Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—¿A Suzail?
—Así es.
—Stormshoulder, Gaundolonn y...
—Y Starlaggar —dijo el oficial, mostrando su disgusto.
El rey, serio, hizo un gesto de asentimiento, consciente del peso que cargaba sobre sus hombros, ahora quizás un poco más pesado.
—Temo que su viaje haya podido terminar en la mandíbula de un dragón —explicó al capitán—. No habléis mal de ellos. Eso sí, necesitaré los viales curativos de uno o dos oficiales, si es que los magos no dejaron magia curativa para la tropa. —Inspiró e hizo la pregunta cuya respuesta necesitaba conocer—. ¿Cómo andamos de hombres?
—Majestad —empezó a responder el capitán, en un tono de voz que obedecía a la preocupación que embargaba a todos los presentes—, lamento informaros que...
Abrió los ojos como platos cuando el rey levantó la palma de la mano para ordenar que guardara silencio, pero obedeció, observando mudo cómo Azoun se alejaba dos pasos, y levantaba ambos brazos para pedir silencio a los presentes.
«Padre.»
La voz de Alusair, en su mente, se le antojó temblorosa, al borde de las lágrimas.
«Sí, moza», respondió tan suave y cálidamente como pudo. «Aquí me tienes. Habla.»
«Una matanza. Dragón. Quedamos pocos, trasgos por todas partes. Me temo que no podré sacar a mis hombres con vida.»
Azoun echó la cabeza hacia atrás, y observó el cielo a través de las ramas desnudas, un cielo que por suerte no incluía la figura de ningún dragón. Inspiró profundamente y al instante supo que no tardaría nada en dirigirse hacia donde estaba su hija.
Tanalasta tendría que lidiar sin su ayuda con los problemas que pudieran presentarse en la corte. Los dioses y toda Cormyr sabían que había tenido tiempo más que suficiente para conocer a los nobles y sus intrigas, por no hablar de la prueba de fuego por la que pasó cuando cierto Azoun Obarskyr yacía al borde de la muerte y un arrogante joven Bleth la sedujo con intención de arrebatarle el trono. Es más, la princesa de la corona había madurado mucho desde aquellas oscuras jornadas. Había aprendido mucho. A lo largo de los últimos meses, no había dejado de sorprenderle: el rey había sido testigo de cómo ganaba en confianza y destreza, como una flor que se abriera ante sus ojos.
Por otro lado, la princesa de acero era una apuesta segura. Era una guerrera capaz de liderar Cormyr y mantenerlo unido aunque cayeran los que la rodeaban (sobre todo un guerrero viejo, de pelo cano, que en ese momento ceñía la corona). Era una espada de la que ningún reino querría prescindir, aunque no fuera su hija favorita.
Es más, irrumpir en palacio en aquel momento privaría a Tanalasta de la oportunidad de tomar el pulso a la corte, crecer en confianza o ganar en reputación ante la nobleza, e incluso de aprender de lo sucedido... todo eso quedaría resumido en la siguiente expresión: «la pequeña ha hecho a su voluntad con el trono, hasta que ha llegado su padre para poner las cosas en su lugar».
Después de todo, no había sido una decisión tan difícil.
—Preparad a los hombres —gritó, asegurándose de que Alusair pudiera oír sus palabras a través de los anillos—. Marcharemos hacia el norte y apretaremos el paso para reunirnos con las fuerzas que comanda la princesa de hierro. Nada de gritos de batalla, y sin hacer un solo ruido. Este año parece que abundan los dragones.
No estaba seguro de quién había sido el que más había gruñido al oír sus palabras, si los hombres que lo rodeaban, o Alusair, desesperada, de pie y agotada en la cima de una colina, apoyada en el pomo de una espada cuya hoja estaba teñida de sangre de orco.
L
os tres permanecían sentados en la terraza que daba a los magníficos terrenos de los Crownsilver. Maniol Crownsilver, el duque Kastar Pursenose y la dama de las perlas, Bridgette Alamber. Bebían merlot y contemplaban los terrenos ondulantes que se extendían ante su mirada. Era como si una capa de hielo cubriera sus tierras, una capa de hielo que hiciera oídos sordos a los deseos de un anfitrión dispuesto a pedirle que se marchara. Los perales se habían marchitado y ahora apenas quedaban los restos nudosos, los rebaños de la famosa oveja Silvermarsh yacían abotagados y molestos en los pastos pardos, y la cosecha de vino se había echado a perder bajo un manto níveo de moho blanco.
—Lástima de cosecha, Manny —dijo lady Alamber, antes de apurar las últimas gotas de su vaso—. El merlot de Silverhill no tiene igual. Me temo que lo echaré de menos.
—Aún tenemos un barril, o un centenar, en la bodega. —Maniol vertió el poso de la jarra en el vaso de lady Alamber, y después la colocó al borde de la mesa, donde una mano anónima de guante blanco la cogió para llenarla de nuevo—. Me encargaré de que te envíen un barril.
—Qué amable por tu parte.
—No tiene importancia —dijo Maniol—. Lo único que te pido es que lo mantengas alejado de tus magias.
—Puedes dormir tranquilo —respondió lady Alamber—. Sería una lástima que alguna de esas ghazneth desperdiciara semejante cosecha. Puede que acepte la oferta de la princesa y envíe mi magia al castillo para que esté a buen resguardo.
La burla implícita en el tono de su voz arrancó una risa sardónica de ambos hombres, momento en que la mano anónima depositó de nuevo la jarra en la mesa. El duque Pursenose ofreció su vaso a Maniol para que lo llenara.
—Dime, ¿qué vamos a hacer respecto al asunto Goldsword? —preguntó.
—¿Hacer? —Maniol sirvió al duque—. Lo mismo de siempre, por supuesto: esperar hasta que el asunto se resuelva por sí solo.
—No sé en qué habrá estado pensando la princesa —dijo lady Alamber—. Dormir con un noble de tercera fila es una cosa, pero casarse con él...
—Y con un Cormaeril, para más inri —apostilló Maniol—. ¿Acaso pretendía conseguir aliados para Goldsword?
—Aun así, hay quienes afirman que demostró entereza, y también quienes admiran su franqueza —señaló Pursenose—. Con todo lo que ha sucedido en el norte, dicen que ha demostrado una gran capacidad de liderazgo.
—Los Hardcastle y Rallyhorn... y los Wyvernspur —asintió Maniol al tiempo que se servía—. Ahora que poseen las tierras que pertenecieron a los Cormaeril, se han convertido en una de las familias de mayor peso en la corte.
—Precisamente. —Lady Alamber volvió a vaciar el vaso—. Por un lado, ha concebido un heredero —dijo con una mano extendida a un lado, que bajó antes de elevar la otra hacia el lado opuesto—. Por otro, se trata de un Cormaeril. ¿Cómo intuir quién saldrá ganando?
—Eso no importa, querida —dijo Maniol, que se apresuró a servirla de nuevo—. Lo que importa es que nosotros no salgamos perdiendo.
—En tiempos normales, sí —terció Pursenose—, pero con esas terribles ghazneth campando a sus anchas y destrozándolo todo, y los orcos y los trasgos sueltos en el norte... mala cosa para quienes estamos en segunda fila, y aún podría empeorar. Saldríamos ganando si eligiéramos un bando.
—¿Y si elegimos el bando equivocado? —repuso Maniol, haciendo un gesto de negación—. Recuerda lo que Azoun hizo a los Bleth y a los Cormaeril después del asunto Abraxus. Dudo que los sembianos sean más agradecidos si nos aliamos con Tanalasta para combatirlos. —Echó un buen tiento al vino e hizo una mueca—. Me parece que el casco estaba un poco mohoso.
A Pursenose le había dado esa impresión, pero no había querido insultar a su anfitrión señalándolo en voz alta.
—Está un poco avinagrado —comentó educadamente—. Pero volvamos a lo nuestro: creo que estamos olvidando a las ghazneth. ¿Acaso no son el verdadero enemigo? Si permitimos que las cosas continúen así, todos perderemos la cosecha de este año.
—Lo cual no hará sino aumentar desorbitantemente el precio de nuestras existencias. —La imperceptible sonrisa de Maniol se vio teñida por un súbito rubor—. Nadie dijo que fuera fácil ser noble. —Hizo una mueca al notar el ardor de estómago, pero se las apañó para mantener la sonrisa cuando se volvió para arrastrar a lady Alamber a la conversación—. ¿No estás de acuerdo, Bridgette?
Pero lady Alamber no dijo ni palabra. Seguía sentada en la silla, hundida, boquiabierta y con la mirada inyectada en sangre clavada en el cielo. Una saliva teñida de rojo resbalaba por la comisura de sus labios, y un hedor acre surgía de la silla que había a su lado.
El duque Pursenose siseó dolorido y el vaso resbaló de entre sus dedos y se rompió en mil pedazos al chocar contra el suelo.
—Yo diría, Maniol... —boqueó hundido en la silla—, que este vino está en mal... estado.
Pero a lord Crownsilver ya no le importaba nada. Su cabeza golpeó contra la superficie de la mesa, y un gorgoteo largo y húmedo abandonó su garganta. Aún enfundada en guantes blancos, la mano anónima retiró la jarra de la mesa.
Desde el balcón del rey, los Jardines Reales parecían el campamento de un enorme ejército pertrechado para soportar un largo asedio. Estaba lleno de las columnas humeantes que abandonaban las hogueras, de la lona o las telas que servían para improvisar las tiendas, emplazadas entre los delicados árboles del jardín. Había gente por todas partes, reunida en pequeños grupos, durmiendo bajo los árboles, vagabundeando de un lado a otro en busca de los hijos extraviados o de rostros familiares. El olor de la comida, la suciedad y las flores se mezclaban en uno solo, creando un aroma graso y dulzón. El olor recordó a Tanalasta aquella dama noble cuyo olfato se había acostumbrado a su propio perfume.
—Comenzaron a llegar anoche —explicó Korvarr—. Les dijimos que no podían quedarse a dormir, pero se negaron a marcharse. Con el palacio real tan cerca, dijeron que era el único lugar seguro en Cormyr para dormir.
—Ya me encargaré yo de discutirlo con ellos —dijo secamente Tanalasta—. Déjeme un tiempo para pensarlo. De momento, me preocupan mucho más todos esos asesinatos.
Se volvió a Sarmon el Espectacular, que permanecía sentado tras ella en una silla de ruedas que Alaphondar había diseñado para él. Aunque sabía que el mago no había cumplido los cincuenta años, parecía doblar esa edad, tenía bolsas bajo los ojos, una piel arrugada blanca como el alabastro y un pelo ralo a través del cual pudo ver las manchas que cubrían su piel.
—Usted se ha encargado de seguir el caso. ¿Qué le parece?
—Lord Crownsilver y sus invitados elevan la cuenta de asesinatos a un total de quince en los últimos diez días —respondió Sarmon—. Tendríais que arrestar de una vez a lord Goldsword antes de que se produzcan más.
—¿Y cómo sabe usted que es cosa suya? —preguntó la princesa.
—Por el hecho de que no lo sé —respondió Sarmon—. Pretende privaros de apoyo.
—¿De apoyo? —preguntó Owden, como siempre de pie al lado de Tanalasta—. Creía que lo más peculiar en estos asesinatos era el hecho de que todas las víctimas eran neutrales.
—Obviamente, lord Goldsword está descubriendo hacia dónde se decantan los nobles —aventuró Sarmon.
—A mí no me parece tan obvio. —Tanalasta se volvió y lo miró fijamente—. ¿Cómo lo descubre antes que nosotros?
—Los magos guerreros no pueden recurrir a las escuchas mágicas sin atraer la atención de las ghazneth, alteza —dijo el mago, cuyos dedos arrugados se cerraron con fuerza en los brazos de la silla.
—Por supuesto. No pretendía decir que no estuviera usted haciendo todo lo posible. —Aunque frustrada por la situación, Tanalasta se negó a emprenderla con un hombre que había dado cincuenta años de su vida por defenderla—. ¿Y los otros espías? —preguntó a su madre.
Incómoda, la reina apartó la mirada.
—Me temo que la lealtad de muchos de esos espías pertenece a tu padre. No hemos recibido muchos informes.
—¿Qué le pasa a esa gente? —Tanalasta hizo un gesto de impotencia y observó el campo de refugiados. No era la primera vez que deseaba que Vangerdahast estuviera allí para ayudarla, o, al menos, para activar su formidable red de espionaje—. ¿Acaso no ven el peligro que corre Cormyr?
—El único peligro que ven es el suyo —respondió Alaphondar—. Con los reveses sufridos en el norte, me temo que la llamada de Goldsword para aceptar la ayuda de Sembia encontrará oídos más receptivos.
—¡No necesitaríamos la ayuda de Sembia si nuestros nobles empuñaran la espada y se dispusieran a luchar! —exclamó Tanalasta, golpeando la balaustrada. Hizo una pausa para tranquilizarse, miró a Owden y añadió—: Empiezo a creer que debí casarme con Dauneth. Al menos los nobles no utilizarían el nombre de mi esposo para minar mi autoridad.
—Buscarían otra excusa —dijo Owden—. ¿De veras creéis que se volverían valientes sólo por el hecho de que vos no tuvierais coraje para seguir los dictámenes de vuestro propio corazón?
La pregunta del clérigo amainó la tormenta desatada en el pecho de Tanalasta.
—Supongo que no. —Se apartó de la balaustrada y se acercó a su madre—. Hablando de cobardes y traidores, ¿has conseguido alguna pista sobre el espía que se ha infiltrado entre nosotros?
—Por supuesto. —Filfaeril miró a su hija a los ojos—. Hace un tiempo que conozco su identidad.
Tanalasta tenía la sensación de que su madre se equivocaba.
—¿Y por qué no me lo has dicho?
—No hubiera servido de nada; si acaso, para ponerlo sobre aviso.
—Pero si sabes quién es, ¿por qué no encerrarlo en una mazmorra? —preguntó Tanalasta, molesta ante el tono de voz de la reina.
—Porque los espías pueden resultar muy útiles, sobre todo cuando su lealtad pertenece al enemigo —sonrió Filfaeril.
—¿Te importaría ser más explícita? —preguntó la princesa, enarcando una ceja.
—Sí, al menos de momento —Filfaeril sostuvo la mirada de su hija.
—Como desees —dijo Tanalasta, consciente de que no le quedaba más remedio que esperar a que su madre se decidiera hablar—. Supongo que ya está todo.
—¿Y qué me decís de lord Goldsword? —preguntó Sarmon—. ¿Vais a arrestarlo?
—Si lo hiciera —sacudió la cabeza Tanalasta—, daría a entender que le tengo miedo. No es un buen modo de inspirar confianza entre nuestros nobles indecisos.
Los nudillos de Sarmon perdieron todo el color, cogido como estaba a los brazos de la silla, pero no quiso discutir la decisión.
—Sabia elección, pero es necesario hacer algo —dijo Alaphondar—. Tal y como están de mal las cosas, la gente pierde la confianza. Necesitan veros actuar.
Tanalasta miró por encima de la balaustrada y un escalofrío recorrió su espina dorsal al ver a la gente a la que estaba decepcionando.