Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—¿Qué... qué ha sido del rey? —preguntó lady Calantar.
Aún seguía sorprendida por la reacción de Orvendel, pero Tanalasta apartó la mirada del joven y se volvió a la noble dama, cuyo atractivo rostro había empalidecido como la cera. Aquella pregunta, por supuesto, era quizá lo que más preocupaba a todos los lores y las damas presentes. Con Emlar Goldsword y sus seguidores presentando una oposición más o menos abierta a la política de Tanalasta, la muerte del rey podía llevar a Cormyr al borde de la guerra civil, todo con tal de asegurar una invasión «estabilizadora» de los mercenarios sembianos.
—El rey está vivo —se adelantó Emlar Goldsword a la princesa, mirándola a los ojos, cuando estaba a punto de responder—. Si el rey hubiera muerto, ¿no le parece que ya me habría reunido con él a estas alturas? Los asesinos de la princesa han demostrado ser muy hábiles.
—El rey se encuentra bien, al igual que la princesa de acero —dijo ella—. Si no lo estuvieran, lord Goldsword estaría preso en la torre, no en una tumba. —Resistió la necesidad que sentía de acusar al muy cobarde de intentar que ella cargara con la culpa de sus propias tácticas. Si la reunión degeneraba en un griterío entre su facción y la de Goldsword, Cormyr estaba perdida—. He reunido a este consejo para informarles de la decisión de la corona de enviar las tropas restantes al norte, para reforzar a los supervivientes de Arabel.
Los presentes prorrumpieron en protestas, y varios de los guardias situados a espaldas de cada noble dieron un paso al frente para empujarlos hacia su asiento. Sólo Emlar y quienes lo apoyaban permanecieron inmóviles; algunos estudiaron a Tanalasta, mientras esperaban a que diera otro tropiezo, y otros la observaban con un aire de egoísta satisfacción: convencidos, al parecer, de que la caída de Arabel le obligaría a aceptar la oferta sembiana.
La princesa vio que Orvendel miraba a su alrededor con unos ojos abiertos como platos y la comisura de los labios vuelta hacia arriba de forma imperceptible. El joven disfrutaba de lo lindo. ¿Por qué? ¿Porque le hacía sentirse importante? Tanalasta pidió el silencio con un gesto. Bajo la constante vigilancia de los guardias, los presentes obedecieron.
—¡Esto es intolerable! —dijo lord Longbrooke en cuanto cesó el tumulto. Estaba tan enfadado, que incluso tenía las mejillas sonrojadas—. Dejaréis el sur indefenso.
—Eso dependerá del consejo —dijo Tanalasta—. Permanecerá una pequeña guarnición para defender el palacio real y mantener el orden en Suzail, pero el resto dependerá de la nobleza.
—¡Esto... esto... es un chantaje! —balbució Longbrooke—. No estamos dispuestos a tolerarlo.
—Las tropas de la corona son cosa de la corona —recordó Tanalasta—. Las primeras compañías marchan en estos momentos hacia el norte. La decisión a la que se enfrenta este órgano es muy sencilla. ¿Está dispuesta la nobleza a luchar? ¿A rendirse ante las ghazneth? ¿A fomentar una invasión sembiana?
—¿Toleraríais su ayuda? —preguntó finalmente Goldsword, con una sonrisa.
—No haré tal cosa —respondió la princesa.
—Ni lo hará la corona —intervino la reina Filfaeril. Se inclinó hacia adelante, en dirección a Goldsword—: En este momento, sin embargo, la corona no tiene nada más que decir, igual que este consejo no tiene nada que opinar respecto a las decisiones que tomemos con los Dragones Púrpura y los magos guerreros. Harán ustedes lo que tengan que hacer, y todos soportaremos las consecuencias. Sin embargo, hay algunas cosas que deberían saber.
Filfaeril volvió a apoyarse en el respaldo del trono e inclinó la cabeza en dirección a Tanalasta.
—Giogi Wyvernspur permanece apostado en la frontera, e invadirá Sembia en el preciso instante en que sus mercenarios cabalguen por Cormyr —informó la princesa—, con cualquier pretexto. Por supuesto, carece de las fuerzas necesarias para obtener una victoria, pero todos sabemos lo tenaz que puede mostrarse lord Wyvernspur cuando marcha de campaña. No me sorprendería que lograra destruir hasta el último puente del reino, y prender fuego a la mitad de sus ciudades, antes de que los sembianos logren detenerlo.
—Pues llamadlo para que vuelva —dijo Goldsword.
—No —respondió simple y llanamente Filfaeril.
Goldsword empezó a sonrojarse, y Tanalasta continuó.
—También debemos considerar la cuestión relacionada con las patentes de corso.
—¿Patentes de corso? —Fue Longbrooke quien lo preguntó.
Tanalasta se volvió a Hector Dauntinghorn, comodoro de la flotilla imperial, que tenía su apostadero en Marsember. Asistía tanto en su calidad de oficial de la Armada, como de representante de la familia Dauntinghorn, puesto que su tío se encontraba en el norte con la mitad de soldados de que disponía la familia, y con el rey Azoun.
—Después de la visita del embajador Hovanay, la corona entregó patentes de corso a todos los barcos cuyos patrones se declararon leales a Cormyr —explicó Hector—. En caso de invasión sembiana, considerarán cualquier barco que navegue bajo pabellón sembiano, o que acceda o parta de puerto sembiano, como un barco enemigo. En caso de que se produjera esa invasión, tienen autorización para apresar o hundir cuantas embarcaciones puedan encontrar, y a quedarse con todo el botín que obtengan.
—¿Arrojaréis a Cormyr a una segunda guerra en lugar de aceptar ayuda para ganar la presente? —preguntó Goldsword.
—La corona tomará parte en una segunda guerra, antes que permitir que sus nobles vendan el reino a precio de saldo —corrigió la reina Filfaeril—. Pero la elección es suya. Tal y como ya he dicho, no podemos impedir que los nobles hagan lo que tengan que hacer.
—¡Pero no tenéis que hacer tal cosa! —estalló Orvendel Rallyhorn—. ¡Sabéis cómo detener a las ghazneth!
Tanalasta quiso advertir al muchacho que guardara silencio con un gesto, pero estaba demasiado ocupado comprobando la sorpresa que había causado entre los presentes.
—¿Qué ha dicho usted, lord Rallyhorn? —preguntó Emlar.
El énfasis que puso en el título bastó para espolear al muchacho.
—La princesa Tanalasta sabe cómo privar a las ghazneth de sus poderes. Alaphondar y ella llevan más de un mes trabajando en ello. Lo único que necesitan es un poco de ayuda por nuestra parte.
—¿Es eso cierto? —preguntó lady Calantar.
Antes de responder, Tanalasta intentó ignorar la mirada airada de su madre.
—En cierto modo —dijo, tras proferir un suspiro—. Sabemos cómo debilitar temporalmente a las ghazneth, pero con el espía suelto no hemos podido acercarnos lo bastante a esos monstruos como para poner en práctica nuestras averiguaciones. —La princesa no tuvo que explicar a qué espía se refería. Toda la corte real bullía en especulaciones sobre la identidad del informador de las ghazneth. Tanalasta frunció el entrecejo y miró a Orvendel—: Las ghazneth se enteran de nuestras trampas antes de que las tendamos, como sabe muy bien Orvendel.
Éste disfrutaba tanto de su momento de gloria, que no reparó en la advertencia de la princesa.
—Lo que sí sé —dijo Orvendel a Emlar Goldsword—, es que si no fuera usted tan cobarde, la princesa Tanalasta tendría tropas de sobra para cubrir todos los frentes, y que en tal caso no importaría nada que las ghazneth tuvieran un espía.
Emlar le obsequió con la sonrisa de una cobra.
—Entiendo que usted no tiene nada que temer de los asesinos de la princesa.
—De hecho, ninguno de ustedes tiene nada que temer —dijo la reina Filfaeril—. Estos asesinos obedecen tanto a Tanalasta como puedan obedecerle a usted. Puedo asegurárselo personalmente.
El silencio se extendió en la sala, mientras los nobles meditaban las implicaciones de las palabras pronunciadas por la reina. Incluso Tanalasta dio vueltas y más vueltas a lo que le parecía haber oído decir a su madre. El hecho de que la reina supiera quién no controlaba a los asesinos, implicaba que sabía quién lo hacía. En tal caso, Tanalasta no pudo sino suponer qué habría motivado a su madre para mantenerlo en secreto.
Emlar pareció alcanzar dicha conclusión antes que los demás.
—Debemos felicitaros por defender así la reputación de vuestra hija, majestad —dijo.
—¿Me acusáis de mentirosa, Goldsword? —preguntó con una mirada gélida de sus ojos claros—. ¿O quizá me consideráis lo bastante indecisa como para permitir que el crimen quede impune? —La reina se recostó y miró más allá de donde se encontraba Ildamoar Hardcastle, a Korvarr Rallyhorn, a quien habían encargado la vigilancia personal de Emlar Rallyhorn—. Lord Goldsword ha cuestionado la dignidad de la reina. Ejecútelo.
—¿Qué? —espetó Goldsword, indignado, mientras apoyaba ambas manos en la mesa para incorporarse y mirar a la reina a los ojos—. No podéis...
Korvarr cortó en seco sus objeciones al cogerlo por el pelo y tirar hacia atrás, obligándole a perder el equilibrio, lo cual le impidió defenderse. Por un instante, Tanalasta pensó que el capitán de Dragones dejaría las cosas como estaban, pero en lugar de ello tiró con fuerza de la cabellera y puso una daga en el cuello de lord Goldsword.
—¡Espere! —gritó Tanalasta.
Korvarr dirigió una mirada interrogativa a Filfaeril, que levantó un dedo para detener la ejecución.
—¿Tenéis algo que decir antes de que procedamos con la ejecución, princesa? —preguntó su madre, utilizando el tratamiento formal que empleaban cuando estaban en presencia de sus súbditos.
Tanalasta quiso decir que su madre no podía ejecutar a un hombre por las buenas, pero claro que podía. La princesa tragó saliva.
—Si lord Goldsword se disculpara —dijo—, quizá podríais excusarlo por haber dudado de vuestra palabra, majestad. Yo misma no sé si os he comprendido bien hasta que he considerado la
Normativa legal
, sobre todo en lo que concierne a los pasajes relacionados con los tiempos de guerra.
A los labios de Filfaeril asomó la promesa de una sonrisa gélida, y Tanalasta entendió entonces con alivio que había supuesto bien. Pese a que el ensayo de Iltharl el Abdicador titulado
Normativa legal
no era exactamente la normativa que regía el reino, se había citado como precedente desde hacía un millar de años, y ciertamente era la piedra angular de la legislación cormyta. El pasaje en particular al que se refería Tanalasta rezaba que, en tiempos de guerra, cualquier representante legal de la corona tenía autoridad para castigar crímenes cometidos contra la corona. Si bien podía discutirse el que la ejecución fuera una pena demasiado severa por injuriar a una reina, el ensayo estipulaba explícitamente que en tiempos de guerra el castigo quedaba a la sola discreción del representante, y que dicho castigo no podía ser discutido. En otras palabras, la reina Filfaeril no sólo podía ejecutar a Emlar Goldsword, sino que también podía ejecutar a cualquier noble que cometiera el menor desliz contra la corona; cuestionar el derecho de Tanalasta de destacar a las tropas donde quisiera, podía entenderse como un crimen contra la corona.
La reina Filfaeril guardó silencio mientras consideraba la petición de su hija. Un leve murmullo se alzó entre los presentes, murmullo que aprovecharon los nobles familiarizados con la
Normativa legal
para explicar en qué consistía el pasaje que la princesa había citado. Muchos empalidecieron, y los nobles, desarmados, empezaron a mirar de reojo a los Dragones Púrpura que permanecían envarados a su espalda. Los nobles emparentados con la realeza: Ildamoar Hardcastle, Hector Dauntinghorn, Roland Emmarask y un puñado de nobles más, parecían más asombrados que asustados. Tan sólo la reacción de Orvendel Rallyhorn no tenía sentido. Aunque estaba al lado de lord Goldsword, que permanecía de rodillas con la daga de Korvarr en el gaznate, Orvendel no parecía ni sorprendido ni asustado; ni siquiera estaba alarmado. Parecía frustrado... frustrado y preocupado.
Después de proporcionar a los nobles unos cuantos latidos de corazón con tal de que apreciaran el dilema, la reina Filfaeril se volvió a Tanalasta. Su mirada pendió de Orvendel un instante, una fugaz mirada de gélido odio, antes de recalar en lord Goldsword, y la princesa supo entonces que allí no terminaban las sorpresas que su madre tenía reservadas para la velada. La reina había insistido en que el joven Rallyhorn estuviera presente, y tenía un motivo para ello. Tanalasta tuvo la sensación de saber a qué se debía, y esta vez no podría apelar a la piedad de la corona.
La reina observó a Emlar hasta que todos los presentes volvieron a guardar silencio.
—¿Qué me dice usted, lord Goldsword? —preguntó—. ¿Se disculpa?
—Sí —respondió Emlar haciendo un gesto de asentimiento—, me disculpo por dudar de vos, pero no por discutir con la princesa. Sostengo que los sembianos siguen siendo la mejor esperanza de Cormyr, quizás ahora más que nunca, y no me disculpo por ello.
—Y no pienso pedirle a usted que lo haga —dijo la reina—. Obviamente, la corona considera que está usted en un error, pero al menos es honesto y tiene en cuenta los intereses de Cormyr tanto como los suyos propios. No tenemos costumbre de ejecutar a la gente por el simple hecho de estar equivocada, ni por cometer errores bienintencionados.
Filfaeril hizo un gesto a Korvarr, que apartó la daga del cuello de Emlar y lo sentó educadamente en la silla. El rostro del noble recuperó el color, y también lo hicieron los rostros de quienes lo apoyaban. Tanalasta supo que en aquella situación tan terrible, su madre se había granjeado la cooperación que llevaba meses esforzándose por conseguir.
Emlar también lo hizo.
—Vuestra majestad es muy amable. —Inclinó la cabeza ante la reina, y al menos intentó fingir que se comprometía al añadir—: La familia Goldsword aceptará cualquier decisión que tome el consejo.
Filfaeril le ignoró y se volvió para mirar fijamente a Melot Silversword.
—Lo que la corona no puede tolerar es a los intrigantes egoístas que se sientan a horcajadas sobre la muralla hasta que deciden de qué bando obtendrán más beneficios para su familia. Tales pusilánimes ya causan suficientes perjuicios al reino en tiempos de paz, pero en tiempos de guerra son el equivalente a los espías.
Melot se enderezó en la silla.
—Majestad, me cuesta pensar que dicha comparación esté justificada. No es más justo culpar a un hombre por su precaución, que...
—Yo de usted no insistiría, lord Silversword —advirtió Tanalasta—. Aún sigue con vida, y puede, incluso, que tenga posibilidades de seguir así.