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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (20 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Sus relaciones, completamente cerebrales, fueron madurando durante el verano, hasta el punto de que él llegó a sentir deseos de que no termina sen. Cuando regresó a Denver, comprendió que Beverly se había convertido casi en parte integrante de su ser, en una costumbre, como lo eran su madre, Crystal o su hermana Dora. Cuando empezó a echarla de menos, hizo algo completamente insólito en él… alteró su rutinaria vida para poder continuar viéndola. Todas las semanas recorría los cincuenta kilómetros que había hasta las Montañas Rocosas, para dirigirse al noroeste y llegar hasta Boulder, donde vivía Beverly. Empezó cada vez más a acariciar una idea que antes le hubiera parecido imposible: casarse con una joven que no introduciría cambios en su vida ni trastornaría su programa de trabajo, sino que, por el contrario, mejoraría su existencia diaria.

Pero de manera insensible, empezó a verla cada vez menos durante los tres últimos meses. Hacía ya un mes a la sazón que no la veía. Ella telefoneó y aceptó sus excusas de que estaba sobrecargado de trabajo. Cuando telefoneó de nuevo, escuchó con menos amabilidad sus circunloquios y, desde entonces, no había vuelto a llamar.

Al pasar revista a todos esos acontecimientos trató de recordar qué había habido entre ellos. La verdad era que no había habido nada. No se habían peleado y su mutuo afecto no había disminuido. Pero entonces, Orville se acordó de algo, de algo que se le había ocurrido hacía una semana, antes de dormirse, y también la noche anterior, aunque en ambas ocasiones lo había desechado por inverosímil. La insidiosa idea había vuelto y esta vez, armándose de valor, decidió mirarla frente a frente.

Hasta entonces, de manera vaga había creído que si no quería seguir viendo a Beverly ni reforzar los vínculos sentimentales que a ella le unían, se debía a algún defecto en la personalidad de la joven. Este defecto era simplemente su superioridad como ser humano. Era una joven de una pieza, desprovista de complicaciones, segura de sí misma, culta y atractiva. Si se casaba con ella, lo eclipsaría. De momento lo necesitaba, por ser una joven soltera que quería integrarse en la sociedad por medio de un buen enlace. Esto hacía que de momento él gozase de cierta superioridad. Una vez casados, la íntima convivencia pondría de relieve sus propios defectos…

Nadie se halla libre de defectos. Al mismo tiempo, el carácter independiente de Beverly, incrementado aún más por la confianza que el matrimonio proporciona a las mujeres y reforzado por el inevitable conocimiento de sus imperfecciones, terminaría por imponerse, amargándole la vida. Ella sería la superior y él, el inferior. Este cambio de posición en el matrimonio redundaría únicamente en su perjuicio. En una palabra… no era persona adecuada para él. Quería una compañera que le fuese inferior y continuase siéndolo siempre, que lo contemplase con admiración, que dependiera de él, que se considerase afortunada de haberlo encontrado. Beverly no pertenecía a esta clase de mujeres. Así es que la expulsó discretamente de su fortaleza y elevó el puente levadizo.

Estaba convencido de que a ello había que achacar la ruptura de sus relaciones. A la sazón, sin embargo, creía que podía haber algo más, aunque lo que acababa de descubrir no invalidaba en absoluto los primitivos sentimientos que ella le inspiró.

Acababa de descubrir que empezó a rehuir a Beverly una semana después de haberla presentado a su madre, su hermana y su cuñado, hacía de ello tres meses.

Resuelto a llegar a una decisión, la sometió a la prueba final, la carrera de obstáculos, como gustaba llamarla. Sólo en otras dos ocasiones había sometido anteriormente otras jóvenes a aquella prueba. Beverly aceptó con entusiasmo. Vino de Boulder por ferrocarril y él fue a esperarla a la estación Unión, orgulloso de su porte y atavío. Después la llevó a casa de su madre en coche, donde esperaban heroicamente Dora y Vernon Reid, su marido, que acababan de llegar de Colorado Springs, en compañía de su madre, medio baldada aún, a consecuencia de un ataque de artritis y estornudando sin cesar a causa de la fiebre del heno que había contraído.

Pese a lo apresurado de la entrevista, Beverly salió de ella con matrícula de honor. Se mostró digna pero cordial. Acaso el nerviosismo que sentía la hizo hablar más que de costumbre, pero su conversación fue siempre interesante. La velada transcurrió como una seda. Después, cuando Orville acompañó a Beverly en coche hasta Boulder, experimentó mayor afecto por ella que en ninguna otra ocasión anterior, considerándola ya como algo muy suyo.

La inicial reacción de sus parientes, cuando a la mañana siguiente desayunaron todos juntos, fue favorable, según pudo colegir. A decir verdad, apenas hablaron de ella, limitándose a decir que era "una criatura simpática y agradable", y "bastante inteligente". A pesar de todo, la semana siguiente, empezaron a criticar a Beverly. Orville se percató de esto entonces, ya que de momento le había pasado desapercibido. Su madre empezó a hablar no de Beverly en particular, sino de "las jóvenes intelectuales", que "hacen pasar por el aro a los hombres". Dora nombró a Beverly explícitamente, diciendo que "tenía ideas propias, vaya, vaya", hecha esta última observación con cierta sorna. Vernon se refirió a ella de forma bastante irreverente diciendo que era "estupenda" y apostó a que "sabía mucha gramática parda", diciendo que le recordaba a una condiscípula que tuvo, muy alta y bien plantada, que entendía perfectamente esto de la confraternización. Para añadir: "No interpretes mal mis palabras, Orville. No quiero dar a entender nada determinado. Únicamente el parecido físico de esa joven con Lydia me hizo pensar en ella".

Sin saber por qué, en los días que siguieron Orville empezó a pensar en Beverly con preocupación, preguntándose cuál debió haber sido su pasado y proyectando su fuerte personalidad hacia el futuro. De un modo que no alcanzaba a definir, su perfección aparecía empañada. Era como si hubiese comprado una escultura obedeciendo sólo a su instinto, a la amorosa impresión inmediata y no a un frío examen, para gozar con su presencia hasta que los amigos empezaron a hacer observaciones casuales acerca de las dudas que su originalidad podía ofrecer, así como su belleza o su valor, haciendo que al fin uno se sintiese inseguro, el puro gozo se alterase y por último se disipase, a causa de la excesiva reflexión.

Con súbita claridad, hija de la honradez, un lujo que Orville se permitía muy raras veces, vio que había terminado rehuyendo a Beverly, no por los propios defectos de ésta sino por la sospecha de que pudiera poseerlos, sospecha que había sido inculcada por su familia. Como a resultaba normal, le habían hecho un perfecto lavado de cerebro familiar desde hacía tiempo. Conocía muy bien a su familia desde hacía tiempo, pero su dependencia hacia ella le había llevado a cerrar los ojos ante la verdad. Jamás quería reconocer que la táctica empleada por sus familiares tuviese relación con su estado de soltería.Su madre estuvo casada cuatro años y tuvo primero a Dora y después a él hasta que su padre la abandonó para irse con una mujer más joven, menos exigente y más femenina. Su madre atribuyó la catástrofe a la concupiscencia, la maldad natural de su padre y aquel impulso feo, sucio y tortuoso llamado falacidad. Así que Dora alcanzó la mayoría de edad, se rebeló contra la excesiva tutela materna, se fue de casa para casarse con Vernon, se instaló en Colorado Springs y tuvo hijos que se dedicó a tiranizar. Orville, al no contar con el genio de su hermana mayor para protegerle creció pegado a las faldas de su madre, como rehén por su errante padre. Diez años tuvieron que transcurrir después de alcanzada su mayoría de edad, para que se atreviese a buscar un apartamiento que le permitiera cierta intimidad… pero incluso viviendo por su cuenta, hablaba por teléfono con su madre dos veces al día, cenaba con ella tres veces por semana y la llevaba en coche a visitar su legión de médicos y a las reuniones de sociedad.

Merced a los rayos Roentgen de esta introspección, Orville pudo relacionar aquellos seres de su propia sangre con su estado de soltería. Comprendió claramente lo que se proponían al mantenerle soltero. Si se hubiese casado con Beverly o con alguna de las que la precedieron, su madre se hubiera sentido como abandonada por un segundo marido, para quedar sola y desamparada. Si se hubiese casado para vivir por su cuenta, su hermana y cuñado se hubieran visto obligados a mantener a su madre. Tal como estaban las cosas, soportaban a su madre durante una semana al año que pasaba en su casa de Colorado Springs, aportando una módica suma mensual para ayudarla a pagar su piso en Denver. Ellos ponían dinero, se dijo amargamente, mientras que él ponía sentimientos. Pagaban en efectivo, pero él pagaba en libertad. Hallándose solo él en Denver, se veía obligado a cargar totalmente con el fardo más pesado. Dora continuaba viviendo al margen, egoísta y encerrada como siempre en sí misma. Orville comprendió que si se casaba, contaría con un aliado para defender su independencia y Dora tendría que contribuir con la parte que le correspondía.

Iluminado con el resplandor de aquel rayo de verdad, Orville detestó a su hermana. No se atrevía a alimentar una emoción tan fuerte como el odio hacia su madre, pero se dijo que si bien no era capaz de odiarla, por lo menos no la amaba. Sabiendo todo esto y dominado por aquellos sentimientos, ¿por qué no corría a Boulder para postrarse de hinojos ante Beverly y pedía su mano? ¿Por qué estaba paralizado? ¿Por qué no actuaba? Conocía la respuesta a estas preguntas y acabó por despreciarse a sí mismo. Sabía que un temor sin nombre, lo mantenía atado. Trató de nombrar y definir aquel temor: sentía miedo de la soledad, miedo de abandonar y acaso perder lo que consideraba seguro y constante, o sea aquellos dos senos, el materno y el sororal, por un seno desconocido y extraño que un día podía llegar a mostrarse tan superior, que ya no le necesitase. Éste era el quid de su indecisión. ¿Qué hacer? Ya lo vería, ya tomaría una decisión.

Volvió su atención al atril, a sus notas, a su clase, a la chica del suéter color limón que en aquel instante descruzaba las piernas y las abría para cruzarlas de nuevo. Orville consultó el gran reloj de pared y vio que faltaban unos segundos para terminar la clase. Terminó lo que estaba diciendo, arregló las notas y añadió:

—La semana que viene trataremos con detalle de las numerosas amenazas que rodean la institución del matrimonio, indicando cuál fue su papel en la evolución de las costumbres sexuales durante las distintas épocas. Para empezar, estudiaremos el papel desempeñado por la mujer que suele llamarse la Otra. Durante varios siglos, la «esposa» ilícita del hombre, casado a veces, soltero otras, ha tenido muchos nombres y caras… adúltera, concubina, cortesana, hetaira, manceba, barragana, entretenida, cocotte, ramera, manfla, querida, amante, favorita, amiga, quillotra, coja, coima, amasia, daifa, tronga, combleza. Todos estos nombres, con ligeras variantes, se han empleado para describir a la misma mujer… la amante. La semana próxima me ocuparé de la amante en la evolución de las costumbres sexuales. Muchas gracias. La clase ha terminado.

Mientras recogía sus notas en medio del bullicio causado por los estudiantes al levantarse, mientras llegaba a su oído rumor de risas y conversaciones, se preguntó si la chica del suéter color limón lo estaría mirando aún para continuar el flirteo. Aunque Orville tenía inclinada la reluciente calva, consiguió mirarla a hurtadillas. La joven estaba de pie, con libros y cuadernos bajo el brazo, vuelta de espaldas a él, esperando a dos compañeras suyas. Después, las tres juntas, se dirigieron a la salida del aula. La chica del suéter color limón, cuyas intimidades conocía, pasó ante él sin tan siquiera mirarle. Hubiérase dicho que Orville era un gramófono neutro que acababa de pararse. Se sintió estúpido, burlado y después, embarazado.

Cuando el aula se hubo vaciado y él cerró su cartera, no se hizo el remolón como otros días. Por lo general, le gustaba reunirse con algunos de los más inteligentes miembros de la Facultad para tomar café, hablar de cuestiones profesionales y chismes universitarios. Aquella mañana no tenía tiempo. Había prometido a la Comisión de Censura de la Asociación Femenina de Colorado, que a las once y cuarto estaría en el local de proyección, donde iban a pasar una película francesa recién importada, titulada
Monsieur Bel Ami
. No tenía tiempo que perder.

Salió apresuradamente de la Universidad, perdió algún tiempo maniobrando para sacar su nuevo Dodge del aparcamiento reservado a los miembros de la Facultad, y por último emprendió el camino. Al pasar por Broadway hacia el centro urbano, recordó la carta de la doctora Maud Hayden. Casi nunca despachaba la correspondencia por la mañana. Las cartas de índole personal que recibía en sus señas particulares, las dejaba para leerlas tranquilamente por la noche; el correo profesional que recibía en su despacho, lo leía después de comer. El correo de aquella mañana contenía un sobre con el nombre y señas de la doctora Hayden al dorso y no pudo resistir la tentación de abrirlo. La historia de Las Tres Sirenas lo absorbió tan completamente que, casi por única vez en el curso de una década, estuvo a punto de olvidar telefonear a su madre. A causa del tiempo que la carta le robó, sólo pudo hablar cinco minutos con la despótica señora. Prometió concederle más tiempo cuando ella le telefonease al despacho, después de comer. Pero entonces, al atravesar el centro urbano, ya no estuvo tan seguro de concederle más tiempo.

Mientras seguía por Broadway, se puso a meditar el contenido de la carta de la doctora Hayden. Sus propios estudios acerca de las costumbres sexuales comparadas habían sido casi siempre de segunda mano, y estaban basados, por lo general, en escritos y memorias de observadores y etnólogos. En cuanto a él, sólo había efectuado dos modestas expediciones científicas: la primera, para reunir materiales con destino a su tesis doctoral, consistió en seis meses pasados en una reserva Hopi, mientras su madre se alojaba en un hotel cercano; la segunda, financiada por el Instituto Polar de la Universidad de Alaska, consistió en una estancia de tres meses en las Aleutianas, islas que se extienden frente a la costa de Alaska. Esta estancia tuvo que abreviarse, ya que su madre cayó enferma en Denver. En ninguno de ambos casos pudo adaptarse bien a la vida en condiciones primitivas. Los pueblos primitivos le atraían tan poco como las incomodidades y, a decir verdad, se sintió muy contento al tener que abandonar las Aleutianas para regresar a la cabecera de su madre. Juró que nunca volvería a vivir como un salvaje. Se dijo que la participación activa y la observación no eran necesarias. ¿Tuvo que asistir Leonardo de Vinci a la Santa Cena para pintarla? ¿Y sir James Frazer, que era la estrella que lo guiaba, no escribió su obra inmortal, La rama dorada, sin ver ni visitar jamás una sociedad primitiva? (Una vieja anécdota abonaba este parecer. Una vez, William James pidió a Frazer que le hablase de algunos de los aborígenes que debió conocer. A lo que Frazer contestó: "Dios me asista"

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