En este momento, mientras esto os digo, avanzan sobre nuestras posiciones. Hay más, el dragón cayó sobre la princesa Alusair, tememos que haya muerto junto a todos los que servían con ella. Dimos al rey toda la magia curativa que llevábamos, por mucho que pudieran o no acudir las ghazneth, puesto que en la jornada de hoy han caído muchos clérigos, pero, majestad, de nada han servido nuestras pociones para sanarlo. Ignoro cuánto tiempo seguirá con vida. Yace tumbado en la tienda, emplazada en la primera colina situada al norte de Puente Calantar, al este de la carretera. Vienen hacia aquí más clérigos, pero si pudierais enviarnos a los más poderosos...

Ambos oyeron el lejano sollozo que partió de labios de la reina.

«Han hecho bien», respondió, no obstante, con voz firme, «de eso no me cabe duda, y les agradezco las nuevas por muy tristes que sean. Protejan ambos a mi señor, y protéjanse también ustedes mismos. Cormyr necesitará en adelante de ustedes, y muy pronto.»

—Sus deseos son órdenes —respondieron ambos al unísono, sin que pudieran oír el nuevo sollozo que escapó de los labios de la reina, antes de que se interrumpiera la comunicación mágica.

Lord Eldryn Braerwinter se volvió hacia su amigo.

—Bueno, supongo que será mejor que...

Pero no dijo más; se oyó un grito cercano, y una forma oscura cayó del cielo extendidas las garras con las que les arrancó la cabeza.

La ghazneth soltó una carcajada fría al remontar de nuevo el vuelo, con los medallones ensangrentados entre sus dedos, cuando los cuerpos que habían correspondido a lord Braerwinter y a lord Tolon se desplomaron en el suelo en un charco de sangre. Las flechas horadaron los cielos en persecución del azote, mas como de costumbre fueron pocas, no llegaron lejos y las habían disparado demasiado tarde.

35

P
udo ser la brusquedad con que se abrió la puerta, o el paso firme y, por tanto, peculiar de Alaphondar, pero el hecho es que Tanalasta supo de inmediato que había sucedido algo terrible. Se apartó de la mesa de mapas y levantó la mano para exigir silencio a los presentes.

—¿Qué sucede?

Alaphondar se detuvo al franquear la puerta, observó los rostros cansados de la concurrencia y abrió la boca sin decir palabra. Tenía los ojos cercados de arrugas, unos ojos cristalinos, y a juzgar por su expresión estaba aturdido, ausente. Tanalasta dejó el puntero sobre el mapa, sin importarle siquiera que pudiera dar al traste con las miniaturas que representaban las compañías que ella y su concilio de guerra habían pasado la última hora situando, y se acercó al sabio.

—Alaphondar, ¿qué ha pasado?

Lo sacudió un poco, y el sabio recuperó el oremus.

—La reina... —Volvió a mirar a su alrededor, esta vez consciente de los rostros que había ante él, antes de volverse hacia la princesa—. La reina ha recibido una comunicación transmitida por el pensamiento. El dragón ha destruido al ejército de la princesa Alusair.

Tanalasta intentó no pensar en lo peor. Lamentaba sinceramente la pérdida de un ejército, pero Alusair se había enfrentado antes a muchas calamidades, y había salido con vida de ellas.

—¿Y la princesa?

—Encontraron su yelmo y escudo sobre una pila de huesos quemados —respondió el sabio, apartando la mirada.

—¿Pero no encontraron el resto de su armadura? —insistió la princesa, que sintió un dolor agudo en el pecho.

Alaphondar hizo un gesto de negación.

—No había forma de distinguir unos restos de otros.

—En tal caso, rezaremos para que haya sucedido lo mejor. —Tanalasta dio la espalda al concilio de guerra, compuso una expresión valerosa, pero también apoyó una mano en la mesa de mapas para aliviar un poco el peso que soportaban sus rodillas temblorosas—. Nuestro recuerdo para los muertos y los heridos, mas Alusair tiene un modo de sobrevivir a ambos.

—Alteza, lamento deciros que aún hay más.

Tanalasta intentó fingir que no era consciente de que sobre ella se posaban todas las miradas. No debió de resultar muy convincente, puesto que Owden Foley se acercó a su lado y la cogió del brazo.

—¿Sí? —Al no querer que los miembros del concilio de guerra la vieran preocupada, apartó al clérigo y se enfrentó de nuevo a Alaphondar—. Adelante.

En esta ocasión, el sabio no pudo contener las lágrimas.

—El ejército de vuestro padre ha sido atacado, y el rey ha caído.

—¿Caído? —Las piernas de Tanalasta flaquearon. Olvidó todas las miradas pendientes de ella, se apoyó en la pared, y apenas logró sentarse en la silla que tenía más cerca antes de que sus rodillas la traicionaran—. ¿Ha muerto?

—No ha muerto —respondió Alaphondar—. Dicen que se ha quemado y que tiene una herida del pecho a la entrepierna.

—¿Pero dispone de sanadores? —preguntó Tanalasta.

—Me temo que los clérigos cayeron durante la batalla. Los señores Tolon y Braerwinter intentaron ponerlo a salvo cuando informaron a la reina. Prometieron enviarnos más noticias en cuanto supieran algo.

—Entonces, ¿prosigue la batalla? —preguntó Korvarr Rallyhorn, que aún no se había recuperado de las heridas sufridas cuando la sed de sangre se apoderó de su entendimiento en el combate contra lady Merendil, combate que le había costado un brazo roto.

—La reina ha ordenado a una tropa de magos guerreros que se disponga a una inmediata teletransportación a la zona —asintió Alaphondar.

—Si me permitís, princesa —pidió Korvarr a Tanalasta—, mi compañía está en estado de revista en este mismo instante, y podríamos partir en cuanto dierais la orden.

Demasiado conmocionada como para responder, Tanalasta se limitó a hacer un gesto de asentimiento concediéndole permiso.

—¿Estáis segura de que es lo más conveniente, princesa? —preguntó lord Longbrooke—. Ya estamos faltos de tropas en el sur.

—Y eso que sólo hemos cazado a dos ghazneth —señaló Hector Dauntinghorn.

—Sólo dos ghazneth, pero los diez mil de Sembia aún nos superan en cuanto a hombres —intervino Melot Silversword—. No podemos olvidar que las suyas son tropas frescas...

Tanalasta apenas oyó el intercambio. Estaba aturdida. Los éxitos cosechados contra las ghazneth la habían cegado respecto a lo incierta que seguía siendo la victoria. El dragón y sus orcos controlaban todo desde Dhedluk norte. Si se desbandaba el ejército real, y Tanalasta no era tan estúpida como para creer que tardaría mucho teniendo en cuenta que Alusair había desaparecido y su padre había caído, el resto de Cormyr no tardaría en convertirse en un recuerdo.

Al pensar en ello se sintió más aturdida que asustada. Se sentía vacía por dentro, quizá porque la angustia de perder a una hermana, a un padre y un reino de golpe era sencillamente más de lo que podía soportar. La sensación era similar a la añoranza que sentía por Rowen, un dolor frío y profundo que nunca desaparecía, que estaba siempre allí, dispuesto a arrastrarla al pozo sin fondo de la desesperación. Era una sensación ante la cual no podía rendirse, ni siquiera por un instante. Demasiado dependía de ella, y no pensaba sólo en Cormyr. No tardaría mucho en dar a luz, y quería que su hijo naciera en su reino.

Cuando Tanalasta volvió a ser consciente de cuanto la rodeaba, se encontró acompañada por una cohorte de rostros descorazonados. Melot Silversword y Barrimore Longbrooke estaban juntos, parecían aterrorizados y susurraban algo acerca de Sembia. Incluso a Ildamoar Hardcastle y Roland Emmarask estaban pálidos y parecían superados por las circunstancias. Todos los presentes en la habitación daban la guerra por perdida, y no andarían muy errados si Tanalasta no hacía algo para que recuperaran el ánimo.

La princesa pensó en un principio en la posibilidad de marchar al norte para asumir el mando del ejército real «hasta que su padre se recuperara», pero, por suerte, la idea pasó por su mente como una exhalación. Aunque tuviera tanta mano para la estrategia como su hermana Alusair (y sabía que ése no era el caso) e incluso su presencia moviera más a la inspiración que la del rey Azoun (y sabía que no era así), una mujer en su estado apenas podría inspirar confianza en el ejército real, y mucho menos liderar una carga en la batalla para plantar cara a Nalavarauthatoryl y sus orcos.

Pero sí sabía quién podía hacerlo.

Tanalasta se cogió con fuerza a los brazos de la silla.

—Lord Longbrooke, estoy segura de que tanto usted como lord Silversword no estarán discutiendo la posibilidad de solicitar la ayuda de tropas sembianas. —Cuando ambos hicieron un gesto de negación, la princesa se levantó—. Bien. Dudo mucho que Vangerdahast lo aprobara.

—¿Vangerdahast? —preguntó Roland Emmarask, boquiabierto—. Entonces, ¿sabéis dónde está?

—Más aún, creo que el maestre de agricultura Foley ha diseñado un plan para liberarlo. —Tanalasta se volvió hacia el clérigo—. ¿No es así, Owden?

Owden esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza, claro signo de su enojo.

—¿Cuándo sugiere la princesa que lo haga? Si dispongo de la noche para completar mis estudios, podría estar listo para el amanecer.

—Pensaba en algo más inmediato. —Tanalasta se quitó el símbolo sagrado de Rowen que llevaba colgado del cuello, y se lo tendió al clérigo—. Quizás ahora mismo.

Owden era demasiado sutil y leal como para permitir que nadie excepto Tanalasta comprendiera el enfado que reflejaba su mirada. Al principio había propuesto la posibilidad de abrir un portal que diera a la prisión de Vangerdahast, dado el supuesto de que podría determinar la ruta por sus propios medios, de modo que la princesa no se arriesgara a sufrir los efectos de tan impredecible hechizo. No obstante, cuando fue evidente que Owden no poseía una conexión emocional lo bastante fuerte como para encontrar a Vangerdahast a través del símbolo sagrado de Rowen, Tanalasta empezó a presionarlo para que contara con ella. Hasta el momento, el clérigo se había negado en redondo, so pretexto de que lo más probable es que terminara ella atrapada en la misma dimensión que Vangerdahast, y no al revés. Hasta ahora, Tanalasta había cedido.

Al ver que Owden no parecía dispuesto a cumplir sus órdenes, Tanalasta se volvió al centinela que custodiaba la entrada.

—Traiga al comandante Steelhand.

—Eso no será necesario —dijo Owden. Hizo un gesto a Tanalasta para que volviera a sentarse—. La princesa tiene razón. Ha llegado el momento de abrir la puerta y ver qué sale de ella.

Owden balanceó por la cadena el símbolo sagrado delante de los ojos de Tanalasta, lentamente, de un lado a otro.

—Concentraos. Imaginad el rostro de Vangerdahast.

Tanalasta siguió con la mirada el amuleto de plata, e imaginó a Vangerdahast tal y como lo había visto por última vez, extrañamente joven y flaco, con una frondosa barba negra y una corona de hierro ceñida sobre su desmañada mata de pelo. La imagen se fundió con el símbolo y empezó a moverse también de un lado a otro; después perdió de vista a los hombres y la sala de mapas, hasta que sólo quedó el rostro del mago de la corte que oscilaba lentamente ante sus ojos.

Tuvo la sensación de caer por un largo y oscuro túnel. De pronto la oscuridad envolvió el amuleto. El rostro de Vangerdahast también desapareció, reemplazado por el rostro espectral que tuvo ocasión de ver cuando intentó por primera vez ponerse en contacto con su marido. El extraño arrugaba el entrecejo con fuerza, era siniestro, de ojos blancos como perlas, hoyuelo en la barbilla y una mandíbula fuerte. Esta vez, Tanalasta no llamó su atención, y los ojos perla la observaron un instante, febriles de alegría y pena y un innombrable deseo un millar de veces más intenso incluso que la añoranza que sentía por Rowen.

El ambiente se tiñó de gris a causa de la lluvia, y el rostro desapareció. Al cabo de un instante, Vangerdahast apareció ante ella, ceñudo y tan impaciente como de costumbre.

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