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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (56 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Desde luego.

Courtney reunió la porción del manuscrito ante él, la puso sobre la bandeja y cerró la vitrina.

—Aunque por otra parte, más de la mitad de los escritos de Daniel Wright versan en torno al noviazgo y el matrimonio, que estudia con el mayor detalle. Wright se mostraba partidario de la educación sexual, no aprobaba las uniones entre consanguíneos, veía con buenos ojos la monogamia y opinaba que los niños debían quitarse a los padres para educarlos en un centro común. Los polinesios ya practicaban casi todas estas ideas, pero de forma menos rigurosa. Los padres no se separaban de sus hijos, pero la familia era tan extensa en sus relaciones de parentesco, que era como si los niños perteneciesen a todo el poblado. Wright quería que las uniones se hallasen presididas por la eugenesia, pero esto aquí resultaba imposible y él tuvo que acceder, apelando a una especie de selección que dio igualmente buen resultado. Creía que la pareja que desease contraer matrimonio debía convivir primero durante todo un mes. Llamemos a esto matrimonio a prueba, si le parece. Este concepto tan radical estaba inspirado sólo en la mentalidad anglosajona. En la Polinesia no era necesario, pues la vida sexual ya era lo bastante libre, pudiéndose elegir y experimentar sin necesidad de formular una ley para alcanzar el mismo resultado. ¿Ha oído usted hablar del código matrimonial de Wright?

—No. ¿Qué es eso?

—Confiaba hacer la vida conyugal más feliz hallando un motivo racional para hacer el matrimonio más perfecto o hallar justificación para el divorcio. Trató de reducir la vida conyugal a una fórmula. Ahora no recuerdo las cifras, figuran en el manuscrito, pero llegó a trazar gráficas de rendimiento y de requerimientos mínimos. Esperaba que todas las parejas que contrajesen matrimonio entre los dieciséis y los veinticinco años hiciesen el amor tres veces por semana como mínimo, a menos que, por mutuo acuerdo, prefiriesen una actividad menor. En las personas comprendidas en este grupo, el tiempo mínimo de la cópula era de cinco minutos, y sólo podía ser inferior por acuerdo mutuo de ambos contrayentes. Si uno de éstos se mostraba insatisfecho porque el otro no le hiciese el amor tres veces por semana o menos de cinco minutos cada vez, podía solicitar y obtener la separación, mientras el otro contrayente se sometía a un período de educación sexual. Las parejas comprendidas entre los veintiséis y los cuarenta años aplicaban otros tiempos, y así sucesivamente. Wright deseaba mucho introducir este sistema, pero Tefaunni y la Jerarquía lo pusieron en ridículo, arguyendo que los números no eran aplicables al amor y que las estadísticas no eran garantía de placer y felicidad. Tefaunni hizo ver a Wright que las personas casadas de la isla eran bastante felices; en cuanto a los célibes, ya disponían de la cabaña comunal. Wright se interesó en ésta y vio cómo podría perfeccionarla mediante la aplicación de sus ideas. Terminó por convencer a Tefaunni de que añadiesen nuevas funciones a la cabaña comunal, convirtiéndola en la actual cabaña de Auxilio Social. Esto fue también una reforma radialísima. Si Maud Hayden permite que se conozcan estas funciones en Estados Unidos, Inglaterra y Europa, tendrá más éxito del que se imagina.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Claire—. Yo ya tengo una idea bastante clara de lo que es la cabaña de Auxilio Social, pero… ¿cuáles son esas funciones o servicios suplementarios a los que todo el mundo alude con tanto misterio? ¿Qué pasa en ella?

—Todo está en el manuscrito. Algún día se lo dejaré leer.

—¿No puede decírmelo, ahora?

Era evidente que Courtney no tenía deseos de continuar.

—No sé…

—¿Es algo muy fuerte o muy escandaloso? Estoy a prueba de bomba.

Supongo que no me toma por una mojigata, ¿verdad?

—No, no creo que lo sea, pero… verá, después de lo de anoche… no desearía que su esposo creyera que se está corrompiendo.

Claire se enderezó, muy rígida.

—Me acompaña usted a mí, no a Marc —observó.

—Muy bien —se apresuró a conceder Courtney—. Wright había visto demasiada insatisfacción sexual en Gran Bretaña. Si bien en Las Sirenas las cosas estaban mejor, él aspiraba a la perfección. No quería que nadie quedase insatisfecho. En su manuscrito hay varios pasajes muy elocuentes sobre el particular. Sabía que las innovaciones que proponía no resolverían todos los problemas maritales, pero en su opinión, constituirían unos cimientos más sólidos para la dicha común. Fue entonces cuando introdujo la idea de una segunda pareja amorosa, o participante, siempre que hiciese falta.

Courtney esperó para ver si Claire lo comprendía. Viendo su expresión interrogadora, supo que no había comprendido.

—Soy muy poco lista —dijo la joven—. Sigo sin entender lo que esto significa.

Courtney lanzó un suspiro y continuó:

—Wright comprobó que, con excesiva frecuencia, después del coito, uno de los cónyuges quedaba satisfecho pero el otro no. Por lo general el hombre había gozado, pero su compañera permanecía insatisfecha. Algunas veces era al contrario, De acuerdo con la nueva costumbre, si esto ocurría, la pareja insatisfecha, vamos a suponer la mujer, podía decir a su marido que se iba a la cabaña de Auxilio Social para terminar el acto amoroso.

Si él creía que su esposa no tenía razón en su proceder y que sólo lo hacía por vicio, tenía el derecho de acusarla y protestar ante la Jerarquía, solicitando un juicio. Pero si creía que tenía razón, que era lo más corriente, la dejaba ir, daba media vuelta y se echaba a dormir. En cuanto a la insatisfecha mujer del ejemplo, se dirigía a la cabaña de Auxilio Social. Frente a ésta había dos cañas de bambú con una campanilla al extremo y ambas atadas al suelo. Si el visitante era un hombre, desataba y soltaba un bambú, que se enderezaba y hacía tintinear la campanilla. Si el visitante era una mujer, soltaba ambas campanillas, que se oían perfectamente en el interior. Entonces penetraba en una estancia oscurecida, sin que nadie la viese, donde la esperaba un hombre muy bien dotado. Así, lo que su marido había iniciado, otro lo acababa. Ahí lo tiene usted.

Claire escuchó la última parte del relato con creciente incredulidad.

—Increíble —dijo—. ¿Y aún siguen practicándolo?

—Sí, pero la práctica se ha modificado desde comienzos de siglo. Las campanillas fueron suprimidas, pues resultaban demasiado ruidosas… en realidad su tintineo intimidaba a los que se servían de ellas. Hoy en día, la persona insatisfecha va sencillamente a la cabaña de Auxilio Social, donde escoge abiertamente un hombre, un soltero o un viudo como pareja, y se retira con él a una estancia privada.

—¿Y nadie siente embarazo o humillación ante esto?

—En absoluto. No olvide que es una costumbre reverenciada y aceptada. Todos la conocen desde su infancia. Todos participan en ella, tarde o temprano.

—¿Y dónde quedan la ternura y el amor? —le espetó Claire.

Courtney se encogió de hombros.

—Estoy de acuerdo con usted, Claire. Esto parece algo frío y mecánico, incluso repugnante, a una persona perteneciente a otra cultura que no lo ha vivido desde la infancia. Yo sentí lo mismo. Lo único que puedo decir, es que para esta gente parece dar resultado. Como usted sabe, el viejo Wright era un hombre inteligente. Sabía muy bien lo que eran la ternura y el amor de verdad… casi entidades abstractas, que no podían tocarse ni medirse. Su espíritu, de tendencias materialistas, se proponía resolverlo todo de un modo práctico. Así fue como estableció esta costumbre, que no ha conseguido eliminar los problemas fundamentales ni resolver plenamente las necesidades amorosas, pero fue un intento muy loable. El resultado es que hoy no hay matrimonios mal avenidos. La Jerarquía interviene al instante cuando se entera de alguna desavenencia y concede el divorcio inmediato. Ninguno de ambos cónyuges tiene mucha dificultad en hallar una nueva pareja más conveniente. Lo que es éstas no faltan.

Claire hizo un mohín.

—¿Ah, sí?

Courtney asintió con gravedad.

—Eso creo —y añadió—: El único problema, entre nosotros, es que los convencionalismos nos impiden a veces encontrar a la persona adecuada. Aquí esto es más fácil.

Claire miró vagamente a su alrededor. Había oscurecido.

—Ya es tarde, sin duda —dijo—. Tengo que ir a cenar. —Vio que Courtney la observaba—. Sí, estoy algo confusa con todas esas extrañas prácticas… la cabeza me da vueltas. Termina una por no saber lo que está bien y lo que está mal. Lo que sí sé, es que he pasado una tarde interesantísima. Me alegro de que me haya enseñado esto. Y también me alegro… bien… de que ahora seamos amigos.

El dio la vuelta a la vitrina para acompañarla a la puerta.

—Yo también me alegro de que lo seamos.

Al llegar a la puerta, se detuvo y ella también, extrañada.

—Claire —dijo él—. Es posible que anoche y hoy no haya sabido defender muy bien la causa de Las Sirenas. No nos confunda usted con un burdel erótico o un lugar de depravación. Se trata de un experimento progresista, fruto de la colaboración entre las ideas mejores y más avanzadas de dos culturas distintas… ha dado buen resultado durante mucho tiempo y continúa dándolo.

Las facciones de Claire aflojaron su tensión. Estrechó la mano de Courtney entre las suyas, con un ademán impulsivo, como para tranquilizarlo.

—Lo sé, Tom —dijo—. Sólo le pido que me dé tiempo.

Cuando él hubo cerrado la puerta, regresaron por el bosquecillo al poblado. El disco del sol ya no se veía, pero aún había luz. Las mujeres y los niños habían desaparecido… estaban preparando la cena, pensó Claire… y grupos de hombres corpulentos y semidesnudos venían de los campos.

Claire oía el rumor del agua en el arroyo y se sintió tentada de sentarse en la orilla, descalzarse y meter los pies en la fresca corriente. Pero una mirada al reloj de pulsera la volvió a la realidad. Marc debía de estar esperándola en la cabaña hambriento y con una bebida en la mano. Y ella aún tenía que preparar la cena en el tosco fogón de tierra. ¿Sabría hacerlo?

Se dirigió hacia su choza y Courtney continuó a su lado.

—La acompañaré hasta la casa de Maud —dijo—. Tengo que verla.

Continuaron andando en silencio. Aunque ella y Courtney ya se conocían mejor, Claire se sentía aún algo intimidada en su presencia y le parecía como si él juzgase sus menores actos, lo cual acababa de cohibirla.

Aquellas emociones no dejaban de ser familiares, y recordó cuándo las experimentó por primera vez. Una tarde en su segundo año de instituto en Oakland, el capitán del equipo de rugby, un muchacho que tenía mana, la acompañó a su casa. Fue una prueba insignificante pero inexplicable como aquélla.

Cuando llegaron frente a la vivienda de Maud, Claire dijo de pronto:

—Yo también entraré a saludarla.

Courtney le abrió la puerta y ella entró. Inmediatamente se detuvo. Marc estaba sentado ante la mesa, escuchando con expresión disgustada al atildado Orville Pence, que hablaba sentado en un banco. Aquel inesperado encuentro la desconcertó. Entonces vio que había algo más que aumentaba su desazón. Era el hecho de que Courtney le hubiese franqueado el paso, ademán de sutil intimidad, y que ella hubiese entrado con Courtney sin saber que allí estaba su marido con un amigo. Había perpetrado un pequeño acto de infidelidad, porque ella sabía perfectamente, incluso desde antes de venir a la isla, que Marc había formado un frente unido con Pence contra la corrupción indígena, y que consideraba a Courtney como un traidor a la decencia y a la civilización.

—Vaya, mira quién hay aquí —dijo Marc, haciendo caso omiso de Courtney.

—Venía a ver si Maud… —empezó a decir ella.

—Ha entrado, ha salido, ha vuelto a entrar y ha vuelto a salir —dijo Marc—. Te he estado buscando por todas partes. Quería decirte que no te preocupases por la cena. El hijo del jefe y su esposa han invitado a Maud y a nosotros a cenar con ellos a las siete.

—Muy bien —dijo Claire, nerviosa Pues yo… salí a dar una vuelta con Mr. Courtney. Ha tenido la amabilidad de enseñarme algunas cosas.

—Verdaderamente es muy amable —dijo Marc, mirando hacia la puerta—. Gracias, Mr. Courtney. ¿Dónde fueron?

Courtney se adelantó, hasta colocarse junto a Claire.

—Mostré el pueblo a su esposa, después la llevé a la Choza Sagrada.

—Sí, ya he oído hablar de ella —dijo Marc—. Según creo, se parece bastante a la cabaña de Auxilio Social. Orville ha pasado todo el día en ella…

—Es muy buena para abrirle los ojos a uno —comentó Orville, dirigiéndose a Courtney… y me estaba explicando para qué sirve —continuó Marc—. Siéntese, haga el favor. Desde luego, usted la conoce mejor que nosotros, ¿verdad, Mr. Courtney?

—No, lo que me interesa es conocer la reacción del Dr. Pence.

Courtney se apoyó en la pared y se puso a llenar y encender la pipa, mientras Claire se sentaba con mucha circunspección en el banco, a unos palmos de Orville Pence.

—Estaba diciendo a Marc que pude examinar dos de las antiguas cañas de bambú con campanillas al extremo que los visitantes de esa cabaña utilizaban en otros tiempos —dijo Orville a Courtney—. Debo reconocer que se trata de unas reliquias fascinadoras.

Marc se movió en la silla, con una leve sonrisa en los labios.

—Sólo que en la actualidad, si te he entendido bien, Orville, el sistema es más eficaz. Nada de campanillas. Los clientes entran en la estación de servicio, para engrase general y reparación.

—Así es, en efecto —asintió Orville.

Sin hacer caso de su esposa y de Courtney, Marc continuó mirando a Orville y empezó a mover la cabeza lentamente.

—No sé, Orville, pero yo… —Tras una vacilación, prosiguió—: ¿Por qué no ser franco? No hago más que decirme que soy un científico, un estudioso de las ciencias sociales, a prueba de impresiones, y que debo conservar algún vestigio de mi objetividad, pero me considero capaz de emitir un juicio prematuro que acaso te parezca excesivamente riguroso. No conozco otro lugar de la tierra tan dominado por la obsesión sexual como esta isla. Piensa qué mentalidad tiene que haber sido la que ha imaginado algo como la cabaña de Auxilio Social. Te digo que…

—No corras tanto, Marc —interrumpió Orville—. En general estoy de acuerdo contigo, pero en este caso concreto no pisas terreno muy sólido. Ten en cuenta que las chozas de placer son algo muy…

—Sé muy bien lo que son —atajó Marc con impaciencia. Y también lo que no son. Las casas de placer polinesias corrientes son válvulas de escape para los jóvenes, los adolescentes y los célibes. Pero ésta de aquí…

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