Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
Despertaba la simpatía de las muchachas por un motivo inconsciente. Era una perfecta piedra de toque para poner de manifiesto, por contraste, las gracias ajenas. Y durante el primer semestre, los muchachos simpatizaron con ella, en los corredores, en las actividades internas de la escuela, como pudieran haber simpatizado con otro muchacho. A fin de explotar y conservar aunque sólo fuese aquella limitada aceptación por parte de los muchachos, durante varios cursos seguidos ella se volvió aún más desenvuelta.
Cuando inició el último curso en Cleveland Heights, comenzó a reprimir sus modales desenfadados. Sus condiscípulos ya eran muchachos más mayores y no les gustaban los chicos con faldas. Querían chicas. Afligida, Harriet se esforzó en volver a la feminidad. Y se dijo que, ya que no podía proporcionar a los muchachos lo que éstos pedían a las demás chicas, les daría todavía más. Sus amistades femeninas eran tan conservadoras y timoratas como les enseñaron a ser sus padres, y los chicos de Cleveland aprendían muy pronto que sólo podían llegar hasta un límite permisible.
Besarse era agradable, incluso a la francesa. Por medio de las caricias podía llegarse muy lejos, pero sólo de cintura para arriba. Era posible arrimarse mucho a la pareja durante el baile, lo cual producía un estímulo considerable, gracias al contacto y al movimiento, pero aquí terminaba todo. Harriet, a causa de sus limitaciones y la libertad con que había sido educada, a causa de la necesidad en que se hallaba y de su espíritu desenvuelto, pero principalmente a causa de sus limitaciones, que crearon la necesidad de llegar mucho más lejos para obtener también mucho más, fue la primera en romper aquel acuerdo tácito.
Un atardecer, terminadas las clases, en la oscuridad de la última fila de la galería del vacío hemiciclo, Harriet permitió que un granuliento y despabilado muchacho que acababa de llegar de la universidad, metiese las manos bajo su falda. Al ver que ella no ofrecía resistencia y sólo entornaba los ojos con un murmullo de placer, él se sintió tan estupefacto que casi no se atrevió a continuar. Pero lo hizo, y cuando la convulsiva reacción de Harriet a su amor manual lo excitó inconteniblemente, ella le pagó en la misma moneda, con la mayor naturalidad. Aquel intercambio fue breve, acalorado e irreflexivo, pero resultó muy útil a Harriet. Por último, le permitió considerarse una chica.
En su último año de Escuela Superior, Harriet hizo grandes progresos, convirtiéndose en maestra consumada en el arte de la excitación mutua. Los muchachos la consideraban un pasatiempo; las chicas, una persona sin valor. Harriet, empero, se hallaba satisfecha al ver que los que consideraba su mejor mitad la aceptaban. Asimismo, durante sus ocasionales acrobacias —aquella vez no llegó hasta el final, pues tenía sus propias normas— encontraba una liberación para su naturaleza cálida, afectuosa y amante. Le producía una profunda satisfacción el hecho de causar placer. En aquellos abrazos embrionarios, inexpertos por ambas partes, ella nunca tenía que satisfacer en profundidad. Lo principal era su simple capitulación y entrega. Con esto bastaba. Sus parejas ni siquiera podían soñar en su dimensión oculta. En conjunto, Harriet guardó un grato recuerdo del último año y medio que pasó en la Escuela Superior. Solamente un enigma la tuvo intrigada durante aquella época. Pese a su popularidad nocturna, la popularidad que le proporcionaron sus sesiones en la galería, en los asientos posteriores y entre los matorrales del jardín, tenía que pasar sola la noche de fin de curso y la del baile de graduados. La víspera de cada una de estas solemnidades públicas, su legión de enérgicos adoradores la abandonaban completamente.
Aquel abandono en masa se hizo comprensible dos años después, en Nueva York, cuando Harriet hacía prácticas en el Hospital Bellevue para convertirse en enfermera diplomada. La decisión de estudiar la carrera de enfermera fue tan natural como elegir entre la vida y la muerte, ella deseaba una válvula de escape para su natural cálido y afectuoso, una profesión respetable en que el ofrecimiento de cariño fuese bien recibido y aplaudido, un modo de vida en el cual la Máscara ya no ocultase su verdadera belleza interior.
Mientras la mayoría de las quinientas muchachas estudiantes de enfermera alojadas en la residencia de Bellevue gemían y se quejaban por lo mucho que las obligaban a estudiar, Harriet rebosaba satisfacción a causa del trabajo precisamente. Se sentía muy orgullosa de su uniforme a rayas azules y blancas completado por medias y zapatos negros y muy satisfecha por el hecho de que le pagasen doscientos cuarenta dólares anuales por aprender una profesión. No tardó en considerar como su casa el comedor que dominaba el East River y la cocina, que frecuentaba a menudo, sin olvidar la bolera a la que asistía con otras compañeras de estudios. Esperaba con ilusión la tradicional ceremonia que se celebraría al final del primer año, durante la cual les darían la toca, acompañada de un ritual de velas encendidas. Y sentía envidia por las estudiantes de segundo año, que ya podían llevar medias y zapatos blancos y que habían pasado de los libros de texto a las prácticas en el quirófano y las salas.
Los únicos momentos tristes eran los fines de semana, en que las demás chicas salían con muchachos y Harriet tenía que quedarse en el hospital, dueña no tan sólo de su habitación, sino de casi todo el dormitorio. Su soledad terminó a mitad del primer año. Un tosco estudiante de segundo año, futuro enfermero, miope, que (según se aseguraba) perseguía todo lo que llevase faldas, la encontró sola en un aula vacía. La besó el cuello sin demasiado entusiasmo y al instante siguiente ella se arrojó en sus brazos, respondiendo a sus caricias con fervor. Tan apasionada fue su reacción, que el enfermero, para quien su cara era apenas una borrosa mancha, se sintió alentado a invitarla al contiguo apartamento de un amigo, para comprobar si verdaderamente era tan apasionada como demostraba. Incluso antes de apagar la luz, ya pudo comprobar que, en efecto, lo era. No tardó en descubrir más cosas. Durante la velada, noche y madrugada siguientes, se sintió transportado a una nueva y hasta entonces desconocida dimensión del placer. No hubiera podido asegurar si Harriet poseía todo el repertorio de las técnicas amorosas inventadas por el hombre. Únicamente sabía que nunca, en todas sus numerosas y variadas conquistas, había encontrado una mujer que se entregase tan sin reservas. Su instinto, después de aquella primera noche, le impulsaba a pregonar la noticia de aquel increíble descubrimiento a Bellevue y al mundo entero. Pero, aun cuando le costó mucho, se contuvo. Deseaba reservar aquel prodigio para sí. Sus relaciones, raramente verticales, duraron cuatro meses. Al fin de este período, Harriet empezó a creer que había encontrado al compañero de su vida.
A medida que se aproximaba al término de su carrera, empezó a hablar de "su futuro". Cuando se llegó a esto, él fue espaciando sus visitas y al terminar la carrera se esfumó por completo.
La herencia que el enfermero le dejó era doble. En primer lugar, antes de poner pies en polvorosa difundió a los cuatro vientos la fantástica historia de su virilidad y las notables dotes de Harriet, haciendo que se enterase más de la mitad de la población masculina de Bellevue. En segundo lugar, contó a un amigo, que a su vez lo contó a otro, que lo repitió a Harriet, picado cuando ésta le apartó las manos, que "es una gran chica, la más sensacional que existe en la tierra, pues empieza donde todas las demás terminan… pero, qué diablos, a quién se le ocurriría casarse con ella para exhibir una chica que hay que mostrar con la cabeza cubierta con un saco, a menos que uno la lleve a una reunión de brujas".
Aunque poseía realismo suficiente para aceptar este veredicto, Harriet no pudo por menos de sentirse interiormente dolida. A partir de entonces, casi todos los enfermeros, internos, empleados e, incluso, algunos miembros de la facultad y médicos, rivalizaban para conseguir los favores de Harriet, ella se mostraba recelosa ante todos ellos, muy esquiva, y durante los tres años en que permaneció en Bellevue, sólo en otras cinco ocasiones llegó a creer que sus cortejadores la querían por sí misma y se entregó a ellos… sin perder la esperanza de que esta vez terminaría ante el altar. Con excepción del pretendiente que murió en accidente de automóvil, dejándola en la más completa incertidumbre acerca de sus verdaderas intenciones, todos los demás se portaron de la misma forma. Ofrecían a Harriet palabras cariñosas y unión sexual y ella disfrutaba del placer de sus cuerpos y de frases amables. La llevaban a sitios oscuros, con mucha gente, como Radio City y Madison Square Garden, a restaurantes apartados y clubes nocturnos ocultos en sótanos, pero nunca la acompañaban a desfiles de modelos, fiestas familiares, reuniones con parientes o banquetes importantes. Y cuando Harriet con el mayor tacto los sondeaba para conocer sus verdaderas intenciones, todos se esfumaban. Y ella, con tristeza pero no muy sorprendida, los veía desaparecer para siempre.
Cuando Harriet terminó sus estudios en Bellevue, de donde salió como enfermera diplomada, adquirió, además de su redonda toca, escarolada y almidonada, una gran devoción por su nueva carrera, un talante afable invariablemente bondadoso y la certidumbre práctica pero resignada de la actitud que adoptarían siempre los hombres hacia ella (hasta que su pobre y baqueteado sueño se convirtiese en realidad y apareciese el casi imposible mirlo blanco).
Su primer empleo lo obtuvo en un dispensario de Nashvile, el segundo, ya mejor pagado, en una clínica de Seattle y finalmente seis meses antes consiguió ingresar en aquel enorme hospital de San Francisco. El mundo que la rodeó en Nashville y Seattle parecía estar desprovisto de hombres.
La Máscara los asustaba y su reputación no la había precedido aún. En cambio en San Francisco, las cosas adquirieron un sesgo inesperado e inmejorable casi de la noche a la mañana.
Un día terminó muy tarde una operación cardíaca muy grave y complicada; cuando salió del quirófano, exhausta, el joven anestesista, que también se hallaba agotado, salió con ella. Después de lavarse las manos y asearse, la invitó a tomar café. Ambos lo necesitaban, pero en aquella hora tan avanzada de la noche todas las cafeterías estaban cerradas. Como estaban cerca del apartamento de Harriet, ella invitó a su vez al anestesista a tomar café en su habitación. Mientras lo saboreaban, descansando de la fatigosa jornada, ella empezó a tirar la lengua de aquel joven desgarbado, torpe e introvertido, haciendo que le contase su vida, que era una sarta de desdichas: huérfano a los pocos años de edad, confiado a la custodia de unos espantosos tutores, años de trabajo agotador a través de diversas escuelas, un matrimonio prematuro que dio por resultado un hijo idiota y la fuga de su mujer con el dueño de la empresa donde ella trabajaba… San Francisco significó un nuevo comienzo para él, lo mismo que para Harriet, que se apiadó de aquel joven tímido. Se dijo que no debía dejarle regresar a su casa tan cansado y a hora tan avanzada. Como en la habitación sólo había una cama, ambos la compartieron.
Aquella noche reveló al anestesista un mundo cuya existencia ignoraba. Después de otras dos noches como aquélla, comprendió que él no era para Harriet ni ella para él. Era un hombre que desconfiaba de la buena suerte y no se consideraba merecedor de aquellos deleites carnales. Además, la habilidad desplegada por Harriet le causaba una sensación de torpeza, pues ponía de relieve su propia falta de maña, lo cual le dejaba muy furioso. Sin embargo, acaso hubiera continuado adelante —la sesión semanal era irresistible y acallaba sus escrúpulos casi por completo— de no haber visto en Harriet un instrumento para afianzar su propia posición que, después de todo, era lo único que le importaba.
Recién ingresado en el hospital, el anestesista buscaba médicos que solicitasen y pagasen sus servicios para operar a los pacientes más importantes.
Tuvo ocasión de conocer al Dr. Walter Zegner, pero hasta entonces éste no había recomendado sus servicios a ningún colega. Sabía que si Zegner decidía hablar de él, su posición en el hospital se hallaría definitivamente consolidada y se abriría ante él un brillante futuro. Lo que hizo que pensara en Zegner no era tanto su reputación profesional como su fama de hombre mujeriego. Así pues, el joven esperó que se presentara la ocasión y cuando ésta llegó, señaló Harriet a Zegner —ésta pasaba en su blanco y almidonado uniforme—, y le dijo todo cuanto pudo acerca de sus extraordinarias facultades. Durante esta exposición, Zegner no quitó la vista de encima a Harriet y su poco agraciada figura, mirándola con expresión ceñuda y dubitativa, sin demostrar que tomase muy en serio las palabras de su interlocutor.
Una semana después el anestesista fue llamado para participar en una serie de operaciones muy bien remuneradas, para las que había sido recomendado por el Dr. Zegner. Fue entonces cuando comprendió que sus palabras habían surtido el efecto apetecido. A partir de entonces, el anestesista ya no se molestó en seguir visitando a Harriet.
Esta supo todos los detalles que anteceden de boca del propio Walter Zegner, una noche en que ambos permanecían tendidos y agotados en el diván que ella tenía en la sala de estar. De todos modos, no le importó en absoluto. Ambas partes habían hecho un buen negocio y a la sazón ella iba en camino de hacer realidad su esperanza más querida.
Una tarde, diez semanas antes, Harriet estaba tomando café con bollos en la cafetería del hospital. Los taburetes de ambos lados estaban desocupados. De pronto alguien se sentó en uno de ellos. Se trataba nada menos que de la ilustre figura que todos reverenciaban en el hospital: el Dr. Zegner en persona. La conversación brotó con facilidad. El se mostraba interesado, incluso encantador. Y demostró una alegría infantil cuando, al hablar de sus investigaciones geriátricas, ella demostró hallarse suficientemente enterada del tema para hacer preguntas inteligentes. Tenía prisa, dijo él, pero sentía grandes deseos de proseguir la conversación. ¿Cuándo estaría libre? ¿Aquella noche? Casi muda de emoción, ella respondió afirmativamente, haciendo un esfuerzo. El dijo que la esperaría en el aparcamiento reservado a los médicos del hospital. Cuando ella apareció, temblando de excitación, él la ayudó a subir al Cadillac. Fueron a cenar a un restaurante bohemio de las afueras de la ciudad. Bebieron, comieron ligeramente, hablaron sin cesar y después volvieron a beber. Cuando él la acompañó a su pisito, ella al pensar en su pobreza se sintió demasiado cohibida para invitarle a subir. Pretextando que necesitaba beber una copa antes de acostarse, se invitó él mismo. Una vez en la habitación, sentados ante sendas bebidas, su conversación se hizo me nos académica, de un carácter más personal y equívoco. Cuando por último él se levantó para darle las buenas noches con un beso, a ella le pareció que quien la estrechaba entre sus brazos era el Dr. Martín Arrowsmith o el Dr. Philip Carey, los ídolos de sus fantasías, y se pegó a él, incapaz de desprenderse del abrazo. Pero resultó que él no sentía el menor deseo de marcharse y pasó aquella noche con ella, sobre la cama sin deshacer. En ninguna de todas sus anteriores uniones con hombres, se había abandonado ella tan completamente, y por las ahogadas frases que él pronunciaba y los confusos e inarticulados susurros, comprendió que nunca en ningún otro momento de su vida, se había sentido tan plenamente satisfecho.