Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
—Hay que irse ya —dijo.
Narmone le indicó la salida con un gesto y Rachel salió a regañadientes, seguida por el anciano.
El poblado estaba completamente desierto. Torcieron a la derecha y, después de andar en silencio durante unos minutos, de pronto Nanu se detuvo, llevándose un dedo a los labios. Luego indicó la choza que tenían enfrente, medio oculta entre las sombras. Por la ventana tapada se traslucía un débil resplandor amarillento.
Nanu susurró a Rachel:
—Sigamos y haga todo lo que nosotros hagamos.
Rachel, muy nerviosa, apartó los rebeldes rizos de su cabello castaño que le habían caído sobre los ojos y avanzó sigilosamente en seguimiento de los dos venerables miembros de la Jerarquía. Rodearon en silencio la cerca hasta detenerse frente a uno de los lados. Narmone se acercó a la pared de cañas, se arrodilló y levantó una cortina de bambú.
Muy inclinada, Nanu pasó bajo ella, seguida al instante por Rachel. Narmone también se metió por la abertura, bajó sin hacer ruido la ancha cortina de bambú y alcanzó a sus dos compañeras. Rachel estaba entre ambos, en la más impenetrable tiniebla. Pero no lo fueron tanto, cuando sus ojos se fueron acostumbrando a ellas. Entonces, gracias a la claridad lunar que se filtraba por detrás, y la luz de la vela del interior, descubrió que se encontraba en un corredor de poco más de un metro de ancho, que corría a lo largo de la vivienda. Ante ella estaba la auténtica pared de la choza y, aunque la fábrica oculta era de fuertes maderos y cañas, la superficie de la pared consistía en hojas tropicales sobrepuestas como tejas.
Nanu avanzó silenciosamente por el piso de tierra del corredor hasta el extremo más alejado de la cabaña. Rachel sólo podía distinguir su silueta.
Al cabo de un instante regresó y, tapándose la arrugada boca, dijo a sus compañeros en un susurro:
—Hemos llegado tarde. Atetou ya se ha quitado la falda y se ha puesto el abu para dormir.
Nanu introdujo la mano entre las hojas y las alzó ligeramente con ademán ejercitado. Después atisbó por la rendija así formada. Rachel vio que el sistema, si bien primitivo, era tan ingenioso como el vidrio impenetrable por un lado y transparente por el otro, que se utilizaba en los países civilizados.
A causa de la disposición de las hojas sobrepuestas, Nanu podía observar perfectamente el interior de la choza, sin que desde ésta la viesen. A la derecha de Rachel Narmone se dedicaba también a este equívoco fisgoneo.
Rachel no se decidía a imitarlos, pues aquel papel la disgustaba sobremanera. Rebuscaba en su cerebro alguna excusa para no tener que atisbar, pero la vieja la apuntó con un dedo antes de que tuviera tiempo de hallarlo.
Maquinalmente, Rachel dio un paso hacia las hojas.
—Haga como nosotros —susurró la vieja—. La observación ha comenzado. Continuará hasta que ambos duerman.
Rachel trató de imitar a Nanu y levantó una hilera de hojas. Apareció una línea de luz amarillenta. Con ademanes torpes, despeinándose, metió la cabeza bajo las hojas y pegó los ojos a la abertura, esforzándose por ver el interior de la cabaña. Vio a Moreturi y lo siguió con la mirada mientras él paseaba despacio sobre la esterilla de la habitación delantera. Visto desde allí, le parecía más corpulento que de costumbre. Daba vueltas a la estancia, fumando un cigarro indígena y andando con la gracia poderosa de un ocelote enjaulado, mientras sus músculos abultados se movían y se hinchaban.
Todo su ser parecía tranquilo y reposado, salvo su amplia cara polinesia, agitada por una íntima preocupación.
De pronto, al llegar al centro de la estancia, cerca de donde estaba la vela, se detuvo. Su mirada se dirigió al corredor que conducía al dormitorio.
—Atetou —dijo. No hubo respuesta.
Dio unos pasos hacia el corredor.
—Atetou, ¿te has acostado?
La voz de Atetou se escuchó muy apagada.
—Estoy durmiendo. Buenas noches.
Moreturi murmuró algo entre dientes, una frase en polinesio, según le pareció a Rachel y, acercándose rápidamente a un recipiente de arcilla del extremo opuesto, tiró en él la colilla de su cigarro. Absorto en sus propios pensamientos, avanzó hacia la pared tras la cual se ocultaban Rachel, Nanu y Narmone. Tenía la vista fija en la pared… en ella misma, temió Rachel… no tardaría en descubrirla, para burlarse de ella. Con los brazos cruzados sobre su poderoso pecho, cada vez se acercaba más. Aunque la pared se interponía entre ambos, Rachel tenía la sensación de que él iba a derribarla y la pisotearía. Quiso retirarse, soltar las hojas, huir, pero permanecía petrificada, temiendo que el menor movimiento la delatase.
A pocos palmos de la pared, Moreturi se detuvo y volvió la cabeza para mirar hacia el dormitorio. Desde su observatorio, Rachel veía, como si lo tuviese encima, a un gigante de tez color caoba claro visible desde la boca hasta las rodillas. Como de costumbre, sólo llevaba la blanca bolsa púbica. Rachel intentó tragar saliva y dominar su jadeante respiración.
Comprendió que lo que entonces iba a ocurrir era inevitable, y así fue. Moreturi bajó las manos hasta el cordel que sostenía la sumaria prenda.
Con un rápido ademán, deshizo el lazo y tiró el trocito de tela al suelo, fuera de su vista.
Rachel estuvo a punto de lanzar una exclamación de horror y estuvo segura de que iba a delatarse, pero el miembro desnudo sólo fue visible por un instante. El indígena había dado media vuelta para dirigirse con paso decidido hacia el dormitorio. La habitación delantera quedó vacía. Temblorosa, aliviada al pensar que la prueba había terminado, Rachel apartó la cabeza de las hojas y permitió que éstas cayesen de nuevo en su lugar.
Pero notó entonces que la huesuda mano de Nanu le apretaba el brazo, para tirar de ella y arrastrarla apresuradamente por el pasadizo secreto hacia el dormitorio. Rachel trató de resistirse, pero no pudo. Narmone la empujaba por detrás y le impedía la huida, Rachel tenía la boca abierta, intentando protestar contra aquella escandalosa actividad, pero las palabras no acudían a sus labios. Avanzó siguiendo a Nanu, arrastrada por la repulsiva anciana, mientras Narmone la empujaba sin cesar.
A los pocos instantes los tres se hallaban apostados junto a la pared del dormitorio. Nanu señaló de nuevo las hojas sobrepuestas, hasta que Rachel obedeció. Hubiera deseado renunciar a su desagradable visión, pero del dormitorio llegaba un creciente murmullo de voces y tuvo miedo de hablar. Así, pues, se plegó a la voluntad de la vieja. Levantó cautelosamente la hilera de hojas y atisbó al interior del dormitorio.
La única claridad que había en éste era la del claro de luna. Rachel sintió deseos de persignarse y dar gracias a Dios. Luego, de una manera confusa, distinguió dos figuras en primer término. Al parecer, la que estaba de rodillas era Moreturi y bajo él, retorciéndose como si quisiera huir, estaba Atetou. Las palabras que se cruzaban entre ambos eran un simple murmullo, pero las voces de ambos se distinguían claramente, lo mismo que su tono. Moreturi le pedía que accediese a sus deseos y ella se resistía. Moreturi se inclinó más hacia Atetou, y ésta empezó a levantarse, apartándolo al propio tiempo.
Moreturi retrocedió y se levantó ágilmente.
—¡Muy bien! —gritó en perfecto inglés—. ¡Me voy al Auxilio Social!
—Por mí ya puedes irte —repuso Atetou—. Si ésta es tu manera de demostrar amor… vete.
Moreturi dio media vuelta y atravesó corriendo la cabaña en sombras hasta la estancia delantera.
Después de presenciar esta escena, Rachel cerró los ojos, incapaz de reprimir el castañeteo de sus dientes. Se apartó de la pared de hojas, sintiéndose anonadada, y entonces se dio cuenta de que Nanu le ponía las manos encima, empujándola. Abrió los ojos. Narmone ya se dirigía hacia el puesto de observación que daba a la estancia delantera. Empujada por las torpes manos de la vieja, Rachel tropezó, consiguió recuperar el equilibrio y llegó por último al lado de Narmone. Nanu se colocó de nuevo junto a ella y levantó las hojas que Rachel tenía enfrente y las suyas propias. Incapaz de protestar, Rachel se sometió a la voluntad de sus compañeros, introdujo la cabeza entre las hojas y miró de nuevo.
La estancia iluminada la deslumbró momentáneamente, pero pronto su vista se acostumbró. El corpachón moreno y desnudo de Moreturi, vuelto de espaldas a ella, se mantenía muy rígido sobre sus dos piernas, que parecían clavadas en el suelo. Estaba frente a la puerta y en la mano sostenía la bolsa púbica. Rachel rogó al Cielo que no se volviese hacia ella. Moreturi vacilaba, de pie ante la puerta. Durante un tiempo que le pareció interminable pareció que iba a ponerse su escueto atavío, pero no lo hizo.
Resuelto de pronto, levantó los hombros y tiró la prenda al suelo. Cuando empezó a volverse, Rachel cerró los ojos, apretándolos tan fuertemente que vio chispas y estrellitas tras los párpados. Oyó que él se aproximaba y luego que sus pasos se alejaban, pero no quiso mirar. Así pasó un minuto, tal vez dos. A Rachel le dolían los ojos, aflojó la presión de sus párpados y finalmente los abrió.
Esta vez también tuvo suerte. Moreturi estaba sentado en la esterilla, en el centro de la estancia, mostrándole su larga espalda encorvada. Con ambos brazos se rodeaba las rodillas y tenía la cabeza inclinada. Permaneció en esta postura durante lo que le pareció una eternidad, acaso cinco minutos, y poco a poco, sin poderse dominar, Rachel se apiadó de él. Sintió deseos de acercársele, acariciarlo, consolarlo. Hubiera querido estar a su lado, prodigándole frases cariñosas. En su calidad de analista, había conocido muchos casos de deseo animal en el hombre, lo comprendía y también los férreos grilletes de la represión y la frustración. Hasta que su actitud de espía indiscreto la abrumó y experimentó una enorme vergüenza.
Cuando se proponía susurrar a Nanu que sería mejor que se fuesen, oyó pasos en el interior de la choza.
La vocecita de Atetou, que ella no podía ver, dijo:
—¿No te has ido, Moreturi?
El volvió la cabeza y lo que vio hizo que sus negros ojos se dilatasen.
—No… no… no me he ido.
—¿Aún quieres a tu Atetou?
—Necesito amar —dijo él con feroz concentración.
—Entonces, ven a mí. —Su voz se hizo más apagada cuando regresó al dormitorio—. Te espero.
Antes de que Rachel tuviera tiempo de cerrar los ojos, Moreturi se puso en pie y se volvió hacia ella. Rachel notó que le temblaban los brazos y el pecho y contempló hipnotizada la enorme bestia en celo que cruzaba la estancia, para salir de su campo visual y abandonar la habitación.
La mirada de Rachel permaneció fija en la pieza vacía. Sentía odio por Atetou y juró para sus adentros que no sería testigo del triunfo de la indígena. Entonces tuvo un sobresalto al oír el primer sonido procedente del dormitorio. Surgía de la garganta de Atetou y ésta no hacía nada por contenerlo. Era un grito de dolor femenino, mezclado con placer, que se convirtió en un largo gemido.
Rachel sintió que se le formaba un nudo en la garganta y que se ahogaba. Se apartó de la pared haciendo un esfuerzo y dio una palmada a la garra de la vieja, que trataba de arrastrarla hacia el dormitorio. Luego se volvió hacia Narmone, pasó junto a él, casi derribándolo, cayó de rodillas y avanzó a tientas hacia la salida y la libertad. Una pared cedió, la cortina de bambú se alzó bruscamente y Rachel, intentando levantarse pero andando todavía a gatas, salió por la puerta falsa, libre de la Jerarquía, libre de las bestias que copulaban. Se levantó tambaleándose y echó a correr por el poblado, sin detenerse hasta el arroyo. Allí permaneció, de pie, al borde del agua, entre las antorchas, desgreñada y jadeante.
Al poco rato los latidos de su corazón se calmaron y su temblor cesó.
Los gemidos de Atetou ya no resonaban en sus tímpanos y pudo sentarse en la ribera, relativamente tranquila. Sacó un cigarrillo y se puso a fumar, esforzándose por borrar de su mente el recuerdo de la reciente experiencia. ¿Que la había impulsado a aquel lugar? ¿Qué la había hecho meterse en aquellas aventuras? Cómo hubiera deseado hallarse en su patria, convertida en una vulgar ama de casa, en una casita sin paredes falsas, en un pueblo que no tuviese una Jerarquía, gozando de la seguridad que le depararía el título de señora de Josep Morgen. Pero esto también era imposible. Era demasiado inteligente para conformarse con semejante refugio. No podía escapar a su destino. Ella era como era.
Diez minutos después la pareja de vejestorios atravesó el poblado y se acercó a ella.
—Ya duermen —dijo Nanu—. Nuestra tarea ha terminado, de momento. —La vieja miró a Rachel, torciendo el gesto—. ¿Por qué se fue tan deprisa?
Rachel se levantó, quitándose el polvo de la falda.
—Iba a sufrir un acceso de tos —repuso— y tuve que irme a toda prisa para no revelar nuestra presencia. ¡Imagínese lo que hubiera ocurrido!
Entonces me fui, para toser libremente y para que me diese un poco el aire.
Nanu la contemplaba y no parecía nada convencida.
—Ah, ya —dijo—. Por lo menos, espero que habrá sacado usted útiles enseñanzas de lo que ha visto.
—Sí… en efecto —dijo Rachel—. Pero creo que esto es más de la competencia de la Dra. Maud Hayden. Mañana ella empezará a ocuparse del asunto.
—Sería mejor que durmiera un poco —observó Nanu—. Todos tenemos que irnos a dormir.
Rachel asintió y los acompañó un trecho. Después se separó de ellos y continuó sola. De la cabaña de Maud Hayden, iluminada, aún surgía la música y el rumor de conversaciones, pero ella apenas lo advirtió. Se sentía cansadísima, demasiado cansada para anotar en su diario o en sus apuntes clínicos lo que había visto. Al día siguiente ya habría olvidado sin duda los detalles, así es que tampoco tendría que apuntarlos. Así lo esperaba, al menos. Quería que sus pacientes lo recordasen todo. Pero ella era distinta.
Era más de medianoche. La fiesta íntima ofrecida por los Hayden para conmemorar su segundo aniversario de boda había terminado media hora antes, con la partida de Paoti, Hutia, Courtney y finalmente Matty. La cocinera y sirvienta, una indígena alta y huesuda que nunca sonreía, aparentaba unos treinta y ocho o treinta y nueve años y se llamaba Aimata, había limpiado el horno de tierra y la estancia delantera, para irse hacía diez minutos.
Marc Hayden estaba al fin solo en la habitación delantera de su cabaña. Claire se había ido a la estancia posterior, llevándose los regalos, para desnudarse y acostarse. Marc estaba contento de aquel breve respiro y de su soledad momentánea, pero algo lo desazonaba. La estancia tenía una atmósfera húmeda y pegajosa y en ella flotaba el desagradable olor producido por el humo del horno, el del tabaco y el de las velas que Claire había encendido en vez de la lámpara. También flotaba un débil olor de whisky en el aire. El había bebido demasiado… todos habían bebido demasiado.