Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
En la estancia había humedad y Rachel confiaba en que Moreturi no la vería sudar a mares.
—Ya veo —dijo, añadiendo, por decir algo—: ¿Qué clase de anticonceptivos emplean ustedes?
Viendo que él no la comprendía, le hizo la pregunta con más detalle:
—Cosas para retardar… para evitar que las mujeres queden encinta.
—La primera me enseñó a frotarme las partes genitales con el ungüento de prevención.
—¿Un ungüento?
—Tiene por fin debilitar el esperma masculino. Es lo mejor para retardar la procreación, aunque Tom dice que ustedes, en América, disponen de medios más eficaces.
—Muy interesante. Tendré que verlo. —Tras una vacilación, dijo—.
Habíamos empezado a hablar de su esposa…
—Que no fue mi primer amor —observó él, sonriendo.
—Eso está claro —dijo ella con sequedad—. Y ahora no la quiere porque es diferente… Porque ha cambiado, ¿no es eso?
El se incorporó sobre un codo y Rachel retrocedió instintivamente.
—Después de hablar de cuestiones amorosas, ya puedo hablar con más franqueza de Atetou —dijo Moreturi—. A ella no le gusta hacer el… el, no recuerdo la palabra empleada por Tom… se refiere al abrazo…
—¿El coito?
—Sí, eso es… no le gusta, y en cambio a mí es algo que siempre me produce deleite. No estoy enfadado con Atetou. El Sumo Espíritu no hace a todas las personas iguales, pero las que son distintas no deben unirse.
Cuando yo deseo ese goce, mi esposa no lo desea. Esto crea dificultades y yo me veo obligado cada vez más a valerme del Auxilio Social. Y cada vez más, sueño por las noches en las mujeres que he visto de día. También espero con demasiada impaciencia la festividad anual.
Rachel hubiera querido hacerle cien preguntas a la vez, pero supo reservarlas de momento. La lascivia de Moreturi le repelía. No deseaba seguir escuchando aquellas procaces palabras. Y lo que aún era peor, por primera vez Atetou había cobrado vida en su espíritu, tenía un rostro, que era precisamente el suyo propio. Recordó a la glacial Ms. Mitchell tendida en el diván de su consultorio californiano. Después otras pacientes. Y de nuevo Atetou, para volver finalmente a sí misma… a la mujer a medias.
Consultó su reloj.
—Siento haberle retenido tanto tiempo, Moreturi. —Con el rabillo del ojo vio cómo se sentaba y distinguió su cuerpo atlético. Tragó saliva—.
Yo… me he formado una imagen más clara de sus problemas inmediatos.
—¿Y no me censura porque quiera divorciarme?
—En absoluto. Usted es como es. No tiene la culpa de ser tan… ardiente.
Las facciones de Moreturi reflejaron una leve admiración.
—Es usted más de lo que creía. Es una mujer.
—Gracias.
—¿Volveremos a hablar? Hutia dice que desea verme todos los días a esta hora. ¿Es verdad?
—Sí, a usted y a los demás. Continuaremos… analizando todo esto, a fin de conseguir comprender mejor sus conflictos conscientes e inconscientes, y también los de su esposa.
El se levantó del todo.
—¿También quiere ver a Atetou?
Rachel no tenía necesidad de una segunda Ms. Mitchell, pero sabía cuál era su deber.
—Todavía no lo he decidido. Deseo pasar más tiempo con usted. Más tarde, es posible… bien, ya que se trata de un divorcio, quizás desee celebrar consulta con ella.
—Cuando la conozca, me comprender mejor.
—Estoy segura de que ella tiene su versión de los hechos, Moreturi. Después de todo, el problema quizás se deba a su propia neurosis…
Pero se interrumpió, porque la jerga científica no significaría nada para aquel hombre de Las Tres Sirenas, y porque sabía que defendía a Atetou pensando en sí misma.
—De todos modos —agregó—, deseo concentrarme en su versión de los hechos durante las próximas semanas. Trate de recordar lo que pueda acerca de su pasado. Y usted me ha hablado también de sueños. Son muy valiosos para ver lo que pasa en su subconsciente. Los sueños pueden ser símbolos de… de temores subconscientes.
El la dominaba, con los brazos puestos en jarras.
—Yo sólo sueño en otras mujeres —dijo.
—Estoy segura que debe de soñar otras cosas, además…
—No, sólo en mujeres.
Rachel se levantó también y le tendió la mano.
—Pronto lo sabremos. Gracias por la ayuda que me ha prestado hoy.
El tomó su mano en su manaza, le dio un apretón y la soltó. Luego se dirigió a la puerta, muy a pesar suyo, según le pareció a Rachel, la abrió y después se volvió, con expresión seria.
—¿Sabe que soñé, anoche? —dijo. Soñé con usted.
—Vamos, déjese de bromas, Moreturi. Ayer no me conocía.
—La vi entrar en el poblado con sus compañeros —respondió gravemente—. Anoche soñé con usted. —Sonrió de nuevo—. Usted es una mujer… Sí, vaya si lo es.
Y con estas palabras, se fue.
Rachel se sentó lentamente, disgustada por el sudor que le cubría la frente y el labio superior, y temiendo la noche que no tardaría en llegar.
Tenía miedo de soñar…
Mary Karpowicz, rodeando las rodillas con los brazos, se balanceaba sentada en el suelo. Ocupaba un lugar de última fila en el aula principal y deseaba tener veintiún años para hacer lo que le viniese en gana.
Si bien estaba resentida con su padre por haberla traído a aquella estúpida isla, si quería ser una hija justa, no podía censurarlo por haberla obligado a asistir a la escuela. Sólo podía censurarse a sí misma. Lo que la impulsó a asistir a las clases fue el puro aburrimiento, y el convencimiento final de que aquello le permitiría distinguirse de las demás chicas de su grupo, pues le proporcionaría un ambiente exótico que en cierto modo compensaría su virginidad.
Sin mover la cabeza, limitándose a hacer girar los ojos de un lado a otro en las órbitas, contempló la mitad de la pieza circular de bálago que se extendía ante ella. Vio las espaldas desnudas de las dos docenas de alumnos, las muchachas vestidas con sus pareos y los chicos con taparrabos, casi todos muy atentos, pero zahiriéndose y riendo de vez en cuando. El cuadro se completaba con la caricatura de un profesor que les hablaba en inglés, y con ella, hastiada y cansada del aburrido espectáculo.
Tres horas antes, tuvo al menos la esperanza de que sucedería algo distinto. Fue cuando se separó de su padre, de cuyo cuello colgaban las cámaras fotográficas como si fuesen medallones, para seguir con nerviosismo a Mr. Courtney a la construcción que desde lejos parecía un trébol de tres hojas cubierto de musgo. Entraron en una estancia fresca y sombreada, muy parecida a las de su propia choza, salvo que aquella era redonda en vez.de cuadrada. Esperaba encontrar mobiliario, pero sólo había alacenas y estantes junto a las paredes en los que se amontonaban los libros del profesor y otro material pedagógico.
Mr. Manao, el maestro, se apresuró a entrar en la habitación al oírlos llegar, y le hizo una reverencia cortesana cuando Courtney lo presentó.
Mr. Manao era un hombre flaco y casi calvo —se le podían contar las costillas, visto por delante, y las vértebras, cuando se volvía de espaldas—, un poco más bajo que su padre. Gastaba unas anticuadas antiparras con montura de acero, que cabalgaban casi sobre la punta de su nariz, se envolvía en una holgada sábana y calzaba sandalias, lo cual le confería un gran parecido con Gandhi. Aunque también hubiera podido ser un diácono del siglo XIX, en el momento de ir a tomar el baño, envuelto en un púdico lienzo. Ella supuso que su inglés era perfecto, como el de un libro de texto, aunque sus inflexiones producían la impresión de que conjugaba al hablar.
Mr. Courtney, al que la chica admiraba por su aspecto enigmático y despreocupado y por no hablarle con tono indulgente, como si fuese una niña y no una mujer, trató de romper el hielo contando un chiste realmente divertido y que no tenía nada de pedagógico. Aún le hizo más gracia a Mary al ver el desconcierto que producía en el pobre Mr. Manao. Después de presentarlos y contar el chiste, Mr. Courtney se despidió y el dickensiano Mr. Manao —sus estudios de literatura clásica, pensó Mary, empezaban a dar su fruto— la acompañó para enseñarle la escuela.
El esquelético pedagogo le explicó que la estancia en que se encontraban era al propio tiempo su estudio y la vivienda que ocupaba con su esposa. Un vestíbulo comunicaba con la sala circular contigua, donde la mujer del maestro y dos profesores auxiliares batallaban con los alumnos de ocho a trece años. Otro vestíbulo les condujo a la última sala, que era también la mayor, donde acababan de entrar los alumnos de catorce a dieciséis años.
Mr. Manao presentó a Mary a las jóvenes nativas de su propia edad, y ella se sintió algo cohibida en su presencia. Las muchachas le hicieron una acogida tímida, pero amistosa, y se esforzaron por no mirar con demasiada insistencia su vestido azul de dacrón, sus calcetines arrollados en los tobillos y sus apretados pantalones.
Le indicaron que se sentase en el fondo entre una joven indígena y un agraciado muchacho también nativo que, según había de saber pronto, se llamaba Nihau y tenía su propia edad. Tuvo que soportar tres monótonas clases. La primera estaba consagrada a la historia y las leyendas de la tribu de Las Sirenas, y Mary tuvo que escuchar una larga y aturulladora lista de nombres de antiguos jefes y sus hazañas, junto con elogiosas referencias a Daniel Wright, de Londres. La segunda clase era de trabajo manual; chicos y chicas se separaban y los primeros aprendían actividades prácticas como caza, pesca, construcción y agricultura, mientras las muchachas recibían lecciones sobre el arte de tejer, cocina, ceremonias domésticas e higiene. La tercera y última clase versaba durante una parte del año sobre instrucción oral en inglés y polinesio, otra porción del año sobre la flora y la fauna y la tercera parte del año se consagraba afaa hina aro, que Mary no se molestó en interpretar.
Lo mejor de aquellas tres horas fueron los recreos entre las clases, en que la mayoría de jóvenes salieron al exterior, algunos para ir al lavabo, otros para tenderse bajo los árboles y algunos para conversar o flirtear. Durante el segundo recreo, Mary se encontró acompañada del muchacho que estaba sentado a su izquierda en la clase, el que respondía al nombre de Nihau, quien la invitó tímidamente a probar una bebida de frutas. Cuando le trajo la bebida en medio cascarón de coco y tartamudeando le dijo el placer que todos sentían en la aldea por el hecho de que ella y sus padres asistiesen a las festividades anuales, Mary se apercibió de él por primera vez, como persona y como contemporáneo suyo. La sobrepasaba algunos centímetros en estatura y, más que moreno de natural, su tez estaba bronceada por el sol.
Tenía los ojos almendrados, la nariz algo aplastada, un mentón voluntarioso, cuello y pecho robustos, como los jugadores de rugby que había visto en Alburquerque. Mary, que tenía una gran sensibilidad para captar el interés que despertaba en los chicos, llegó a la conclusión de que Nihau sentía interés por ella. Permanecía reservada y poco comunicativa, porque aún no estaba segura de si el interés que despertaba se debía sólo a ella como individuo, o como ejemplar femenino procedente de allende el océano.
Al pensar entonces en Nihau, se fijó en su perfil: de hombre paleolítico, pero de labios sensibles y mirada inteligente, fija en Mr. Manao, el profesor, que ocupaba el extremo de la clase. Mary decidió que lo menos que podía hacer por él, y también por el amable Mr. Courtney, era ser cortés y demostrar atención. Así es que atisbó entre los dorsos desnudos que tenía enfrente hasta localizar a Mr. Manao, y se esforzó por entender de qué estaba hablando. No tardó en comprender que había terminado la clase de la tarde y hablaba del nuevo tema que estudiarían mañana a la misma hora, pero sólo para los alumnos de dieciséis años.
—El estudio del faa hina aro —decía el bueno de Mr. Manao— se iniciará mañana y durará tres meses. Como todos vosotros sabéis, es la culminación de lo que hasta ahora habéis estudiado sobre la materia. Constituye la enseñanza final, la práctica que sustituye a la teoría, antes de que aquellos de vosotros que tenéis dieciséis años realicéis las tan ansiadas ceremonias que harán de vosotros hombres y mujeres. El tema delfaa hina aro…
Aquella referencia a las ceremonias de la pubertad picaron la curiosidad de Mary. Inclinándose hacia Nihau, le susurró al oído:
—¿Qué significan esas palabras?
Nihau continuó mirando hacia delante, pero con la comisura de los labios replicó en voz baja:
—En polinesio, significan amor físico. La traducción al inglés norteamericano es, según creo, relaciones sexuales.
—Ah.
Inmediatamente y por primera vez, Mary fue todo oídos para escuchar a Mr. Manao.
—En los tiempos antiguos, antes de que nuestros antepasados Tefaunni y Daniel Wright modificasen y mejorasen nuestra educación —decía Mr. Manao—, los jóvenes polinesios de la tribu aprendían el faa hina aro por tradición. Ninguno de ellos era ignorante entonces, como tampoco lo son ahora. En aquellos tiempos, todos los miembros de la familia vivían en una sola habitación, y así los jóvenes podían observar a sus padres durante el abrazo amoroso. Asimismo, en aquellos tiempos, con frecuencia podían verse apareamientos espontáneos en los lugares públicos del poblado, especialmente en las épocas de festivales, y los jóvenes podían aprender por observación directa. Existían además las danzas rituales que representaban todas las facetas del amor, desde la unión al nacimiento. Estas danzas también tenían un gran valor instructivo. En aquellos días, cuando los jóvenes llegaban a la pubertad, uno de sus vecinos mayores del sexo opuesto les daba las últimas lecciones. Cuando Daniel Wright se estableció aquí, introdujo muchas ideas recogidas en las obras de los filósofos europeos, en especial Platón y Sir Thomas More, entre otros. Según estas ideas, las uniones tenían que realizarse según las normas de la eugenesia, los futuros esposos tenían que verse desnudos antes de consumar el matrimonio, y tenían que vivir juntos durante un tiempo, practicando el amor libre, antes de la ceremonia de esponsales. Si bien algunas de las ideas que aportaba Daniel Wright no eran muy aceptables, consiguió que la educación amorosa se convirtiese en una de las asignaturas normales de la escuela. Cuando terminéis el estudio de faa hina aro dentro de tres meses, aquellos de vosotros que hayan cumplido dieciséis años pasarán a la cabaña de Auxilio Social y la Choza Sagrada para poner en práctica durante el resto de vuestras vidas lo que aquí se os ha enseñado. El conocimiento del amor y el arte para practicarlo son tan necesarios para vuestra futura salud, como para vuestro gozo. En las semanas venideras, aprenderéis las últimas clases mediante la descripción, la observación y las demostraciones, y cuando os marchéis de aquí, ya no habrá misterios para vosotros, poseeréis amplios conocimientos y os hallaréis preparados para enfrentaros con las verdades de la vida.