Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
Lucy y Vivian la esperaban ya en la mesa reservada, cuando ella llegó al restaurante escandinavo. Ambas admiraron su vestido. Ella admiró los suyos. Invirtieron algún tiempo pidiendo el aperitivo y escogiendo el menú. Luego se pusieron a hablar de una amiga común que se había separado del marido e hicieron cábalas para conjeturar si había otro hombre de por medio. Comentaron después la obra representada por una compañía de cómicos ambulantes en el Biltmore. Después hablaron del último bestseller, preguntándose lo que habría en él de autobiográfico y si la heroína se basaba e inspiraba en una actriz cinematográfica, famosa por sus escándalos. Luego hablaron del nuevo peinado que lucía la primera dama de la nación. Cuando sirvieron el entrante, Lucy y Vivian se pusieron a hablar de sus respectivas hijas, y cuando Lisa vio que aquello llevaba trazas de nunca acabar, empezó a sentir fastidio y aburrimiento. Las conversaciones acerca de la educación de los hijos la aburrían tanto como hablar de testamentos y le producían la misma depresión. El único tema que le hubiera interesado comentar con sus amigas era el de su cumpleaños, pero éstas no hubieran comprendido su angustia, de momento al menos, pues Lucy tenía treinta y seis años y Vivian sólo treinta y uno. Ambas poseían aún aquel lujo llamado tiempo.
Cuando faltaban sólo diez minutos para ir al peluquero, que le había dado hora para las dos y media, dejó con alivio su parte de la nota en el platito y se despidió de sus amigas. Hubiera podido ir a pie, pero prefirió recorrer en el Continental las cinco manzanas que la separaban de Rodeo Drive y aparcó en la zona especial reservada detrás del salón de belleza Bertrand's.
Una vez en el interior, dejó el abrigo en el guardarropa, se puso la bata que le entregó la señorita y penetró en el tocador particular. Después de quitarse el vestido y de ponerse la bata, salió para dirigirse al último lavabo, donde la esperaba su peinadora acostumbrada. Por el camino agradeció el cariñoso cumplido que Bertrand le dirigió en francés y contestó al saludo que le hizo con la mano Tina Guilford, que tenía la cabeza dentro del secador.
Al llegar frente al lavabo, se recostó en la butaca extendida, para lavarse la cabeza con champú. El agua y el jabón produjeron en ella un efecto apaciguador. Lo que más le gustaba de aquel salón de belleza era el ritual con que la belleza femenina se mantenía y se hacía resaltar. Aquello le producía una agradable euforia, que disipaba todas las preocupaciones y ansiedades de su espíritu. Una se convertía en un objeto pasivo, que no tenía que adoptar decisiones. Su único deber consistía en permanecer allí, existiendo como una simple presencia, sometida a los cuidados de manos expertas. Una llegaba a sentirse como… como madame Pompadour.
Lisa se trasladó maquinalmente a su cubículo particular, tomó el gorro perforado, y notó cómo sacaban delicadamente las hebras de su cabello por los orificios. Mientras la peluquera atusaba y coloreaba sus cabellos, ella extendió las piernas y se levantó la combinación hasta la cintura, mientras la segunda joven, que había traído el tubo de cera, le deshacía las medias, las enrollaba, le quitaba los zapatos y luego las medias de nailon. Ella contempló sus torneadas pantorrillas, satisfecha al comprobar que no la habían abandonado, como hiciera la juventud. Después perezosamente miró cómo la joven, arrodillada, extendía las tiras de cera sobre sus piernas con el instrumento de madera, para tirar luego de ellas con rapidez, depilándola completamente al arrancar de raíz los pelos indeseables.
Cuando sus cabellos estuvieron coloreados y tuvo las piernas finas como el alabastro, avanzó por la cadena de montaje, con espíritu ausente.
Entonces vino el segundo y más completo lavado con champú, seguido de masaje, enjuague, el cepillo duro y la blanda toalla. Después pasó quince minutos en manos de Bertrand, que la peinó, le mesó los cabellos y los cepilló, manipulando los rulos de metal, dejándole por último el cabello preparado para la permanente.
Con la red puesta, permaneció una hora sentada bajo el secador. Empezaba a sacudirse el depresivo estado de la mañana, cuando de pronto vio que Tina Guilford, ya vestida para irse, se acercaba a ella. No le importaba hablar con Tina, pues según le parecía, ésta debía de haber cumplido ya los cincuenta, lo cual confería cierto sentimiento de superioridad a Lisa. Tendió la mano para desconectar el secador.
—Lisa, querida —dijo Tina con excitación—, no quiero robarte un minuto, pero acabo de enterarme de algo verdaderamente milagroso que ha ocurrido en Pasadena. Un cirujano plástico suizo, diplomado, ha abierto allí un consultorio y todas las señoras están entusiasmadas. Es caro, carísimo, pero todas dicen que vale la pena. Es un nuevo método descubierto en Zúrich.
Es rápido y no deja la menor señal. Una sesión y se han acabado las papadas, las bolsas bajo los ojos y, si quieres que te arregle el busto, querida…— ¿Qué te hace pensar que yo necesito sus servicios? —preguntó Lisa en tono glacial.
—Verás, querida, yo pensé que… todas hablan de él y me dije que… cuando se tiene nuestra edad…
Lisa sintió la tentación de decir: "¿Nuestra edad? Será la tuya, idiota".
Pero se contuvo y dijo:
—Gracias, Tina. Si alguna vez creo que lo necesito, ya te pediré más detalles. Ahora perdóname, pero tengo ganas de acabar pronto.
Puso nuevamente el secador en marcha y las últimas palabras de Tina se perdieron en el zumbido del aparato.
Cuando su amiga se fue, el buen humor de Lisa también se desvaneció.
Estaba furiosa ante el descaro de Tina. ¡Mira que aquel vejestorio de cincuenta y pico de años, atreverse a compararse con una joven de treinta y nueve como ella! Casi instantáneamente, su cólera se disipó, convirtiéndose en melancolía. Lo único que Tina había pretendido era serle útil y darle un buen consejo. Los cuarenta años ya debían ser evidentes, se dijo Lisa, todos debían verlos ya. Se sintió muy desdichada y decidida a escapar de aquel mundillo de chismes.
Una vez tuvo el pelo seco y Bertrand le quitó los rulos, para peinarla con destreza, sin dejar de hablar de los grandes triunfos que había alcanzado en París, ella pasó al vestidor. Pagó en caja, dio tres espléndidas propinas y regresó al automóvil, preguntándose cómo debía ser el método que aquel cirujano facial suizo había inventado. Tal vez tuviese el secreto de la belleza eterna. Quizás había descubierto el medio, también, de procurar la juventud interior. Esta clase de cirugía, pese a las frasecitas de Oscar Wilde, bien valdría toda su cartera de acciones y obligaciones.
Cuando llegó al coche, se dio cuenta que sólo estaba a una manzana y media de la tienda de Jill's. Hacía más de un año que no visitaba aquel elegante establecimiento de prendas deportivas. Le hacían falta una juvenil fina taleguilla de torero o unos capris para primavera y verano, para llevarlos en su finca de Costa Mesa. Llena de creciente optimismo ante el futuro, se dirigió a Jill's.
Había olvidado los sentimientos que le inspiraba aquel establecimiento, hasta que penetró en él. Así que atravesó la gruesa alfombra hasta llegar al centro de la enorme sala cuadrada rodeada de espejos, deseó dar media vuelta y huir corriendo. Jill Clark, propietario de la tienda pero que nunca estaba en ella, sentía debilidad por los ambientes rudos y juveniles y esto se reflejaba en la decoración, en el mobiliario, aquellos condenados espejos, el corte de los pantalones, los tejanos y los bañadores, pero principalmente en las dependientas. Lisa las vio reunidas junto a una columna, charlando por los codos. Todas ellas eran jovencísimas y virginales, pues sus edades oscilaban entre los diecisiete y los veintiún años. Su tez no necesitaba maquillaje, pues era tersa y brillante, todas tenían los pechitos altos y derechos, nada de estómago, caderas esbeltas y todas eran lisas por detrás. Fumaban, lucían atrevidas blusas, capris, sumarias sandalias doradas y atendían a la clientela con la insolencia y arrogancia de la juventud. Eran insoportables.
Antes de que Lisa pudiera dar media vuelta y marcharse, una flexible y ágil adolescente se aproximó a ella. Aquella joven llevaba un brazal de identidad sobre el que podía leerse "Mavis" Era una rubia platino, de facciones pequeñas, perfectas, cuerpo grácil y esbelto. Al detenerse frente a Lisa, la miró con expresión caritativa y condescendiente, como si se enfrentase a una pobre mujer harapienta que acudiese a su puerta huyendo de la nieve.
—¿En qué puedo servirla, señora?
—Esos capris violeta del escaparate… Enséñeme un par.
—¿De qué medida los desea?
—Tienen ustedes todas las medidas en mi ficha, de costado, de arriba y de abajo. Busque la ficha de Mr. Cyrus Hackfeld.
Pronunció su nombre con tono retador, pero Mavis permaneció impertérrita, como si no lo conociera. Se dirigió al mostrador del cajero, mientras Lisa se acercaba a los pantalones, echando espumarapos de rabia.
Sin prisa alguna, transcurrido un largo intervalo, Mavis regresó con una tarjeta.
—Sus últimas medidas fueron tomadas hace tres años —dijo con tono significativo.
Lisa explotó.
—Pues utilícelas.
—Como usted desee, señora.
Mavis rebuscó entre los pantalones colgados y finalmente sacó unos capris violeta.
—¿Desea usted probárselos, Ms. Hackworth?
—Sí. Pero me llamo Hackfeld.
—Hackfeld. Ya me acordaré. Por aquí, haga el favor.
Temblando de ira y finalmente sola en el probador, Lisa se apresuró a despojarse del abrigo de piel de leopardo, del vestido, de su media combinación y se puso el apretado pantalón capri. Después trató de cerrarlo con la cremallera, pero no hubo forma de hacerlo. Intentó abrocharse la cintura, pero el botón quedaba a cinco centímetros del ojal. Dio media vuelta y se observó en el espejo, viendo que los pantalones le estaban demasiado ajustados, de una manera excesiva, pues formaban feos bultos en las caderas y muslos. Sintiendo compasión por sí misma, Lisa se bajó los capris y se los quitó con esfuerzo.
De pie, con sostenes y portaligas, llamó a la dependienta.
A los pocos segundos, Mavis entró en el probador, fumando.
—¿Cómo le van, Ms. Hack… Hackfeld?
—Me ha dado usted una talla demasiado pequeña.
—Es la talla que le corresponde —dijo la implacable Mavis—. Es la que corresponde a las medidas que figuran en su tarjeta. La furia consumía a Lisa, al notar que la joven se burlaba de ella.
—Es igual, no me van, así es que deme otra talla.
Mavis le dirigió una sonrisa de simpatía. Lo siento muchísimo, Ms. Hackfeld, pero ésta es la talla más grande que tenemos en existencia. Ms. Jill no quiere tallas grandes. Mucho me temo que tendrá que buscar lo que desea en otro establecimiento.
El furor de Lisa había dado paso a un sentimiento de humillación y pena. Notaba sus mejillas arreboladas y aborrecía tener que rendirse así Muy bien, gracias —dijo. La dependienta salió y Lisa volvió a quedarse sola. Mientras se vestía, se sentía perpleja. Era la primera vez que no encontraba nada que le sentase bien en Jill's.
Pero mientras se ponía el abrigo se dijo también que era asimismo la primera vez que iba a cumplir cuarenta años. Salió casi corriendo de la tienda, mirando fijamente hacia delante pero dándose perfecta cuenta de que aquel grupo de estúpidas jovencillas la miraban con expresión irónica. Al cruzar la puerta de entrada pensó que había una cosa ante la cual la riqueza era impotente: los años. Aquellas estúpidas mocosas eran más ricas que ella. "Adiós, Jill, adiós para siempre. Y te aseguro que un día tú también sabrás lo que es cumplir cuarenta años."
Casi a ciegas se dirigió a su Continental blanco y, subiendo a él, se fue a Magnin's, donde sí que se sentía verdaderamente a gusto. Recorrió la tienda haciendo compras a diestra, y siniestra, adquiriendo artículos de tocador que no le interesaban en absoluto. Cuando estuvo cargada de compras innecesarias, salió por la puerta posterior, esperó a que le trajesen el automóvil, dio una propina excesiva al botones y en su vehículo se dirigió al Wilshire Boulevard. Mientras estaba parada ante un semáforo, su reloj le recordó que aún le quedaba bastante tiempo libre entre las cuatro y cuarto y las seis, y se preguntó en qué podría emplearlo. Por un momento pensó en dirigirse hacia el este, por Wilshire, hasta el Cyrus. Pero inmediatamente desechó la idea. No se sentía capaz de afrontar a los empleados de su marido, a la señorita de la recepción, a sus secretarias, más jovenzuelas estúpidas, las mocosas que habían heredado su perdida juventud. Cuando ella hubiera pasado, todas se darían codazos y hablarían en susurros, diciendo… ahí va la señora Hackfeld, la esposa del jefe… ¿Cómo consiguió pescarlo?
En lugar de dirigirse al este, hizo girar el volante y se marchó en sentido opuesto. Pasaría por el club de tenis de la costa, pues le pillaba de camino a casa… ella y Cyrus eran miembros honorarios… y tal vez tomaría algo, jugaría una partida de canasta o de bridge. Diez minutos después, al notar la opresión que le causaba aquel cielo plúmbeo, decidió que había hecho muy bien en dirigirse al club de tenis. Dejando el coche, entró en aquel ambiente de refugio de montaña, con chimenea y todo, pero donde el derecho de admisión era muy limitado. El resplandeciente ascensor la subió al primer piso y, mientras escuchaba a medias los compases de Cóctel para dos, que interpretaba la orquesta, se dijo que no quería pensar en el mucho tiempo que hacía que no había bailado a los acordes de aquella música.
Arriba, la terraza cubierta estaba medio vacía… dos mesas con caballeros maduros que jugaban al rummy y bebían ginebra, una mesa con dos apuestos jóvenes con aspecto de pertenecer a una empresa de publicidad, enfrascados en una grave conversación y bebiendo, y otra mesa con señoras, todas ellas caras familiares, jugando al bridge.
Lisa indicó con un ademán al camarero uniformado que se alejase y se quedó de pie junto a la ventana, contemplando las pistas de tenis de tierra rojiza. Todas estaban desiertas a causa del frío, excepto una, en la que un joven y una muchacha, ambos con blancos pantalones cortos, corrían y golpeaban la pelota con la raqueta, riendo, saltando y haciendo payasadas.
Con un suspiro, Lisa se apartó de la ventana para dirigirse a la mesa de bridge. Las caras familiares la saludaron efusivamente, como a una de ellas, y una de las reunidas se levantó de pronto para ceder su sitio a Lisa. Casi en el mismo instante, Lisa perdió todo interés por aquellas estúpidas cartulinas numeradas. Rechazó cortésmente la invitación, explicando que sólo había entrado para ver si Cyrus estaba allí y no se quedaría más que un momento. El camarero le había acercado una silla para que se sentase a ver el juego y ella aceptó, encargándole al propio tiempo una limonada.