Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
Mary escuchaba sin aliento, pendiente de los labios del profesor esperando que pronunciase la frase siguiente, para asimilarla con lentitud. En su interior experimentaba sensaciones similares a las que conoció a principios de año, cuando Leona Brophy le entregó a escondidas un ejemplar de El amante de lady Chatterley con los pasajes más escabrosos señalados con lápiz. Aquella tarde se abrió para ella una puerta sobre el mundo de los adultos, en la intimidad de su dormitorio, y entonces, en aquella extravagante clase, empezaba a abrirse una puerta más grande, que al día siguiente se abriría de par en par, para revelarle los últimos misterios de la vida humana.
Lo que más la sorprendió, mientras escuchaba ávidamente todas las palabras que pronunciaba Mr. Manao, fue su inesperada franqueza y la indiferencia con que la acogieron los alumnos indígenas. Cuando estudiaba en el instituto, aquel tema nunca se abordaba abiertamente. Era una de aquellas cosas ocultas que parecen estar proscritas. Cuando veía en los corredores a Neal Schaffer y sus amigos, muy juntos y hablando en susurros, sospechaba que hacían groseras y falaces referencias a aquello y a las chicas que eran su objeto. En cuanto a Leona Brophy y a otras de sus amigas, hablaban de ello con tono furtivo y haciendo guiños picarescos al saber nuevas cosas, como si aquello fuese un vicio prohibido. Todas aquellas actitudes cristalizaron en el interior de Mary en la opinión de que aquello era algo reprobable, pero propio de las personas listas, y que era una enorme rendición que había que soportar si se quería alcanzar la paz y llegar a ser una persona de mundo.
El resultado era que Mary lo consideraba como una experiencia desagradable por la que tendría que pasar, tarde o temprano. La ofrenda de sí misma era el precio que tendría que pagar para que se le abriesen las puertas del mundo de los adultos. Era una verdadera renunciación. Pero la afirmación extraordinaria de Mr. Manao, en el sentido de que aquello era algo bueno, algo deseable y necesario para alcanzar la salud futura y el goce, dejó a Mary sumida en un mar de confusiones. Y por si aún no fuese bastante, el maestro había afirmado que se trataba de un "arte", de algo que podía aprenderse, como el arte culinario o la dicción. En Alburquerque, las chicas se limitaban a hacerlo o a no hacerlo y, en el primer caso, todo se dejaba en manos del chico, que era por quien en realidad se hacía.
Mary notó que la tocaban en el brazo. Era Nihau, que le decía:
—La clase ha terminado por hoy.
Miró a su alrededor y vio que los demás alumnos se levantaban charlando para marcharse. Ella y Nihau eran casi los últimos que permanecían sentados. Se levantó de un salto y se dirigió a la puerta. Cuando salió, vio que Nihau la seguía.
Aminoró el paso instintivamente y el muchacho aceptó la tácita invitación.
Mientras cruzaban el prado en dirección al pueblo, él preguntó con ansiedad:
—¿Te ha gustado nuestra escuela?
—Oh, sí —replicó ella cortésmente.
—Mr. Manao es un profesor muy bueno.
—Me ha gustado —dijo Mary.
Esta frase de aprobación gustó al joven indígena y pareció desatarle la lengua.
—Aquí son pocos los que saben leer. El es el que más sabe. Siempre está leyendo. Es la única persona en Las Tres Sirenas que lleva gafas de tipo occidental.
—Ya que lo dices, en efecto, ahora me doy cuenta de que es raro que lleve gafas.
—Mr. Courtney se las compró en Papeete. A Mr. Manao le dolían los ojos de tanto leer y Mr. Courtney dijo que necesitaba gafas para vista cansada. Como Mr. Manao no podía salir de aquí, Mr. Courtney le graduó la vista. ¿Así se dice, verdad? Y hace dos años fue a Tahití con el capitán, a buscarle las gafas. No son exactamente las que necesita, pero de todos modos le permiten leer de nuevo.
Llegaron ante el primer puente de madera. Nihau esperó que Mary lo cruzase y después la siguió al otro lado del arroyo.
—¿Vas a tu cabaña? —preguntó.
Ella hizo un ademán de asentimiento.
—Mí madre querrá que le explique cómo me ha ido el primer día de escuela.
—Me gustaría acompañarte.
La chica se sentía halagada, aunque no estaba todavía muy segura de si el interés que sentía Nihau era personal o estaba motivado por el hecho de que fuese una chica extranjera.
—No faltaba más —repuso.
Atravesaron despacio el poblado, que dormitaba bajo el sol abrasador.
Andaban con la timidez propia de los adolescentes y separados más de un palmo. Ella hubiera deseado hacerle preguntas sobre las cosas que había explicado Mr. Manao. Le hubiera gustado saber con más detalle cómo eran las clases de faa hina aro. Pero le daba vergüenza preguntárselo y la timidez, como si fuese un enorme tapón rojo, retenía las cien preguntas que quería hacerle.
Le pareció oír un borboteo y, volviendo la cabeza, vio que él se esforzaba por dirigirle la palabra.
—Ejem… ejem… Ms. Karpa… Karpo…
—Me llamo Mary —dijo ella.
—Ms. Mary…
—No. Mary.
—Ah… Mary…
El esfuerzo por darle un trato familiar resultó tan agotador, que no parecían quedarle fuerzas para hacer la pregunta.
—¿Qué me ibas a preguntar, Nihau?
—Las escuelas de América son como ésta?
—No. La de Alburquerque, a la que yo asisto, es completamente distinta. Nuestra escuela de Segunda Enseñanza es tremenda… de ladrillo y piedra… tiene tres pisos y centenares de alumnos. Y muchos profesores.
Tenemos un profesor distinto para cada asignatura.
—Qué bueno. Y las asignaturas, ¿son las mismas que nosotros estudiamos?
Ella meditó antes de responder.
—Pues verás… sí y no. Estudiamos historia como vosotros, aunque se refiere a nuestra patria… las vidas de los norteamericanos famosos… Washington, Franklin, Lincoln… y la historia de otros países… con sus reyes, etc.
—¿Reyes?
—Sí, lo mismo que vuestros jefes… También tenemos clases de trabajos manuales sobre cosas prácticas, como vosotros, y estudiamos idiomas extranjeros. La principal diferencia es que abarcamos más temas.
—Sí, vivís en un mundo más grande.
Al esforzarse por recordar las demás disciplinas que estudió en la escuela, comprendió que había una que no se hallaba incluida entre ellas.
Buena ocasión para apartar con delicadeza el rojo tapón de la timidez y hacer varias preguntas. El momento era apropiado. No tenía por qué avergonzarse, de preguntar, por ejemplo, cuál era su opinión.
—Hay un tema que nosotros no tocamos. No nos dan clases de educación sexual.
El rostro del muchacho mostró una expresión de incredulidad.
—¿Es posible? Pero si esto es lo más importante de todo.
Mary se sintió dominada por una oleada de patriotismo y se apresuró a rectificar su anterior afirmación.
—Espera, quizás exagero un poco. Nos explican algunas cosas, desde luego. Nos hablan de los animales inferiores… y también de las personas… del modo como se efectúa la fecundación…
—¿Pero no os enseñan cómo se hace el amor?
—Pues… exactamente, no —repuso Mary—. Es decir, no. Naturalmente, tarde o temprano estas cosas se aprenden. Quiero decir que…
Pero Nihau no se dejaba convencer.
—Hay que aprenderlas en la escuela. Tienen que demostrarse. Es algo muy complicado y no hay otra manera de hacerlo. —La miró cuando ambos pararon frente a la adornada cabaña del jefe—. ¿Cómo… cómo lo aprendéis en Norteamérica, Mary?
—Oh, es fácil. A veces nos lo explican los padres, o las amigas. Además, en mi país casi todo el mundo sabe leer y existen millones de libros que lo describen…
—Pero esto no es lo mismo que la realidad —dijo Nihau.
Mary recordó la noche anterior al día en que supo que iría a Las Sirenas, la noche en que fue a la fiesta de cumpleaños que daba Leona. Se embriagó, en lugar de ponerse a flirtear, para demostrar que ella también se atrevía a todo y después, en el coche, cuando Neal y ella estuvieron solos, él quiso hacerlo, diciendo que todos lo hacían, pero ella no quiso, porque no estaba verdaderamente enamorada del muchacho, no quería tener un niño, tenía miedo de que se supiese y sobre todo estaba asustada. Pero para no hacerse la remilgada ni la niña, permitió que le metiese la mano bajo la falda, sólo un momento, confiando que con esto él se conformaría. Después de aquella noche, los chicos la trataron mejor. Sin duda, Neal se los había explicado, presentándolo como una conquista a medias, y ella se convirtió en una posibilidad y por lo tanto en una chica más aceptable.
Todo era cuestión de tiempo, debían de pensar los chicos. El momento adecuado llegaría en verano, pero el verano había llegado, ella no estaba allí y, la verdad, se sentía muy aliviada.
Concentró de nuevo su atención en su reciente amigo.
—Aprendemos de otras maneras —dijo, sin pensar—. Quiero decir que… bien, tarde o temprano queremos hacerlo y entonces sucede del modo más natural.
—Así no sirve —dijo Nihau—. ¿Crees que una mujer, de la noche a la mañana, aprende a cocinar o a coser por inspiración divina? Esto es imposible. Primero tiene que aprender. Entre nosotros, el amor se produce de una manera natural… pero sólo después de haberlo aprendido… y así ninguno de nosotros es torpe ni se siente decepcionado… Ni tampoco confundido.
Llegaron frente a la cabaña de los Karpowicz, que era la última de aquel lado de la aldea. Salieron del sol para colocarse bajo la fresca sombra que proyectaba el saliente de roca y se detuvieron ante la puerta.
Mary ya no sabía qué más decir. Habló con un hilo de voz:
—Y… nos contarán todo esto en la clase de mañana?
—Sí. Empezarán a contárnoslo mañana. Lo sé por mis hermanos y mis amigos mayores. Es algo muy bueno. Nos enseñan muchas cosas.
—Entonces, lo espero con mucho interés, Nihau.
El muchacho estaba radiante.
—¡Cuánto me alegro! —dijo—. Ha sido un honor para mí conocerte.
Espero que seremos amigos.
Dejando al joven y el sol a sus espaldas, Mary penetró en el oscuro interior de la habitación delantera, tan pasmada que apenas se daba cuenta de dónde estaba.
En el vestíbulo, cerca del fogón de tierra, encontró a su madre agachada sobre un cuenco, cortando verduras. La mujerona levantó la mirada.
—¿Ya ha terminado la clase? ¿Qué tal ha ido, Mary?
—Oh, muy bien. Como en Estados Unidos.
—Qué hicisteis?
—Nada, mamá, absolutamente nada. Ha sido una lata… un tostón.
Apenas podía esperar a encontrarse a solas en su habitación. En su interior bullían profundas ideas, y deseaba analizarlas antes de la clase del día siguiente.
El gemido de un paciente que se encontraba detrás de uno de los tabiques de cañas, obligó a Vaiuri, el indígena que ejercía la medicina en Las Sirenas, a disculparse para irse corriendo. Harriet Bleaska se quedó sola en lo que suponía era sala de espera y consultorio de la enfermería, todo de una pieza.
Mr. Courtney la trajo allí media hora antes. Por el camino Mr. Courtney le dio una idea de lo que iba a encontrar en la enfermería-dispensario.
Aquella destartalada clínica estaba dirigida por un joven de treinta años llamado Vaiuri. Heredó el cargo de su padre, quien a su vez lo había heredado del suyo. Hasta allá donde sabía Mr. Courtney, la salud de los habitantes de Las Sirenas había estado desde tiempos inmemoriales en manos de la familia Vaiuri. Antes de que llegase el conspicuo Daniel Wright a aquellas playas, los oscuros antepasados de los Vaiuri ejercieron las funciones de brujos de la tribu; eran unos Merlines semidesnudos, que ahuyentaban a los malos espíritus con su mana y sus ensalmos. Por toda medicina, aquellos remotos antecesores se valían de hierbas silvestres, que escogían por el expeditivo método de probar sus efectos en los pacientes. Algunos practicaban una especie de cirugía con dientes de tiburón en vez de bisturí. Daniel Wright, en cuyo equipaje figuraba un manual de Medicina sobre Viruelas y sarampión junto con otro sobre el Tratamiento de heridas y fracturas, un tomo de los Elementos de fisiología del cuerpo humano (edición de 1766), de Albrecht von Caller, y un estuche con instrumental quirúrgico y medicamentos escogidos por un ayudante de John Hunter, proporcionó a Las Tres Sirenas un resumen elemental de la terapéutica moderna.
En realidad, según Courtney explicó a Harriet, Vaiuri fue el primer miembro de la familia que pudo beneficiarse de una educación médica más o menos perfecta. En su adolescencia acompañó a Rasmussen a Tahití, donde permaneció un mes. Por intermedio de la esposa del escandinavo, Vaiuri conoció a un practicante indígena que había estudiado Medicina en Suva. A cambio de algunos objetos de artesanía fabricados en Las Tres Sirenas, durante aquellas pocas semanas el practicante a ratos libres enseñó lo que pudo a Vaiuri. Así, el muchacho aprendió a hacer primeras curas vendajes, operaciones sencillas y nociones de higiene personal y sanidad pública. Vaiuri regresó a sus lares con aquellos escasos conocimientos, algunas jeringuillas hipodérmicas, medicinas y un folleto de medicina casera.
Como apenas sabía leer, Manao, el maestro del pueblo, le leyó en voz alta el folleto varias veces, hasta que se lo supo de memoria.
Vaiuri empezó ayudando a su padre en la enfermería, y cuando éste murió de vejez, le sustituyó, tomando dos muchachos en calidad de ayudantes y aprendices. A cambio de los artículos de producción local que le entregaba, Rasmussen mantenía el pequeño dispensario de Vaiuri bien surtido con drogas contra el paludismo, aspirinas, sulfamidas, antibióticos, vendas e instrumentos. Gran parte de este surtido no se aprovechaba porque ni Vaiuri ni nadie, en Las Sirenas, tenía suficientes conocimientos para establecer diagnósticos o indicar un tratamiento adecuado. Courtney tuvo que admitir ante Harriet que, en diversas ocasiones, tuvo que prestar su ayuda a Vaiuri, apelando a lo que recordaba de medicina forense y en lo que pudo aprender respecto a primeras curas en el ejército. Por fortuna, agregó Courtney, Las Sirenas no hubieran sido ningún paraíso para un médico, porque sus habitantes eran sanos y fuertes. Además, no se conocían allí las epidemias ni las enfermedades contagiosas, ya que en la isla no se habían introducido gérmenes patógenos en todo el curso de su historia.
Pero Harriet recordaba que Courtney dijo:
—De todos modos, usted puede realizar aquí un gran servicio, refrescando los conocimientos de Vaiuri, explicándole nuevos métodos y enseñándole cómo debe utilizar su arsenal de medicamentos. A cambio, usted podrá aprender muchas cosas sobre sus métodos de curación, y las hierbas y ungüentos que emplean, lo cual será sin duda útil para la Dra. Hayden y también, qué duda cabe, para Cyrus Hackfeld.