Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
Pero tenía valor para los trasgos.
Vangerdahast, que seguía invisible, se descolgó de la esquina, extendió las alas, y pasó tan bajo sobre la cabeza de Otka que ésta se agachó y lanzó una exclamación cuando pasó de largo. Los demás trasgos observaron a su líder como si hubiera perdido la razón, y ella miró a su alrededor con la sospecha dibujada en unos ojos abiertos como platos.
Vangerdahast aterrizó en mitad de la silla y deslizó los extremos de sus alas bajo la corona; después se transformó en hombre. Los trasgos no dieron muestras de percatarse de su transición de murciélago invisible a mago invisible. El mago se encontró sentado en el trono, sosteniendo la corona de hierro sobre la cabeza con ambas manos. El cetro de los Señores, que su cuerpo había asimilado al convertirse en murciélago, reapareció en el hueco del brazo, lugar desde el cual cayó al suelo con un estruendo metálico.
Los trasgos se volvieron de inmediato en su dirección. Vangerdahast se ciñó la corona en la cabeza, y canceló después su hechizo de invisibilidad.
—¡No! —gritó el mago, señalando a Otka.
Incluso Otka se encogió ante el tono de su voz. Vangerdahast aprovechó la oportunidad para sacar un mechón de crin de caballo, hilo trasgo y dos diminutos dedales trasgo del bolsillo. Compuso el rostro oscuro de Rowen en la mente y masculló un hechizo rápido. En cuanto se movieron los ojos perlados del explorador, el mago habló mentalmente con él.
«Ven rápido. Estoy en la sala de operaciones, aquí abajo, en...»
Eso fue todo cuanto Vangerdahast pudo pensar antes de sentir que la magia del hechizo se disipaba en la corona de hierro. Intentando impedir que se notara el susto que se había llevado y la confusión que le había producido, se levantó y sacó de la manga un pedacito de cristal rojo que había arrancado de uno de los árboles de hierro del cementerio trasgo.
—¡Esto no sucederá! —repitió en lengua Grodd, con la voz de mando propia del mago de la corte.
Vangerdahast señaló el centro de la mesa de operaciones, mientras arrojaba el cristalito sobre la maqueta de Arabel y susurraba las palabras mágicas correspondientes al hechizo de llamar al rayo. De nuevo sintió una extraña descarga de energía en forma de disco, que partía de su cabeza hasta la corona. Una descarga de rayo rojo salió de las yemas de sus dedos y partió en dos la diminuta ciudad. Aunque no fue tan impresionante como lo había planeado, el hechizo bastó para que los generales trasgo retrocedieran hasta dar de espaldas contra la pared.
Otka no se dejó impresionar con tanta facilidad. Entrecerró los ojos para mirar a Vangerdahast.
—¿De dónde sales? —preguntó.
Vangerdahast se incorporó todo lo largo que era y se inclinó después sobre el borde de la mesa.
—¿Otka no conoce al que es de Hierro?
La pregunta arrancó un murmullo incrédulo entre los generales. Algunos apretaron las palmas de sus manos ante el rostro e inclinaron la cabeza. Otros llevaron las garras a la empuñadura de la espada y miraron a Otka. Ésta dio unos pasos hacia el trono, haciendo un gesto a sus generales para que la siguieran.
Como mago real de Cormyr, Vangerdahast sabía tanto de política como cualquier hombre, lo cual equivale a decir que no tenía duda alguna de lo que tenía que hacer. También estaba versado en el valor de un símbolo, por lo que cuando decidió que había llegado el momento de eliminar a su rival, no tuvo que pensar dos veces en la manera de hacerlo. Se limitó a coger un pellizco de polvo de hierro del bolsillo y arrojarlo hacia el techo, sobre la cabeza de Otka, pronunciando las palabras del hechizo denominado muro de hierro.
En lugar de la absorción peculiar que había experimentado antes, la cabeza de Vangerdahast estuvo a punto de arder cuando la corona desprendió su carga mágica. Un haz de energía recorrió todo su cuerpo y salió despedido de sus dedos. Un mamparo enorme de hierro se materializó bajo el techo, haciendo trizas las paredes e inundando la estancia con una asfixiante nube de polvo.
Otka apenas tuvo tiempo suficiente para levantar la mirada, antes de que el mamparo se desplomara sobre ella. No sólo la aplastó a ella, sino también a los generales que habían obedecido su orden de avance.
Vangerdahast ni siquiera reparó en ello: se sentía como si le hubieran arrancado la cabeza con la corona puesta. Aturdido, cegado y mareado, cayó gritando sobre el trono e intentó librarse de la ardiente corona que ceñía su frente.
Estaba demasiado prieta. No podía deslizar los dedos bajo la corona, ni tirar de ella hacia arriba, ni siquiera girarla con ambas manos. Aquella cosa se había fundido con su cráneo, y nada de lo que hizo disminuyó la presión.
Al cabo de un rato, una suave brisa refrescó su ceño a una temperatura menos febril, y el dolor cedió hasta el punto de que Vangerdahast pudo pensar en algo que no fuera su cabeza.
—¿Vangerdahast?
Levantó la mirada y vio el rostro oscuro de Rowen observándolo desde un bloque de hierro de un metro de altura. Al lado de la ghazneth había una docena de generales trasgo, cuyos rostros verdosos habían adquirido una palidez increíble. Habían envainado las espadas de hierro, y se cuidaron muy mucho de mantener una respetable distancia del Desnudo.
—¡Nada de Vangerdahast, estúpido! —siseó el mago, levantando la mirada con la corona ceñida—. El que es de Hierro. —Extendió la mano y cogió el cetro de los Señores, que había caído al pie del trono, y después se apoyó en él para incorporarse—. Rey de los trasgos.
E
n realidad no importa lo que nosotros queramos, Dauneth —gruñó Alusair, descargando el puño con fuerza contra la mesa donde habían extendido el mapa—. ¡La ciudad caerá!
El guardián miró por encima del hombro hacia las puertas cerradas, consciente de que dos soldados del lugar montaban guardia al otro lado. Se aclaró la garganta y pidió silencio con la mirada.
La princesa de acero inclinó la cabeza hacia el tapiz que colgaba en la pared del extremo opuesto de la estancia.
—Ahí tienes a los espías de Myrmeen —dijo secamente—. Son sus oídos de lo que deberías preocuparte.
Dauneth Marliir hizo una mueca de frustración.
—Alteza —siseó—. ¡Intento impedir que se extienda el pánico!
—Nuestra curación mantuvo con vida a Myrmeen —repuso Alusair—, y gracias a ello logramos contener lo único que podía moverlos al pánico... con la salvedad de que carecemos de hombres suficientes para encargarnos de los orcos que se pasean por la ciudad. Dioses, Dauneth, ¿cómo puede ser tan lento? Y pensar que mi madre...
—Hija —advirtió Azoun—, basta. —El rey de Cormyr apoyó la mano en el hombro de Alusair, y añadió—: Dauneth nos es tan leal y tan eficaz como puede. Sean cuales fueren las intrigas que la reina tenga que soportar sobre las bodas y sobre tu hermana, no es eso lo que debe preocuparnos ahora. Creo que ha obrado maravillas, teniendo en cuenta que Myrmeen estaba a punto de morir y que la mitad de las familias más antiguas de Arabel han intentado huir con lo mejor de nuestros establos, carromatos y guardias a caballo, mientras que los demás lo acusan de no defenderlos bien, procurando obtener concesiones y financiarlo como si esta crisis tuviera la sola intención de beneficiarlos a ellos, y ningún oficial de la corona tuviera nada mejor que hacer que prestarles toda su atención. Aún no ha decapitado a un solo ciudadano de Arabel, ni encarcelado a nadie, ni siquiera a las princesas chillonas. Retírate a un lado y permítele que haga su trabajo.
Alusair se volvió para mirar a su padre, en cuyo interior ardía el fuego. Dauneth Marliir se volvió y se interesó de pronto por un tapiz que colgaba de una pared cercana, mientras intentaba superar el temblor que se había apoderado de sus manos. Llevaba los últimos tres días sumido en una pesadilla. El hecho de ver a los orcos corriendo por las calles fue casi tan horroroso como ver a Myrmeen Lhal, señora de Arabel, pálida y tendida, a punto de morir, sobre una litera improvisada mediante escudos empapados en su propia sangre. Había luchado contra una docena de orcos antes de caer ante tres espadas negras, aceros que hicieron su trabajo antes de que los Dragones Púrpura que se encontraban más cerca pudieran abrirse paso para protegerla... o para proteger lo que quedaba de ella.
—Padre —dijo finalmente Alusair, con voz temblorosa de la rabia—, déjame sólo decir que...
—No. Uno no puede desdecirse de las palabras pronunciadas. Ahora no tenemos tiempo para soportar el temperamento de Alusair, ni tampoco podemos perderlo en otras muchas cosas. Despelleja mis oídos más tarde, moza, pero ahora, actúa con prudencia, ten entereza y tranquilidad, la misma que tienes en la batalla.
Alusair ahogó un grito de rabia que fue casi como un sollozo.
—Dame tu sabiduría —continuó el rey—. Sólo tú sabes cuáles de tus hombres son mejores para defender este camino a aquella sección de las murallas. Necesito saber de qué héroes de sangre caliente dispones para sacrificar sus vidas enviándolos a luchar a las calles, y quién sabe atender a los heridos o quién no olvida nunca los cubos de agua; e incluso cómo anticiparme al lugar por donde se infiltran los orcos. ¿Comprendes, niña?
Dauneth crispó los puños con fuerza, hasta que los nudillos se volvieron blancos. Deseaba estar en cualquier otro lugar. Se extendió el silencio, un silencio que pareció ser eterno, y hasta que terminó no se dio cuenta de que había contenido el aliento.
—De acuerdo —dijo tranquilamente Alusair—. Tienes razón, padre. Dauneth, dese la vuelta, y ayúdenos con estos mapas.
Antes de obedecer, el guardián de las marcas orientales descolgó de la pared una maza antigua y un escudo aún más antiguo (casi todas las estancias de la ciudadela lucían en las paredes una docena de reliquias de ese tipo, si no más).
—Si creéis que os sentiréis mejor después de pegar a alguien... —dijo Dauneth, cubriéndose con el escudo y tendiendo la maza a la princesa.
Alusair abrió unos ojos como platos, con un brillo fugaz y salvaje en la mirada. Sopesó la maza y, para sorpresa de Dauneth, la princesa de acero echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír, tan alto y con tanto desparpajo como un hombre. Dauneth aguardó de pie, confuso, consciente de la sonrisa que tocaba los labios de Azoun, antes de que Alusair le devolviera la maza sin atisbo de brusquedad.
—Bien hecho, guardián —dijo, irónica—. Se ve que no es usted nada lento. —Suspiró y añadió—: pero Arabel sigue estando condenada.
—Alteza —murmuró Dauneth, realizando la rápida reverencia de un cortesano—, vuestra elocuencia me ha convencido.
—Basta de bromas —dijo Azoun, quien, pese a no poder evitar una sonrisa, gruñó a continuación—: Los Dragones Púrpura mueren en las calles. —Se dirigió a las puertas cerradas que daban a la balconada, y corrió el listón que las aseguraba.
—¿Los mapas? —preguntó Alusair, enarcando una ceja.
—Ya he tenido suficientes mapas por hoy —dijo el rey con ambos tiradores en la mano, dispuesto a abrir las puertas.
—Majestad —advirtió Dauneth—, si hay ghazneth esperando ahí fue...
—Creo que ahora mismo me gustaría vérmelas con una ghazneth —repuso Azoun, abriendo las puertas de par en par.
Nada oscuro ni poderoso aleteó hacia él, ni extendió sus alas con garras para arrancar la vida de ninguno de ellos, cuando el rey de Cormyr salió al antiguo balcón de piedra para echar un vistazo a la ciudad de las caravanas.
El balcón era lo bastante alto como para superar la muralla occidental de la ciudadela. Desde este sector de la muralla hasta el extremo occidental de la ciudad, Arabel era terreno disputado o ya había caído en manos de los orcos.
Los gritos y gruñidos de los orcos se alzaban por encima de los redobles de tambor que parecían acompañar a los marranos a todas partes cuando marchaban a la guerra. El incesante golpeteo podía oírse incluso por encima del rugido de las llamas que despedían los incendios más graves, y por encima también del entrechocar del acero, pues los Dragones Púrpura defendían con arrojo casa por casa, o, para ser más exactos, se batían en retirada casa por casa.
Una nube de humo está suspendida sobre la ciudad. Quizá mantenía lejos al dragón. Al menos era un motivo para agradecer la estupidez de los orcos, que siempre parecían sentir la necesidad de prender fuego a todo lo que conquistaban. Los orcos atacaban por oleadas.
—Dioses —gruñó Dauneth al acercarse al rey—, ¿no se acaban nunca?
—Ése es siempre el problema con los de su especie —repuso Azoun con ironía—. Los escribas de usted siempre se mantienen ocupados luchando, y muriendo, para conseguir un recuento aproximado. Claro que para el caso, qué importa.
—Todo esto me parece muy inspirador —dijo con amargura Alusair, cogida a la barandilla del balcón como si tuviera entre sus dedos la garganta de un orco—. ¡Me dan ganas de bajar ahora mismo y matar! —Volvió la cabeza con tal fuerza que su pelo cayó sobre la barandilla, e hizo que su mirada, en un principio acerada, pareciera seductora—. ¿Por qué estamos aquí arriba, cuando seríamos mucho más útiles en las calles?
—Tranquila —respondió Azoun, que echó atrás la cabeza e inspiró—. Dauneth —dijo mirando al techo oscuro que se cernía sobre la ciudad—, ¿crees que Arabel está perdida?
—Así es, majestad —respondió el guardián de las marcas orientales, mirando apenado por encima de la barandilla.
—Entonces tenemos que elaborar un plan para salvar a los nuestros sin sufrir más bajas. Eso significa que debemos dirigirnos al sur, hacia un lugar u otro, y odio pensar en las interminables columnas de refugiados que desfilarán por la carretera. Aunque pudiéramos destacar a algunos hombres para guiarlos, alimentarlos, proporcionarles cobijo y protegerlos, lo único que veo cuando cierro los ojos es a ese maldito dragón sobrevolando las carreteras, dispuesto a hacer de las suyas, lo cual nos obligará a desviarnos del camino y luchar de uno en uno, o de dos en dos, contra él, y a morir de uno en uno, o de dos en dos, bajo su aliento de fuego.
—¿Y entonces? —preguntó Dauneth, cabizbajo, apenas en un susurro.
—Ahora tengo alguna idea de a quién estamos defendiendo —dijo el rey, que señaló con un gesto el suelo, para indicar a las familias que se habían reunido en la ciudadela desde el día anterior—, y creo que podríamos albergarlos en la ciudadela de los Dragones Púrpura de Suzail, en palacio si fuera necesario. Al menos a las mujeres y los niños, cada uno con un baúl con los objetos de valor que quieran reunir y nuestros guerreros más veteranos para protegerlos. Los hombres y los muchachos ansiosos de sangre y gloria podrán quedarse aquí y luchar a nuestro lado.