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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (19 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Después podemos regresar aquí, animarnos y…

—¿Regresar aquí para hacer qué?

El se interrumpió.

—Pues para animarnos.

—¿Quiere decir que desea acostarse conmigo?

—¿Y eso es un crimen?

—¿Quiere acostarse conmigo esta noche?

—Y todas las noches. No se muestre tan ofendida. Después de todo, usted no es exactamente lo que se dice…

—¡Fuera de aquí!

El se quedó de una pieza.

—¿Cómo?

Harriet se levantó.

—¡Fuera de aquí, ahora mismo!

El Dr. Delgado se levantó despacio del brazo del sillón.

—Usted no es… ¿Habla en serio?

—Se lo he dicho dos veces.

—Señorita, apéese del burro. ¿Quién se figura que es? Trato de ofrecerle una oportunidad. He venido porque tiene usted muy buena prensa.

Representa una magnífica escena, según parece, pero todo se limita a esto.

Suprima la escena y morirá por falta de compañía.

—Por tercera y última vez, váyase, o haré que el portero lo eche.

Una desdeñosa sonrisa apareció en la cara del Dr. Delgado. Con insolente deliberación, terminó de beber el whisky, recogió el gabán y se dirigió a la puerta. Mientras sujetaba el picaporte, comentó:

—Reciba mi más sentido pésame.

Cuando ya había abierto la puerta, se volvió de pronto.

—Casi lo olvidaba —dijo. Del bolsillo interior del esmoquin sacó un largo sobre de papel de avión—. Walter me dijo que le entregase esto. Es una carta para usted.

Le tendió el sobre pero ella no lo tomó. Disgustado, lo tiró sobre la mesita de la lámpara.

—Ya nos veremos en el hospital, enfermera —dijo. Con estas palabras se fue.

Harriet permaneció en el centro de la estancia, inmóvil, contemplando fijamente la carta de Walter. No le interesaba lo que ahora él pudiese decirle. Aquello era como besar un muerto, como aquella escena que Hemingway sitúa en Lausana, durante la cual un personaje cuyo nombre ahora no recordaba, besaba a la enfermera Catherine Barkley cuando ésta ya estaba muerta y fría.

Al cabo de un par de minutos, Harriet regresó junto a la alacena cubierta de cortes y muescas, que estaba contigua a la cocinilla, para servirse un nuevo whisky. Con la copa en la mano, tiró de un puntapié sus zapatos de tacón y vagó sin rumbo por la habitación, bebiendo sorbitos de whisky.

Fue al armario, dejó la copa y se desnudó. Descolgó después su albornoz de un colgador y se envolvió en él. Permaneció indecisa un instante, pensando si preparaba algo para cenar, aunque sólo fuese un bocadillo, pero decidió continuar bebiendo durante un rato.

Volvió a pasear por la estancia, para finalmente detenerse ante la ventana. Le gustaba ver que la niebla se había espesado. Por lo menos no tendría que salir con aquel tiempo húmedo y desapacible. Cuando se apartó de la ventana, vio el sobre de papel fino puesto sobre la mesita. De pronto apuró el whisky, tomó el sobre y lo rasgó. Mientras lo hacía pensó si Walter habría tenido la osadía de enviarle dinero. Si así fuese, la próxima vez que lo viese le abofetearía. Pero después comprendió que aquella escena no tendría lugar ya que no le vería más, ahora sería imposible continuar en el hospital.

Dentro del sobre encontró una larga carta, con membrete del Colegio Raynor, dirigida a "Querido Walter", y firmada "Maud". Sujeta con un clip había una notita en cuya parte superior estaba impreso: "Consultorio del Dr. Walter Zegner". Una mano femenina había escrito debajo lo siguiente: "Apreciada señorita Bleaska: El doctor me ruega que le envíe la adjunta carta, pues cree que puede ser de gran interés para usted. Escribir a la doctora Hayden para recomendarla". La nota llevaba la siguiente firma: "P. O., Ms. Sander".

Desconcertada, Harriet fue con la carta y la copa vacía al butacón, para sentarse en él. Durante el siguiente cuarto de hora dejó que la carta la transportase en imaginación al irreal mundo de Las Tres Sirenas.

Terminada la lectura, comprendió cuán generoso había sido Walter.

Quería que se marchara de la ciudad. Durante unos momentos de rebeldía, estuvo tentada de quedarse y seguir en el hospital como conciencia culpable del médico. Pero entonces comprendió que aunque eso consiguiese amargar la vida a Walter, no por ello conseguiría ella ser más feliz.

Releyó la carta de Maud Hayden y de pronto sintió deseos de abandonar San Francisco para siempre. Las Tres Sirenas representaban la perfecta transición para semejante cambio. La divorciarían del presente, que ahora era pasado, para siempre jamás. Deseaba empezar de nuevo, empezar de forma absolutamente distinta.

Veinte minutos después y tras una nueva copa, con un bocadillo de queso en el plato y una taza de café a su lado, sobre la mesilla, desenfundó su bolígrafo azul, tomó una hoja de papel con membrete y empezó a escribir: tomar parte de nuestro Distinguida doctora Hayden…,"

Maud Hayden acabó de leer la copia de la carta para el Dr. Orville Pence, que habitaba en Denver (Colorado).

—Bien —observó Maud—, supongo que Marc estará contento.

—Nunca he comprendido qué es lo que ve Marc en ese hombre —dijo Claire.

—Oh… conoces ya a Pence. Lo había olvidado.

—Lo conocí el año pasado, cuando fuimos a Denver.

—Sí, desde luego. Pero creo que es una de esas personas que hay que conocer a fondo para emitir un juicio…

Claire no estuvo de acuerdo.

—Es posible —dijo, agregando—: Marc es más ecuánime que yo en tocando a los demás. Yo me dejo llevar por la primera impresión. Una vez he formado opinión sobre una persona, me es difícil cambiar el Dr. Pence me causó la misma repulsión que me inspiran esos animales marinos, rastreros y pegajosos.

La observación hizo gracia a Maud.

—Tienes mucha fantasía, Claire…

—Hablo en serio. Me hace pensar en una solterona remilgada, de esas que no permiten que se fume en la sala. Únicamente sabe hablar de lo mismo: de cuestiones sexuales. Cuando ha terminado, se diría que hacía referencia a una epidemia que va siendo puesta poco a poco en cuarentena para su estudio. Lo despoja de todo aspecto placentero y agradable.

—No me ha preocupado nunca su actitud ante esas cuestiones —dijo Maud con tono cariñoso—, pero como tú sabes muy bien, son su especialidad, toda su carrera. El Consejo de Investigación para las Ciencias Sociales y la Fundación Científica Nacional tienen buenos motivos para ayudarle.

La Universidad de Denver no lo tendría en su facultad, si no gozase de alta consideración. Puedes estar convencida de que sus estudios comparativos sobre las costumbres sexuales le han granjeado una sólida reputación.

—De todos modos, a mí me parece como si estudiase estas cuestiones con métodos de hace cien años.

Maud se echó a reír. Después, más seria, añadió:

—No te dejes llevar por los prejuicios, Claire, y menos después de una sola entrevista… Además, fue Marc quien pensó que Las Sirenas podían interesar a Orville Pence, pues se trata de un tema que encaja perfectamente dentro de su especialidad… y sus descubrimientos pueden ser muy valiosos para mi obra.

—Sin embargo, aún no he conseguido reponerme del efecto que aquella espantosa noche me causó. ¡Si conocieses a su madre!

—Pero no la invitamos a ella, Claire.

—Le invitas a él —repuso Claire—, lo cual viene a ser lo mismo.

La ventilada y espaciosa aula de la Universidad de Denver estaba helada, en aquella hora de la mañana, y Orville Pence, mientras hojeaba sus notas en el atril, pensó que el frío reinante le recordaba lugares y momentos importantes de su infancia. Se acordó del día en que lo subieron por la escalinata del Capitolio de su estado natal, para indicarle la placa que figuraba en el decimocuarto peldaño, sobre la que se leía: "Altura sobre el nivel del mar:1 milla"; recordó también el ferrocarril de cremallera que, en compañía de su madre, le subió a la cumbre del pico de Pike; y también el día en que fue a visitar en compañía de su madre la tumba de Buffalo Bill y los cachorros de boy scouts, en el monte Lookout. Recordaba lo aterido que quedaba a causa del frío y la frase favorita de su madre en tales ocasiones:

"Es bueno estar arriba, Orville, porque así la gente tendrá que levantar la vista para mirarte". Pero aquella mañana, parecíale como si hubiesen estado siempre tan arriba que nunca hubiese descendido sobre la tierra.

Sin embargo, no era el frío reinante en la sala lo que más turbación le causaba aquella mañana en particular. Lo que más le inquietaba era la muchacha sentada junto al pasillo, en la primera fila de asientos, que tenía la desconcertante costumbre de cruzar constantemente sus largas piernas, primero la derecha sobre la izquierda, después cambio de posición, para poner la izquierda sobre la derecha.

Orville Pence, mientras daba la clase, trató de apartar su atención de las piernas pero le era imposible dejar de lanzar furtivas miradas. Trató de analizar racionalmente el hecho. El acto de cruzar las piernas era entre mujeres algo universal y natural. Considerado en sí mismo, no tenía nada de malo. Únicamente podía considerarse como tal, cuando se apelaba a una técnica equívoca, o sea, inmoral o deliberadamente provocativa. Si una señorita cruzaba las piernas con rapidez, manteniéndolas apretadas y ocultando el movimiento por el simple expediente de tirar hacia abajo el borde de la falda, la acción era decente. Pero si no lo hacía así, podía considerarse sospechosa. En su propia especialidad de estudio, había observado que cuando determinadas mujeres cruzaban las piernas levantaban automáticamente la falda o el vestido a bastante altura sobre la rodilla.

Como en el caso de la joven estudiante que tenía ante sí, el vestido era corto, las piernas largas y los movimientos lentos, el observador podía distinguir, con su indiscreta mirada, partes que debieran quedar ocultas, la carne del muslo que comenzaba al borde de la media de nailon. ¡Qué clase de mujer podía comportarse de manera tan descocada? Miró atenta mente a la joven. Era una muchacha alta y bien conformada, de cabello rojizo muy desgreñado, una carita inocente, un suéter de cachemira color limón y una falda de lana a cuadros, que cuando estaba de pie no le llegaba a la rodilla.

De pronto la joven cambió de posición y volvió a cruzar las piernas, levantándose la falda: centelleó la carne expuesta brevemente. Orville llegó a la conclusión de que se proponía deliberadamente ponerle nervioso. Era un juego al que muchas mujeres se entregaban. Pero él la dominaba, se hallaba en una posición elevada y le daría una lección, no sólo a ella, sino a todas. Levantó la mirada, para contemplar a los demás estudiantes que llenaban el aula. Eran casi una cuarentena, enarbolando sobre sus cuadernos plumas y lápices, esperando a que prosiguiese.

Tosió llevándose la mano a la boca y reanudó el, hilo de su discurso.

Mientras pasaba revista a los problemas que suscitaba la monogamia, como desde los tiempos primitivos hasta la antigua Grecia, Orville observó con complacencia que de nuevo había conseguido captar la atención de la clase.

Incluso la joven del suéter color limón se hallaba tan ocupada tomando notas, que olvidó cruzar las piernas. El profesor continuó hablando con tono confiado, pero mientras lo hacía su activo espíritu se desentendió de la exposición oral y siguió su propio camino. Aquella facultad, que le permitía hablar de un tema y pensar simultáneamente en otro, no era exclusiva de Orville, pero sin embargo era su cualidad sobresaliente. Aquella mañana resultó más fácil hacerlo porque la lección formaba parte de un serie de lecciones que el verano anterior dio en la Universidad de Colorado, radicada en Boulder, donde conoció a Ms. Beverly Moore.

Mientras hablaba, evocó claramente la imagen de Beverly Moore. Era una muchacha de unos veinticinco años, de cabello oscuro y muy corto, facciones patricias y figura grácil. No la veía desde hacía un mes, pero su imagen continuaba tan clara como si en aquellos instantes… la tuviese enfrente, sí, allí delante, sentada en primera fila, con aquellas piernas extraordinariamente largas.

Orville carraspeó, tomó el vaso que había sobre el atril, se lo llevó a los labios y lentamente bebió un sorbo. Después, para recobrar completamente su compostura, sacó el pañuelo y se secó la frente, lo cual le produjo una punzada de dolor al notar que su frente era cada vez más espaciosa. En los últimos años sus entradas se habían hecho muy pronunciadas. La tercera parte de su sonrosado cráneo mostraba calvicie prematura. Metiéndose el pañuelo en el bolsillo atisbó por encima de las gafas de montura de concha, que se habían deslizado hacia la punta de su nariz de hurón, para inspeccionar la clase. Después, inclinándose sobre sus notas, volvió a dirigir una furtiva mirada a la joven de suéter color limón y largas piernas. Pensó que no podía tener más de diecinueve años. El era un solterón de treinta y cuatro y si se hubiese casado a los quince años, aquella chica podía haber sido hija suya. Era ridículo distraerse así. Además, el tiempo pasaba. Su mente vagó hasta Boulder, donde vivía Beverly Moore experimentando un sentimiento de pesar, después fue hacia su madre, Crystal, con sentimiento de culpabilidad hacia su hermana Dora, con resentimiento, y por último hacia Marc Hayden, Maud Hayden el profesor Easterday y el jefe Paoti con interés, para terminar observando con pesar a la joven, que acababa de cruzar de nuevo las piernas, levantando la falda. Se dio cuenta de que sus alumnos empezaban a murmurar, lo que no ocurría casi nunca. Por lo general prestaban mucha atención y estaban pendientes de sus palabras, pues el tema que había tratado últimamente consistía en la evolución de la moral sexual durante los últimos trescientos años. Comprendió entonces que la inquietud de sus alumnos se debía únicamente a su propio ensimismamiento, cosa que a veces le ocurría, olvidándose de todo.

Cuando fue a Boulder para dar aquellas lecciones, que formaban parte de un curso de verano, Beverly, que trabajaba como secretaria en la administración de la universidad, recibió el encargo de acompañarlo y ayudarle en sus necesidades académicas. Aunque él trabajosamente había edificado a su alrededor, en el curso de los años, una fortaleza de ambición y actividad, para protegerse de los asaltos de jóvenes agresivas y peligrosas, había deja do siempre un puente levadizo tendido sobre el foso. Alguna que otra vez había invitado a una joven a cruzarlo. Pero cuando la chica iba en camino de convertirse en una distracción indeseable, era expulsada de su fortaleza. En Boulder, alentó a Beverly —o se lo permitió, no estaba muy seguro al respecto— a que cruzara el puente. Desde el primer momento la seriedad, intelectualismo y sentido común de la joven le causaron una viva impresión. Por encima de todo, ella parecía comprenderle y entender la importancia de su trabajo.

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