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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (51 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Harriet estaba de un humor excelente desde su llegada a la isla. La herida causada por el abandono de Walter Zegner había ido cicatrizando con el tiempo y la distancia, pero entonces, al atravesar el poblado con Mr. Courtney y acercarse a la enfermería, sintió una momentánea turbación al ver a los indígenas que iban y venían, entregados a sus quehaceres. Todos ellos eran magníficos ejemplares humanos, en especial los que tenían una edad más o menos como la suya. Harriet estaba segura de que aquí la apostura exterior se admiraba tanto como en su propio país. No tardarían en señalarla y distinguirla de las demás, llamándola la fea, y nadie sería capaz tampoco de ver lo que ocultaba la Máscara. En resumidas cuentas, era su propia prisionera.

El ligero malhumor que esto le produjo no la abandonó durante parte de la media hora que permaneció con Vaiuri. Este resultó ser un joven de tez clara, delgado pero fuerte, un par de centímetros más bajo que ella, de músculos que parecían cables de acero. Tenía perfil aguileño, pero sin la ferocidad de un ave rapaz. Por el contrario, parecía un águila activa y bondadosa de talante grave, abnegado y tranquilo. Harriet, acostumbrada a los médicos norteamericanos, consideró que su aspecto era muy poco facultativo, sobre todo porque le costaba imaginarse a un médico vestido con un sarong (o como se llamase) y calzando sandalias.

Con calmosa cortesía, Vaiuri habló con ella de su labor y de los problemas que ésta presentaba. Ella lo notaba distante y remoto. La preocupaba el hecho de que no la mirase mientras hablaba (echando la culpa de ello, como siempre, a la Máscara). A causa de la inseguridad que le producía el que su interlocutor esquivase su mirada, se esforzó por congraciárselo.

Hizo todo cuanto pudo por hacerle ver que se hallaba dispuesta a renunciar en parte a su independencia y a ofrecerle su amistad. Salvo algún que otro parpadeo de sus ojos serenos, y la leve arruga que apareció una vez en sus comisuras, Vaiuri se mantenía reservado. Con todo, demostró verdadera preocupación cuando uno de sus pacientes lanzó un gemido, y corrió en su ayuda, lo cual agradó a Harriet.

Abandonada por el momento a sus propios recursos, Harriet se levantó y trató de alisar su inmaculado uniforme blanco de enfermera. Se preguntó si el uniforme le daría un aspecto demasiado formidable o si tal vez resultaría poco práctico. Aunque de todos modos, pensó, con sus mangas cortas y su tela fruncida a rayas blancas y azules, apenas podía llamarse uniforme.

Y si a esto se añadía que sólo calzaba unas simples sandalias, todavía parecía menos una enfermera. En Estados Unidos, su atavío era promesa de cuidados y atenciones. Pero en cambio, en Las Tres Sirenas el uniforme blanco resultaba chocante, y no podía imaginar qué promesa significaría para sus moradores. Sin embargo, aunque resultara extraño, no podía serlo más para los indígenas que el vestido de algodón estampado de vivos colores que llevaba Claire Hayden. En cuanto a su carácter práctico, era de dacrón y facilitaba la transpiración. Además, podía lavarlo en el arroyo todas las noches. Lo importante era que, vistiéndolo, se sentía una enfermera.

Se moría de ganas de fumar un cigarrillo, pero pensó que no estaba bien que lo hiciese en el dispensario. Además, quizás Vaiuri lo consideraría como una falta de respeto. Tenía que averiguar si las mujeres que fumaban se consideraban masculinas. Maud les advirtió que no se pusieran pantalones. Quizás con los cigarrillos pasaba lo mismo.

Reparó en las grandes cajas cuadradas y abiertas que había al otro lado de la pieza, y se acercó a ellas para ver qué contenían. En su interior vio frascos y cajas de medicamentos básicos. Las etiquetas ostentaban el nombre de una farmacia de Tahití. Inclinándose, hurgó entre los frascos, para hacer su inventario, y seguía entregada a esta tarea cinco minutos después, cuando regresó Vaiuri.

Avergonzada de que la hubiese encontrado fisgoneando, Harriet se incorporó con presteza, disponiéndose a disculparse.

—¿Le interesa mi pequeña colección? —preguntó Vaiuri como si estuviese un poco preocupado.

—Perdone. No hubiera debido…

—Nada de eso. Su interés me agrada. Es bueno que alguien… que otra persona… No terminó la frase.

—Tiene una farmacia muy surtida —dijo Harriet, confiando en haber roto finalmente el hielo—. Veo que tiene antibióticos, penicilina, desinfectantes…

—Pero en cambio aún sigo empleando pócimas de hierbas —dijo Vaiuri.

Harriet percibió cierto tono de disculpa en aquella afirmación, y el primer atisbo de una debilidad que podía tomarse como el primer gesto amistoso, y estuvo contenta.

—Bien, pero hay algunas hierbas que tienen valor medicinal…

—La mayoría no sirven para nada —interrumpió él—. No suelo emplear las medicinas modernas por ignorancia. Tengo miedo de emplearlas mal. Mr. Courtney se ha esforzado en ayudarme, pero no es bastante. No poseo los conocimientos adecuados. Sólo estoy un poco por encima de mis pacientes.

El instinto de Harriet le dijo que debía esforzarse por asegurarle que ella estaba allí para ayudarlo. Pero no lo hizo. La razón refrenó su instinto.

Si en Norteamérica, a los hombres les molestaban las mujeres sabias, los varones de Las Sirenas podían pensar lo mismo. Se contuvo, pues. Pero ¿cómo podía ofrecerle su ayuda? El mismo le resolvió el dilema.

—Estaba pensando… —empezó a decir. Tras una breve vacilación, continuó: No tengo derecho a robarle tiempo, Ms. Bleaska, pero estaba pensando lo mucho que podría usted hacer por mí y por el poblado, si pudiese enseñarme la farmacopea moderna…

Experimentó una oleada de afecto por Vaiuri, al ver que valía más que tantos norteamericanos que ella había conocido.

—Lo haré con mucho gusto —dijo con fervor—. Yo no he estudiado la carrera de Medicina, desde luego… no piense que lo sé todo… pero, como enfermera diplomada, he trabajado en hospitales durante varios años, en diversas salas, y he leído mucho, para estar al día. Además, llegado el caso, podría asesorarme la Dra. DeJong. Así, si usted está dispuesto a disculpar y aceptar mis limitaciones… sí, me encantará hacer lo que pueda.

—Qué buena es usted —dijo él con sencillez.

Ella deseó recompensarle con un cumplido:

—Y usted puede hacer mucho por mí —dijo—. Deseo tomar notas sobre todas las enfermedades de la isla, sus historias clínicas y aprender lo que pueda de usted… y de esos medicamentos a base de hierbas que usted mencionó… en fin, quiero saber todo cuanto sea posible sobre la medicina indígena… es decir, local.

El inclinó la cabeza.

—Con excepción del tiempo que me roben mis pacientes, el resto es totalmente suyo. Considérese como en su casa en mi enfermería. Entre y salga de ella a su gusto. Durante su estancia, la consideraré mi colaboradora en el dispensario. —Indicó un corredor que conducía al interior del local—. ¿Quiere que empecemos ahora mismo?

Vaiuri, con paso suave, precedió a Harriet al interior de una espaciosa sala que contenía siete pacientes: dos mujeres, cuatro hombres y una niñita.

Esta y una mujer parecían dormir y los demás pacientes se hallaban tendidos en el suelo, en diversas posiciones. La entrada de una mujer desconocida vestida de blanco les hizo incorporarse con curiosidad.

Vaiuri acompañó a Harriet entre sus pacientes, indicándole a varios que padecían de úlceras, otro con un corte infectado causado por las rocas de coral, uno con un brazo fracturado y dos convalecientes de enfermedades intestinales. La atmósfera de la húmeda sala parecía la de una celda ocupada por abatidos presos. Cuando la abandonaron, Harriet, que echaba de menos las voces de la radio y la televisión, preguntó:

—¿Y qué hacen durante todo el día?

—Duermen, sueñan con el pasado y con el futuro, conversan, me vienen con sus quejas y se distraen con juegos tradicionales. Tiene que saber usted que la gente de nuestro pueblo no está acostumbrada a ver cortada de este modo su actividad. Ahora, Ms. Bleaska, le enseñaré las habitaciones particulares donde tengo a mis pacientes graves, los contagiosos o los… en fin, los incurables. Tenemos seis de estas pequeñas habitaciones. Afortunadamente, sólo dos de ellas están ocupadas. Aquí es más fresco, ¿verdad?

Vaiuri abrió la primera puerta de cañas, revelando una habitación angosta pero reducida, provista de ventanas y ocupada por un anciano demacrado que roncaba tendido en una colchoneta.

—Supongo que tiene tuberculosis —dijo Vaiuri—. La contrajo durante una visita que efectuó a otra isla.

Continuaron por el corredor hasta la puerta del fondo.

—Este caso me entristece mucho —dijo Vaiuri, antes de entrar—.

Aquí tenemos a Uata, que había sido uno de los primeros nadadores de la isla. Es un joven de mi edad. Fuimos a la escuela juntos, celebramos la ceremonia de la pubertad la misma semana, hace muchos años. A pesar de su fortaleza física, hace dos meses se debilitó de pronto y yo le traje aquí. Por lo que he leído, aunque apenas sé leer, se lo confieso, creo que se trata de una dolencia cardiaca. Después de descansar, vuelve a encontrarse bien y recupera fuerzas, para perderlas al sufrir un nuevo ataque. No creo que pueda salir vivo de aquí.

—Lo siento mucho —dijo Harriet, y su saludable corazón se volcó hacia el del enfermo, aunque todavía no lo había visto—. ¿Cree usted que es prudente molestarlo?

Vaiuri movió la cabeza.

—No le molestaremos en absoluto. Agradecerá la compañía: en Las Tres Sirenas, los enfermos están aislados y no pueden recibir visitas. Es un antiguo tabú. Sólo los miembros varones de la familia del jefe pueden visitar a un pariente suyo. El padre de Uata es primo del jefe Paoti, y a consecuencia de esto, varios miembros de la familia pueden venir a visitarlo. Sí, Uata estará muy contento de recibir una visita —sus ojos parecieron contemplar una visión secreta y divertida—, especialmente del sexo femenino. —Y se apresuró a añadir—: Aunque también le estará muy agradecido por su diagnóstico.

Abrió la puerta y penetró en el diminuto cubículo, seguido por Harriet. Cerca de la ventana, vuelto de espaldas a ella, un tronco macizo, que parecía un enorme fragmento de caoba clara, yacía en un jergón.

Al oírles entrar, el paciente, que parecía un grabado de Milón de Crotona, dio la vuelta y sonrió a su amigo, para demostrar después perplejidad e interés a la vista de Harriet.

—Uata —dijo Vaiuri—, tú ya sabes que han venido a visitarnos unos norteamericanos, ¿verdad? Uno de ellos es esta señorita, que conoce mejor que yo el ejercicio de la medicina. Colaborará conmigo durante un mes y medio. Vengo a presentártela. —Vaiuri se apartó—. Uata, te presento a Ms. Bleaska, de Estados Unidos.

Ella sonrió.

—Prefiero que ustedes dos me llamen por mi nombre de pila, que es Harriet. —Vio que aquel Goliat hacía esfuerzos por incorporarse, sin conseguirlo y, llevada por su reflejo profesional, corrió hacia él, se arrodilló a su lado y le puso las manos en los hombros—. ¡No se mueva!, quiero que se esté tranquilo y quietecito hasta que lo haya examinado. Tiéndase de espaldas. —El intentó protestar y luego renunció con una lastimosa sonrisa y un leve encogimiento de hombros. Harriet, rodeando con su brazo izquierdo la ancha espalda, le ayudó a tenderse de nuevo—. Eso. Así me gusta.

—No estoy tan débil —dijo Uata, desde el suelo.

—Claro que no lo está —asintió Harriet—, pero es mejor que ahorre sus fuerzas. —Aún arrodillada, se volvió hacia Vaiuri—. Me gustaría reconocerlo ahora mismo, si a usted no le importa…

—Excelente idea —dijo Vaiuri—. Voy a buscarle el estetoscopio y todo lo que pueda serle útil.

Cuando él salió de la pieza, Harriet se volvió a su paciente. Sus ojos ovalados y brillantes no se apartaban de su rostro, contemplándola con avidez, y ella experimentó un júbilo inenarrable. El pecho del joven se movió afanosamente varias veces, y esto la preocupó.

—¿Le cuesta respirar? —preguntó.

—Estoy bien —contestó él.

—No sé si… —Apoyó la palma de la mano sobre el pecho de Uata y la bajó hasta el apretado cinto que retenía su breve taparrabos; introduciendo la mano bajo la tira, la apartó de su estómago—. ¿Respira mejor, así?

—Estoy bien —repitió él—. Su visita me ha producido… —buscó la palabra adecuada y dijo—: Hiti ma ue, o sea… excitación.

Ella retiró la mano.

—¿Y por qué, si puede saberse?

—Hace dos meses que no recibo la visita de una mujer. —La observación resultaba muy interesante—. Y no es esto sólo. Usted tiene simpatía, lo cual es raro en las mujeres. Su simpatía me ha llegado al alma.

—Gracias, Uata —dijo ella, tomándole el pulso—. Ahora voy a tomarle el pulso.

Lo hizo esforzándose por ocultar su preocupación y después le soltó la mano, dándose cuenta de que él seguía mirándola.

—¿Me ve diferente a las mujeres de aquí? —le preguntó.

—Sí.

—¿A causa de mi vestido… porque vengo de tan lejos?

—No.

—Entonces, ¿por qué?

—Usted no es como otras mujeres que he conocido y admirado. No es tan bella como ellas en el aspecto corporal, pero su belleza está oculta en su interior, es muy profunda y por lo tanto no la perderá nunca.

Mientras ella escuchaba estas palabras, le pareció que dejaba de respirar. Había tenido que recorrer miles de millas para encontrar un hombre tan distinto a todos que, pese a su apariencia de bruto, se hallase dotado de visión para atravesar la Máscara y ver lo que ésta ocultaba.

Sintió deseos de decirle que era un poeta, por decir algo, pero, antes de que pudiera hablar, se abrió la puerta y volvió Vaiuri con una concha de tortuga llena de instrumental médico.

Mientras Vaiuri permanecía de pie a un lado, Harriet inició un minucioso reconocimiento de Uata, palpándolo y golpeándole el tórax mientras le hacía preguntas acerca de sus dificultades respiratorias, los vértigos que sentía y la visión doble que sufría algunas veces. Observó que tenía los tobillos hinchados y preguntó desde cuándo los tenía así. Tomó el estetoscopio y lo aplicó primero al pecho y después al espinazo, escuchando con atención.

Terminado su reconocimiento se levantó y miró a Vaiuri.

—En mi cabaña tengo aparatos para tomar la presión sanguínea —dijo—. También tengo heparina… un anticoagulante… por si lo necesitamos.

Y algunos medicamentos diuréticos, que acaso estén indicados. Me gustaría volver a visitarlo mañana.

—Como usted desee —dijo Vaiuri.

Puso el estetoscopio en la concha y salió de la habitación. Harriet se disponía a seguirlo, cuando Uata la llamó. Vaiuri había desaparecido, y Harriet, que estaba cerca de la puerta, volvió a quedarse a solas con el paciente.

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