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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (18 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Cuando se marchó al amanecer, conjeturó, acertadamente, que regresaría. Iba a verla tres, cuatro y hasta cinco veces por semana, y la llevaba a discretos restaurantes, donde bebían, cenaban juntos y bailaban, regresando después a su apartamento, para gozar uno en brazos del otro durante horas. Ella se sentía emocionada y orgullosa. Hubiera deseado pregonar su conquista ante todas las enfermeras y médicos del hospital, sin olvidar a sus pacientes. Pero guardaba celosamente el maravilloso secreto, para no comprometer a Walter. Lo que más agitación le causaba era escuchar los comentarios que enfermeras e internos hacían, cuando sacaban al retortero, la vida íntima de los médicos, acerca de las aventurillas de Walter con damas de la alta sociedad, ricas herederas y todas las mujeres encopetadas que vivían en las lujosas residencias de Nob Hill. Cuando escuchaba tales chismes la dominaba el irreprimible deseo de gritar: ¡Pero idiotas, ¿no sabéis que esos estúpidos rumores no son ciertos? ¿Queréis saber con quién pasa todas esas noches? ¡Conmigo! Sí, conmigo, desnudo conmigo, acariciándome, amándome como yo le amo… sí, conmigo, Harriet Bleaska"

Sin embargo, el recuerdo de antiguos y dolorosos desengaños le impedía alimentar aquella remota esperanza. Es decir, se negó a alimentarla hasta el día anterior al mediodía. Entonces, por primera vez, tuvo el convencimiento de tener tan seguro a Walter, que ya era imposible que la traicionase.

Por primera vez, un hombre había atisbado tras la Máscara, para ver entera, su belleza interior.

El suceso de la víspera estuvo precedido, tres horas antes, por la sorprendente noticia de que el Dr. Walter Zegner había sido nombrado director del hospital. Al escuchar la extraordinaria noticia, la cabeza de Harriet empezó a dar vueltas. Que si la influencia de la familia Fleiseher, que si la anciana viuda, que si su hija menor, etc‚ etc, etc… Pero la verdad era que aquello era cierto. Walter era director del hospital y, de la noche a la mañana, se convertía oficialmente en uno de los médicos más importantes del Oeste. Ella no se atrevía a pensar en lo que esto podía significar en sus relaciones. Sería una prueba y prefirió esperar.

Al mediodía, tuvo la anhelada respuesta. El llegó, se detuvo en el corredor, todos lo rodearon para felicitarle. Ella se hizo la encontradiza y oyó que la llamaba.

—Oiga, enfermera… señorita Bleaska… ¿Es que no va usted a felicitarme? A partir de ahora, soy su nuevo jefe.

El corazón le dio un brinco en el pecho. En presencia de todos, le tomó la mano con solemnidad y se la estrechó, mientras se le hacía un nudo en la garganta. Entonces él la tomó por el brazo. —Ahora, vamos a trabajar —dijo—. ¿Cómo sigue el paciente de la habitación…?

Con estas palabras la alejó de los demás y después le dirigió una sonrisa, mientras susurraba:

—Supongo que aún sigue en pie la cita para mañana por la noche, ¿eh? Ella asintió en silencio. Entonces él prosiguió:

—Muy bien; tenemos que celebrarlo. Iremos a cenar juntos a la ciudad y… bien, nos veremos luego… Aquí viene el Dr. Delgado.

Aquello sucedió el día anterior al mediodía. Fue para ella una hora gloriosa. Ahora faltaban tres minutos para las ocho y dentro de ciento ochenta segundos estaría en brazos de Walter. Esta idea y las posibilidades que se abrían ante ella, hicieron que sintiese vértigo.

Con sorpresa se dio cuenta de que ya no paseaba por la habitación fumando, sino que se había sentado en el brazo de la única butaca. Se percató de ello porque sintió dolor en la rabadilla, a causa de lo incómodo de su posición. Se levantó para desperezarse, se alisó el vestido de cóctel y después decidió preparar dos whiskies dobles con hielo, uno para darse ánimos y otro para Walter. Así demostraría qué esposa tan buena podía ser; qué compañera tan maravillosa y amante, llegado el momento. Tomó dos copas de estilo anticuado, sacó varios cubitos de hielo de la bandeja de su pequeña nevera y después vertió lenta y generosamente el líquido sobre el hielo, que había depositado en las copas. Después de dejar la copa para Walter en la mesita contigua al butacón, permaneció de pie, bebiendo y paladeando su whisky.

Cuando faltaba un minuto para las ocho, llamaron a la puerta y ella gozosa fue a abrir a Walter.

Cuando abrió de par en par la puerta, quedó sorprendida al ver que el visitante no era Walter. La figura masculina que se erguía en el umbral tenía un aspecto hispanoamericano. Era un hombre de estatura media, delgado y musculoso, que ella reconoció como el Dr. Herb Delgado, un interno amigo de Walter, que lo sustituía con frecuencia cuando tenía que salir para realizar visitas nocturnas. La primera reacción de Harriet, tras su natural sorpresa, fue de disgusto. El Dr. Delgado no gozaba de muchas simpatías entre las enfermeras del hospital. Las trataba con desdén, con muy poco respeto, como si perteneciesen a una casta inferior.

—Buenas noches, señorita Bleaska —dijo, con tanta volubilidad como si ella ya le esperase—. ¿Le sorprende verme por aquí?

—Yo… yo creía que era Wal… el Dr. Zegner…

—Sí, lo sé. Pero como solían decir a la puerta de los locales donde antes se bebía whisky clandestinamente… me envía Walter.

—¿El le ha enviado?

—Exacto. ¿Me permite que pase un momento?

Sin esperar su invitación, pasó junto a ella y penetró en la estancia, mientras se desabrochaba el gabán.

Desconcertada, ella cerró la puerta.

—Y él, ¿dónde está? Tenía que venir a las…

—No puede. —Delgado la atajó con tono risueño—. Le es imposible acudir a la cita. ¿No es así como se dice? —Sonrió antes de añadir—: Lo retuvieron en el último momento y me pidió que viniese para decírselo…

—Podía haberme telefoneado.

… y sustituirle en lo posible, durante la velada.

—Oh —Harriet seguía aún confusa, pero no pudo por menos de pensar que Walter había tenido una atención para con ella, al enviar aquel sujeto—. ¿Se reunirá con nosotros, más tarde?

—Mucho me temo que no, Harriet.

Ella se preguntó a santo de qué señorita Bleaska se había convertido en Harriet y cuánto faltaba para que Harriet se convirtiese en simple enfermera. El Dr. Delgado frunció los labios y prosiguió:

—Los Fleischer decidieron en el último instante celebrar el nombramiento… y Walter, naturalmente, tuvo que asistir a la fiesta.

—¿Tuvo que asistir?

—Son sus protectores.

—Sí, eso oí decir.

—Naturalmente. Así es que compréndalo usted. —Observó la copa preparada en el extremo de la mesita—. ¿Es para mí?

—Era para Walter.

—Bien, yo vengo en representación suya. —Tomó la copa y la levantó para brindar—. A su salud.

Apuró el whisky de un trago. Harriet no acercó su copa a los labios.

—Me parece que no saldré, esta noche —dijo.

—Claro que saldrá. Orden del doctor.

—Walter y usted son muy amables, pero prefiero no salir. Cuando Walter esté libre, ya me llamará.

El Dr. Delgado la examinó con suma atención.

—Mire, nena, yo no confiaría en eso. Le hablo con sinceridad, como miembro de la profesión. Yo no confiaría en eso.

Por primera vez, la remota aprensión se convirtió en una aguda punzada de dolor. Un temor innominado agarrotó su estómago y sintió vértigo nuevamente.

—Yo no confío en nada —dijo con voz débil—. Sé que está muy ocupado y que ha contraído nuevas obligaciones. También sé cuáles son sus verdaderos sentimientos. Sin ir más lejos, ayer al mediodía…

—Ayer al mediodía era la Edad Media —dijo Delgado, casi con brutalidad—. Hoy ha empezado una nueva época en su vida. Ha ascendido, ha pasado delante de todos, incluso de mí. Se encuentra en una situación distinta. No puede seguir divirtiéndose por ahí, como antes.

—¿Divirtiéndose? —repitió ella, terriblemente ofendida—. ¿Qué clase de lenguaje es ése? ¿Qué pretende usted decir con estas palabras?

—Bah, dejémoslo —dijo Delgado con impaciencia, mientras ella se percataba de que por último había efectuado la transición de Harriet a enfermera, pasando por nena. Ni siquiera era capaz de conservar los modales propios de un médico en la cabecera de un enfermo—. Tiene usted que saber —agregó— que él me lo ha contado todo.

—Y eso, ¿qué quiere decir? —repuso Harriet, tratando de dominar su voz.

—Pues quiere decir que yo soy su más íntimo amigo y que no tiene secretos para mí.

—No me gusta el tono con que habla. Parece como si quisiera insinuar que ha oído algo… inconfesable entre nosotros…

—Nena, lo ha dicho usted, no yo. Yo no me proponía decir eso. Walter la quiere y para obligarme a salir en una noche como ésta, tuvo que explicarme el motivo. Contrariamente a lo que pueda pensar, usted me causa una gran impresión. Sé que Walter y usted se han visto mucho. A eso me refería al decir que ahora no tiene tiempo para diversiones. Esta noche le ofrecen una recepción en casa de los Fleischer, que lo reciben no como médico ilustre, sino como a uno de los suyos. También me han dicho que una de las chicas Fleischer se ha propuesto pescarlo y le aseguro que es muy linda.

Harriet notó el dolor que estas despreocupadas palabras le causaban y después observó otra cosa. La Máscara que había empezado a quitarse, cubría de nuevo su rostro.

—Y él… le envió para que me contara todo esto? —consiguió articular.

—Me pidió que tocase de oído. La letra es mía pero los sentimientos son suyos.

—No… no puedo creerlo —dijo ella—. Ayer… precisamente ayer, me dijo…

La voz se quebró y no pudo continuar.

El Dr. Delgado se acercó a ella inmediatamente y pasó un brazo en torno a sus hombros con gesto paternal, tratando de consolarla.

—Mire, nena, lo siento mucho. Créame que lo siento de veras. No se me ocurrió pensar que usted… en fin, no podía imaginar cuáles eran sus proyectos. Los hombres como Walter…

—Los hombres como todos —dijo ella, casi para sí misma.

—Si se detuviera usted a pensar un poco, nena, recordaría el pequeño texto básico que solían citarnos en el primer curso de Psicología. El experimento consistía en tomar un ratón macho y hacerle pasar hambre de dos maneras… impidiéndole acercarse a la comida e impidiéndole acercarse a la hembra. Después lo soltaban en una jaula con comida en un extremo y una hembra en el opuesto. Se trataba de saber si el ratón iría en busca de la comida, que significaba su supervivencia, o iría en busca de la hembra y el amor. Usted ya sabe la respuesta. El instinto de conservación se impone siempre.

—¿Dónde quiere usted ir a parar? —preguntó Harriet, que sólo había escuchado a medias.

—Quiero decir que esta vez, el instinto de conservación se ha impuesto también.

—Oh, Dios, no, no.

Sintió que le daba un vahído y trató de sostenerse en el brazo del sillón.

El Dr. Delgado la sostuvo para que no cayese.

—Vamos, mujer, no se lo tome tan a pecho. Esto no significa el fin del mundo. —La ayudó a sentarse en la butaca y le alargó lo que quedaba de su whisky—. Acábeselo. Me parece que lo necesita. Voy a preparar otro para mí.

Ella aceptó la copa. Delgado se quitó el gabán y se esfumó por detrás de Harriet. La joven oyó cómo preparaba la bebida. Escuchó también en la mansión de su alma un gemido distante. Provenía de Mary Shelley, sentada en el primer piso de Casa Magni, mirando a Trelawny, que acaba de regresar de la playa próxima a Viareggio, donde acababa de identificar el cuerpo que las olas habían arrojado a la arena. Trelawny guardaba el elocuente silencio que sólo significa dolor y malas noticias. Mary Shelley exclamó: "¿No hay ninguna esperanza?". A pesar de que sabía que no la había…

Harriet había leído la escena en una antigua biografía de Shelley, sin acordarse más de ello ni de Mary Shelley durante los últimos años, hasta que en aquel momento acudió de nuevo a su mente.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó el Dr. Delgado, de pie junto a ella.

Tomó un sorbo de whisky y dejó la copa sobre la mesa. Lo había asimilado todo y se inclinaba ante el destino.

—Por lo menos —dijo— podría habérmelo dicho él mismo.

Lo único que le quedaba eran estas quejas baladíes.

—No podía. Ya sabe cuán sensible es. Aborrece las escenas. Además, no podía soportar la idea de causarle dolor.

—¿Y no piensa que me lo ha causado igualmente?

—Verá, viniendo la noticia de un extraño…

—Sí, claro.

El se sentó en el brazo de la butaca y con la mano derecha le acarició el cabello.

—No se trata sólo del hecho de ser yo una enfermera —dijo Harriet, con la vista perdida en el vacío y sin dirigirse a nadie en particular—, sino de que soy como soy. Hay muchos médicos importantes que se casan con enfermeras. Es algo muy corriente. Pero para casarse con ellas, tienen que ser bonitas, ricas o poseer alguna otra cualidad especial. No censuro a Walter. La pena es que los hombres sólo aprecian determinadas cualidades. Yo no correspondo a la imagen exterior que de una esposa se forman los hombres. Para un hombre, la esposa representa su buen gusto, su prestigio y situación social, su buen juicio, su vanidad satisfecha… es su embajador que hace las presentaciones durante el cóctel, o que preside la mesa cuando ofrece un banquete, o que se cuelga de su brazo cuando les invitan a una fiesta… y yo no sirvo para nada de eso… únicamente para la cama.

—Vamos, no diga tonterías. Walter sólo tenía elogios para usted.

—Sí, para mí en la cama, y nada más. Pero de todos modos, continuaba visitándome, a pesar de mi físico. Los ratos que pasábamos en la cama le cegaron… por un tiempo.

El Dr. Delgado la asió por el hombro con expresión risueña.

—No voy a negar que también me habló de eso. Si no lo conociese muy bien, le consideraría un embustero. No me imagino una mujer capaz de poseer todas las cualidades que él le atribuye.

Ella apenas escuchaba, mirando con tristeza la alfombra, absorta en sus pensamientos.

El la zarandeó levemente.

—Vamos, nena, sea juiciosa. Ahora la cosa ya no tiene remedio. El rey ha muerto, viva el rey. Walter se ha ido, pero aquí está Herb. ¿Por qué no aprovecha la situación? Usted me parece una chica juiciosa. ¿Por qué no nos reímos juntos y decimos pelillos a la mar? Muchas mujeres me consideran un buen partido. Ellas no pueden tenerme, pero usted, sí.

Ella empezó a prestar atención a sus palabras y le miró con estupefacción.

—Vamos a cenar juntos, como estaba planeado —dijo Delgado—.

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