La isla de las tres sirenas (52 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—No debe usted engañarme —dijo el joven con voz tranquila—. Mi vida ha sido dichosa y llena hasta ahora y no me importará dejarla.

—Nunca se sabe hasta que…

—¿Me dirá usted la verdad?

—Sí, Uata.

—No me refiero a mi estado —prosiguió él—. Lo que más sentiría sería tener que pasar mis últimos días solo y aislado. No puede usted saber la alegría que me ha producido su visita. Las mujeres no pueden acompañar a un solitario como yo. Y para mí, las mujeres han sido todo el placer de la vida.

Sintió deseos de acariciarlo para consolarlo, para devolverle el consuelo que él le había prodigado, pero se contuvo. Se preguntó si debía decirle que hablaría con Maud para que ésta intercediese cerca del jefe para levantar el tabú, a fin de que Uata pudiese recibir a sus amigas y pasar sus últimos días con ellas. Mientras trazaba estos planes en silencio, oyó que alguien entraba y se volvió hacia la puerta.

Un joven indígena, muy apuesto y de cabellos negros, acababa de entrar en la pieza, con modales desenvueltos y familiares. Uata le presentó al visitante, que era Moreturi, su mejor amigo e hijo del jefe.

Los dos hombres cambiaron algunas frases alegres en inglés y de pronto Uata dijo algo a Moreturi en polinesio. Inmediatamente, el recién llegado apartó la mirada de su amigo y la fijó en Harriet, que se sintió violenta al sentirse examinada con tal atención por los dos hombres. Uata había dicho algo sobre ella. Se preguntó qué sería, pero, en vez de tratar de averiguarlo, se apresuró a disculparse y se fue.

En la gran sala del dispensario encontró a Vaiuri paseando con nerviosismo. Con gran sorpresa vio que fumaba una especie de cigarro indígena.

—Mr. Courtney me ha dicho que las mujeres norteamericanas fuman. ¿Quiere uno de los nuestros?

—Gracias, pero, si no le importa, fumaré uno de los míos.

Después de encender el cigarrillo, vio que Vaiuri la miraba con ansiedad, esperando que hablase.

—Su amigo está muy grave —dijo Harriet.

—Ya me lo temía —repuso Vaiuri.

—No quiero afirmar nada —se apresuró a añadir ella—. No soy más que una enfermera, no un especialista del corazón. Sin embargo, los síntomas de trastornos cardiovasculares son tan evidentes que me sorprende que aún viva. Después del segundo reconocimiento sabremos más cosas.

Sin embargo, creo que no podré decirle con exactitud qué clase de dolencia cardiaca padece… tanto puede ser reumatismo cardíaco como una enfermedad degenerativa o un defecto congénito que ahora se ha manifestado.

Dudo que pueda hacerse nada, pero por mi parte no va a quedar. Intentaré hacer todo cuanto esté en mi mano. Hay la posibilidad de que fallezca de repente. Creo que debería usted preparar a su familia.

—Ya esperan lo peor. Incluso se han vestido de luto.

Ella movió tristemente la cabeza.

—Es una verdadera pena. Un hombre tan magnífico. —Tiró el cigarrillo a medio fumar en una concha llena de agua que ya contenía otras colillas—. Bien, qué se le va a hacer. Muchas gracias por su amable recibimiento, Vaiuri. Puede usted creerme si le digo que me gusta mucho estar aquí… Hasta mañana.

El se apresuró a acompañarla hasta la puerta y la despidió con una inclinación de cabeza. Durante unos segundos, Harriet permaneció inmóvil a la sombra que proyectaba la enfermería, pensando en el paciente y sintiéndose sinceramente apenada por él. Dio un respingo al oír crujir la puerta a sus espaldas y después unos pasos. A los pocos instantes, Moreturi estaba a su lado.

—Quiero darle las gracias por el interés que ha demostrado por mi amigo —le dijo.

Llevada por un súbito impulso, ella preguntó:

—¿Querría usted aclararme una cosa? Uata le dijo algo en su idioma antes de que yo me fuese y entonces ambos me miraron.

—Tiene usted que perdonarnos.

—¿Se refirió a mí?

—Sí, pero no se si…

—Le ruego que me lo diga.

Moreturi asintió.

—Muy bien. Pues dijo en nuestro idioma: "Moriría contento si pudiese decir antes de fallecer, aunque sólo fuese una vez, Here vau ia oe a una mujer que poseyese su belleza?

Harriet miró de hito en hito al hijo del jefe.

Here vau ia oe?

—Quiere decir "Te amo". En nuestro idioma tiene un significado más profundo que en el suyo.

—Comprendo.

—¿Se siente usted ofendida?

—Por el contrario, yo…

La puerta crujió de nuevo. Vaiuri asomó la cabeza con expresión inquisitiva.

—¿Pasa algo?

—No, todo va bien —respondió Harriet. Luego, llevada por un segundo impulso dijo—: Vaiuri…

—Diga usted.

—En vez de mañana, me gustaría volver a visitarlo esta noche, Uata me preocupa profundamente. Quiero ver lo que puede hacerse.

—Me parece muy bien —contestó Vaiuri—. Esta noche yo no estaré, porque estoy invitado a casa de unos parientes, pero habrá aquí un chico esperándola.

Cuando Vaiuri hubo desaparecido, Moreturi miró a Harriet con preocupación.

—¿Cree usted que puede salvar a mi amigo?

Harriet notó el soplo de la brisa en sus mejillas y con él volvieron a ella las palabras pronunciadas por Maud por la mañana: decir siempre la verdad, no mentirles jam s.

—¿Salvarlo? —dijo maquinalmente—. No, no creo que pueda salvarlo. Lo único que puedo hacer… yo o cualquiera… pues es sencillamente esto… no permitir que muera solo como un perro.

Con estas palabras, Harriet se separó de Moreturi, salió de la sombra y descendió por la cuesta hacia el soleado pueblo indígena. Sumida en sus pensamientos, sin percibir el disimulado interés que despertaba con su uniforme blanco, cruzó el arroyo. Por último decidió que debía hablar de Uata con la Dra. Maud Hayden, para tratar de que ésta intercediese cerca del jefe para que éste levantara el tabú que impedía visitas de mujeres a la enfermería. Entonces avivó el paso.

No había ido muy lejos cuando oyó que la llamaban. Deteniéndose, se volvió a medias para ver quién era y vio a Lisa Hackfeld, que le hacía señas con el brazo levantado. Mientras la joven esperaba que la señora se acercase, se dio cuenta de que nunca había visto con aquel aspecto a la esposa del mecenas de la expedición.

Lisa Hackfeld, en verdad, aparecía transformada. Ya no vestía con esmero y había desaparecido su porte inmaculado, rico y lujoso, su cuidadoso peinado, su manicura y su cintura enfajada, toda ella tan propia de Beverly Hills. También había desaparecido la expresión aburrida y melancólica que irradiaba su rolliza persona. La Lisa que se colgó del brazo de Harriet era una mujer que parecía haber sobrevivido a los efectos de un huracán y se sintiese jubilosa por su victoria. Sus rubios cabellos parecían un nido revuelto, la cara había perdido su costra de maquillaje pero tenía un aspecto más juvenil a causa de la excitación y el sonrojo que disimulaban sus escasas arrugas, tenía la blusa de seda manchada, le faltaban dos botones en la parte delantera y por detrás le asomaba fuera de la falda.

—Harriet —exclamó—. Me muero de ganas de contárselo a alguien…

Dándose cuenta de que la enfermera la contemplaba con estupefacción, se desasió de su brazo y con gran rapidez, empleando ambas manos, se arregló el cabello, se metió los faldones de la blusa en la falda y trató de poner cierto orden en su persona.

—Debo de estar hecha una zarrapastrosa —murmuró. Pero luego exclamó, exasperada—: Pero qué importa. Nadie se fija en mí. Estoy entusiasmada y esto es lo que cuenta.

—¿Pero qué ha pasado? —quiso saber Harriet.

—Acabo de bailar, querida. —Cuando ambas se pusieron a andar juntas, Lisa continuó manifestando su júbilo—. Es increíble. No me había divertido tanto desde que vivía en Omaha e iba a mis primeros bailes. Pero lo que tiene más gracia es que esta mañana me sentía extraordinariamente deprimida. Tú probablemente no te diste cuenta, pero mientras estaba sentada en el banco de aquella habitación, donde apenas cabíamos todos, escuchando a Maud, yo venga pensar… ¿Qué hago aquí?, me decía. No hay intimidad. No hay lavabos. No hay luces. No hay ni una sola comodidad.

Bonita manera de pasar el verano. ¿Por qué me habré metido en este berenjenal? Con lo bien que podría estar en nuestra finca de Costa Mesa, tomando el cóctel con Lucy y Vivian, son unas amigas mías, y pasándolo en grande; en cambio, he venido a meterme en este agujero. Cuando Maud terminó de hablar, me sentí tentada de ir a decirle que me iba y que no contase conmigo, porque regresaría con el capitán la próxima vez que viniese, para tomar en Tahití el avión para mi querida California.

Lisa se quedó sin aliento después de esta parrafada y, mientras trataba de rehacerse, Harriet le preguntó:

—¿Y qué te hizo cambiar de idea?

—¡El baile, querida, el baile! —Rebuscó en sus bolsillos y dijo—: Hasta he perdido los cigarrillos. ¿Me das uno?

Después de llevárselo a los labios y encenderlo, Lisa continuó su relato:

—Incluso cuando el tal Courtney me acompañó al lugar donde ensayan el festival, no sentí deseos de ir. No hacía más que repetirme: ¿por qué me habré metido en estas aventuras? ¿Y qué me importan a mí ese hatajo de indígenas semidesnudos bailoteando al sol? Pero nuestro simpático amigo vino a decirme que me divertiría y yo, para no desairarlo, decidí seguirle la corriente. Llegamos a un claro que está a un cuarto de hora del pueblo y vimos unos veinte indígenas de ambos sexos que empezaban a reunirse. Courtney me entregó a los cuidados de una joven arisca, una especie de Katherine Dunham que se llamaba Oviri y que es la directora del espectáculo. Pues bien, la verdad es que ella se sentó en la hierba a mi lado, sin mostrarse nada huraña y me explicó un poco en qué consistía esa semana de fiestas. Te aseguro que llegó a interesarme. ¿Te han contado en qué consiste?

—No mucho, la verdad —repuso Harriet—. Sólo lo que Maud nos dijo acerca de un gran baile, y acontecimientos deportivos y un concurso de belleza para participantes desnudos. También dijo que se levanta la veda para los casados…

—No sólo para los casados, sino para todo el mundo —la atajó Lisa—.

Ya sabes lo que pasa entre nosotros. Antes de casarse, una puede ver un hombre interesante, en la calle, en una tienda o al otro lado de un bar, pero ahí termina todo. Quiero decir que una no puede ir ni abordarlo. Una sólo puede tratar con las personas que le presentan y que conoce. Cuando una se casa y tiene algunos añitos, tú aún no lo sabes por experiencia, Harriet, pero te aseguro que así es, la cosa aún es peor. Es algo espantoso y tristísimo. Hay docenas de personas que hacen lo que pueden. Hay muchas formas de infidelidad, Harriet, y de engañar al marido. Estoy segura de que Cyrus me ha sido infiel más de una vez, aunque yo nunca le he hecho eso, ni pensarlo. Lo considero muy feo, peligroso y además una gran equivocación. Pero así va envejeciendo una, sin que surja una sola ocasión, hasta que se va muriendo poco a poco.

Se sumió en sus reflexiones por un momento, mientras Harriet aguardaba. Sin dejar de andar, Lisa levantó la vista, que tenía posada en el césped.

—Estaba pensando que… no es exactamente morirse poco a poco, sino que… veras, no tenemos más que una vida… y ésta nos va abandonando como el aire que se escapa de un balón mal atado. Hasta que no queda nada. ¿Me entiendes, Harriet? Y mientras esto sucede, a veces se conoce a otro hombre en una fiesta o donde sea, y él piensa que una vale algo, y una piensa que él es un hombre agradable y encantador. Y entonces una se pregunta… una desea… lo piensa, claro… mira, aquí quizás tienes a alguien que podría atar el balón y evitar que continuara escapando la vida. ¿Tú serías nueva para él, y él sería nuevo para ti. Todo volvería a ser terso y juvenil, en vez de viejo y ajado. Cuando una lleva tantos años de matrimonio como yo, Harriet, colecciona los golpes y las heridas de la vida. Cada vez que una se acuesta con su marido, se mete bajo las sábanas con las cicatrices de todas las peleas, de todas las faltas de comprensión, de todos los disgustos.

También se hallan presentes todas sus debilidades, sus fallos, sus actitudes hacia su madre, su padre o su hermano, las chapuzas que cometió con el primer socio que tuvo, su estúpido comportamiento con su hijo, el modo como aquella noche le vio en la playa, su empeño infantil en meterse en aquel club, el miedo que tiene de resfriarse y el que le causan las alturas, su manera desmañada de bailar su incapacidad para nadar y el mal gusto que demuestra al elegir sus corbatas. Pero bajo las sábanas también está una, con su vejez incipiente, sintiéndose descuidada y abandonada, y sabe que él piensa lo mismo de una, si es que piensa, y sólo recuerda los malos ratos las cicatrices, sin acordarse de los buenos momentos. Y así, a veces, una anhela a alguien… no se trata sólo de variar o de que una sea una desvergonzada… sino el deseo de ser una novedad para alguien, que también sea una novedad para una. Alguien que no nos muestre sus cicatrices y que no pueda ver las nuestras. ¿Pero qué pasa cuando una encuentra un candidato que reúne estas condiciones? No sucede absolutamente nada. Al menos, con mujeres como yo, demasiado respetuosas con los convencionalismos.

Parecía haberse olvidado de su compañera, cuando de pronto miró a Harriet.

—Me parece que estaba divagando —dijo Lisa—, aunque tal vez no.

De todos modos, lo que yo quería decir es que aquí, en esta isla, el problema no existe. Esa festividad anual es su válvula de escape. Sirve para que todos vuelvan a inflar su balón. Según me contó la directora de la danza, durante esa semana cualquier hombre o cualquier mujer, casados o solteros, pueden ir con quien les dé la gana. Por ejemplo, imagínate a una indígena que lleva diez o quince años de casada y que se sienta fascinada por el marido de otra. Pues todo se limita a que ella le entregue un regalo, me parece que dijo un collar de conchas, y si él se lo pone, eso significa que sus sentimientos son recíprocos. Entonces, pueden encontrarse a la luz del día y, si quieren acostarse juntos, pues van y lo hacen. Si lo que únicamente desean es su mutua compañía, pues ahí termina todo. Una vez terminado el festival, la mujer vuelve con su marido y la vida continúa como si tal cosa, sin recriminaciones. Es la tradición, que a mí me parece perfectamente sana y aceptable. Es algo magnífico.

—¿Estás segura de que no hay recriminaciones? —preguntó Harriet—. Los hombres suelen ser dominantes y celosos.

—Aquí, no —dijo Lisa—. Han practicado siempre estas costumbres y las encuentran normales. Oviri, la danzarina, me dijo que a veces es necesario realizar algún arreglo, apelar a la Jerarquía para resolver alguna desavenencia conyugal producida durante esas festividades, pero es muy raro. Sí, yo lo considero magnífico. ¡Imagínate, hacer lo que a una le venga en gana durante una semana, sin sentirse vigilada y sabiendo que a nadie le importa un pepino! ¡Y además, sin que una se sienta culpable!

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