Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—¿Qué hace mi hija aún aquí? —preguntó Filfaeril sin dirigirse a nadie en particular. Agarró al mago guerrero que tenía más a mano y lo empujó hacia Tanalasta—. ¡A palacio... y rápido!
L
a caverna recordaba a Vangerdahast las noches estrelladas de antaño, con la salvedad de que esas estrellas colgaban a la altura de su panza, guiñando y pestañeando en la luminosidad de la bola de luz que danzaba sobre el dedo de la ghazneth. Ésta (y es que Vangerdahast aún tenía cierta dificultad para considerarlo como Rowen Cormaeril) le condujo por un laberinto de pasadizos y estancias de techo alto, donde los trasgos habían apilado millares de anaqueles diminutos. Los anaqueles tenían el aspecto escalofriante de un espantapájaros trasgo, de uno a una docena de brazos de hierro que colgaban de planchas irregulares de metal, anteojos rotos, botones de latón, pedazos de cristal de colores diversos, cualquier cosa que desprendiera un brillo, una luz. No había senderos ni caminos que atravesaran tan peculiar legión, que formaba en un orden tan cerrado que Vangerdahast no podía pasar entre ellos sin detenerse constantemente a desenganchar la túnica.
La ghazneth, por el contrario, parecía ajena a sus dificultades. Se deslizaba a través de la horda zarandeando las caderas, dando un paso al lado y girando sobre sí misma para pasar junto a los espantapájaros con tal rapidez, que Vangerdahast tuvo serias dificultades para mantener el paso. De hecho, el hedor a podrido impregnó la estancia, y los espantapájaros parecían tan apretados que ni siquiera Rowen pudo pasar a través de ellos sin desmontar algunos abalorios que cayeron sobre el resbaladizo suelo. Siempre que ocurría esto, se detenía para devolver los objetos caídos a su lugar, disponiéndolo todo con mayor gracia que antes. Vangerdahast intentó moverse con más tiento, pero no dijo nada sobre la abundancia de abalorios que habían caído a su paso.
Finalmente salieron a un claro donde reinaba la penumbra, y el hedor se volvió tan insoportable que Vangerdahast no tuvo más remedio que taparse la nariz. La ghazneth se detuvo al llegar al borde y extendió un brazo para impedir que Vangerdahast siguiera caminando.
—¿Puedes saltarlo, anciano?
—¿Saltarlo? —Vangerdahast miró hacia abajo y vio que se encontraba sobre un precipicio que desprendía un hedor increíble—. ¡Por la vara!
Rowen levantó la mano, y la bola luminosa se expandió hasta que Vangerdahast vislumbró el otro lado del precipicio, quizás a cuatro pasos de distancia.
—¿Podrías saltar hasta allí?
—Cuando tenía veinte años —respondió el mago—. Ahora necesitaré de mi magia.
—No es buena idea —dijo Rowen. Cogió a Vangerdahast del brazo y cerró su otra mano alrededor de su muñeca—. Agárrate.
Vangerdahast miró a lo lejos y arrugó el entrecejo.
—¿Por qué no buscamos un camino para vade...?
La sugerencia del mago se convirtió en un grito cuando la ghazneth dio un brinco y lo arrastró sobre el precipicio. Vangerdahast vislumbró las paredes irregulares cubiertas por una gruesa capa de lodo... sus rodillas temblaron al caer junto a Rowen en el borde opuesto.
—No olvides que fuiste tú quien me pidió ayuda —dijo Rowen al tiempo que lo ponía en pie—. No me insultes negándome la confianza.
—Todo sería más sencillo si me soltaras.
Vangerdahast observó desafiante su propia muñeca, donde la mano de la ghazneth se deslizaba en dirección al anillo de deseos. Rowen lo soltó con tanta brusquedad que Vangerdahast estuvo a punto de caer y tuvo que agarrarse a un saliente.
—Vamos. —Rowen retrocedió un paso. Su ceño arrugado dibujó la curva del miedo, pero acto seguido volvió a introducirse entre los espantapájaros—. Nos separaremos en cuanto tengas el cetro. Cógelo y escóndete en algún lugar donde no pueda encontrarte.
—No pienso hacer tal cosa. No puedo. —Antes de seguirlo, Vangerdahast permitió avanzar a la ghazneth unos pasos más—. Tenemos más posibilidades de salir de ésta si nos ayudamos.
—Hasta que crezca mi apetito. —Rowen se movía tan deprisa que Vangerdahast empezó a perder terreno—. Entonces te robaré el anillo y absorberé la magia del cetro. Cuando ya no me quede otro recurso, la emprenderé contigo.
—No lo harás —dijo Vangerdahast—. Puedo saciar tu hambre.
—Pero nunca lograrás satisfacerla —objetó Rowen—. Cuanto más me alimentes, más crecerá. Es como el ansia que tienes de reinar.
Vangerdahast se detuvo en seco y contempló fijamente la espalda de la ghazneth.
—¿Mi qué? Yo no ansío la corona.
—¿No? Entonces, ¿por qué afirmabas ser rey cuando Boldovar te hirió?
Vangerdahast estaba demasiado sorprendido como para responder. Había explicado a Rowen todo lo relativo a la herida que recibió a manos del rey Loco, pero había omitido que le provocara alucinaciones: apenas él mismo lo recordaba.
Rowen dio unos pasos más y se volvió hacia Vangerdahast.
—Lo he deducido —dijo en un tono de voz más suave, casi simpático—. De todas formas no me parece gran cosa. Todos albergamos la semilla de la maldad en nuestros corazones, y es de dicha semilla de donde surgen los poderes de una ghazneth.
—¿Y en qué consistía tu semilla? —preguntó Vangerdahast con arrogancia.
—Miedo —respondió Rowen—. Miedo de no volver a ver a Tanalasta.
Vangerdahast no estaba quizá tan sorprendido por oírle admitirlo, como lo estaba por su propia reacción ante aquellas palabras. Durante el tiempo que habían viajado juntos en las Tierras de Piedra, había considerado el afecto de Rowen por Tanalasta como un peligro para la corona, y había hecho todo lo posible para desanimarlo. Y ahora ahí estaba él, dependiendo de ese mismo afecto para procurarse la lealtad de la ghazneth y protegerse de un hambre feroz que sólo podía intuir. Ni siquiera a Vangerdahast se le escapaba la ironía implícita en el asunto. Sabía distinguir quién de ellos era el verdadero monstruo.
Vangerdahast apoyó una mano en el hombro de Rowen.
—Volverás a ver a Tanalasta. Ambos lo haremos.
—Ahora eso es lo que más temo. —Rowen se sacudió la mano del mago—. No me gustaría que me recordara así.
—Y no lo hará —dijo Vangerdahast—. Todo lo que se hace puede deshacerse. Ya me encargaré yo cuando logremos escapar.
—Si escapamos, mago. Pon freno a tu arrogancia.
Vangerdahast hizo ademán de protestar, de alegar que era confianza lo que tenía, no arrogancia, pero después recordó el tiempo que llevaba en la ciudad.
—Gracias por el consejo. Si escapamos.
Rowen hizo un gesto de asentimiento y continuó caminando.
—Pero si logras escapar, no debes decirle jamás en lo que me he convertido.
—Si consigo escapar, creo que tú estarás conmigo para decírselo.
Vangerdahast respondió con mesura, porque había cierto peligro implícito en el hecho de hacer promesas que podían ser imposibles de cumplir incluso para el mago de la corte. Siguió a la ghazneth a través de la inmensa caverna, pasaron por una docena de precipicios más, al menos a juzgar por el olor y los vericuetos irregulares que desembocaban en claros sumidos en penumbras, y también pasaron junto a un millar de espantapájaros de hierro. La estancia se estrechó hasta convertirse en un pasadizo diminuto atestado de anaqueles, con una astilla larga y negra que discurría apuntalando una pared, y que finalmente se abría ante una sala inmensa, donde la legión de espantapájaros era, si cabe, aún mayor.
La ghazneth siguió avanzando a través de la oscuridad, hasta llegarse al centro de la sala, donde se detuvo al borde de otro precipicio. Aquél era tan grande que no se veía el otro lado por estar sumido en la negrura, incluso cuando Rowen dobló el tamaño de la bola luminosa que tenía en la punta del dedo.
—Por aquí abajo —dijo Rowen, señalando hacia la boca del precipicio.
Vangerdahast se puso de rodillas y entrecerró los ojos con la esperanza de ver algo. La pared caía más o menos vertical, aunque era difícil estar completamente seguro debido a la gruesa capa de lodo marrón que cubría su superficie. Allí abajo en algún lugar (no podía decirlo con seguridad, ni con la luz temblorosa que alcanzaba a iluminar el agujero), había una montaña de algo que parecían... ¿varitas?
—¿La ves?
—No sin un poco más de luz —respondió Vangerdahast—. No estoy seguro de distinguirla.
Rowen cayó sobre una rodilla y extendió el brazo sobre el agujero para iluminar el fondo, sumiendo el resto de la caverna en completa oscuridad.
Un chirrido agudo estalló a su espalda, como si la repentina oscuridad hubiera hecho tropezar a alguien con los espantapájaros de hierro.
Rowen apagó de inmediato la luz.
—¿Trasgos? —susurró Vangerdahast.
—Aquí no —respondió Rowen en voz baja—. No nos ha seguido nadie.
Tintineó el latón y el cristal cuando el que los había seguido echó a correr. El mago cogió una piedra del suelo y susurró el hechizo de luz. Ni siquiera había pronunciado la segunda sílaba, cuando Rowen arrojó un rayo argénteo contra el techo de la caverna.
En el brillante destello que siguió al hechizo, Vangerdahast vio a una mujer nervuda con un llameante cabello rojo que se dirigía hacia ellos sorteando los espantapájaros. Aunque tenía la piel rubia, estaba tan desnuda como Rowen y a juzgar por su complexión era más fuerte, tenía unas alas rojas repletas de escamas que desplegaba a su espalda, y un par de ojos en forma de diamante que miraban en su dirección.
—¡Está libre! —Cuando la caverna volvió a sumirse en la oscuridad, Rowen empujó a Vangerdahast lejos del agujero—. ¡Vete!
Pero al mago se le había ocurrido una idea mejor. Se volvió y se arrojó al agujero. Se proporcionó un solo latido de corazón para desaparecer por el borde, y después pronunció una palabra que ralentizó la caída para asemejarla a la de una pluma. Al ver que no había ningún motivo para evitar la magia ahora que Nalavara campaba a sus anchas, cogió una pluma de cuervo del bolsillo y pronunció una larga serie de sílabas místicas, antes de precipitarse hacia el fondo del agujero y coger la primera vara que tocó con los dedos.
Vangerdahast emprendió un ascenso pronunciado, asomando a ciegas a la oscuridad total que reinaba también fuera del agujero. Imaginó el cetro que Rowen le había descrito antes: una vara larga y dorada, esculpida con la forma de un roble anciano, y después se arrancó unos pelos de su barba frondosa. Dejó que el azar guiara su vuelo, arrebujó los pelos sobre la varita que tenía en la mano, y, en voz muy baja, murmuró las sílabas guturales de un insignificante hechizo de ilusión.
La primera evidencia del éxito de su hechizo la tuvo cuando oyó el batir de alas de Nalavara, que se acercaba directamente y que aumentaba cada vez más. Vangerdahast cayó a la izquierda y evitó por los pelos el cono llameante que dio contra la pared opuesta iluminando toda la caverna. El mago vio que la figura repleta de escamas de la mujer elfo, que al menos medía unos sesenta metros de altura, se convertía en un dragón gigante, entonces volvió a quedarse sin aliento cuando ella cerró la boca y las llamas desaparecieron.
Vangerdahast lanzó un hechizo de luz en la vara que tenía entre manos, y reveló lo que parecía ser un roble nudoso hecho de oro puro, con una empuñadura de amatista esculpida en forma de bellota. El mago zarandeó la vara a un lado y vio que la enorme boca de Nalavara, toda ella cubierta de colmillos y lengua, que había adoptado por completo su forma de reptil, asomaba en el círculo de luz. Cayó bajo ella, y estuvo a punto de perder el control del vuelo cuando sus mandíbulas se cerraron apenas a unos metros de su espalda.
Le pareció que tardaba una eternidad en volar bajo el dragón. Pasó por su primer par de patas sin incidente, porque Nalavara seguía cerrando las mandíbulas y aún no se había percatado de que lo había perdido. Sus escamas tenían el tamaño de escudos de torneo, eran gruesas como puertas, y cuando Vangerdahast alcanzó su abdomen, el calor del fuego que ardía en el interior de la criatura bastó para abrasarle la piel. De haber extendido los brazos y empuñar la vara en toda su extensión, no habría alcanzado ni la mitad de anchura del cuerpo del dragón. Al pasar bajo sus alas, la turbulencia estuvo a punto de hacerle perder el control; entonces un par de patas con garras aparecieron iluminadas por la luz, extendidas para barrer el espacio que había ante ellas con la esperanza ciega de atraparlo. Pasó volando entre las enormes garras, y aún le sobró un brazo de distancia a ambos lados.
Consciente de que no le convenía arriesgar el pellejo con la cola del dragón, Vangerdahast se arrojó en picado y viró hacia el pasadizo estrecho por el que tanto él como Rowen habían accedido a la estancia. Si podía engañar a Nalavara para que abandonara la caverna, podría hacer que el cetro volara por sí solo y teletransportarse de nuevo para recuperar el auténtico.
Nalavara se volvió sobre los cuartos traseros, topó con la pared y el eco del estruendo reverberó entre las cuatro paredes de la caverna. El mago sabía que el hechizo de luz atraería la mirada del dragón como un faro, de modo que cayó a treinta centímetros sobre los espantapájaros de hierro, al tiempo que realizaba viradas y reviradas de un lado a otro. Pero su plan fracasó. Al acercarse a la entrada, un chorro de fuego pasó por encima de su cabeza y llenó por completo el acceso al túnel, obligándole a apartarse en el último momento y ocultarse en un agujero cercano.
Por un instante, Vangerdahast se planteó las alternativas de que disponía. El pasadizo era tan estrecho como el primero, y estaba hasta el techo de espantapájaros. Dio veinte pasos, pero entonces se vio obligado a volver por donde había venido al topar con una pared.
El suelo tembló, y el mago supo que Nalavara se había posado tras él. Cayó de bruces entre los espantapájaros y arrancó uno de la base que lo sostenía. Lo inclinó hacia la entrada y empezó a murmurar un hechizo.
Apenas Vangerdahast había pronunciado unas sílabas, cuando el hocico llameante de Nalavara bloqueó la entrada del pasadizo. Masculló las últimas palabras, y suspiró aliviado cuando un muro de hierro se levantó ante su mirada, antes de encogerse de miedo cuando el fiero aliento de dragón topó con la barrera mágica.
El rugido continuó durante lo que parecieron varios minutos. Un círculo naranja apareció en medio de la pared, y se extendió lentamente hacia fuera, elevando tanto la temperatura del túnel que Vangerdahast pensó que ardería todo envuelto en llamas. El hierro empezó a fundirse y derretirse, y largas lenguas de fuego lo atravesaron hasta alcanzar la pared del fondo y transformar el marrón de los anaqueles en blanco. Vangerdahast apretó la espalda contra una de las paredes del pasadizo y se acercó con tiento hacia la pared mágica, donde estaría más resguardado de las llamas.