La isla de las tres sirenas (16 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Durante los meses siguientes, el grupo estaría aún absorbido por sus tareas escolares, los exámenes y las actividades internas, y no se verían mucho ni tendrían demasiado tiempo libre. Cuando llegase el verano y empezasen las vacaciones escolares, todo cambiaría. El grupo se encontraría en libertad y Mary con él, de día y de noche. Era posible que consiguiese defenderse de las solicitaciones que le harían Neal Schaffer y otros tipos como él durante los meses siguientes. Pero el verano estaba que ni pintiparado para el amor. Neal se impacientaría y se disgustaría cuando Mary parase sus escarceos en los labios y en el pecho; se pondría furioso cuando Mary le quitase las manos de encima, cuando tratase de introducirlas bajo su falda. Insistiría y la apremiaría para consumar el acto y si ella rehusaba, se iría con sus deseos y ofrecimientos sociales a otra parte, dejando a Mary. Esta no tardaría en ser una chica marcada. ¿Tendría bastante fortaleza para resistir esta tentación? Sinceramente, Sam lo dudaba. En realidad, ¿quién podía considerarse capaz de soportar la amenaza del ostracismo, o culpado por aplazar deliberadamente la soledad?

La bebida era otro peligro. De pronto, Sam se apartó de la alacena, al comprender el motivo que impulsó a Mary a beber. De momento creyó que lo había hecho para demostrar que, pese al apego que tenía a la virginidad, sabía divertirse como los demás. Entonces lo vio bajo otra luz, con unos motivos distintos. No había querido diferenciarse de las demás chicas. Pero tenía miedo de las relaciones sexuales. Y entonces, probablemente por sugerencia de alguien, de Leona o de Neal acaso, bebió dos copas para reblandecer su resistencia y hacer posible su capitulación. Aquella noche no consiguió aún vencer su temor. Pero otra noche, cuando en vez de dos hubiese bebido cuatro o cinco copas…

Sam se sentía mareado y desvalido. Apagó la luz de la cocina. Se dirigió al vestíbulo y se desvió para apagar la lámpara de la sala. Al hacerlo, vio la carta de Maud Hayden. La miró en la oscuridad y después se encaminó a su dormitorio.

Apartando las sábanas, se metió en la cama.

—Sam… —susurró Estelle.

El volvió la cabeza sobre la almohada.

—¿No duermes…?

—Sam, lo he oído casi todo. Me levanté para escuchar. —Hablaba con voz trémula y preocupada—. ¿Qué vamos a hacer?

—La mejor solución posible —repuso Sam con firmeza—. Mañana por la mañana escribiré a Maud Hayden, indicándole que tenemos que ir todos, o no cuente conmigo. Si acepta, sacaremos a Mary de aquí y nos la llevaremos con nosotros a una isla pequeña y apacible, donde no se hallará sujeta a tentaciones.

—Esto resolverá este verano, Sam. Pero ¿y después?

—Después, ya veremos. Lo único que quiero es que sea mayor. Hay que empezar por lo primero y más inmediato. Y lo más inmediato es resolver la situación este verano…

Maud Hayden levantó la vista de la copia de la carta enviada al Dr. Walter Zegner, que vivía en San Francisco.

—¿Dices que qué es esto, Claire? ¿Que por qué invitamos a un médico para este viaje, preguntas? Pues voy a decírtelo… —Tras una vacilación, dijo con solemnidad—: Quiero que sepas que lo invito porque el Dr. Zegner está especializado en geriatría, he sostenido una larga y agradable correspondencia con él, y Las Sirenas pueden ser un valioso campo de estudios para su especialidad.

Hizo una nueva pausa y una sonrisa asomó a su rostro.

—Ahora voy a decirte la verdad. Es algo estrictamente confidencial y que debe quedar entre nosotras. Te lo diré porque estamos entre cuatro paredes y nadie nos oye. He invitado a un médico, querida, por motivos pura y exclusivamente políticos. Conozco muy bien a Cyrus Hackfeld y el negocio en que se ocupa. Es dueño de una gran cadena de farmacias y uno de los principales accionistas de la empresa farmacéutica que abastece esos establecimientos. Por consiguiente, Hackfeld siente un interés constante por las sencillas pócimas o hierbas que emplean las tribus primitivas… por cualquier menjurje exótico capaz de convertirse en un inofensivo estimulante, en una crema para las arrugas o en un medicamento para quitar el apetito. Así es que, cuando alguien le pide una subvención, suele preguntar si habrá médicos en la expedición científica. He supuesto que esta vez también lo haría y me he anticipado a la pregunta.

—¿Y la doctora Rachel DeJong? —preguntó Claire— ella también tiene el título de Doctor en Medicina, además del de analista, ¿no es verdad? ¿No bastaría para satisfacer a Hackfeld?

—Ya he pensado en eso, Claire, pero creo que no —repuso Maud—.

Pensé que Rachel se hallaría falta de práctica al frente de la sección de medicina general y tendría exceso de trabajo ocupándose simultáneamente de la psiquiatría, con el resultado de que Hackfeld podría sentirse defraudado.

Prefiero no arriesgarme con nuestro mecenas. Necesitamos un médico que se ocupe pura y exclusivamente de la medicina general, nos guste o no nos guste. Confío en que Walter Zegner sea la persona que nos hace falta.

Eran las ocho menos veinte de la noche y Walter Zegner había dicho que pasaría a buscarla a las ocho. En las diez semanas transcurridas desde que se conocieron y en las nueve semanas con seis días pasados desde que comenzó su íntima amistad, Harriet Bleaska no había tenido que esperar nunca a Walter Zegner después de la hora convenida. A decir verdad, ella recordaba que en tres ocasiones —e incluso entonces el recuerdo hizo acudir una sonrisa a sus labios—, él había llegado entre quince minutos y media hora antes a la cita, impulsado por lo que él manifestó ser "un deseo irreprimible".

Sí, llegaría puntual, especialmente esta noche, en que había tanto que festejar. Y ella debía hallarse dispuesta y preparada.

Con un último tirón, alisó el flamante vestido de seda verde botella para cóctel que acababa de comprar y después, haciendo subir la cremallera por su espinazo y hurgando para sujetarse las presillas y corchetes, se acercó a la ventana. Desde la altura de su apartamento, que se alzaba sobre la colina, veía las enormes garras de la niebla, que de un color grisáceo resaltaba sobre la negrura nocturna y las luces amarillentas, deslizándose sobre la ciudad que se extendía a sus pies. Todo San Francisco estaría pronto oscurecido y únicamente las vigas del puente sobre el Golden Gate continuarían siendo visibles, como barras distantes y aisladas sobre el cielo.

Sabía que Walter aborrecía la niebla y aunque había dicho que aquella noche bajarían a la ciudad, algo le decía que no pasarían del restaurante del muelle de pescadores. Después de tomar el aperitivo y cenar, si hacían las cosas como siempre. Volverían directamente a su cómoda y acogedora habitación única y al amplio lecho que Walter ayudaría a preparar. No le importaba. A ella le complacía ver aquel hombre de gran reputación, rico, con influencia, poder (y actualmente con un nuevo e importante cargo) reducido a la igualdad por su carne que era la de un animal sensual y desprovisto de complicaciones. Aquel talento que ella poseía para despojarlo de su orgullo mundano, para reducirlo a su yo sin adornos, a su yo esencial (en su opinión, la mejor parte de él), era su mayor triunfo, su mayor esperanza. Apartándose de la ventana, se dirigió al tocador para buscar, en la caja barata y baqueteada donde guardaba sus joyas, alguna combinación adecuada para engalanarse. Probó de emparejar varios pendientes propios para trajes de noche con distintos collares… de manera inexplicable, sus amantes siempre le regalaban grandes libros de arte o pequeñas copas de licor (tenía una teoría que se negaba a aceptar aunque en el fondo la creía: a saber, que, en general, sus amantes pensaban que regalarle joyas sería un gasto inútil), y por último se decidió por unos sencillos pendientes y un collar de perlas, porque era lo que menos llamaba la atención.

Harriet Bleaska no se contempló en el espejo del tocador para ver si las joyas realzaban su apariencia. Sabía muy bien que no la favorecían y no deseaba que el espejo le recordase la falta de corazón que había demostrado la naturaleza. Si tuviese amor propio —en realidad, lo tenía en grado superlativo—, éste no se veía realzado por su porte ni, a decir verdad, por ningún atractivo visible en su figura. Como los lisiados de nacimiento, Harriet aprendió muy pronto que su aspecto le impedía automáticamente participar en ciertas satisfacciones que proporciona la vida.

Pero esta vez, contraviniendo su propia regla de conducta, contempló su imagen reflejada en el espejo, a fin de comprobar si su maquillaje se conservaba aún en buen estado. La familiar cara que la miraba desde el espejo, a la que en secreto ella llamaba Máscara, pues ocultaba a los ojos de todos su auténtica belleza y sus virtudes, le dirigió una mirada solemne. Si sólo se hubiese visto afligida por la vulgaridad, por una falta de belleza o por algo de tipo indiferente, su situación no hubiera sido tan mala. No era esto lo que la afligía. Durante todo el tiempo que a sus veintiséis años cumplidos podía recordar, Harriet había vivido convencida de que era extraordinariamente fea y de facciones ordinarias. Su cara parecía ahuyentar a los hombres de su camino, como una bocina en medio de la niebla. Incluso su atributo más aceptable, representado por su cabello, hubiera sido el peor de los atributos en una mujer agraciada. Los cabellos de Harriet le llegaban hasta los hombros; eran ásperos y de color gris ratón. Además, eran lisos sin remedio. En un intento por peinárselos de algún modo, se había hecho un rígido flequillo sobre la frente. De cabellos para abajo, las cosas no hacían más que empeorar. Tenía los ojos demasiado pequeños y juntos. La nariz tan respingona que ya dejaba de ser graciosa. La boca era una ancha herida, casi desprovista de labio superior pero con el labio inferior excesivamente carnoso. Tenía el mentón largo y puntiagudo. Suponía que algunas personas debían decir que su fisonomía recordaba la de una yegua belga.

El resto de su persona no ofrecía otras compensaciones. Su cuello tenía la gracia de una tubería de plomo; parecía llevar almohadillas de rugby en los hombros; sus senos no llenaban ni una taza de tamaño "A"; tenía las caderas y los tobillos tan gruesos como los de un percherón que hubiese ganado premio en un concurso, o así se lo parecía. En una palabra, como Harriet dijo en una ocasión, cuando Dios hizo a las mujeres, aprovechó los trozos y retazos sobrantes para crear a Harriet Bleaska.

Se encogió de hombros con resignación —era una mujer demasiado juiciosa y dotada de sentido práctico para sentir amargura—, se apartó del tocador, tomó un cigarrillo con filtro, lo encendió con el mechero plateado que representaba un galeón y que le había regalado Walter y después volvió a dejar el encendedor sobre el enorme y reluciente libro de arte, también regalo de Walter. Como aún le quedaban doce minutos de espera, y no sabía cómo llenarlos, decidió pasarlos enumerando sus bendiciones.

Mientras paseaba por la estancia fumando, llegó a la conclusión de que las cosas no le habían ido tan mal, para ser un patito feo. Desde luego, había un buen puñado de apuestos caballeros que, basándose en sus investigaciones personales, asegurarían al unísono que no había mujer más hermosa en la tierra que Harriet Bleaska… cuando estaba en la cama.

Tenía que dar gracias a Dios por esta bendición, se dijo, y llorar por todas sus hermanas que eran emocionalmente feas, deformes y tullidas de cintura para abajo.

Sin embargo, el placer que le producía pensar en aquella facultad suya tan incomparable se veía entenebrecido por las duras realidades de la vida.

En el mercado de la época, los hombres adquirían hermosas fachadas. Lo que había detrás de las fachadas les parecía menos importante, al menos de momento. Toda una generación masculina se hallaba influida por la poesía, las novelas románticas, la radio, la televisión, el cine, el teatro, los espectáculos, sin olvidar los anuncios de revistas y periódicos, que les hacían creer que si una joven poseía un rostro encantador, un busto prodigioso, una figura bien proporcionada, modales provocativos (boca entreabierta, voz aterciopelada, andar ondulante), sería automáticamente una maravilla en la cama y la mejor compañera que un hombre podía hallar en este mundo.

Cuando una joven poseía este exterior, no le faltaba un cortejo de pretendientes, entre los que se mezclaban hombres apuestos, aristócratas, ricos y famosos. Los exteriores más modestos provocaban menos ofertas y, así sucesivamente, cada vez más abajo en la escala, hasta llegar al sitio solitario que habitaba Harriet Bleaska.

La estupidez de aquello, aunque no resultase suficiente para amargarla, hacía que en ocasiones sintiese deseos de clamar ante la imbecilidad de los hombres. ¿No podían ver, comprender, darse cuenta, de que la belleza es algo que existe sólo a flor de piel? ¿No eran capaces de suponer que, con harta frecuencia, tras las hermosas fachadas sólo existía egoísmo, frialdad y psicosis; ¿No podían ver que había otras cualidades que eran mejor garantía de felicidad conyugal en la sala de estar, la cocina y el dormitorio? No, no podían verlo; los habían educado para que no lo viesen, y ésta era la cruz de Harriet.

Los hombres equiparaban la Máscara —su fealdad— con un matrimonio poco atrayente y una vida sexual sosa. Muy raras veces le permitían demostrar que ella era algo más; y cuando lo hacían, lo cual no era muy frecuente, tampoco bastaba. Había que tener en cuenta que en la sociedad actual se consideraba acertado casarse con una mujer hermosa porque, aunque se supiese que ésta nada valía, aquello simbolizaba éxito a los ojos del mundo. En cambio, se consideraba un error casarse con una mujer fea, aunque ésta fuese virtuosa, porque la fealdad simbolizaba en parte fracaso.

Los hombres eran unos necios, la vida una locura, mas, así y todo, había ocasiones en que ambos encerraban mayores promesas.

Harriet nació en Dayton (Ohio), en el seno de una familia decente y sencilla de la clase media. Sus padres, que la amaban, eran unos menestrales lituanos que habían trabajado durante toda su vida. En su niñez ella no se percató de lo que la hacía distinta a los demás, pues sus padres y su extensa familia la colmaban de atenciones, regalos y elogios. Cuando llegó a la pubertad, se consideraba una personilla importante, especial y muy querida.

Hasta que su padre, empleado en una empresa tipográfica, fue ascendido y se trasladó a Cleveland, donde ella ingresó en la Escuela Superior de Cleveland Heights, ella no tuvo el primer atisbo de lo que se interponía entre su persona y una vida normal de sociedad. El obstáculo era la Máscara. Su fealdad había alcanzado su pleno desarrollo. Era un cacto entre camelias. Tenía numerosas amistades, principalmente de su propio sexo.

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