Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
Hutia me pidió que la explicara lo que deseaba y cuáles eran mis artes mágicas. Maud ya me había prevenido y por lo tanto me hallaba dispuesta a contestar. Desde luego, ninguno de ellos había oído hablar jamás de Freud y del psicoanálisis, y no me resultó fácil explicárselo con relación a su vida diaria. Creo que por último se imaginaron que yo podía exorcizar a los demonios, obligándoles a abandonar los cuerpos de las personas poseídas. O algo así. Hutia me dijo que tenían seis solicitudes de divorcio y que la Jerarquía aplazaría el estudio de las tres que yo escogiera para analizarlas según mis propios métodos.
Los solicitantes fueron conducidos a la estancia de uno en uno y se sentaron a mi lado, mientras la Jerarquía permanecía en el fondo de la habitación. A medida que entraban, Hutia hacía una breve reseña biográfica del interesado. Por ejemplo, cuando entró un hombre bajito de unos cuarenta y cinco años, Hutia dijo: "Este es Marama, leñador, cuya primera esposa falleció hace cinco años, cuando contaba veinte, últimamente ha tomado, por consentimiento mutuo, una segunda esposa mucho más joven que él, y ahora solicita el divorcio". Me concedieron un par de minutos para que interrogara al solicitante.
De los seis nativos que interrogué tan brevemente, hubo cuatro sobre los que pude formar un juicio inmediato. El tal Marama resultó bueno, como también una mujer de treinta y tantos años llamada Teupa. Otras dos mujeres me parecieron más dudosas, y las rechacé. Así es que me quedaban dos, y yo estaba indecisa acerca de cuál elegir. Uno de ellos era un joven de aspecto apacible, que no me pareció demasiado inteligente y al que podría manejar con facilidad. El otro joven se llamaba Moreturi, y Hutia dijo que era el hijo del jefe, y sin duda también su propio hijo. Esto convertía a Moreturi en un personaje importante, pero yo no sabía si los miembros de la Jerarquía verían con buenos ojos que le escogiese.
Moreturi es un hombre alto y fuerte, pero sus modales y su personalidad me resultaron muy poco atrayentes. Sonrió con condescendencia mientras lo estuve interrogando y contestó mis preguntas con tono zumbón, como si tratara de burlarse de mí. Yo lo consideré como una velada muestra de hostilidad ante la idea de que una mujer pueda poseer magia y autoridad para resolver sus problemas o darle consejos. Antes de que hubiésemos terminado, yo ya había decidido elegir al otro, que me parecía más dócil. Cuando Moreturi se levantó, sonriendo con afectación, para salir de la estancia, yo me volví a la asamblea para decir que elegía al otro y no a Moreturi. Pero sin saber cómo, lo hice al revés. Fue un lapsus tan involuntario como el que cometí hace unos meses en Beverly Hills.
Y ahora, aquí sentada, trato de analizar por qué, después de cometer la equivocación, no traté de corregirla ante la Jerarquía y dar el nombre del otro sujeto. Supongo que eso se debe a que prefería inconscientemente estudiar al hijo del jefe. No creo que esto tenga nada que ver con su alta posición social, que me conferiría prestigio en la aldea. Tampoco lo creo debido a que su posición confiera brillo especial a mi estudio. Creo que lo escogí a causa de su insolencia. Sí, eso fue lo que me impulsó a hacerlo. Y además, para demostrarle que no soy inferior a él, por el hecho de ser mujer.
Nada me irrita tanto como tropezar con esos hombres que sólo consideran a las mujeres buenas para una cosa. (En realidad, quizás esto forme parte de su problema.) De todos modos…"
Llamaron fuertemente a la puerta. Sorprendida, Rachel levantó la mirada y vio que la endeble puerta de cañas temblaba, aporreada por alguien.
—Adelante… adelante —dijo.
La puerta se abrió de golpe y Moreturi ocupó el umbral por entero, para mirarla sonriendo con expresión inquisitiva, desde su altura varonil.
Hizo una lenta inclinación de cabeza, entró, cerró la puerta con cuidado y esperó, balanceándose sobre sus pies descalzos.
—Me han dicho que usted me eligió —dijo con voz monótona—.
Aquí me tiene.
Su inesperada aparición —ella se imaginaba, no sabía por qué, que los primeros serían Marama o Teupa— y el hecho de que se presentase en el instante preciso en que confiaba a las páginas de su diario, la impresión que le había producido, le causó embarazo y desconcierto. Era como si la hubiese sorprendido con las manos en la masa. No pudo evitar que un vivo rubor afluyese a sus mejillas.
—Sí —dijo—. Yo… sí, podríamos empezar.
De momento quedó sin habla. No encontraba las palabras rutinarias y familiares. Echaba de menos el diván, el paciente que la respetase, el enfermo desesperado que buscaba su ayuda. Aquella persona era distinta a todas cuantas había conocido hasta entonces. No llevaba una pulcra corbata, camisa y traje de estrechas hombreras, sino que ante ella tenía al noble salvaje de Rousseau, sin una sola prenda encima, salvo la bolsa blanca, que destacaba entre sus piernas. Su mirada preocupada se cruzó con la mirada burlona que le dirigían sus ojos oblicuos.
—¿Qué quiere usted que haga, Ms. Doctor?
Pronunció este título con énfasis especial, como si quisiera demostrar que la consideración que le merecía no excluía el cinismo.
Ella se apresuró a cerrar el diario y lo guardó en el bolso. Luego se arregló el cabello, se sentó muy tiesa sobre su improvisada silla y recuperó un vestigio de su perdida compostura.
—Permítame que le explique, Moreturi —dijo, tratando de asumir un tono doctoral—. En mi país, cuando alguien se encuentra obsesionado por un problema y necesita los cuidados de un psiquiatra, acude a mi consultorio. Yo tengo un diván, es como una cama o un lecho, y el paciente se tiende en él, mientras yo me siento en una silla a su lado… Así es como lo hacemos.
—¿Qué tengo que hacer, ahora? —preguntó él con terquedad.
Ella le indicó la pila de esterillas.
—Tiéndase aquí, por favor.
El pareció encogerse de hombros, más con los ojos que con otra cosa.
Como si deseara complacer los caprichos de un niño, pasó junto a ella, se arrodilló y extendió su cuerpo musculoso sobre las esterillas, quedándose boca arriba.
—Póngase bien cómodo —dijo Rachel, sin mirarle.
—No es fácil, Ms. Doctor. Nosotros sólo nos tendemos así para dormir o hacer el amor.
Ella se hallaba excesivamente consciente de su presencia y sabía que no podía rehuirla. Con toda deliberación, se volvió a medias hacia él y casi inmediatamente lo lamentó. Se proponía mirarle únicamente al rostro y fijarse en su tez morena, pero por un reflejo casi inconsciente, su mirada se posó en su poderoso pecho de suaves líneas, sus estrechas caderas y la visible bolsa púbica.
Se apresuró a apartar la mirada y la fijó en el suelo.
—No es necesario tenderse así, pero es preferible —dijo—. Resulta más cómodo. Este tratamiento se propone aliviar la tensión del paciente, hacerle más dichoso, más equilibrado, librarlo de sentimientos de culpabilidad y de dudas, para ayudarle a corregir juicios equivocados y dominar sus impulsos. El paciente recibe el nombre de analizando. Yo soy el analista. Yo no puedo curarlo únicamente puedo aconsejarlo y ayudarle a que usted mismo se cure.
—¿Qué tengo que hacer, Ms. Doctor?
—Pues tiene usted que hablar, hablar sin prevención, diciendo todo cuanto le pase por la cabeza, lo bueno igual que lo malo. Nosotros llamamos a esto una libre asociación de ideas. No debe pensar en mí. No debe permitir que nada interrumpa ni obstaculice el curso de sus recuerdos, de sus sentimientos, de sus ideas. No se preocupe por cuestiones de cortesía.
Sea tan grosero o franco como desee. Diga aquellas cosas que, por lo general, no se atrevería a mencionar en voz alta, ni siquiera a su esposa, a sus familiares o amigos. Hábleme de todo, aunque le parezca trivial, aunque lo considere secreto o importante. Y si vacila en repetir alguna idea, imagen o recuerdo, piense que yo también quiero oírla, y quiero que la exprese en voz alta, pues puede tener su significado.
—Bueno, yo hablo —dijo Moreturi—. ¿Y usted qué hará mientras yo hablo, Ms. Doctor?
—Yo escucharé —respondió ella, mirándole finalmente a la cara—.
Yo escucharé, comentando a veces algunas cosas, dándole algunos consejos, pero casi siempre limitándome a prestar atención a lo que usted diga.
—Y eso me será de ayuda?
—Probablemente, sí. Aunque no sabría decirle hasta qué punto, en sólo seis semanas. Pero de sus pensamientos confusos, inconexos, entremezclados y al parecer desprovistos de significado terminará por aparecer, primero para mí y luego para usted, un hilo conductor. Una cosa encajará con otra, descubriremos una relación entre ellas y montaremos el rompecabezas. Surgirán más hilos conductores, por los que sacaremos el ovillo y hallaremos su origen. Y así, por último, llegaremos a la raíz del mal.
El porte desdeñoso y altivo de Moreturi había desaparecido.
—No existe ningún mal —dijo.
—Entonces, ¿por qué ha venido?
—Porque me han dicho que me mostrara amable y hospitalario y…
Se interrumpió de pronto.
—¿Y qué? ¿Qué otros motivos ha tenido Moreturi?
—Usted —contestó él—. Siento curiosidad por conocer a una mujer norteamericana.
Rachel experimentó una súbita inquietud mezclada con un sentimiento de incompetencia.
—¿Y por qué le inspiran tal curiosidad las mujeres de mi país?
—Las veo a todas ustedes y me pongo a pensar que… que… —Se interrumpió—. Ms. Doctor… ¿Hablaba usted en serio, cuando dijo que le dijera todo lo que pienso?
Ella lamentó entonces haberle hecho aquella invitación profesional, pero hizo un gesto de asentimiento.
—Pues pienso que son sólo mujeres a medias —dijo Moreturi—. Hacen trabajos propios de los hombres. Hablan como los hombres. Se cubren todas las partes bellas del cuerpo. No son mujeres completas.
—Comprendo.
—Por eso siento curiosidad.
—Así, ¿se propone usted examinarme mientras yo trato de ayudarle?
—preguntó Rachel.
—Yo me propongo ayudarla a que me ayude —la corrigió él, no sin gracia.
Adiós, decimoséptima enmienda a la Constitución, se dijo Rachel. Si a Roma fueres…, pensó.
—Muy bien —dijo—. Quizá podamos ayudarnos mutuamente.
—Pero usted no lo cree —observó el indígena.
Sed sinceros con ellos, les había advertido Maud; no les mintáis.
—Sí, lo creo —mintió Rachel—. Quizá usted me ayudará. Ahora es usted quien me preocupa. Si usted también está preocupado por sí mismo, ya podemos continuar.
—Sí, continuemos —dijo él, súbitamente ceñudo.
—Dice usted que no existe ningún mal. Dice que ha venido por otros motivos. Vamos a ver: entonces, ¿por qué ha solicitado la ayuda de la Jerarquía?
—Para divorciarme de mi esposa.
—¿Ve usted como existe un problema?
—Pero el problema no es mío, sino de ella.
—Eso ya lo averiguaremos. ¿Por qué ha solicitado el divorcio?
El la examinó con suspicacia.
—Tengo mis motivos.
—Pues dígamelos. Para eso estoy aquí.
El empezó a cavilar con expresión sombría y la vista fija en el techo.
Rachel esperaba pacientemente. Calculó que había pasado por lo menos un minuto en completo silencio cuando él volvió la cabeza para mirarla.
—Usted es una mujer dijo— y no entender los motivos que puede tener un hombre.
—Usted mismo me ha dicho que no soy como sus mujeres, sino sólo una mujer a medias, más parecida a un hombre. Considéreme como tal: como un médico.
Lo absurdo de la situación pareció hacer gracia a Moreturi, que sonrió por primera vez desde hacía bastante tiempo. Ella comprendió que aquella sonrisa no era de burla, como la anterior, sino de auténtico buen humor.
—Me resulta imposible —dijo—, le quito las ropas con la mirada y veo que es una mujer.
Por segunda vez, su impertinencia hizo que se sonrojase. La reacción dejó perpleja a Rachel. Comprendió entonces que no era la impertinencia la causante, sino la arrogancia masculina que Moreturi demostraba.
—Voy a decirle una cosa, Moreturi —prosiguió—. Mirémoslo desde otro lado. Hábleme un poco de su matrimonio ¿Cómo se llama su esposa? ¿Cómo es? ¿Cuándo se casó con ella?
El respondió sucintamente a aquellas preguntas concretas:
—Mi esposa se llama Atetou. Tiene veintiocho años. Yo tengo treinta y uno. No es como las demás jóvenes de la aldea. Es más seria. Yo no soy así. Llevamos seis años de casados.
—¿Por qué la eligió por esposa? —quiso saber Rachel.
—Porque era diferente a todas —respondió Moreturi sin vacilar.
—¿Se casó usted con ella porque era diferente, y ahora quiere divorciarse porque es diferente?
Una expresión astuta cruzó por el rostro de Moreturi.
—Usted juega con las palabras —observó.
—Pero lo que he dicho es cierto.
—Sí, quizás —concedió él.
—¿Fue Atetou su primer amor, cuando se casó con ella?
—¿Mi primer amor? —preguntó Moreturi, estupefacto—. Cuando me casé con ella, yo ya era viejo y había tenido a veinte muchachas.
—Esto no responde a mi pregunta. No le he preguntado cuántas muchachas conoció anteriormente, sino si Atetou fue su primer amor.
—Pues yo ya le he contestado —insistió Moreturi, agresivo—. Atetou no fue mi primer amor porque antes tuve a veinte muchachas y las amé a todas. Yo no me acuesto con una mujer si no la amo con toda mi alma y todo mi cuerpo.
Hablaba con vehemencia y sin la menor arrogancia varonil.
—Ya, comprendo —dijo Rachel.
—Amé incluso a la primera, que tenía quince años más que yo.
—¿Cuántos años tenía usted entonces?
—Dieciséis. Fue después de la ceremonia de la virilidad.
—¿Cómo es esa ceremonia?
—Se celebra en la Choza Sagrada. Tomaron mi… mi…
—Sus partes genitales —dijo ella con apresuramiento.
—Sí. Tomaron eso que usted dice y cortaron la piel del extremo.
—¿Como la circuncisión que se practica en América?
—Tom Courtney me dijo que no. Ustedes lo hacen de manera diferente… cortan toda la piel sobrante y nosotros sólo abrimos la parte superior. Después la herida cicatriza y antes de que la costra caiga, nos llevan a la cabaña de Auxilio Social, donde nos ponen en manos de una mujer mayor y experimentada. —Sonrió, como si evocase un recuerdo agradable—.
Yo elegí una viuda de treinta y un años. Aún entonces, cuando no era más que un muchacho, yo ya era fuerte como un roble. Pero ella aún era más fuerte. No tardé en perder la costra. Sentí afecto por ella. Después, durante un año, en la cabaña de Auxilio Social, sólo la elegía a ella, a pesar de que tenía otras muchas a mi disposición.