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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (64 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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En la última semana Rachel pensó que quizás Atetou no fuese tan frígida como Moreturi quería dar a entender. Era posible que, a los ojos de un hombre como Moreturi, cualquier esposa resultase frígida. Rachel se dio cuenta de que siempre defendía inconscientemente a Atetou pues, al hacerlo, defendía su propio sexo. Los hombres como Moreturi eran una amenaza a la institución del matrimonio y a la monogamia. Al propio tiempo, aunque Rachel no se detuvo a examinar con mucha atención las causas de aquella actitud ambigua, era una secreta aliada de Moreturi contra su esposa. De una manera indefinible, Atetou se alzaba entre Rachel y su paciente.

Era imposible establecer una línea directa entre el analista y el sujeto analizado, porque Atetou la convertía en un triángulo. Rachel se debatía bajo la sensación de culpabilidad siempre que se dejaba arrastrar por las locas divagaciones de Moreturi, y la sensación de culpabilidad que impedía una mayor comunicación era la vigilante mirada de Atetou.

Pero Rachel sabía que se engañaba. Atetou no se interponía en absoluto entre Moreturi y ella. La causa mayor de inhibición había que buscarla en la insistencia de Rachel en continuar la comunicación con Moreturi a través del psicoanálisis. A cada día que pasaba, aquello se hacía más imposible. Si ella le hablaba del deseo de pene de una joven o del temor de castración que sentía un muchacho, Moreturi se desternillaba de risa. Si le hablaba del complejo de Edipo y el desplazamiento de los deseos inaceptables, Moreturi se mofaba de ella hasta que casi la hacía llorar.

Poco a poco, Rachel llegó a la siguiente conclusión: el sistema de ayuda mental, creado a finales del siglo XIX en la refinada Viena por un inteligentísimo judío barbudo, no daba el menor resultado en el seno de una civilización que no se hallaba sometida a las tensiones de Occidente. Resultaba muy difícil para Rachel relacionar sus conocimientos acerca de sujetos neuróticos y psicópatas surgidos en el seno de una sociedad muy literaria, vestida, dominada por represiones e ideas materiales, en la que existía la competencia, con una sociedad polinesia relativamente apática, sin afán de lucha, hedonista y aislada, cuya tabla de valores era muy distinta a la occidental. Y Rachel comprendió que si Freud, Jung, Adler o sus discípulos ocupasen los cargos de la Jerarquía en la isla de Las Tres Sirenas, terminarían analizándose entre sí, impulsados por su desesperación.

Aunque Rachel comprendió entonces que esto era otro subterfugio.

Los obstáculos que se interponían entre ella y el éxito con Moreturi no eran Atetou ni el psicoanálisis de raigambre occidental. No era más que ella misma. El aplomo de su paciente, su falta de inhibición, su masculinidad, todo esto la asustaba y la estorbaba. No trataba de hallar ningún punto importante con él, ni de seguir un camino determinado, porque él era el fuerte y ella era la débil, y no se atrevía a revelárselo. Era una gran cosa poseer conocimientos superiores. Gracias a ellos, se sentía segura y dueña de sí misma en su consultorio de Beverly Hills, provisto de aire acondicionado. Le permitía dominar a seres considerados enfermos según las ideas de una sociedad perfectamente estructurada. Pero aquellos conocimientos, en cambio, no le conferían fuerza alguna en un mundo primitivo, donde no tenía otra arma. Era imposible domeñar un corpulento animal, un ser libre que sólo se fiaba de su instinto y sus apetitos, aplicándole la sabiduría de la libido, el yo y el super yo. Lo único que hacía era esquivar a la magnífica bestia… huir de ella como alma que lleva el diablo.

Y ahora tenía ante ella a la compañera del Rey de las Bestias. La compañera representaba la mitad de un problema real que Rachel se había propuesto resolver. Había que hacer algo. La psiquiatra vio que su visitante había dejado la taza sobre la mesa y esperaba, jugueteando con el cinto de su faldellín de hierbas. Rachel terminó su taza, la puso a un lado y, con un gran esfuerzo, asumió su máscara profesional.

—Le repito, Atetou, que estoy muy satisfecha de que haya venido a verme —dijo Rachel—. ¿Ha comprendido bien en qué consiste mi trabajo?

—Mi marido y mi suegra me lo han explicado.

—Muy bien. En este caso, usted comprende que yo deseo ayudarles a usted y a su esposo a resolver su problema.

—Yo no tengo ningún problema.

Rachel ya esperaba una actitud de rebeldía y aquello no le sorprendió.

—Pero de todos modos, su esposo apeló a la Jerarquía para solicitar el divorcio, so pretexto de desavenencias conyugales. Y la Jerarquía me ha encargado que me ocupe del caso.

—No tengo ningún problema —repitió ella—. El problema es suyo. El fue quien apeló.

—Eso es cierto —admitió Rachel, recordando que Moreturi había hecho una denegación similar y la misma acusación en su primera visita.

Sin embargo, si un cónyuge no es feliz, eso es indicio de que el otro quizá tampoco lo sea. —Y añadió—: Bien, en algunos casos.

—Yo no he dicho que sea feliz. Podría serlo. Pero el problema es suyo.

—Bien, pues. ¿Está dispuesta a dejar que las cosas sigan como hasta ahora, entre ustedes dos?

—No sé… Es posible.

Rachel no podía permitir que aquella conversación continuase. Tenía que obligar a Atetou a poner las cartas boca arriba.

—Usted ya sabe que he estado viendo a su esposo todos los días, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Y sabe que me habla de su vida y de usted?

—Sí.

—¿Sabe de qué me habla?

—Sí.

—Atetou, hasta ahora tengo su versión de los hechos. Para ser justa con los dos, desearía conocer ahora la suya. Cuando él me dice, un día tras otro, que usted no es amable con él, que lo rehuye, que no cumple sus deberes de esposa, me veo obligada a creer que tiene razón al desear divorciarse… es decir, si sólo le escucho a él. Pero esto no es justo. Debo escucharla también a usted. La verdad tiene dos voces.

Por primera vez, observó un cambio en las facciones de Atetou. La mujer empezaba a perder su compostura.

—Miente —dijo.

—¿Está usted segura? ¿Y por qué miente?

—Dice que yo no cumplo mis deberes de esposa. Los cumplo tan bien como cualquier otra mujer del poblado. Cuando dice que no soy amable, que soy huraña y que le rehuyo, sólo quiere decir una cosa. Tiene menos juicio que un niño. No sabe que una esposa no sólo es para una cosa, sino para otras muchas. Yo le hago la comida, le limpio la casa, me intereso por él, lo cuido. Pero todo esto no le importa. Sólo le importa una cosa.

Rachel esperó a que prosiguiese pero, al ver que no lo hacía, dijo:

—¿Sólo una cosa? ¿Cuál es?

—El amor corporal. Para él, una esposa es esto y nada más.

—¿Presenta usted objeciones al amor corporal…, a las relaciones sexuales, como nosotros lo llamamos? ¿Se resiste a practicarlas?

La cara de Atetou mostró indignación por primera vez.

—Yo no presento ninguna objeción a eso. Pero debo resistirme. ¿No hay nada más que eso en el matrimonio? Tres, cuatro veces por semana, me parece bien y él siempre me hallará dispuesta. Pero mañana y noche, todos los días, sin descanso… Es una locura. Ninguna esposa puede satisfacer esto. Ni cien esposas podrían. Yo no considero esto matrimonio.

Rachel no pudo contener su incredulidad, a la que siguió el asombro al comprobar que la versión de Atetou difería de la de su esposo.

—Lo que usted me dice no es lo que me ha dicho Moreturi —objetó.

—El no le dice la verdad.

—Me dice que es usted una esposa excelente por todos conceptos, salvo en lo que para él es lo más importante. Dice que usted es fría y lo rechaza invariablemente. Dice que sólo exige lo que aquí se considera normal, pero usted sólo quiere satisfacerlo una o dos veces al mes.

—Es mentira.

—Y a consecuencia de ello dice que tiene que ir a cada momento a la cabaña de Auxilio Social en busca de la satisfacción que usted le niega. ¿Es verdad esto?

—Desde luego. ¿Es que una sola mujer puede satisfacerle?

—Déjeme que le pregunte una cosa, Atetou. Cuando sostiene relaciones íntimas con él, ¿queda satisfecha?

—A veces sí.

—Lo cual quiere decir que la mayoría de veces no.

—Su amor es demasiado doloroso.

—¿Puede aclararme esto?

—No parece el mismo cuando hace el amor. Enloquece. Hace daño. Ambos no somos iguales, y el resultado es que me hace daño.

—¿Siempre fue así?

—Es posible, pero la verdad, no me importa. El placer domina el dolor. Pero ahora es peor; no hay placer, sólo dolor. El quiere librarse de mí.

—¿Y por qué no se libra usted de él? ¿Por qué soporta esta situación?

—Es mi marido.

Un pensamiento cruzó por la mente de Rachel.

—Y además es el hijo del jefe.

La reacción de Atetou fue inmediata y violentísima.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué significan estas palabras?

—Trato de descubrir si existen otros motivos que influyan sin que usted se dé cuenta.

—¡No admito que me hable de ese modo! —Atetou se levantó de un salto, furiosa, y miró, dominante, a Rachel—. Usted y él van de acuerdo. Me he esforzado por tener paciencia con usted. Quizás intente ser justa. Pero él la ha conquistado, como a todas las mujeres. Usted cree que no miente y considera que soy yo la mentirosa. También piensa que soy fría y que no lo complazco. Piensa que sólo quiero retenerlo por el mana. Lo que usted quiere es que me divorcie de él.

Rachel también se levantó apresuradamente.

—Por Dios, Atetou, ¿por qué iba yo a querer semejante cosa? Vamos, sea razonable…

—Soy razonable. Usted no me engaña. Quiere que nos divorciemos, para que así él quede libre y a su disposición. Esta es la verdad. Sólo piensa en usted y no en mí. Está contra mí.

—Vamos, Atetou, nada de eso… no, por Dios…

—Veo la verdad en su cara. Haga lo que quiera, pero déjeme en paz.

Rachel corrió hacia la puerta en su seguimiento y trató de retenerla por el brazo. Atetou se desasió, abrió la puerta y salió a toda prisa.

Rachel pensó en llamarla pero no lo hizo. Al cerrar la puerta recordó que en la Jerarquía había sucedido lo mismo. Se propuso rechazar el nombre de Moreturi pero no lo hizo. Y entonces comprendió por qué y se estremeció. Gracias a su intuición, Atetou había entrevisto el subconsciente de Rachel, descubriendo en él lo que ella misma se negaba a ver… que trataba de arrebatarle a su marido… y que a quien quería ayudar de verdad era a sí misma, y no a ninguno de ambos.

Rachel se quedó de pie junto a la puerta, experimentando un profundo asco de sí misma.

Muchos minutos después, cuando sus emociones se apaciguaron y la razón se impuso, fue capaz de adoptar una decisión. Tenía que romper para siempre sus relaciones con aquella pareja. Iría a ver a Hutia y a los demás miembros de la Jerarquía para decirles que renunciaba a seguir ocupándose del caso.

Estaba dispuesta a fracasar en el terreno científico. Pero no lo estaba para portarse como una mujer estúpida.

Durante más de media hora, mientras se extendían las sombras del crepúsculo, Tom Courtney acompañó a Maud y Claire a visitar la guardería infantil de la pequeña comunidad.

Esta consistía en cuatro estancias, formadas en realidad por una espaciosa sala de una longitud superior a los veinte metros, dividida por tres tabiques, muy escasamente amueblada, salvo varillas de bambú, bloques de madera, tallas en miniatura que representaban hombres y canoas, juguetes baratos que Rasmussen había traído de Tahití, cuencos llenos de frutas y otros objetos destinados a distraer y ocupar a los niños.

Varios de éstos, de edades comprendidas entre los dos y los siete años, correteaban de una estancia a otra, activos y bulliciosos, vigilados por dos mujeres jóvenes, madres que se ofrecían para este menester durante una semana seguida. Según les explicó Courtney, la asistencia no era obligatoria.

Las madres dejaban a sus hijos allí cuando lo deseaban, o bien los niños iban por su propia voluntad. No podía hablarse propiamente de programa educativo. A veces los niños realizaban alguna tarea colectiva, cantaban o bailaban en grupo, dirigidos por una persona mayor, pero lo normal era que hiciesen lo que les viniese en gana. Reinaba allí la anarquía infantil más completa.

Courtney añadió que al principio Daniel Wright quiso introducir un sistema radical, basado en Platón, según el cual los recién nacidos serían arrebatados a sus progenitores, para ser criados con otros niños. De este modo, como todos los recién nacidos se confundirían, los padres tendrían que amar a todos los niños por igual. Sin embargo este sueño cayó por los suelos al chocar con el riguroso tabú existente en Las Sirenas contra el incesto. Si el plan de Wright se hubiese adoptado, se habría corrido el riesgo de que hermano y hermana contrajesen matrimonio, al alcanzar la mayoría de edad, ignorantes de su consanguinidad. Esta idea era odiosa para los polinesios. Courtney, citando a Briffault, dijo que no era el sentido moral lo que hacía el incesto inaceptable para los indígenas, sino que este tabú subsistía a causa de antiguos motivos místicos y porque, de una manera subconsciente, las madres sentían un amor egoísta por sus hijos varones y querían evitar que se los arrebatasen sus propias hijas.

Daniel Wright terminó por ceder ante las costumbres polinesias y no tuvo que lamentarlo, pues su sistema realizó su ideal por medios menos drásticos. La única aportación importante que hizo Wright a la educación de los niños indígenas consistió en la creación de la guardería infantil, que había subsistido hasta la época presente.

Mientras los tres contemplaban a los niños que jugaban en la última estancia, Maud y Courtney comentaban los méritos respectivos de los métodos Spock y Gesell, comparados con los de Las Sirenas. Claire que los escuchaba a medias, observando distraídamente la risueña actividad que reinaba en la sala, se hallaba en realidad ensimismada, evocando el reciente resentimiento que sentía hacia Marc por no permitir que tuviese hijos.

Se dio cuenta de que el alto y desgarbado Courtney se dirigía a la puerta diciendo:

—Vamos a echar una mirada al exterior. Los niños suelen jugar aquí dentro cuando hace demasiado calor afuera, o cuando llueve. Pero casi siempre están en la parte posterior, saltando y retozando como pequeños salvajes.

Claire y Maud lo siguieron por la puerta abierta al descuidado patio trasero, cubierto de hierba. Aquella extensión no se hallaba protegida por cerca ni pared alguna. Sus tres lados abiertos se hallaban únicamente limitados por árboles y matorrales. Salvo unos cuantos niños que brincaban y tiraban piedras, los demás estaban reunidos en torno a una casita que estaban levantando y a la que todos aportaban cañas de bambú y hojas. Claire contempló la escena por un rato y después encontró que se había quedado sola. Courtney se había llevado a Maud a la fresca sombra de un viejo y frondoso árbol. Maud se tendió despacio sobre la hierba, como un dirigible. Courtney se dejó caer a su lado. Al instante siguiente, Claire se reunió con ellos, estirándose perezosamente sobre la hierba.

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