La isla de las tres sirenas (63 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Yo la comentaré —manifestó—. El quiere hacer el amor, ella también, y ambos hacen el amor en la imagen. El pronto estará contento, ella también, y descansarán. Si no duermen, volverán a hacer el amor. Son fuertes y creo que lo harán varias veces.

—Sí, sí —repuso Orville con impaciencia—. ¿Pero no se le ocurre nada más? ¿Nada de lo que ven les hace pensar en ustedes… o les preocupa… o les inspira el deseo de… es decir…?

—No nos inspira nada —repuso el joven con indiferencia—. Es una cosa demasiado vulgar. Todos la hacemos. Todos disfrutamos de ella.

¿Qué más quiere que le diga?

Orville dirigió una inquisitiva mirada a los otros cinco. Todos movían la cabeza al unísono, para mostrar que estaban de acuerdo con el joven.

Anonadado, Orville dejó caer el fresco pompeyano sobre sus rodillas, para mirarlo con gesto de impotencia. Aquella imagen le producía una reacción inmediata. En primer lugar, él nunca había utilizado aquella posición con una mujer, y la posibilidad de hacerlo algún día hacía que se estremeciese. En realidad, sólo había utilizado una posición, y únicamente con muy pocas mujeres, lo cual le llenaba de remordimientos. Y por último, nunca había disfrutado del placer que de manera tan evidente mostraba aquella imagen, lo cual le entristecía. Terminó pensando en Beverly Moore, y se sintió muy solo.

Fueron aquellos pensamientos, mezclados con el disgusto que le produjo el fracaso de un invencible test, los que le llevaron a experimentar el profundo abatimiento que entonces sentía.

Ceñudo, resolvió persistir en sus esfuerzos, hasta que aquellos estúpidos capitulasen. Tirando a un lado el fresco pompeyano, volvió bruscamente la imagen que venía a continuación. Representaba a Los amantes, de Jean Francois Millet, réplica moderna de lo que el fresco pompeyano había representado en la Antigüedad. Orville siempre consideró un hallazgo la obra de Millet, pues sus amigos quedaban pasmados al verla. Casi todos ellos conocían sólo el Millet del Angelus tradicional, y no podían creer que aquel mismo artista hubiese hecho una obra tan desvergonzada. Orville entregó la reproducción a sus examinandos. Aquellas pétreas facciones continuaron tan impasibles como antes y, como antes, cuando les preguntó cual era su reacción, se limitaron a responder que no tenían nada que decir, pues encontraban aquello muy familiar.

La tercera y cuarta imágenes eran La cama, de Rembrandt y El abrazo, de Picasso, respectivamente, que mostraban con mucho realismo a sendas parejas entregadas a la cópula más corriente, o sea frontal. Esta vez las reacciones fueron del más profundo aburrimiento y los seis sujetos guardaron un silencio total. Desesperado, Orville rebuscó en su pila hasta hallar la reproducción de Las amigas, de Pascin. La reacción a la opulenta pintura que representaba a las dos jóvenes y desnudas lesbianas francesas fue inmediata, estentórea y unánime. Los seis indígenas prorrumpieron en francas carcajadas. Orville se animó inmediatamente.

—¿Qué les hace gracia? —preguntó.

Respondió el joven de veinte años.

—Nos reímos porque todos decimos: ¡qué modo de perder el tiempo!

—¿Esto no se hace, aquí?

—Ni por asomo.

—¿Qué les parece?

—Nos parece que es perder el tiempo, ya se lo he dicho.

Orville insistió, tratando de arrancarle algo más. Pero todo fue inútil.

Pascin no les producía el menor efecto.

Cada vez más deprimido, Orville pasó a un grabado del siglo XVI, obra de Julio Romano. Representaba una pareja desnuda con la mujer en posición dominante. Por primera vez, el grupo mostró cierto interés. Todos se apiñaron en torno al grabado, comentándolo en polinesio.

Orville creyó que por fin conseguiría algo.

—¿Les resulta familiar, esta posición?

La mujer de media edad, que estaba en un extremo, asintió.

—Sí, muy familiar.

—¿Se practica mucho en Las Sirenas?

—Sí.

—Muy interesante —observó Orville—. Pues tienen ustedes que saber que en mi patria, entre nosotros, se practica menos que…

—Perdone, pero ustedes también la practican a menudo —repuso la mujer de media edad, tajante.

—Yo más bien creo que no —repuso Orville—. Según las estadísticas que poseo…

—Huata decía que sus mujeres son estupendas así.

—¿Quién es Huata?

—El que murió.

—Ah, sí —dijo Orville—. Pobre muchacho. Pero con el debido respeto por su memoria, le aseguro que él no podía saber cómo…

El joven flaco lo interrumpió.

—Sí lo sabía. Hizo el amor con una de ustedes.

Orville vacilaba. Sin duda, su oído le había engañado.

¡El constante problema de la comunicación oral!

—¿Cómo es posible que Huata hubiese conocido tan íntimamente a una de nuestras mujeres?

—Porque ustedes están aquí, entre nosotros.

—¿Pero, se refiere usted a una de… las mujeres… de nuestro grupo?

—Naturalmente.

Orville se esforzó por contenerse. Debía evitar ponerse furioso, para no intimidarles y reducirlos al silencio. Cuidado, se dijo. Debía quitarle importancia.

—Muy interesante —dijo—. Su colaboración está resultando muy útil. Siento gran curiosidad por conocer con detalle lo que pasó entre Huata y esa… esa persona de nuestro grupo…

A los cinco minutos lo sabía todo hasta el último y espantoso detalle y a los seis minutos los despidió, convocándoles vagamente para otro día, para hacerles el test de apercepción temática.

Al quedar solo en la choza, Orville permaneció abrumado y tembloroso, al pensar en la perfidia, la conducta vergonzosa y antipatriótica de aquella mujer que los había deshonrado. Sólo podía hacer una cosa: revelar el escándalo a la Dra. Maud Hayden y hacer que echasen a aquella mala pécora de la isla con cajas destempladas.

Salió como una furia de su morada y pasó corriendo frente a la residencia de la infame seductora, frente a la morada de Marc Hayden y, demasiado consternado para llamar, irrumpió en el despacho de Maud Hayden.

Ella estaba sentada ante la mesa, escribiendo, cuando lo vio comparecer con el rostro arrebolado y el lazo de la corbata torcido.

—¿Qué te pasa, Orville? Te veo terriblemente trastornado.

—Y lo estoy, doctora —dijo él, jadeante—. Maud, siento tener que ser yo quien te traiga esta noticia… es espantoso…

Maud dejó la pluma sobre la mesa.

—Vamos a ver, Orville, ¿de qué se trata?

—Al hacer uno de mis tests, supe por los indígenas que una persona de nuestro equipo, una mujer, se ha… se ha…

Fue incapaz de continuar.

—¿Se ha entregado a un indígena? —dijo Maud con afabilidad—. Ya lo sabía. Supongo que te refieres a Harriet Bleaska.

—¿Que lo sabías?

—Naturalmente, Orville. Lo sé desde el primer momento. Mi misión es estar enterada de todo. Además, en estas sociedades confinadas, estas cosas pronto se propalan.

Orville avanzó, muy agazapado, hasta asumir la postura de un Quasimodo ultrajado y escrutó el rostro de Maud.

—Parece como si aprobases este acto tan abyecto…

—No lo desapruebo —repuso Maud con firmeza—. Yo no soy la madre de Harriet ni su carabina. Y ella ya tiene veinticinco años bien cumplidos.

—¿Pero dónde está tu sentido de la decencia, Maud? Esto puede volverse contra nosotros, rebajarnos a los ojos de los nativos. Además…

—Todo lo contrario, Orville. Harriet se portó de una manera tan extraordinaria, en un lugar donde las proezas sexuales suscitan la admiración, que la consideran como una reina y este sentimiento se extiende a nosotros. Resultado: que aún cooperarán más con ella y por ende con nosotros.

En una palabra, Orville: hemos dejado de ser para ellos un distante grupo de mojigatos.

Orville se enderezó al oír esta inesperada defensa, propia de una Celestina, y repuso, casi temblando de ira:

—No, no, Maud… estáis todos equivocados… sois demasiado científicos… demasiado objetivos… no veis la realidad de las cosas. En bien de todos, tienes que intervenir, evitar que esa enfermera se arrastre por el fango… Devuélvela a Estados Unidos; eso es lo que tienes que hacer, despacharla. ¿Querrás hablar con ella?

—No.

—¿No querrás hablarle?

—No.

—Muy bien, pues, muy bien —barbotó Orville—. Si no quieres hacerlo tú, lo haré yo… por su propio bien.

Con semblante de dignidad ultrajada, se bajó el nudo de la corbata, que le había subido al hombro, y salió hecho un basilisco.

Maud dejó escapar un profundo suspiro. Pensaba que el reverendo Davidson había muerto hacía mucho tiempo del corte que se produjo con una navaja en la playa de Pago-Pago. Pero se había equivocado. Se preguntó qué haría Orville, si es que verdaderamente era capaz de hacer algo, y se dijo que no debía perderlo de vista. Adley solía decir que un misionero podía destruir en un minuto la labor realizada por diez antropólogos en diez años. Satisfecha de tener a Adley a su lado en esta coyuntura, tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo sus notas.

Rachel DeJong no supo quién iba a entrar cuando diez minutos antes la puerta se abrió para dar paso a Atetou, mujer de Moreturi, al interior de su primitivo consultorio.

Era sorprendente que, en un poblado tan pequeño, cuya población femenina se movía en espacio tan reducido, ella aún no hubiese visto a la esposa de Moreturi, pese a haber conocido y tratado a tantas personas en tan poco tiempo. No pensó en ello al darle hora. Sólo cuando esperaba a Atetou, esforzándose por recordar lo que sabía de ella, Rachel DeJong cayó en la cuenta de aquella omisión. Entonces se preguntó si el hecho de que aún no conociese a la esposa de Moreturi se debía a una casualidad o a que ella la rehuía deliberadamente. Pero entonces, mientras servía un té dulce y azucarado en las tazas de latón traídas por los Karpowicz, Rachel pudo clarificar en parte sus ideas acerca de la mujer de Moreturi. Si bien aún no la conocía personalmente, la había encontrado todos los días en las asociaciones de ideas de Moreturi, muy subidas de color. Ella había esperado que fuese… ¿qué? Desde luego una mujer de más edad y de menor atractivo físico. Había esperado hallarse frente a una arpía doblada de bruja, un cáncer que corroía la vigorosa y extrovertida personalidad de Moreturi. Había esperado que fuese una segunda Jantipa. Un fragmento de La fierecilla domada que aprendió cuando iba a la escuela, cruzó por su cerebro: "ya sea tan mala como la amante de Florencio, tan vieja como Sibyl, tan maldita y astuta como la Jantipa de Sócrates, o peor, ella no me conmueve".

Sin embargo, en aquella primera entrevista nada de aquello era evidente, aunque Rachel sospechaba que su perversidad se ocultaba a flor de piel.

Después que le estrechó la mano, Atetou guardó su compostura, mirándola como a una igual. Acudía a la visita muy contra su voluntad, según aseguró Moreturi, pero la verdad era que no lo demostraba. Rachel calculó que no podía tener más de treinta años. Sus diminutas facciones eran regulares y suaves en exceso; tenía la garganta tersa y juvenil. Los senos, pequeños, altos y rígidos. Tenía la desconcertante costumbre de mirar más allá de su interlocutor, quien nunca estaba seguro de que le hablaba o le escuchaba. Tenía la voz apagada, hasta tal punto, que era necesario inclinarse hacia ella para oír lo que decía, con lo que la persona que con ella hablaba tenía que esforzarse y esto la colocaba en situación desventajosa. —Tome —dijo Rachel, sirviéndole el té frío—. Lo encontrará muy refrescante. ¿Ha probado ya el té?—Varias veces. Siempre que el capitán Rasmussen lo ha traído. Atetou tomó la taza de latón y bebió con semblante impasible. Rachel se acomodó en la esterilla frente a ella y empezó a tomar el té, sintiendo la helada hostilidad de su visitante. Moreturi había confesado haber referido a su esposa todos los detalles de sus sesiones psicoanalíticas. Era natural, desde luego, que Atetou se sintiese molesta por la intromisión en su vida de una persona extraña que consideraría conchabada con su marido contra ella. Si Atetou había acudido a su consultorio, lo había hecho únicamente para demostrar que no era el ser perverso y raro que su marido presentaba a aquella intrusa.

Rachel comprendió que si ambas tenían que hablar con franqueza la iniciativa debía partir de ella misma. Atetou no iniciaría nada, lo cual era comprensible. Si quería hacerla hablar, Rachel tendría que herirla en su amor propio, aludiendo a la infelicidad conyugal de Moreturi, que éste le achacaba. Rachel deploraba tener que apelar a aquella táctica, pero no había otro remedio. No podía ni soñar en que Atetou se tendiese voluntariamente en el diván, hablando en metáfora, ni en hacerle adoptar el papel de paciente. Aquella orgullosa mujer no lo permitiría ni por un segundo. Estaba allí como una señora que visitaba a otra, como una maligna vecina dispuesta a cantar las verdades a otra mujer mal informada. Había acudido para tomar el té y hablar midiendo sus palabras. En los últimos días, Moreturi resultó un paciente más fácil para Rachel. Una vez derribada la barrera que los separaba, él cooperó plenamente, dentro de sus naturales limitaciones. Acudía a las sesiones a divertirse.

Tendido de espaldas, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, bromeaba con su "Ms. Doctor" y charlaba por los codos, sin pararse en barras. Le gustaba desconcertar a Rachel contándole sus experiencias amorosas. Sentía gran placer explicándole sus sueños con todo detalle. Era evidente que le divertía escandalizar a la mujer blanca. Rachel pronto comprendió sus verdaderos propósitos y su alma le resultó transparente. Moreturi no sentía un verdadero interés por sus motivaciones subconscientes. Cuando su crisis doméstica alcanzase el apogeo acudiría a la Jerarquía tradicional para que ésta le resolviese el problema. Lo único que le interesaba, el verdadero objeto de su juego, adivinó Rachel, era arrancar su máscara de analista y convertirla en una mujer. No era un hombre falto de inteligencia, pero ésta no le interesaba. No sentía el menor atractivo por sondear su propia mente, por efectuar una introspección en la selva inexplorada de su espíritu. Lo único que le atraía, como a su difunto amigo Huata, eran las emociones físicas. Era un hedonista de pies a cabeza: comer, beber, hacer ejercicio físico, bailar y unirse con las mujeres. Para aquel alma libre, para aquel célibe nato, la responsabilidad de tener una esposa representaba una verdadera carga. En realidad, no deseaba divorciarse de Atetou, sino escapar de la prisión del matrimonio, que para él era antinatural.

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