Read La isla de las tres sirenas Online

Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (15 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
6.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Continuó esperando oír los pasos maquinales, pero no los oyó. Más despierto que nunca, aguzó el oído. Pero seguía sin oír pasos. Qué extraño.

Trató de contenerse, se volvió sobre el costado izquierdo e intentó dormir, pero sus tímpanos seguían esperando. Silencio. Aquello era insólito y él empezó a sentir cierto nerviosismo. Habían transcurrido cinco minutos al menos desde su entrada, casi podía asegurarlo. Incapaz de soportar por más tiempo aquel misterio, apartó la manta, introdujo los pies en las zapatillas, se puso el batín y salió al vestíbulo.

De nuevo fue a echar una mirada a su habitación. Continuaba vacía.

Después pasó a la sala. Estaba silenciosa y en apariencia desocupada, hasta que la vio sentada en su butaca. Se había quitado los zapatos de tacón alto, a los que él aún no había podido acostumbrarse, y permanecía sentada en la butaca, muy tiesa, sin percatarse de su presencia, mirando ante sí con expresión ausente.

Presa cada vez de mayor curiosidad, se acercó hasta ponerse frente a ella.

—Mary…

Ella levantó la cabeza y su carita de melocotón era tan encantadora y fresca, tan juvenil, que él vio que estaba algo empañada alrededor de los ojos, como si la niña hubiese estado llorando.

—Hola, papá —dijo ella en voz baja—. Creí que estabas durmiendo.

—Te oí entrar —dijo él, con tacto. Pero cuando no oí que te fueses a la cama, empecé a preocuparme. ¿Te encuentras bien?

—Sí, me encuentro bien.

—Esto no es propio de ti. ¿Qué haces aquí sola? Es muy tarde.

—Estaba pensando un poco. No recuerdo qué.

—¿De veras no te ha ocurrido nada, esta noche? ¿Te has divertido?

—Sí. Como siempre.

—¿Quién te acompañó a casa? ¿El chico Schaffer?

—Sí…

Pareció animarse y se inclinó hacia delante, dispuesta a ponerse en pie.

—Vaya si me acompañó.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Oh… nada, papá, por favor…

—Bien, si no quieres contármelo…

—No hay nada que contar, te lo aseguro, únicamente que se portó como un grosero.

—¿Como un grosero? ¿Quieres decir que se portó como un fresco?

—No, quiero decir como un grosero. Una cosa es besarse un poco pero cuando se figuran que una les pertenece…

—Me parece que no te entiendo. O tal vez sí.

Ella se puso en pie rápidamente.

—Vamos, padre…

Sam sabía que sólo le llamaba padre cuando estaba enfadada con él, cuando se mostraba cabezota, como su hija solía decir.

—No hagas una montaña de un grano de arena —añadió Mary—. Resulta violento.

El no supo qué añadir. Se sentía espoleado por la necesidad de mantener la autoridad paterna y la imagen del padre ante su hija, mas por otra parte, ella ya no era una niña y tenía derecho a cierta intimidad. Sam la observó mientras recogía el bolso. Llevaba muy bien peinado el cabello castaño, tenía unos bellos ojos oscuros que resaltaban en su rostro dulce y de delicado óvalo. Su nuevo vestido rojo se ajustaba perfectamente a su cuerpo esbelto, que sólo revelaba a la mujer inminente en el pecho firme y muy desarrollado. ¿Qué podía decir a aquella criatura medio niña aún, que se sentía violenta?

—Bien, cuando sientas deseos de que hablemos… —dijo Sam con mansedumbre, volviéndose para irse.

Con el bolso y los zapatos en la mano, ella dijo:

—Me voy a acostar, papá.

Adelantó un pie y cuando iba a pasar junto a él, pareció tropezar… sus rodillas se doblaron como si tuviese las articulaciones rotas y empezó a caer tratando de recuperar el equilibrio. Sam en una zancada se acercó a ella, la tomó al vuelo y la ayudó a incorporarse. Sus caras se rozaron. El olor de su aliento era inconfundible.

Ella trató de continuar, dando las gracias en un murmullo, pero Sam le cerró el paso. Había expulsado la indecisión de la estancia. Sabía perfectamente lo que estaba bien y lo que estaba mal.

—Tú has bebido, Mary.

Ante aquel tono tranquilo de desaprobación, el aplomo de Mary desapareció. La transformación fue instantánea. Ya no era una joven de veintiséis años, sino una muchacha de dieciséis… o acaso una niña de seis. Trató de mantener su compostura durante un segundo, apartó la mirada y él la vio allí de pie, a su niñita, con su complejo de Edipo, que la hacía sentirse culpable.

—Sí —reconoció con voz casi inaudible.

—Pero antes nunca lo habías hecho… —dijo él—. Creía que estábamos de acuerdo sobre el particular. ¿Qué te ha pasado? ¿Cuántas copas has tomado?

—Dos o tres, no me acuerdo. Lo siento. Tuve que hacerlo.

—¿Tuviste que hacerlo? Vaya, sólo nos faltaba esto. ¿Quién te obligó a tomarlas?

—No puedo explicártelo, papá, pero tenía que hacer como todos. No se puede ir contra la corriente ni ser un aguafiestas. De todos modos, me parece que más vale esto que lo otro…

Sam notó una opresión en su pecho huesudo.

—¿Lo otro? ¿A qué te refieres?

—Ya sabes a qué me refiero —repuso ella, jugueteando nerviosamente con el asa del bolso—. Todos quieren que una lo haga. Si una no lo hace, no la consideran. Todas lo hacen.

—¿Hacen, qué? ¿Quieres decirme a qué te refieres? —insistió él—. Te refieres acaso a las relaciones sexuales?

—Sí.

El la oía como en sueños.

—¿Y dices que todas lo hacen? —insistió.

—Sí. Casi todas.

—Pero hay un casi. Eso quiere decir que algunas chicas no lo hacen.

—Sí, pero pronto tendrán que marcharse.

—¿Y tus amigas… Leona, por ejemplo… lo hacen?

—No está bien que te lo diga, papá…

—Entonces, es que sí. Y por eso dices que el chico Schaffer se portó como un grosero. ¿Porque quería que tú hicieses eso con él?

Mary permanecía con la vista baja, sin pronunciar palabra. Al ver tan compungida aquella hermosa e inocente parte de sí mismo, él no tuvo valor para seguir adoptando la actitud de severo juez. Su corazón rebosaba amor y compasión por ella y únicamente deseaba cuidarla, protegerla, apartar todo lo desagradable de su reino puro e inmaculado.

La tomó por el codo para decirle cariñosamente:

—Ven, Mary, vamos a sentarnos en la cocina para tomar un poco de leche… o mejor aún, preparar un poco de té… para tomarlo con unas galletas.

Cuando la niña tenía seis años y después ocho y diez, paseaba por la casa con ojos llenos de sueño, con sus bucles rebeldes y su pijama arrugado, llevando un caballito de fieltro en brazos; entonces él solía llevarla a la cocina para tomar juntos leche con galletas, contarle un cuento y después llevarla a su camita.

Sam entró en la cocina, dio la luz, puso la tetera en el fogón y sacó las galletas. Ella se sentó ante la mesita, siguiendo con ojos abotargados todos sus movimientos. Su padre preparó las tazas, puso las bolsitas de té y los terrones de azúcar y después vertió el agua casi hirviendo en ellas.

Después se sentó frente a su hija, observándola por encima de su taza mientras ella mordisqueaba una galleta que había mojado en el té. No habían cambiado una palabra desde que salieron de la sala.

—Mary… —empezó a decir Sam.

Sus miradas se cruzaron y Mary esperó a que prosiguiese.

…bebiste porque querías sentirte formando parte del grupo, porque querías hacer algo, ya que no deseabas hacer lo otro. ¿No es eso?

—Tal vez sí —repuso Mary.

—¿Pero lo otro aún tiene que realizarse?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no dejas este grupo y vas con otros muchachos que tengan mejores valores?

—Papá, éstos son mis amigos. Me crié con ellos. No se puede ir a buscar nuevos amigos y amigas, cada vez que una se cansa de los que tiene. Yo siento afecto por todos ellos… son muy buenos chicos… hasta ahora nos hemos divertido… y nos seguiremos divirtiendo, si no fuese por esto.

Después de una breve vacilación, Sam preguntó:

—¿Te explican siempre tus amigas lo que hacen?

—Oh, sí, siempre.

—¿Se sienten… cómo diría, preocupadas o culpables? Quiero decir si les preocupa esta actividad o la encuentran divertida.

—¿Divertida? Claro que no. ¿Qué puede tener de divertida una porquería como ésta… es decir, que te obliguen a hacer una cosa así? Creo que a casi todas mis amigas las deja indiferentes. No lo consideran divertido, pero tampoco lo consideran malo, ni una cosa que deba preocuparlas.

Creen que es una de esas cosas aburridas que hay que soportar para complacer a los chicos.

—¿Y por qué es tan importante complacer a los chicos, como tú dices?

Si lo consideras aburrido y desagradable, ¿por qué no os negáis a hacerlo y así viviréis más dichosas?

—Tú no lo entiendes, padre. Es una de esas cosas que hay que soportar para conseguir una felicidad mayor. Quiero decir que así se pertenece al grupo, una se puede divertir de verdad, salir con todos los chicos, reírse mucho, ir a pasear en coche y al cine.

—Pero antes os obligan a pagar el derecho de admisión.

—Bien, si quieres decirlo así… Casi todas las chicas creen que es un precio muy barato por todo lo que permite conseguir. Si todas mis amigas lo hacen, ¿por qué ser tan…?

—Mary —interrumpió él—. ¿Por qué no lo has hecho, esta noche?

Porque supongo que él te lo propuso.

—Sí, trató de convencerme…

Sam dio un respingo.; Su inocente hijita vestida con el arrugado pijama color de rosa!

—Pero tú no quisiste. ¿Por qué?

—Porque… tenía miedo.

—¿De qué? ¿De tu madre y de mí…?

—Oh, no. Esto no era lo principal. Yo no tenía ninguna necesidad de decíroslo. —Bebió el té a sorbitos y con expresión ausente, frunciendo el entrecejo—. No sabría decirlo exactamente…

—Entonces ¿es que tenías miedo de quedar embarazada? ¿O acaso de contraer una enfermedad venérea?

—Por favor, padre. Las chicas no pensamos en esas cosas. De todos modos, he oído decir que los chicos emplean preservativos.

Sam volvió a dar un respingo. Era como si el Niño Azul de Gainsborough hubiese pronunciado una palabra obscena. Contempló con incredulidad a su pequeña Niña Azul.

Mary estaba sumida en sus pensamientos.

—Creo que lo que me asustó fue pensar que no lo había hecho nunca.

Para mí es algo misterioso. Una cosa es hablar de ello y otra hacerlo.

—Desde luego.

—Supongo que todas las chicas de mi edad son curiosas, pero no creo que quieran llegar hasta el final. Es decir, esto no nos atrae. Primero en la fiesta y después en el coche, cuando me esforzaba por quitarme sus manos de encima, no hacía más que pensar que debía de ser algo horrible, que me mancharía y haría que ya no volviese a ser la misma.

—No sé si te comprendo, Mary.

—Pues… no sé explicarlo mejor.

—Siempre hemos sido… muy francos en lo concerniente a las cuestiones sexuales… así, que no se por qué eso tiene que causarte tal repulsión.

—No. Es otra cosa.

—¿No pudiera ser la frialdad con que él te lo propuso, como si fuese una especie de toma y daca… como si te dijese que si querías continuar con ellos y gozar de su amistad, tendrías que pagar un impuesto…?

No lo sé, papá, de veras que no lo sé.

Sam hizo un gesto de asentimiento, tomó las tazas y los platillos de ambos, se levantó y los llevó al fregadero. Después regresó despacio junto a su hija.

—Y ahora, ¿qué piensas hacer, Mary?

—¿Ahora?

—Piensas ver de nuevo a Neal Schaffer?

—¡Claro que sí! —exclamó la niña, poniéndose en pie—. Me gusta.

—¿A pesar de que tenga las manos tan largas y de sus proposiciones?

—No debiera habértelo dicho. Aún lo has hecho parecer más repugnante. Neal no es distinto de los demás chicos del grupo. Es un chico normal y corriente. Su familia…

—¿Qué piensas hacer la próxima vez? ¿Y si él no se conforma con una negativa? ¿Y si los demás te amenazan con echarte del grupo?

Mary se mordió el labio inferior.

—No les creo capaces de hacerlo. Ya me las arreglaré. Hasta ahora siempre he conseguido arreglármelas. Encontraré la manera de pararle los pies, a él y a los demás. Creo que me aprecian demasiado para…

Se interrumpió de pronto.

—¿Te aprecian demasiado para qué? —quiso saber Sam—. ¿Para esperar hasta que finalmente cedas?

—¡No! Para respetar mi voluntad. Saben que yo no soy una aguafiestas. No me importa un beso de vez en cuando y… bien, ya me entiendes, divertirme un poco.

—Pero ahora ellos ya saben que bebes.

—Papá, hablas como si tuviese que convertirme en una alcohólica empedernida. No creo que llegue a tal extremo. Esta noche he hecho una excepción… y te aseguro que no pienso dar motivos para que te avergüences de mí…

Volvió a tomar el bolso y los zapatos y se encaminó al vestíbulo.

—Mary, sólo quiero decirte dos palabras. Tal vez ya seas demasiado mayor para que te eche sermones y reconozco que tienes tu personalidad y tu espíritu propio. Pero de todos modos, aún eres muy joven. Algunas cosas que ahora te parecen importantes, te lo parecerán mucho menos dentro de unos años, cuando tengas que adoptar decisiones ante otras cosas importantes de verdad. Lo único que puedo decirte es esto y deseo que lo tomes muy en serio. Yo no puedo llevarte de la mano cuando sales con tus amigos. Eres una chica decente e inteligente a la que todos respetan. Tu madre y yo estamos orgullosos de ti. Lamentaría mucho que con tu conducta nos causases una decepción, que por último, te lo aseguro, también tú sentirías.

—Te lo tomas todo demasiado en serio, papá… —Se acercó a él de Puntillas, estampó un beso en su mejilla y sonrió—. Ahora me encuentro mucho mejor. Puedes confiar en mí. Buenas noches.

Cuando su hija fue a acostarse, Sam Karpowicz todavía permaneció un momento en la cocina, apoyado en la alacena, con los brazos cruzados, examinando todo el problema. Su hija de dieciséis años y su alocado grupo de amigos. Sabía que no podía apartarla de aquel ambiente. Si se la llevaba a Phoenix, Miami, Memphis, Pittsburg, Dallas o Saint Paul, acabaría por girar en la órbita de las mismas amistades, los mismos alocados muchachos con diferentes caras. Era el estado de la sociedad juvenil moderna, no de toda ella, pero sí de gran parte, y Sam lo detestaba (cargando con parte de culpa por su existencia) y lamentaba que su hija se moviese en semejante círculo.

Preveía con claridad meridiana lo que ocurriría indefectiblemente. Lo que más temía era el próximo verano, que tendría una importancia capital.

BOOK: La isla de las tres sirenas
6.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Papa Hemingway by A. E. Hotchner
Ammie, Come Home by Barbara Michaels
Skinny by Diana Spechler
Trapped at the Altar by Jane Feather
Child of the Phoenix by Erskine, Barbara
Hidden Voices by Pat Lowery Collins
The Truth About Letting Go by Leigh Talbert Moore
You're Not Broken by Hart, Gemma