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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (30 page)

BOOK: La muerte del dragón
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—¡Rathtar! —logró finalmente exclamar—. ¡Rathtarrrr!

Nunca había sentido tanto dolor: un ardor insufrible y sobrecogedor que amenazaba con superar en intensidad incluso el fuego de su furia. Le rasgaba las entrañas, era...

Golpeó y descargó patadas a su alrededor, y gritó de dolor ante el esfuerzo, más alto que el orco al que acababa de partir en dos... su asesino, que ahora también agonizaba. Ojos inyectados en sangre, iluminados... apagados, apagados en una tiniebla púrpura y oscura.

—¡Morid, cerdos! —rugió la princesa de acero, con una voz ronca y tan grave como la de cualquier hombre, mientras de su espada y su daga goteaba la sangre negra de los orcos.

Estaba en todas partes a lo largo de la línea, y su hoja se hundía como un colmillo por encima de aquel Dragón Púrpura que maldecía entre dientes o de aquel otro arabeliano exhausto. Allá dondequiera que fuera, su pelo ondeaba al viento, los hombres gritaban exultantes y atacaban con mayor denuedo, renovado su vigor. Había soportado duras jornadas, brutales, cuando tuvo que abrirse paso con sus hombres hasta la ciudad de Arabel, perseguida por miles de orcos, por un dragón que de vez en cuando surgía de la nada para escupir su fuego sobre ellos, para arrancarles la cabeza con sus garras, y sobrevolaba su posición haciendo que todos trastabillaran o cayeran de bruces al suelo, sobre los talones de los compañeros que marchaban delante.

El rey se plantó en medio, y su guardián condujo a los hombres y mujeres de Arabel. La mayoría de ellos hicieron de tripas corazón para llevar a los heridos o a los magos guerreros exhaustos que habían ayudado a abrir el portal mágico que había salvado tantas vidas arabelianas. Muchos de los que marchaban temblaban de miedo, y evitaban caer de rodillas al suelo a causa de los temblores que los sacudían, gracias a la presencia de los clérigos que los acompañaban, cuando el dragón caía sobre un ala una y otra vez para arremeter contra los cormytas.

Alusair profirió un gruñido al ver que la hoja negra de un orco atravesaba la cota de malla del Dragón Púrpura que luchaba ante ella. Cuando el hombre vaciló y estuvo a punto de caer, corrió para situarse a su espalda, consciente de que la espada enemiga seguía clavada en sus costillas, y con el pie impidió que cayera mientras se alzaba de puntillas para lanzar un tajo sobre su cabeza y hundir la espada a dos manos en la garganta del orco que lo había matado.

El orco trastabilló y renunció a arrancar la espada; después cayó sobre su trasero y quedó allí sentado, esperando la muerte. Los orcos que había a su alrededor profirieron un rugido al ver a Alusair, e hicieron un esfuerzo por alcanzarla con sus espadas curvas y negras.

—¡Así muráis todos! —gritó ella cuando el Dragón Púrpura cayó sin vida al suelo. Las garras del dragón se cerraron sobre la nada, allí donde ella había estado hacía apenas unos latidos de corazón, convirtiendo en pulpa sanguinolenta a un puñado de orcos, en lugar de a la princesa de Cormyr.

En un instante de calma oyó un grito que se elevó sobre el ensordecedor entrechocar del acero.

—¡Rathtarrrr!

Se volvió al levantarse, trazando un arco con la espada por si un orco valentón se arrojaba sobre ella, y miró hacia el lugar de donde había procedido el grito.

Llegó a tiempo de ver caer a Guldrin Hardcastle.

—¡Rathtar! —exclamó ella, elevando la voz para imponerse a los gruñidos y los gritos de los orcos, y a las maldiciones y gemidos de los hombres que se apresuraron a formar a su alrededor.

Alguien volvió la cabeza: poseía una belleza oscura, hosca como siempre. Rathtar Hardcastle se encargaba de sus orcos, amparado en el resentimiento como si de un escudo se tratara. Era uno de tantos nobles jóvenes y atractivos que luchaban para obtener el respeto que consideraban que Faerun, o al menos la corte de Cormyr, les debía.

Un brillo de esperanza iluminó sus ojos cuando Alusair le hizo una seña para que se acercara, mientras despachaba a un orco con una eficacia brutal.

—¡Venga! —ordenó señalándole con su espada después de que el orco cayera de espaldas, boquiabierto.

Rathtar se dispuso a obedecer, y casi tropezó de lo ansioso y confuso que estaba. Cuando recuperó pie, vio que otros siete orcos se dirigían hacia Alusair. La princesa de acero no se detuvo, y su espada entonó el canto de la muerte como si no pesara nada, y mientras lo hizo los orcos cayeron uno tras otro como plumas o simples sombras.

El hombre, que ignoraba que se encontraba apenas a unos latidos de corazón de convertirse en el heredero de los Hardcastle, movió la espada con entusiasmo. Aquello podía hacerlo, era una manera como otra cualquiera de mostrarse tan heroico como los ancianos veteranos enfundados en uniformes cubiertos de medallas que cojeaban en la corte, observando con mirada de desaprobación a cualquier persona que fuera más joven que ellos. Bueno, cuando él vol...

Cayó el último orco bajo la carga decidida de Alusair... ¡Dioses! ¡Menuda mujer! Rathtar casi le tenía miedo, incluso cuando tuvo su perfecto trasero apenas a unos centímetros de la nariz y la grácil línea de su costado brillaba empapada en sudor, poco antes de que se volviera para hundir la punta de la espada en un orco que forcejeaba con un Dragón Púrpura.

Lo llamaba para que la acompañara a algún lugar, juntos llevarían a cabo un cometido glorioso, sin duda. Por fin Rathtar Hardcastle sería reconocido, sería...

Alusair se volvió de pronto, apartando con agilidad la espada de Rathtar cuando éste estuvo a punto de topar con ella empujado por la inercia. Después le dio una palmada en el hombro, como le había visto hacer a un centenar de llorosos o doloridos veteranos de los Dragones Púrpura.

—Tuyo —murmuró a su oído, y sus labios rozaron su mejilla un instante antes de que se volviera, añadiendo también en un hilo de voz—: Montaré guardia.

Sentía que le ardía la mejilla, allí donde sus labios le habían besado. Rathtar levantó la mano para tocársela y de pronto miró al suelo, tembloroso, y supo a qué obedecía aquello.

Guldrin, su hermano mayor, tan grandullón y tonto como siempre, lo miraba con ojos que perdían brillo, mientras la sangre manaba a borbotones de su boca prieta.

—Me... me has oído —murmuró Guldrin cuando Rathtar se arrodilló a su lado sobre los cadáveres de unos orcos, y extendió la mano para tocarlo. Sus labios lograron mascullar—: Al menos, esta vez.

—¿Te estás...? —preguntó Rathtar, que intentó levantarlo.

—¿Que si me estoy muriendo? —Guldrin hizo un gesto de asentimiento—. Sí. Ahora eres el... heredero. Tú y tu facha y las mozas que ríen cada noche, y... y... oh, dioses, te doy mi bendición y espero que hagas que padre se sienta orgulloso.

Surgió más sangre de su boca.

—Dile que tuve... muerte honrosa —murmuró, profiriendo un débil gemido.

—¡Lo haré! ¡Oh, que los dioses te acojan, Guld, lo haré! —gritó Rathtar, que estaba al borde de las lágrimas. A unos centímetros (y al mismo tiempo a un mundo de distancia) oyó el entrechocar del acero, y Alusair atravesó de parte a parte a un orco, al que empujó a un lado; al verlo, otro que venía detrás perdió el entusiasmo ante la perspectiva de enfrentarse a la mujer guerrera de ojos llameantes.

El hermano mayor y el hermano pequeño se miraron a los ojos durante un instante, y entonces... entonces Guldrin desapareció tras unos ojos desmesuradamente abiertos.

Rathtar agachó la cabeza lentamente entre los muertos, pestañeando para reprimir las lágrimas.

—¡Muerte! ¡Muerte! —gritó—. ¡Muerte a todos los orcos!

Apartó a un lado a Alusair como si no fuera más que un estorbo, y se arrojó contra los orcos cuyas figuras se recortaban al frente, golpeándolos y atacándolos como un loco. La princesa de acero corrió tras él, llamándole en vano por su nombre, e intentando proteger sus flancos, aunque sólo podía proteger uno.

Apenas transcurrieron unos latidos de corazón cuando un orco negro arremetió contra él por el flanco desprotegido, surgido del otro costado, y Rathtar Hardcastle cayó de bruces sin pronunciar una sola palabra. Alusair hundió la espada en la cabeza del sonriente orco que lo había matado y se volvió para correr hacia sus líneas, recordándose que debía permanecer con vida para llegar a Suzail y contar personalmente a Ildamoar Hardcastle la bravura que habían demostrado sus hijos antes de caer en batalla. Cormyr debía eso, y mucho más, al leal y anciano noble.

Alguien cayó hacia atrás, agitando los brazos con una futilidad que le pareció casi cómica, mientras dos espadas orcas asomaban por su espalda. Ilmreth Illance, otro de los hombres de tan impopular familia que habían perdido a lo largo de estos últimos años, y que probablemente no sería el último. Alusair profirió un suspiro. No quería que sus hombres murieran valientemente: quería que vivieran para contar sus batallitas y morir en la cama, felices, a salvo, prósperos en un Cormyr libre de los pecados Obarskyr y los ejércitos que marchaban a la batalla por su culpa.

—Quizás Arabel esté ardiendo —oyó que decía a su espalda un Dragón Púrpura—, pero en cualquier caso será una hoguera de orcos. Vi una calle anegada en cadáveres de marranos, cuya sangre corría como un río hasta perderse en las alcantarillas.

—¡Veo que nos has alcanzado, Paraedro! —gritó alguien con alegría—. Seguro que has corrido más que el viento.

—No —replicó hosco el Dragón Púrpura—. He venido caminando, destrozando orcos a cada paso. Un trabajo duro, pero si vosotros fuerais más lentos matando orcos, habría pasado de largo y a estas alturas ya estaría a medio camino de Immersea.

—¡Sírvete! —rugió otra voz por encima del estruendo del acero—. ¡Hemos tenido el detalle de reservarte un montón de marranos!

—Sí —replicó Paraedro secamente—. Eso me parecía.

27

S
e abrieron las imponentes puertas del refectorio, y los primeros nobles, confusos e inquietos, se alinearon en la amplia estancia. Cada uno iba acompañado por un par de Dragones Púrpura: uno para llevar sus vainas, joyas, bolsa y cualquier cosa que pudiera ocultar un arma, y otro para vigilarlo con la espada desnuda. Cuando vieron las cuatro mesas de la comida juntas en medio de la habitación, y los taburetes sin adornos donde les pidieron que se sentaran, sus expresiones mudaron del recelo a la irritación.

Tanalasta, sentada enfrente de su madre, a la cabecera de la mesa, se levantó al acercarse los primeros nobles. No consistía su propósito en reafirmar su autoridad, sino en granjearse los corazones y mentes de los nobles cormytas, igual que su preocupación por los refugiados le había granjeado el cariño del pueblo. La reina Filfaeril permaneció sentada en su trono, única muestra de privilegio real de la sala. La reina representaba a la corona no para dirigir la velada, sino para conceder el beneplácito real a cualquier cosa que sucediera aquel día.

El joven Orvendel Rallyhorn, pálido y con los ojos abiertos como platos, fue acompañado a un asiento que no quedaba lejos de la reina. Dado que Urthrin Rallyhorn se encontraba en el norte luchando junto al rey Azoun, y a Korvarr lo necesitaban para que dirigiera a los guardias, la reina Filfaeril había insistido en que el torpe joven acudiera en representación de su familia. El hecho de que ignorara que había sido idea de la reina justificaba, quizá, su aspecto delicado y el temblor de sus manos.

Tanalasta obsequió al muchacho con una sonrisa tranquilizadora, y después se esforzó en inclinar la cabeza educadamente cuando Emlar Goldsword fue a sentarse junto al muchacho. La disposición de la mesa no era accidental. La princesa había asignado intencionadamente los asientos, con la intención de evitar que quienes se conocían se sentaran juntos y formaran las camarillas de siempre. Emlar respondió al saludo de Tanalasta mirándola con fijeza, pese a que no mostró curiosidad ante lo inesperado de la reunión ni al peculiar lugar donde se celebraba. Tanalasta se preguntó cuánto debía costarle mantener su red de espías.

Cuando el último señor noble ocupó el lugar asignado (o la última señora noble, puesto que entre los presentes se contaba más de una matriarca), fue uno de los nobles neutrales, Melot Silversword, quien se volvió para mirar a Tanalasta.

—¿Vuestros asesinos no han sido lo bastante rápidos? —preguntó—. ¿O acaso habéis decidido que sería más expeditivo arrestarnos y exiliarnos?

—Nadie está arrestado, lord Melot. Puede usted marcharse cuando lo desee. —Tanalasta miró a lo largo de la mesa, en ambas direcciones; después, observó un momento a Emlar Goldsword—. Nadie.

Se enarcaron algunas cejas, pero había pocos amigos juntos para que se desatara el murmullo. Tanalasta guardó silencio un instante para permitir que cualquier noble que quisiera levantarse lo hiciera, pero no fue más que un simple truco para convencerlos de que asistían a la comida por voluntad propia. Nadie se marcharía antes de oír la razón de tan inusual reunión. De eso estaba completamente segura.

Al ver que ninguno de los nobles parecía dispuesto a sorprenderla, Tanalasta hizo un gesto de asentimiento.

—Bien. Quería disculparme por haberles traído a este lugar escoltados, pero quería asegurarme de que llegarían vivos.

Hizo un gesto para que se sentaran, sin molestarse en justificar lo que acababa de decir. La oleada de asesinatos había continuado durante los últimos diez días, y las ghazneth, hambrientas de magia por la prohibición de Tanalasta, habían empezado a atacar a los nobles en busca de objetos mágicos ocultos. El que las criaturas tuvieran la facultad de asaltar solamente a aquellos nobles que insistían en salvaguardar su propia magia, sugirió a Tanalasta que su espía estaba muy bien situado. Había oído que Emlar Goldsword tenía otra explicación más... mercenaria.

Después de que los nobles se sentaran, Tanalasta continuó de pie.

—Les he reunido aquí porque, como nobles del reino, pensé que tendrían que ser los primeros en conocer las devastadoras nuevas recibidas en palacio no hace ni una hora. Arabel ha caído en manos de los orcos.

Algunos de los nobles cerraron los ojos, sugiriendo quizá que las palabras de Tanalasta venían a confirmar los rumores que ya habían oído a través de otras fuentes. La mayoría, incluido Emlar Goldsword, se quedaron boquiabiertos y contemplaron a la princesa horrorizados. Sólo Orvendel Rallyhorn, que miró alrededor de la mesa con una expresión que podría describirse como de alguien pagado de sí mismo, no parecía sorprendido.

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