Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
"A esto yo digo… amén. Y a vosotros os digo… manos a la obra."
Marc Hayden, con aspecto indeciso, permanecía de pie en el centro de la sala de recepción de la gran choza del jefe Paoti, donde Courtney lo dejó mientras pasaba a otra estancia. Marc no reconocía la cámara de la noche anterior. El piso estaba compuesto por losas de piedra, resbaladizas a consecuencia de la exposición al mar. Esparcidas por toda la habitación había gruesas esterillas de palma, que a juicio de Marc hacían las veces de sillas.
Exceptuando el ídolo de piedra grisácea que se alzaba en un ángulo, la pieza estaba vacía.
Marc se acercó al ídolo para examinarlo. La cabeza y el cuerpo deformes representaban un personaje masculino, probablemente un dios, y la figura daba la impresión de ser un aborto nacido de la colaboración de Modigliani y Picasso, ambos borrachos. Al apartarse del grotesco ídolo de cabeza alargada, Marc comprendió por qué lo encontraba tan repelente. La figura, pese a sus extravagantes rasgos, representaba un falo de más de un metro de altura.
Lleno de disgusto ante lo que le recordaba nuevamente la obsesión dominante en el poblado, Marc le volvió la espalda. Luego empezó a describir círculos impacientes por la habitación, en una ostensible muestra de desprecio por el ídolo. Seguía aún de muy mal talante. Desde que recibió la carta de Easterday, hacía ya tanto tiempo, dijérase que las cosas, en realidad minucias y pequeños detalles, habían ido de mal en peor. Estaba cansado de soportar las pesadas cadenas que lo ligaban a la Etnología, cuya aburrida esclavitud siempre había aborrecido, y envidiaba a seres como Rex Garrity, espíritus libres rebosantes de vida, que hacían bailar al mundo a su antojo como si fuese un yoyó. Marc sabía que a los aventureros como Garrity no había cadenas que los atasen. No hacían vida de grey. Tenían personalidad. Además, Garrity se dedicaba a una actividad muy popular, que no sólo confería fama a los que la practicaban, sino que podía hacerlos ricos de la noche a la mañana. El propio Garrity permitió que Marc vislumbrase estas posibilidades durante la famosa velada en honor de los Hackfeld, insinuando una posible asociación de ambos y permitiendo que por un momento Marc se remontase en su compañía muy por encima del prosaico y limitado mundo académico de la antropología y ciencias afines, mundo en el que Marc siempre quedaría eclipsado por sus ilustres progenitores y en el que nunca llegaría a descollar.
Experimentó un nuevo resentimiento hacia su madre por haber apartado a Garrity, cerrándole el acceso a todas aquellas posibilidades, para mantenerlo unido a ella como si fuese un pseudo-Adley. Su resentimiento fue creciendo y se vio como el servidor de su madre, que todavía se empeñaba en continuar el matrimonio espiritual con aquel hombre mediocre y engreído a quien él tuvo que llamar padre. Estaba cansado de que su madre anduviese siempre sermoneándole. La conferencia que media hora antes pronunció en su ridícula oficina se dirigía a él, no a los demás. ¿A quién si no iba dirigida toda aquella cháchara altisonante acerca de Leo Frobenius y los aires de superioridad que éste se daba ante los indígenas… a quién iba dirigido aquello, si no a él?
Al evocarlo mentalmente, Marc se enfureció con su madre a causa de su insoportable objetividad y su liberalismo… por la manera que tenía de poner a los demás a la defensiva, y presentarse ella, solamente ella, como la persona pura y el científico intachable. Que se fuese al cuerno.
Y puesto a mandar a los demás al cuerno, Marc también lo hizo con su esposa. Claire lo llevaba de decepción en decepción. Durante el año anterior, se volvió demasiado exigente… exigente por el modo como le miraba con aquellos ojos de cordero degollado… exigente por sus silencios, con los que parecía recriminarlo… demasiado exigente, sí, y demasiado empalagosa. ¡Y demasiado femenina, qué diablo! Como su madre, como tantas mujeres, sólo servía para inspirar sentimientos de culpabilidad… exactamente… eso es lo que eran; inspiradoras automáticas de culpabilidad, con el resultado de que uno siempre se sentía en falso, como si no hubiese hecho bastante… siempre inseguro, inquieto y ansioso. Pero lo que más dolía a Marc era su conducta reciente. Mostraba un aspecto de su personalidad cuya existencia él sospechaba desde antiguo, pero que aún no había podido ver claramente. Ya le había puesto sobre aviso su alusión constante a temas sexuales, cuando estaban en su casa, pero la desvergonzada exhibición de la víspera era algo imperdonable. El modo como mostró y realzó sus desarrolladas glándulas mamarias, para provocar la erección de aquel joven mono llamado Moreturi y del vago de Courtney, era algo repugnante. Y sólo lo hacía por hostilidad a su marido. ¿Y aquella puta quería ser madre?
Gracias a Dios, se dijo, que él no le había permitido echarle al cuello aquellas nuevas cadenas.
Al evocar el incidente de aquella mañana, Marc se puso aún más furioso. Primero los pechos desnudos, después los pantaloncitos cortos y las nalgas al aire. Y después, ¿qué? Después, una de aquellas faldas de hierba, para que todos los hombres pudieran ver lo único que quedaba por ver. Perra, más que perra. Y ahora resultaba que tenía a Matty de su parte, como todas aquellas perras la tenían, con permiso además para fornicar. Evocó la voz de su madre, y le pareció oírla de nuevo: «Desde luego, la cohabitación con un indígena puede ser una cosa fácil, sencilla y que no despierte objeciones». ¡Buen Dios!
Marc se dio cuenta de que ya no estaba solo. Courtney había vuelto. Marc se apresuró a ocultar su ira y adoptó con rapidez su sonrisa profesional.
—Le recibirá ahora mismo —dijo Courtney—. Saldrá a su encuentro. Con Paoti sobran las ceremonias. Hable con naturalidad. Le he dicho lo que necesita y él le dirá lo que es posible hacer.
—Gracias. Le agradezco mucho lo que usted…
Courtney le atajó desde la puerta, volviéndose a medias.
—No vale la pena. Tengo que volver a la choza de su madre para ayudar a los demás.
Con estas palabras se marchó, y Marc, aliviado, pudo de nuevo dar rienda suelta a su odio.
Pero inmediatamente el jefe Paoti penetró en la estancia.
—Buenos días, buenos días, Dr. Hayden. —Paoíi, con el torso desnudo, y descalzo, sólo llevaba un sencillo taparrabos blanco. Aunque su aspecto era frágil, avanzó con paso decidido y vigoroso.
—Buenos días, señor —respondió Marc—. Le estoy muy agradecido por su amabilidad al ayudarme.
—He podido comprobar que uno siempre ayuda a los demás… para ayudarse a sí mismo. En interés propio, deseo que se lleve usted la mejor impresión posible de mi pueblo. —Se dejó caer sobre la gruesa esterilla de palma y cruzó sus delgadas piernas—. Siéntese, por favor, siéntese —ordenó a su visitante.
Marc se sentó a duras penas en la esterilla, frente al jefe.
—Mr. Courtney me ha dicho que desea usted pasar algún tiempo dedicado a la tarea de interrogar a algunos de los míos.
—Sí, necesito un informador, una persona que posea el don de la palabra y esté muy versada en su historia, sus leyendas y sus costumbres… alguien que me explique las cosas con sinceridad y le guste hablar de la vida en la isla.
Paoti movió sus desdentadas encías.
—¿Tiene que ser varón o hembra?
De manera inexplicable, el empleo que hizo Paoti de la palabra
hembra
pulsó una cuerda intacta en la memoria de Marc. Le pareció oír de nuevo la música primitiva de la noche anterior y ante él surgió la imagen de la joven nativa de pie sobre el estrado, con sus rojos pezones distendidos, su ombligo hendido, su carne brillante y sus torneadas pantorrillas. Su figura no se apartaba de sus ojos, contoneándose de manera sensual. Tehura, así se llamaba, Tehura, la de los redondos talones.
Paoti, con sus arrugadas manos cruzadas en el regazo, esperaba pacientemente. Marc barbotó:
—Hembra.
—Muy bien.
—De preferencia, joven —añadió Marc—. Como usted será el informador de mi madre, estoy persuadido que ella se formará una imagen completa de esta sociedad, vista a través de los ojos de un hombre maduro. A fin de conseguir un contraste, creo conveniente conocer el punto de vista de alguien más joven, por ejemplo una muchacha de veintitantos años.
—¿Casada o soltera?
—Mejor soltera.
Paoti reflexionó.
—Hay tantas…
Marc ya había tomado su decisión, inspirada por las fantasías que cruzaban por su cerebro. Tenía que ser entonces o nunca.
—Señor, había pensado en alguien como… como su sobrina, por ejemplo.
Paoti demostró cierta sorpresa.
—¿Tehura?
—Me pareció una joven muy desenvuelta e inteligente.
—Desde luego, lo es —repuso Paoti, sin dejar de reflexionar.
—Pero si usted tiene alguna objeción… si cree que a ella no le gustaría o tendría vergüenza… en tal caso, cualquier otra serviría…
—No, no tengo nada que objetar. Sí, Tehura es muy desenvuelta; es una muchacha tan decidida como un joven, no tiene miedo y le gusta todo lo nuevo… —Su voz se fue apagando, como si hablase consigo mismo. Después su vista se fijó en Marc—. ¿Qué se propone hacer exactamente con Tehura? ¿Qué procedimiento piensa emplear?
—Nos limitaremos a conversar amistosamente —dijo Marc—. Una hora o dos a lo sumo todos los días, cuando nada la retenga. Nos sentaremos como usted y yo ahora, y le haré preguntas que ella contestará. Entretanto, yo tomaré extensas notas. Y esto será todo.
Paoti pareció darse por satisfecho.
—Si esto es todo… muy bien, ella le servirá. Por supuesto, la decisión de colaborar con usted tiene que salir de ella. No obstante, si sabe que puede contar con mi aprobación, no dudo de que dará su consentimiento… ¿Cuándo desea empezar?
—Hoy, a ser posible. Ahora mismo. Son necesarias unas cuantas sesiones cortas para que se acostumbre y adquiera práctica.
Paoti se volvió a un lado y, formando bocina con la mano ante la boca, gritó:
—¡Vata!
Como impulsado por un resorte, un muchacho muy flaco de unos catorce años salió disparado de la pieza contigua. Entró corriendo, hizo una media reverencia a Paoti y luego hincó una rodilla en tierra ante él. Paoti le habló en polinesio, con una cadencia que hizo pensar a Marc que recitaba un largo poema. Al cabo de un minuto, el joven Vata, que había permanecido todo aquel tiempo con la cabeza inclinada, murmuró una palabra de asentimiento, se incorporó y se retiró a la pared.
Paoti se volvió a Marc.
—Es un muchacho muy listo, hijo de un primo mío. Se acordará de lo que le he dicho y se lo explicará a Tehura. Ella decidirá por sí misma. Ahora le acompañará junto a ella. Mi sobrina pertenece a esta casa pero, como no le gusta vivir con tanta gente, ha conseguido que yo le busque otra vivienda para ella sola. La hija de mi hermano saca de mí lo que quiere. Siempre he sido débil e indulgente con ella. —Hizo un gesto de despedida con la mano, cubierta de abultadas venas—. Vaya a verla. El muchacho le acompañará.
Marc se puso trabajosamente en pie.
—Le estoy muy agradecido…
—Si hoy o más adelante, ella se negara a ayudarle, vuelva a verme y encontraremos otra.
—Gracias, señor.
El muchacho mantenía la puerta abierta y Marc salió por ella al soleado exterior. El mozalbete lo precedió brincando, para mostrarle el camino.
Por primera vez, Marc visitó el extremo opuesto del poblado. Como la víspera, antes de la comida del mediodía, la aldea aparecía totalmente desierta.
Sólo se veía un grupo de niños desnudos correteando a orillas del arroyo.
Dos viejas, cargadas con cuencos llenos de fruta, caminaban a la sombra.
Tres hombres, con sendos haces de cañas al hombro, cruzaban un puente de madera.
Después de aproximarse a la enorme cabaña de Auxilio Social, el muchacho torció bruscamente a la izquierda, cruzó un puente e hizo una seña a Marc para indicar que lo siguiese. Así llegaron ante una hilera de grandes cabañas y, después de ascender por una cuesta, a la segunda hilera de viviendas, colocadas a mayor profundidad bajo el saliente rocoso.
El muchacho se detuvo a la puerta de una pequeña choza.
Cuando Marc llegó a su lado, dijo:
—Tehura aquí. Tú esperar. Yo decir palabras de Paoti.
—Muy bien.
Vata golpeó la puerta de cañas, después arrimó el oído a ella y, al escuchar una apagada voz femenina, asintió satisfecho, y mirando a Marc, desapareció en el interior.
Marc esperó bajo el sol, preguntándose qué tendría que decir el muchacho y qué respondería ella. La idea de valerse de Tehura para obtener información se le ocurrió de repente; fue una decisión adoptada de un modo impremeditado. En su calidad de etnólogo, no debiera haber actuado con tanta precipitación. Tehura acaso fuese demasiado joven y superficial para proporcionar informaciones de valor. Lo más prudente hubiera sido tantear el terreno, tomarse más tiempo, conocer a varios posibles informadores, esperar hasta descubrir la persona indicada —que quizá estuviese de punta con la tribu-con ideas propias y dispuesta a hablar. Lo lógico hubiera sido también buscar un hombre, preferentemente de una edad semejante a la suya. Con una persona de su propio sexo, era más fácil establecer relaciones inmediatas. Con una mujer, en cambio, y además tan joven las relaciones podían resultar difíciles de establecer, pues las mujeres no suelen mostrarse francas con los hombres. Sin embargo, Tehura demostró una gran franqueza la noche anterior, incluso excesiva. Al recordar su pequeño discurso, casi estuvo seguro de que había exagerado, tratando de causar efecto. En una palabra: aquella joven era excesivamente vanidosa y algo desvergonzada, lo cual aún contribuía más a que sus cualidades de informadora resultasen muy dudosas. Entonces, ¿por qué había solicitado su cooperación? Lo sabía perfectamente. Le importaba un comino su papel de etnólogo. Lo único que le importaba era su papel como hombre. Aquello era su rebelión, el primer acto de desafío contra Adley, contra Matty y contra Claire.
Vio salir al muchacho, que mostraba una amplia sonrisa.
—Ella decir sí, ella ser contenta mucho ayudar —dijo Vata.
—Bien. Gracias.
—Ella decir esperar. Salir pronto. Yo decir jefe.
El muchacho se fue corriendo y pronto se perdió de vista entre las chozas. Marc continuó mirando el sitio por donde Vata había desaparecido. Se sentía lleno de júbilo. Las cosas salían a pedir de boca e incluso estaba contento de no tener consigo el cuaderno de notas y el lápiz. Preparó lo que podía preguntar a la muchacha. En realidad, los temas no faltaban. Le interesaba conocer su moral, su actitud ante los hombres, las proezas de que se había jactado la noche anterior. ¿Sería tan sincera, de día, sin la ayuda que le prestaran la kava y el zumo de palma?