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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (67 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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¿Qué tengo que hacer?

—Nos reuniremos esta noche a las nueve —dijo Hutia— en la cabaña de la Jerarquía. Allí la esperarán Nanu y la otra persona que ella elija, para empezar acto seguido la encuesta.

Sorprendida, Rachel, miró al flaco y arrugado vejestorio.

—¿En qué consiste esta encuesta? ¿Qué tenemos que hacer?

El labio superior de Nanu se plegó sobre su desdentada encía.

—Pronto lo verá, señorita. Valdrá más que lo vea por usted misma.

Durante toda la cena, en la choza que compartía con Harriet Bleaska, una persistente desazón oprimió a Rachel DeJong. Le parecía como si se hallase a punto de emprender una tarea desagradable que no le prometía ningún resultado placentero ni la sensación del deber cumplido. Era, se dijo Rachel, como tener que asistir al entierro de un simple conocido, o tener que tratar con una persona que, según sabía por referencias, hablaba mal de ella, o verse obligada a extender una invitación a unos forasteros, antiguos condiscípulos de los que apenas se acordaba, o acceder a ponerse una serie de inyecciones de resultado dudoso. O peor aún: verse obligada a ingresar en una cábala cuyos designios eran misteriosos, turbios y en cierto modo amenazadores. Para Rachel, la Jerarquía Matrimonial era como una de aquellas sociedades secretas, en la que le repugnaba participar.

El conocimiento o la ignorancia de lo que la esperaba dentro de veinte minutos, la hacía sentirse malhumorada e inquieta.

Presa de estos sentimientos, continuó comiendo con aire distraído, dándose cuenta de que se portaba con muy poca urbanidad hacia Harriet, que había preparado la cena, o con Orville Pence, que se había invitado a compartirla con ellas, quejándose de que estaba cansado de la vida de soltero y de sus inconvenientes. Rachel confiaba en que sus dos compañeros no interpretasen mal su sombrío estado de ánimo, pues sentía una enorme simpatía por la poco agraciada enfermera a causa de su talante afable y buen corazón, y encontraba a Orville muy estimulante en el terreno intelectual, pese a su aire de pedantería. Sin embargo, aquella noche Rachel hubiera preferido estar sola y por lo tanto hizo caso omiso de la presencia de aquellos dos.

En realidad, no tenía apetito. Era la primera vez, desde que estaba en la isla, que las dotes culinarias de su compañera de habitación no conseguían interesarla. Rachel comía con aspecto aburrido, haciendo un esfuerzo por escuchar los elogios que hacía Harriet de la enfermería y del practicante nativo que se hallaba al frente de ella. Se dio cuenta de que Orville, que también hacía un esfuerzo para escuchar, aun estaba de peor humor que ella. El modo como interrumpía a Harriet, sus sarcásticos comentarios acerca de las relajadas costumbres de los indígenas, eran constantes y vehementes. Rachel se sorprendió de que Orville, que al fin y al cabo era su invitado, se mostrase tan grosero con Harriet, y aún la sorprendió más que sus comentarios no consiguiesen alterar a la enfermera. Una o dos veces Rachel tuvo la impresión de que Orville buscaba camorra. ¿Se habría equivocado? ¿Cómo era posible que existiesen personas capaces de buscar camorra con Harriet?

De pronto, Rachel se dio cuenta de que eran las nueve menos diez y que debía darse prisa si quería llegar a punto a la cita con la Jerarquía.

Apartó a un lado su cena sin terminar y se dispuso a levantarse.

—Siento tener que irme con la comida en la boca, Harriet, pero esta noche tengo que sustituir a Maud en una investigación. Tengo el tiempo justo. La cena era divina. La semana que viene cocinaré yo.

Se acercó al espejito que había colgado junto a la ventana, para arreglarse el cabello.

—Yo también tendré que darme prisa —observó Harriet—. Me esperan en la enfermería.

Orville dio un ruidoso bufido.

—Tengo que hablar contigo, Harriet.

—Muy bien —dijo Harriet, con expresión ausente—. Cuando quieras, Orville, excepto esta noche. Tengo que ponerme el uniforme. ¿Quieres tener la amabilidad de quitar la mesa? Anda, sé buen chico y hazlo. Hasta mañana.

Y entró corriendo en la habitación trasera.

Rachel Dejong vio por el espejo la cara de Orville, contraída por la ira, mientras fulminaba con la mirada la puerta por la que había desaparecido Harriet. Con expresión inquisitiva, Rachel se volvió para examinar al diplomado en Sexología.

—¿Te ocurre algo, Orville?

Después de una leve vacilación, él dijo:

—No, nada. Sólo estaba pensando en las enfermeras. En la época de Florence Nightingale las consideraban poco más que prostitutas.

Rachel hubiera considerado aquella frase como un comentario sin importancia, de no haber sido por el tono de furor concentrado con que Orville la pronunció.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.

—Pues que hoy nada ha cambiado.

—Vamos, Orville… —empezó a decir, pero, antes de que pudiera terminar, él se fue muy tieso por la puerta, llevándose los platos de la comida.

Extrañada, Rachel se preguntó qué podía haber provocado la desconcertante conducta de Orville, su antagonismo hacia Harriet y su infantil observación acerca de las enfermeras. Le hubiera gustado averiguarlo, pero no tenía tiempo de hablar con su compañera de habitación. Sólo faltaban tres minutos para las nueve e iba a llegar con retraso.

Después de recoger su cuaderno de notas y el lápiz, salió corriendo al poblado. Orville no se veía por parte alguna. Al otro lado del arroyo había tres hombres en cuclillas, al pie de una antorcha, entregados a un juego en el suelo. A lo lejos una mujer cargada con una jarra cruzaba el puente.

Con la sola excepción de la música grabada en cinta magnetofónica de la Rapsodia en azul, de Gershwin, que resultaba muy incongruente en aquel lugar, y que salía por la ventana de la choza donde Marc Hayden y Claire daban su fiesta, el poblado estaba tranquilo y casi todos sus habitantes acostados.

Caminando con rapidez, Rachel DeJong llegó a la choza de la Jerarquía Matrimonial sólo con dos minutos y medio de retraso. Nanu, la sabia anciana, estaba sentada en el centro de la estancia, en compañía de un viejo.

Saludó a Rachel con una sonrisa que exhibió sus desdentadas encías y le presentó al flaco y canoso anciano, al que se le contaban todos los huesos y que resultó llamarse Narmone.

Antes de que Rachel pudiese sentarse a su lado, Nanu trató de levantarse estornudando, gruñendo, quejándose y haciendo crujir sus articulaciones. Rachel corrió en ayuda de Narmone, que la había tomado del brazo para levantarla.

—Ahora nos iremos los tres —dijo Nanu.

La primitiva aprensión de Raquel volvió a dominarla y le impidió dar un paso.

—¿Nos iremos? ¿Adónde?

—A casa de Moreturi y Atetou, naturalmente —dijo Nanu.

—¿Por qué? —preguntó Rachel—. ¿Acaso nos esperan?

—¿Nos esperan? —repitió Nanu muy alegre, con su voz cascada—.

No, nada de eso. Ellos no sabrán que estamos allí. Lo esencial es que ignoren nuestra presencia.

Rachel intentó protestar:

—La verdad, no comprendo una palabra de todo esto.

Narmone se inclinó hacia la anciana y habló con voz rápida y baja, en polinesio. Entretanto, ella no dejaba de murmurar… Eaha?… Eaha?… Eaba?, y mientras sus arrugadas facciones se iluminaban con una comprensión creciente, movía con gesto maquinal la cabeza de arriba abajo.

Cuando el viejo terminó de hablar, Nanu dijo a Rachel:

—Ua pea pea vau.

Al ver la expresión estupefacta de Rachel, Nanu se percató de que había seguido hablando en polinesio. Con un gruñido, empleó de nuevo el inglés:

—Le decía que lo siento. Mi amigo me recuerda lo que nos dijo Hutia… lo había olvidado… cada vez tengo menos memoria. Antes de irnos tenemos que explicarle en qué consiste nuestro procedimiento. El cerebro me flaquea y esto se me había ido de la cabeza. Ahora se lo explicaré. Es muy sencillo. No tardaré ni un minuto. Después tendremos que darnos prisa, para llegar allí antes de que duerman. ¿Por dónde empezamos? Por el principio, claro…

Según le explicó la anciana, la Jerarquía Matrimonial se regía por el principio según el cual los actos pesaban más que las palabras y permitían juzgar con mayor precisión. Las palabras de los solicitantes podían prestarse a engaño; sus actos, presenciados sin tapujos, no. Cuando una persona casada de Las Tres Sirenas solicitaba el divorcio, no solía afirmar en qué se basaba para solicitarlo. A la Jerarquía no le interesaban las razones que pudiesen aducir ambas partes, pues ambas se hallarían dominadas por sus respectivos prejuicios y ofrecerían una versión distinta de los hechos. Una vez admitida la protesta, la Jerarquía iniciaba sus propias averiguaciones. Sin obedecer a una norma fija y preestablecida, los miembros de la Jerarquía sometían a la pareja querellante a una estrecha observación. A veces los observaban por la mañana, otras veces, no tantas, por la tarde, y con mayor frecuencia por la noche.

Esta observación duraba a veces semanas o meses, en algunos casos hasta medio año. Por último, los cinco miembros de la Jerarquía se formaban una imagen lo más exacta posible de la vida cotidiana del matrimonio en cuestión, con sus aspectos favorables y sus fallos. Con esta información en su poder, la Jerarquía ya podía decidir si había que amonestar y aconsejar bien al matrimonio para que pudiese seguir unido, o bien si debía proceder al divorcio.

Además, aquel largo período de observación directa permitía que la Jerarquía zanjase sin apelación la suerte de los vástagos, por ejemplo, en el caso de que hubiese divorcio. Aquella misma noche empezaba la observación de Moreturi y Atetou, a fin de tomar nota de sus actos.

Rachel DeJong escuchó las explicaciones de Nanu con una creciente sensación de incredulidad.

—¿Pero cómo es posible que los sometan a observación? —dijo—. Si los esposos saben que ustedes están presentes, se sentirán cohibidos, no se portarán de manera natural y ustedes no sabrán nada.

Narmone replicó con voz ronca:

—El hombre y la mujer no saben que estamos presentes.

—¿Cómo? —exclamó Rachel—. ¿Que no lo saben? ¿Cómo es posible?

—Nosotros los vemos a ellos, pero ellos no nos ven a nosotros —dijo Nanu.

A Rachel le pareció que aquellos dos seres eran Lewis Carroll y Charles Dodgson, que se disponían a hacerla descender por la madriguera del conejo.

—Pero sin duda deben verlos —dijo Rachel con cierta incertidumbre.

—No pueden. Desde los tiempos del primer Wright, todas las chozas destinadas a los matrimonios del poblado se construyen con una doble pared a un lado, para que la Jerarquía entre por ella. Es como un corredor, un pasadizo, y los vigilantes, invisibles desde dentro o desde fuera, observan el interior de la estancia a través de las hojas. Así podemos ver y oír, sin que nos vean ni nos oigan.

Aquel desvergonzado fisgoneo escandalizó a Rachel. Era la primera vez, desde que estaba en Las Sirenas, que algo la escandalizaba.

—Pero, Nanu… esto, moralmente, es… es… no sé… no está bien… —Hizo una pausa—. Todos los seres humanos tienen derecho a gozar de su intimidad.

La vieja entornó los ojos para mirar a Rachel con expresión astuta.

—Y usted, ¿acaso concede intimidad a sus pacientes? —gruñó.

—¿Yo? ¿Qué quiere usted decir?

—Sí, Dra. DeJong, usted. Estoy enterada de su trabajo. No recuerdo ahora cómo se llama…

—Psicoanálisis.

Nanu asintió.

—Sí. ¿Acaso respeta usted la intimidad de sus pacientes? Hurga en su cerebro, metiéndose en cosas que nadie sabía.

—Mis pacientes son enfermos que vienen a solicitar mi ayuda.

—Nuestros pacientes también son enfermos —dijo Nanu con tono cariñoso— y han venido igualmente a buscar nuestra ayuda. No hay ninguna diferencia. Incluso considero nuestro sistema más decente que el suyo. Nosotros sólo miramos las cosas por fuera. Usted trata de meterse en su interior.

Rachel ya no se sentía escandalizada. Comprendió que, por motivos distintos a los expuestos, el sistema de la Jerarquía Matrimonial podía tener su justificación. Maud hubiera dicho que lo que escandalizaba a una sociedad podía ser perfectamente aceptable para otra. Había que vivir y dejar vivir. Cada cual a lo suyo. ¿Qué es bueno y qué es malo, en definitiva?

¿Pueden formularse juicios absolutos? Su actitud se hizo más comprensiva y cordial.

—Tiene usted mucha razón, Nanu —admitió. Acto seguido le preguntó: ¿Y no se hace mal empleo alguna vez de estos puestos de observación? jamás. Son tabú para todos, salvo para la Jerarquía.

Se le ocurrió otra pregunta:

—¿Y cómo pueden ustedes esperar que el hombre y la mujer se porten normalmente, sabiendo que son observados?

—Pregunta muy acertada —dijo Nanu—. Pero recuerde usted que nunca saben con certeza cuándo los observan, ni en qué día, ni a qué hora del día, ni en qué semana. Hemos comprobado que no pueden estar fingiendo constantemente, como si siempre se sintiesen observados. Cuando han pasado muchos días, se olvidan completamente de que nosotros podemos estar ahí. Dejan de fingir y de estar en guardia, y se muestran tal cual son. En especial cuando hay entre ellos problemas graves. El conflicto no tarda en estallar.

Rachel comprendió que Moreturi y Atetou se hallaban en aquellas condiciones. Por fortuna, al principio estarían sobre aviso, se contendrían, y aquella noche ella no tendría que verlos tal como eran en realidad. Sin embargo, deseaba estar segura.

—En cuanto a Moreturi y su esposa —dijo— supongo que ya se imaginan que se hallan sometidos a observación.

—No, por suerte —repuso Nanu—. Aún no hemos dicho a Moreturi que usted renuncia a seguir ocupándose de su caso y que lo ha pasado a la Jerarquía. No pueden suponer que los observamos. Así es que los veremos, a él y a su esposa, tal como son. —Nanu cerró sus encías—. En realidad, Dra. DeJong, Hutia quiere pedirle un favor. Mañana le pedirá que continúe tratando a su hijo, aunque sea tan sólo de manera superficial para que no se entere de que estamos efectuando esta investigación. Esto facilitará nuestra labor y nos ahorrará mucho tiempo. Además, será beneficioso para Moreturi y Atetou.

A Rachel le cayó el alma a los pies y la inquietud volvió a apoderarse de ella. No quería tener de nuevo a Moreturi como paciente. Y sobre todo, no quería verlo aquella noche… no quería atisbar ni desempeñar el papel de Tom el Fisgón, el repugnante sastre de Coventry.

La vieja se dirigió a la puerta.

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