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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (29 page)

BOOK: La muerte del dragón
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—Si estás pensando en emplear la magia para trasladar a la gente de un lado a otro —murmuró Alusair—, ¿me permites recordarte que el menor uso de la magia atraería en un abrir y cerrar de ojos a esas ghazneth hambrientas de magia?

Azoun apretaba la mandíbula de tal forma, que la línea que dibujaba parecía afilada como la hoja de una espada desenvainada.

—Estoy pensando en que los magos guerreros del reino utilicen la magia más poderosa que sean capaces de practicar porque Cormyr la necesita imperiosamente —dijo inflexible—. Plantarse ante los enemigos que marchan a la carga como cualquier otro guerrero, pero mantener su magia bajo control sin esperanza siquiera de formular un hechizo... mantener la magia en funcionamiento cuando un compañero mago cae abatido de puro cansancio... en realidad no hay mucha diferencia. Un portal como abrieron los magos de antaño, una puerta que comunicara una ciudadela con otra, de manera que toda Arabel pueda franquearlo, eso es lo que necesitamos. Un solo paso que los lleve de aquí a Suzail, cubriendo kilómetros de distancia, es lo único que podría salvarles la vida.

Dauneth abrió unos ojos como platos, pero la mirada del rey no se separó de la carnicería que tenía lugar en las calles, ni su mano soltó el pomo de la espada que agarraba con fuerza.

—Y si llegan las ghazneth —añadió—, tendremos que apañárnoslas. Las atiborraremos a saetas, las atravesaremos con el hierro de nuestras espadas... haremos lo que sea necesario.

A Dauneth le dio un vuelco el corazón ante la decisión del rey y las palabras que había pronunciado, pero se sintió impulsado a preguntar, aunque con cierta inocencia en el tono de voz.

—¿Y si no podemos detenerlas?

—Entonces —respondió suavemente Azoun, que le miró con fuego en sus ojos—, los Dragones Púrpura más fuertes formarán un escudo humano alrededor de la puerta para mantener a raya a las ghazneth, mientras sacamos a las mujeres. Ellas son el futuro del reino. Nuestros magos guerreros se dispersarán para dirigirse a Aguas Profundas, al Valle de las Sombras, a Lunaplateada y a Berdusk (y, por los dioses, ¡a Halruaa!), a cualquier lugar donde podamos encontrar magos poderosos que estén dispuestos a ayudarnos a cambio de una buena parte de nuestro tesoro. Después de todo, si no detenemos a las ghazneth, ningún mago estará a salvo en toda Faerun.

—¿De veras haríais algo así? —preguntó Dauneth mientras un escalofrío recorría su espina dorsal.

—¿Se le ocurre a usted otra opción? —preguntó a su vez el rey, que extendió las palmas de las manos.

Dejó que se impusiera el silencio, durante el cual el guardián abrió en dos ocasiones la boca para hablar. Un silencio sólo roto por el griterío desesperante y continuo procedente de las calles, mientras las llamas que devoraban los travesaños de una tienda derruyeron sus tres pisos, haciendo que se derrumbara sobre la calle con gran estruendo.

Los tres volvieron la mirada para observar el incendio que se había declarado en un palacio cercano. Las llamas ascendían por las ventanas rematadas en arco como lenguas dispuestas a fregar la superficie de piedra esculpida.

Azoun vio que la primera de las ventanas derramaba sobre la calle, con una explosión, sus lágrimas de cristal fundido.

—Esto supone ser rey, Dauneth. Podría usted explicárselo a los suyos, que son tan aficionados a rebelarse. —Una leve sonrisa cruzó la expresión de Azoun, que añadió juguetón—: Bueno, quizás algún día, cuando tengamos tiempo para esas cosas.

—¡Ahora! —gritó un capitán de lanzas que lucía un mostacho imponente, con la mirada en la silueta oscura del dragón que sobrevolaba el humo.

Las catapultas dispararon con un estampido, y el retroceso hizo que el suelo temblara bajo sus pies cuando soltaron la carga de piedra. La mayoría de piedras quedaron cortas y cayeron sobre la ciudad derruida, pero algunas alcanzaron el objetivo. Enojado, Nalavara el rojo se dio la vuelta y desapareció entre el humo.

—¡Con brío a las ruedas! —bramó el capitán—. Volverá y quedaremos como unos idiotas si permitimos que nos ase como si fuéramos carne a la parrilla. ¡A ello, muchachos!

Las sudorosas brigadas encargadas de las catapultas obedecieron al punto, y el sudor perló músculos, brazos desnudos y torsos, pero Alusair volvió la mirada.

—Las catapultas no servirán de nada contra las ghazneth —dijo—. Son demasiado lentas, aunque probablemente tampoco les harían nada si les dieran con una piedra en la cara.

—Estamos preparados para cuando vengan, alteza —aseguró un mago guerrero de rostro inflexible—. Todos lo estamos.

—¿Cómo? —preguntó la princesa de acero, que giró sobre sus talones con una mano cubierta de guantelete en la cadera, y la otra empuñando una espada que parecía ansiosa por esgrimir—. ¿Cómo pretende usted encargarse de ellas, señor mago? Devorarán sus hechizos con la misma facilidad que un lobo a un conejo.

—Si vuestra alteza me concede el honor de mirar —dijo el mago con voz serena—, la puerta se abre en este mismo momento. Las ghazneth no tardarán en atravesarlas.

Alusair lo miró y enarcó una ceja ante la seguridad de su voz... entonces sus ojos repararon en la barba gris del mago. Enredaba sus dedos, y se tiraba de ella nervioso, tan maltrechos estaban sus rizos que no tendría más remedio que cortar la mayoría.

—Me quedaré —dijo ella—, y haré lo que pueda por ayudarles.

Un chillido sobrenatural se filtró por la aspillera más cercana, procedente de algún rincón de la ciudadela, y la princesa de acero se volvió para enfrentarse a su autor.

—Por todos los infiernos, ¿qué ha sido eso?

—Eso —respondió el anciano mago, en un tono de voz que dio sobrada cuenta de la satisfacción que sentía al dar fe de ello— debe de ser el dolor de la señora hechicera después de abrir el portal mágico.

—Ya empiezan —masculló innecesariamente el capitán de infantería, antes de humedecerse los labios.

—Limítese a pegar la espalda a la pared —gruñó un veterano comandante—, donde nos dijo que formáramos, por mucho que le sorprenda lo que vea. Vigile y permanezca inmóvil. Repita la orden a los demás.

Era una orden directa, y la repitió tal cual por muy redundante que fuera. Si debía creer a los magos, estaban a punto de abrir un portal mágico en Suzail, en el espacio abierto que tenían enfrente, para facilitar la huida de las gentes que habitaban la asediada ciudad de Arabel, que inundarían el salón. Los guerreros que esperaban allí atravesarían después el portal hacia Arabel y tirarían de espada hasta que hubiera cruzado el último ciudadano de la ciudad.

Todas las miradas estaban clavadas en las dos mujeres que permanecían de pie, solas, en medio del cavernoso salón principal, desde que a lady Laspeera y a la hechicera Valantha Shimmerstar habían empezado a desnudarlas parsimoniosamente.

Desnudas, gráciles, permanecían a ambos lados de un brillante óvalo de luz mágica, mientras un fulgor azulado parecía acariciar sus pantorrillas a medida que ambas levantaron a una la mano abierta. Con las pequeñas dagas de plata que empuñaban, procedieron tranquilamente a abrirse las palmas de las manos.

Ambas hechiceras arrojaron los cuchillos con fuerza, como hace un hombre con una copa vacía, y se volvieron para mirarse a los ojos. De la sangre que caía, nació un fuego blanco.

El fuego surgió también de sus bocas mientras rugían, gemían, sollozaban y lloriqueaban. Se elevó un ululato que lentamente se convirtió en una escalofriante serie de chillidos de dolor; el fuego prendió el espacio que mediaba entre ambas, transformándose en un relámpago azulado.

—¡Dioses! —exclamó el capitán de infantería, cuando los rayos corretearon entre las yemas de los dedos, los muslos y los pechos, y ambas hechiceras temblaron, con su piel sometida de pronto a tirones, como si fueran azotadas por una tormenta invisible. Mientras los guerreros de Cormyr observaban la escena con estupor, el hechizo de luz que había entre las esforzadas hechiceras se volvió casi cegador.

De pronto arrancó un rayo de la estrella que se formaba en medio de la sala, y alcanzó el anillo de magos guerreros desnudos que permanecían sentados en el suelo, tan cerca de las paredes que los espantados guerreros podían extender la mano y tocarlos, si se hubieran atrevido a hacerlo. La desnudez de los magos, nacida de la necesidad de preservar el ropaje y los adornos mágicos que poseían, y del fuego devorador fruto de la magia poderosa que se intentaba llevar a cabo, había atraído menos miradas que las dos mujeres que permanecían de pie en medio de la sala. Alrededor del anillo, tanto los hombres gruesos y peludos como los jóvenes imberbes ahogaban gritos y movían las manos mientras la magia arrancaba la vitalidad necesaria para construir aquello que tanto necesitaban.

Sus gritos de dolor se unieron a los chillidos de las mujeres, y el resultado encontró silencioso eco en los gritos ahogados de los guerreros que pegaban la espalda a las paredes de la sala, momento en que la luz se convirtió de pronto en anillo. El anillo se desplazó a otro lugar para convertirse en el final del túnel, y Laspeera Inthré echó la cabeza hacia atrás y sollozó.

—Durndurve... ¡ánclame! ¡Puedo soportar el dolor!

Vieron que su imagen se levantaba por encima del brillante anillo, proyección enorme y fantasmagórica de su magia. Unos anillos de luz recorrían su cuerpo de arriba abajo. Su pelo atado en una coleta ondeaba ahora libre, y caía sobre sus hombros como oscuras llamaradas, mientras echaba la cabeza hacia atrás y lloraba. Las llamas surgieron de sus ojos cuando el rostro fantasmagórico de Valantha, tan sumida en el dolor como ella, masculló entre dientes:

—¡Aguanta, señora! ¡Aguanta!

De pronto, el cuerpo de Laspeera fue sacudido por un temblor, se dobló sobre sí, pero inmediatamente volvió a envararse como la hoja de un árbol enderezada por la mano del montaraz.

—Señora —dijo la voz de un hombre, voz que parecía salir de su cabeza—. Aquí estoy. Me ha alcanzado en Arabel. Nos hace usted un gran honor.

Laspeera sonrió, y su sonrisa se dibujó lenta y torcida, a medida que cedía el dolor. Suspiró, y de pronto el relámpago cesó de dar vueltas y más vueltas alrededor de su cuerpo, y se asentó en sus pechos.

—Ya está —dijo—. Ahora empieza la verdadera prueba.

Los guerreros empuñaron con fuerza sus armas y asomaron, a través del esplendor luminoso de la magia, para ver el anillo, por si acaso lo que atravesaba el portal fuera un enemigo.

Vieron un soldado de rostro inflexible, con el emblema de los Dragones Púrpura en el pecho, que les devolvía la mirada, espada en mano. Tras él vieron el rostro sorprendido de una mujer que sostenía a un bebé contra su pecho, y detrás de ambos otras cabezas protegidas por yelmos, y más mujeres que parecían desamparadas. Se encontraban en una sala que algunos de los guerreros reconocieron que pertenecía al palacio de Arabel.

—Por los dioses —dijo el capitán de infantería, con la voz temblorosa debido a las lágrimas—, ¡lo han conseguido!

—¡Por Cormyr! —gritó el primer soldado, que levantó la espada pese al rayo que surgía del portal, y que la agitó arriba y abajo.

—¡Por Cormyr! —rugieron un centenar de gargantas, pertenecientes a los guerreros que tenían la espalda contra la pared. Los hombres avanzaron como si alguien hubiera tocado el cuerno para que empezara la fiesta.

Y es que en cierto modo, así era...

—¡Ahora! —ordenó el mago guerrero, y todos los magos que formaban en la muralla se llevaron las manos a la frente y profirieron un grito de dolor. De pronto una piedra salió disparada hacia la ghazneth, seguida de otra un instante después.

Cuando la cabeza negra levantó una mirada de asombro al ver que el sol se ocultaba de repente, un mago guerrero profirió un grito de dolor y cayó de rodillas. Las dos rocas parecían saltar para encontrarse una con otra.

Se produjo un ruido peculiar procedente de un punto intermedio, y los magos guerreros que formaban a lo largo de la muralla trastabillaron y cayeron. Las piedras se perdieron de vista y fueron a caer con un fuerte estampido sobre un cuadro formado por orcos.

—Impresionante —dijo Alusair, que se incorporó del lugar adonde la había arrojado la onda expansiva—, pero ¡mire! Viene otra.

El anciano mago ni siquiera se molestó en levantarse del suelo, donde permanecía de rodillas al lado de la princesa. Se limitó a inclinar la cabeza, murmuró algunas palabras, y de pronto se elevó en el aire lo que debían ser los restos de una casa derruida. Golpearon a la segunda ghazneth y la arrojaron, indefensa, rota y hecha un ovillo, contra el edificio más cercano que aún seguía en pie.

Como el choque hizo temblar toda la ciudadela, la piedra se partió en mil pedazos esparciéndose en todas direcciones y dejando una mancha de sangre de ghazneth en las inestables paredes. El edificio gimió como si fuera un anciano, y después se vino abajo lentamente en medio de una nube de polvo.

—Así no acabaremos con las ghazneth —dijo el mago guerrero—, pero al menos las retrasaremos.

Alusair observó el polvo que surgía del cuadro donde los orcos medio aplastados gritaban bajo las piedras, pero no consiguió ver alas negras por ninguna parte.

—Me temo que está usted logrando que recupere mi confianza en los magos —admitió la princesa de acero.

—Consideradnos como unos bocazas proclives a replicar a sus oficiales —dijo riendo, con la voz ronca por el dolor—, y quizás aprendáis a trabajar con nosotros sin problemas.

Alusair sacudió la cabeza, divertida.

—¿Tendré que perder una ciudad para aprender esta lección? —preguntó mirando aquel cielo cubierto de humo, con fingida desesperación.

—Bueno —respondió el mago, sin despegar la mirada del cielo por si veía alguna otra ghazneth—, podríais prestar más atención a lo que diga Vangerdahast.

Alusair le miró con dulzura, y a continuación masculló una serie de juramentos tan variopintos que el anciano mago torció el gesto y volvió la cabeza. Y precisamente en ese momento otra ghazneth surgió de entre el humo.

Guldrin Hardcastle gritó cuando la hoja curva del orco atravesó su preciosa armadura bajo la axila derecha, la sacó y la hundió hiriéndole la garganta; después gorgoteó en su propia sangre, que manaba cual torrente, impidiéndole gritar más.

Asfixiándose, hizo un esfuerzo por llamar a voces a su hermano, consciente de que estaba condenado, furioso más allá de lo imaginable por estar a punto de morir allí, sin mérito, sin poder reclamar para sí la morada de los Hardcastle y llegar a la corte en calidad de cabeza...

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