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Authors: Irving Wallace
La isla de las tres sirenas: El paraíso en que todo ser humano quiere vivir.
¿Que sucede cuando personas de nuestra civilización, antropólogos norteamericanos, deciden pasar seis semanas en una isla donde todo es completamente diferente, simple y feliz? Un lugar donde los habitantes viven libre de las tensiones, complejos e inhibiciones que nos aquejan a todos los que vivimos en una sociedad "normal". Esta novela narra la historia de una vida que podría ser perfecta, pero que choca con nuestras costumbres, nuestra forma de ver a los que nos rodean y con nuestros prejuicios.
Esta interesante novela te hace pensar en la manera como tú te planteas la vida. La sociedad "normal" o `civilizada` con todo sus adelantos, técnicas, cultura, con sus comunicaciones y recursos de toda clase, con las maquinas para lavar y secar la ropa, con los teléfonos celulares que te puedes comunicar con personas en el mundo entero, con los autos para correr de una parte a otra del país, y las maquinas para ver el interior del cuerpo humano mediante los rayos x. Con todas esas maravillas no hemos podido todavía inventar la maquina mas sencilla: La maquina que nos permita se feliz, que nos permita educar mejor a nuestros hijos, sin tantos prejuicios, complejos e inhibiciones. En la isla de las tres sirenas no hay sola maquina. Para los habitantes de esa isla todo es muy simple. No les importa tener una computadora, un auto, ganar dinero a manos llenas. Para ellos la tecnología no tienen el menor significado. En la isla de las tres sirenas, los habitantes han creado una sociedad donde se conoce la felicidad sin límites.
Una sociedad que escandalizará a algunos de los antropólogos cuando, en sus investigaciones, descubran que, entre muchas cosas, los matrimonios para vencer la monotonía, los deseos no satisfechos y las represiones se van a la cabaña de "auxilio social" donde mujeres y hombres de todas las edades están dispuestos a aliviar todo tipo de "necesidades".
Esta historia narra el choque entre dos culturas totalmente diferente. Esta novela nos hace ver a nosotros "La sociedad civilizada" que aun tenemos muchísimas cosas que mejorar, que aun tenemos muchos prejuicios de los cuales desprendernos, sin caer por supuesto en la promiscuidad. Nos hace ver que hay que tratar de ser feliz y no complicarnos tanto la vida con nimiedades.
Esta historia constituye un profundo análisis crítico de la moralidad contemporánea y una de las obras más ambiciosas de Irving Wallace.
Irving Wallace
Las isla de las tres sirenas
ePUB v1.0
Mezki25.02.12
Título Original:
The three sirens
Traductor: Ribera, Antonio
Autor: Wallace, Irving
©1981, Grijalbo
Colección: Edibolsillo paperback
ISBN: 9788425311628
Dedico esta obra a la memoria de mis queridos amigos
Zachary Goln (1918-1953)
Jacques Ibapralik (1906-1966)
Existe una escala en la disolución y la sensualidad, que estos pueblos han superado, y que permanece totalmente desconocida e ignorada para las demás naciones cuyas costumbres se han estudiado desde el principio del mundo hasta la actualidad, y que ninguna imaginación seria capaz de concebir.
James Cook
Relato de un viaje alrededor del mundo 1773
Al fin estamos aislados del mundo exterior… aquí; en estas islas de coral, a las que he dado el nombre de Las Tres Sirenas, realizar‚ mi experimento… para demostrar de una vez por todas que el matrimonio tal como se practica en Europa es contrario a la naturaleza humana, mientras que mi sistema, unido al sistema polinesio, puede crear una forma de matrimonio radicalmente nueva e infinitamente superior a todo cuanto se conoce en la tierra. Dará resultado. Tiene que darlo. Aquí; lejos del fanatismo propio del Trono y la Censura, lejos de los malditos entrometidos de Coventry… aquí, entre seres libres, desnudos y sin trabas… y con infinitas bendiciones del Señor… mi sistema completo afrontará al fin la Prueba.
DANIEL WRIGHT.
Diario. Anotación del 3 de junio de 1796
Fue la primera de las cartas que Maud Hayden tomó de la copiosa correspondencia que aquella mañana encontró sobre la carpeta de su escritorio. Lo que le obligó a tomarla, según tuvo que reconocer, fue la hilera de sellos exóticos pegados en la parte superior del sobre. En ellos estaba reproducido el caballo blanco de Gauguin en verde, rojo e índigo y la inscripción rezaba: "Polynesie Francaise… Poste Aerienne".
Desde la cumbre de sus años, Maud se percataba dolorosamente de que sus placeres se hacían cada vez menos ostensibles y eran distintos cada nuevo otoño. Los Grandes Placeres continuaban siendo retadoramente claros: sus estudios e investigaciones con Adley (que aún respetaba); su entrega al trabajo (que seguía sin flaquear); su hijo Marc (que seguía los pasos de su padre… hasta cierto punto); su reciente nuera, Claire (apacible, encantadora, demasiado buena para que fuese verdad). Eran los Pequeños Placeres los que se iban convirtiendo en algo tan esquivo e invisible como la juventud. El vigorizante paseo matinal bajo el sol de California, especialmente cuando Adley aún vivía, fue una consciente conmemoración del nacimiento de cada nuevo día. Mas a la sazón únicamente servía para recordar su artritis.
La vista de la fina cinta de carretera que conducía de Los Ángeles a San Francisco, con la playa de Santa Bárbara y las espumeantes aguas del océano al fondo, especialmente contempladas desde la ventana de su estudio, situado en el primer piso, siempre le había parecido de una gran belleza. Pero entonces, al mirar por la ventana, únicamente vio los puntitos que formaban los veloces y monstruosos automóviles y le pareció oler de nuevo los gases del escape, las algas podridas y los fucos marinos que cubrían la playa al lado opuesto de la carretera de la costa. El desayuno había sido siempre para ella otro de aquellos pequeños placeres seguros, con el periódico doblado que, al abrirse, recitaba diariamente todas las locuras y maravillas del hombre, para tomar después la abundante colación compuesta de cereales, huevos, jamón, patatas, café humeante con mucho azúcar, tostada con una gruesa capa de mantequilla… En la actualidad, aquel opíparo desayuno había visto diezmadas sus legiones por lúgubres consejos sobre el medio de reducir el elevado porcentaje de colesterol mediante una dieta reducida en grasas y todos los sucedáneos (leche desnatada, margarina, brócoli, budines de arroz) de la Edad de la Miseria. Y por último, entre los pequeños placeres de todas las mañanas, figuraba el montón del correo… y esta alegría, según pudo comprobar Maud, aún no se había desvanecido ni había sucumbido bajo su montaña de años.
Lo bueno que tenía el correo, en opinión de Maud Hayden, era que convertía todas las mañanas en Navidad, o al menos así lo parecía. Era corresponsal muy prolífica. Sus colegas y discípulos en estudios de antropología y etnología, esparcidos por todo el globo, eran incansables escritores de cartas. Además, ella era un pequeño oráculo, al que muchos acudían con sus enigmas, esperanzas y preguntas.
Entre las cartas que recibía en el transcurso de una semana, nunca dejaba de haber algo curioso y lejano… la carta de un licenciado que efectuaba su primer viaje de estudios a la India y que le explicaba cómo la tribu de los Baigas clavaba el césped después de un terremoto; la de un eminente antropólogo francés que se hallaba en el Japón, donde había descubierto que los ainos no consideraban verdaderamente casada a una joven hasta que daba a luz un hijo y que le preguntaba si era exactamente esto lo que Maud descubrió también entre los siameses; o la que recibió de una cadena de televisión neoyorquina, ofreciéndole unos ridículos honorarios para que se molestase en comprobar la información, que se emplearía en una emisión de viajes transmitida a Nueva Inglaterra, según la cual los novios indígenas compraban la novia al tío de ésta, y que cuando la pareja tenía descendencia, sostenían al niño recién nacido sobre una hoguera, para asegurar su futuro crecimiento.
A primera vista, el correo de aquella mañana en particular, con sus secretos ocultos dentro de los sobres, le pareció menos prometedor que otras veces. Al repasar las diversas misivas, Maud comprobó que las estampillas eran de Nueva York, Londres, Kansas City, Houston y otros lugares parecidos, que no tenía nada de maravilloso, hasta que se detuvo sosteniendo en la mano el sobre franqueado con los sellos conmemorativos de Gauguin, en los que rezaba "Polynesie Francaise".
Se dio cuenta de que continuaba sosteniendo entre sus rechonchos dedos el grueso sobre apaisado y manoseado y después se percató también de que en aquellos últimos años, su antiguo dinamismo se atascaba, cada vez más, en cavilaciones y divagaciones envueltas en una vaga compasión por sí misma.
Disgustada por su proceder, Maud Hayden dio la vuelta al largo sobre y en el reverso leyó el nombre y señas del remitente, escritos en una anticuada letra inglesa de pendolista. Rezaba así: "A. Easterday, Hotel Temehami, Rue du Commandant Destremau, Papeete, Tahití".
Trató de identificar al propietario del nombre "A. Easterday". No lo consiguió entre sus recuerdos del presente. En el pasado… el eficaz archivo de su cerebro empezó a pasar fichas… innumerables fichas… hasta que aquel nombre evocó un rostro. La impresión era borrosa y descolorida.
Cerrando los ojos se concentró y poco a poco la impresión fue adquiriendo contornos más definidos.
Sí, Alexander Easterday. En Papeete. Ambos paseaban por el lado sombreado de la calle en dirección a la tienda de Easterday, que estaba en la Rue Jeanne d'Arc, 147. él era bajo y regordete, dando la impresión de que lo habían comprimido por medios mecánicos. Nació en Medel o Dantzig o en cualquier otra ciudad portuaria que no tardó en ser borrada del mapa por las tropas de asalto hitlerianas. Había utilizado muchos nombres y pasaportes, y durante su largo viaje a América, adonde iba en calidad de refugiado, echó el ancla en Tahití, donde terminó por afincarse y establecer un negocio. Aseguraba que en otro tiempo fue arqueólogo y que en días más felices acompañó a varias expediciones alemanas, teniendo por modelo a Heinrich Schliemann, el obstinado y excéntrico descubridor de Troya.
Easterday era un hombre demasiado blando, demasiado servil y adulón, para representar el papel de Schliemann, pensó Ella entonces. Sí. Alexander Easterday. Ahora lo recordaba mejor, con su sombrero de hilo ridículamente ladeado, su corbata de pajarita (¡en los Mares del Sur!) y su arrugado traje gris, propio de los trópicos, que no ocultaba su barriga. Y surgían otros detalles: unas antiparras cabalgando sobre su larga nariz, un minúsculo bigotillo, una pipa apagada y ensalivada y unos abultados bolsillos abarrotados de chucherías, notas y tarjetas de visita.
A la sazón lo recordaba perfectamente. Ella pasó la tarde husmeando su tienda, atestada de enseres polinesios, todos a precios razonables, y se marchó con un par de carracas de bambú de Bali, una maza de guerra de madera tallada, procedente de las Marquesas, una falda samoana, una colchoneta de las islas Hélice y una antigua escudilla de madera, utilizada en Tonga en las grandes ocasiones y que actualmente adornaba el aparador de su sala. Antes de irse de Tahití, recordaba que ella y Adley —quiso que Adley lo conociese invitaron a Easterday al restaurante situado en el último piso del Gran Hotel. Su invitado demostró poseer una cultura enciclopédica y les proporcionó datos que aclararon pequeños enigmas surgidos durante su medio año de permanencia en la Melanesia. Estuvieron allí hacía ocho años, pronto haría nueve, cuando Marc cursaba el último año de universidad (y se mostraba contrario a la influencia de Alfred Kroeber, sólo porque ella y Adley tenían en gran estima a Kroeber, estaba segura de ello).