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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (65 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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La joven sabía que Courtney la examinaba a ella y no a los niños, pero fingió no darse cuenta. Sin embargo, consciente de aquella observación, trató de adoptar una postura grácil y elegante, como la figura reclinada de Paulina Bonaparte que Cánovas esculpió para la Villa Borghese. Pese a su continuada relación con el abogado de Chicago, desterrado voluntariamente, el interés que Claire sentía por él no había disminuido. Aunque Courtney le reveló su pasado hacía doce días, continuaba siendo un enigma a los ojos de Claire. Desde aquel día, ni una sola vez volvió a mostrarse tan explícito acerca de sí mismo. De vez en cuando, como un jugador al terminar una partida de póquer, volvía boca arriba una sola carta, con lentitud exasperante, proporcionándole un solo detalle autobiográfico, la clave de un pequeño aspecto de su carácter. Había asumido el papel de guía y mentor combinados, y, cuando sus acompañantes se acercaban demasiado, él los apartaba con frases zumbonas o cínicas.

Ella decidió, de pronto, hacerle saber que se daba cuenta de que la observaba. Le miró francamente a los ojos, sin sonreír. Pero él sonrió.

—La estaba observando —le dijo.

Habló por encima de Maud, como si ésta no existiese, lo que hasta cierto punto era verdad, pues se hallaba concentrada en los juegos de los niños.

—Tiene la misma gracia felina, de gatita, de las niñas indígenas agregó.

Claire sufrió una decepción. Trató de presentarse como Venus Imperial y él sólo la vio como Marie Laurencin.

—Es la atmósfera de aquí —dijo—, juguetona, buena para niñitas.

—Miró de soslayo a los niños que edificaban la pequeña choza y luego su vista se posó de nuevo en Courtney—. ¿Le gustan los niños, Tom?

—En general, sí. —Y agregó—: Los míos sobre todo.

Ella se sorprendió.

—¿Los suyos? No sabía…

—Es un decir —repuso él—. Quiero decir que me gustaría ver a los míos, a muchos pequeños que fuesen míos, a mi alrededor.

—Comprendo —dijo ella, riendo.

El asumió un aire solemne.

—Desde luego, lo ideal para mí, si tuviese hijos, sería educarlos en una atmósfera así.

Maud prestó atención a estas últimas palabras.

—Esto quizás no diese resultado, a menos que se quedasen a vivir aquí —observó—. De lo contrario, acaso serían incapaces de enfrentarse con el mundo exterior. La educación que reciben los niños de Las Sirenas parece perfecta si se la compara con los esfuerzos y tensiones a que se ven sometidos nuestros niños en Norteamérica. ¿Pero quién puede asegurar que la tensión a que se hallan sometidos los nuestros sea mala… puesto que en realidad los prepara para la difícil lucha por la vida en el seno de nuestra sociedad?

—Es cieno —asintió Courtney.

Claire, empero, no estaba satisfecha, pues no comprendía por qué Maud encontraba superior la educación que recibían los niños en Las Tres Sirenas, comparada con la que recibían los niños de Los Ángeles o Chicago.

—Tom, ¿qué hay de especialmente bueno en esta atmósfera para los niños? De acuerdo en que los adultos de esta isla difieren de nosotros, ¿Pero los niños también? Yo veo que juegan lo mismo que los niños de California.

—Sí, pero no es lo mismo —repuso Courtney—. Las presiones a que se hallan sometidos aquí son menores aunque, desde luego, las exigencias, que más tarde se hacen a los adultos también lo son. Estas criaturas viven de una manera libre y despreocupada. Hasta que tienen seis o siete años, corretean por el poblado desnudas. Como apenas les imponen limitaciones, no viven dominadas por ningún temor. Todo lo tocante al sexo los deja indiferentes, pues, como ustedes saben, casi nada se les oculta. No se hallan expuestas al peligro de cruzar una calle ni los riñen por ensuciar la casa, pues aquí no hay calles, no hay vehículos y el suelo es de tierra. El modo de matar el tiempo no les preocupa, pues sus padres no tienen que llevarlos de una parte a otra, dejarlos en casa de amigos o vecinos, ir a buscarlos al colegio u organizar sus juegos. Viven sencillamente como animalillos en libertad y vagan por el poblado solos o en compañía de sus amigos. No pueden perderse. Son independientes. Tras reiteradas pruebas o imitando a los adultos, estos niños aprenden a construir chozas, a cazar, a pescar y a sembrar. No pueden morirse de hambre. Cuando tienen apetito, comen frutas o verduras que recogen con sólo tender la mano. Cuando tienen calor, se bañan en el arroyo. Si tienen frío, se meten en la primera choza que encuentran, pues son los niños de todo el poblado.

—Estoy empezando a ver dónde quiere ir a parar —dijo Claire—. Gozan de completa independencia.

—Casi completa —continuó Courtney—. Pero la clave de todo es la sensación de seguridad que tienen estos niños. Saben que todos los quieren. Un padre o una madre de esta isla se cortaría una mano antes que pegar a un niño. Y lo que es más importante, los niños no tienen dos progenitores, en realidad, éstos sólo les dieron el ser, sino que tienen una serie de padres y madres, entre los que se cuentan todos sus tíos y tías, con el resultado de que cada niño tiene numerosos parientes que lo miman y lo cuidan.

Esto crea en él un sentimiento de seguridad y solidaridad familiares. Siempre encuentra a alguien que puede tratarlo con cariño, aconsejarlo, ayudarlo o enseñarle algo; una persona en quien confiar, en fin. Estos niños nunca pueden sentirse solos ni dominados por el miedo, pero eso no quiere decir que hayan sacrificado su personalidad o su intimidad. Lo comentaba el otro día con la doctora DeJong y ella está de acuerdo conmigo… Sigmund Freud hubiera estado aquí mano sobre mano. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que un hijo de Las Tres Sirenas sufra el complejo de Edipo, si en realidad tiene diez madres y siete padres? Habría que buscar mucho entre estos niños para encontrar a uno que le den berrinches, o que se orine en la cama, o que tartamudee… Desde luego, reconozco que Las Sirenas también presentan ciertos puntos débiles. No estoy ciego a la realidad. Pero estoy convencido de que aquí hacen dos cosas mejor que en Estados Unidos, a saber: han sabido resolver la vida conyugal y educan mejor a sus hijos.

Desde luego, yo no soy un experto. No hago más que exponer mi opinión particular, respaldado por mi formación de abogado. —Se volvió de Claire a Maud Hayden—. Usted es la experta, doctora Hayden. ¿Está de acuerdo conmigo o cree que me equivoco?

Una expresión pensativa apareció en el rostro de Maud, al que el sol había conferido un color calabaza. Con sus gruesos dedos se dedicaba a contar distraídamente los abalorios del collar que le pendía del cuello.

—Nunca me ha gustado hacer juicios definitivos sobre nada —dijo, más para sí misma que para Courtney o Claire—. No obstante, por lo que he visto de Las Sirenas y he podido aprender aquí, y por lo que sé de la Polinesia en general, me siento inclinada a estar de acuerdo con usted, al menos en lo que se refiere a la educación de los niños. —Pareció calibrar lo que iba a decir y prosiguió—: Creo que en las sociedades polinesias, los jóvenes pasan de la niñez a la pubertad sin ser víctimas de la confusión mental que sufren nuestros jóvenes en Norteamérica. La adolescencia, desde luego, es un período de menos lucha aquí que entre nosotros. No está rodeada de toda clase de frustraciones sexuales, sensaciones de vergüenza y temor y el terrible problema consistente en encajarse en el mundo de los adultos. Aquí, como en las demás islas de los Mares del Sur, la transición a la pubertad se hace de una manera gradual y dichosa, lo cual no siempre ocurre en la sociedad occidental. Esto se debe a muchos motivos, desde luego, pero… bien, no creo que ahora sea el momento de analizarlos en detalle.

—Por favor —dijo Claire—. ¿Qué motivos son éstos?

—Como tú quieras. Para hablar con absoluta sinceridad, te diré que creo que los niños son más deseados en esta sociedad que en la nuestra.

Aquí todo resulta muy sencillo. Nadie se preocupa por las causas económicas, que, de manera antinatural, imponen una limitación en los nacimientos. Aquí todos quieren tener hijos porque los niños proporcionan alegría en vez de problemas. Y al no poseer nuestros adelantos científicos, cuentan con una mortalidad infantil más elevada con el resultado de que los niños que sobreviven son aún más queridos. En nuestra sociedad norteamericana, las satisfacciones que proporciona la paternidad no son suficientes. La paternidad es un valor negativo, pues cada nuevo hijo que nace, significa un nuevo problema económico. Así, si bien los hijos son aquí muy deseables, no lo son tanto entre nosotros, con el resultado de que esta actitud de los padres se transmite a los niños en formación e imprime una diferencia en sus respectivas personalidades. Pero Mr. Courtney ya ha citado el puntal sobre el que descansa la vida infantil en Polinesia. Este puntal es el sistema familiar, el clan, la numerosísima familia que aquí es regla. En este terreno, sí que esta gente se lleva la palma, sin que nosotros podamos competir con ellos.

—Pero entre nosotros también existen familias muy unidas —insistió Claire—. Casi todos los niños americanos nacen en el seno de estas familias.

—No es lo mismo que aquí —objetó Maud—. Nuestras familias son reducidas: el padre, la madre, uno o dos vástagos, y para de contar. Los parientes próximos no suelen formar parte del núcleo familiar. En realidad, existe mucha hostilidad y muchas discusiones, y muy poco amor verdadero, en las escasas relaciones que sostenemos con nuestros parientes. Si no fuese así, ¿cómo se explicarían tantos chistes y bromas acerca de suegras y yernos? Mejorando lo presente, nuestra sociedad hace la guerra a las suegras. En Las Sirenas, como en casi toda la Polinesia, el núcleo familiar está constituido por la amplia agrupación de parientes próximos y allegados.

Las uniones matrimoniales no siempre tienen carácter permanente, como sabemos muy bien, pero la institución de la familia es solidísima y nada puede quebrantarla. Los niños nacen en el seno de esta institución permanente, de este seguro refugio acogedor. Si los padres mueren o se divorcian, esto no afecta al niño, pues sigue viviendo en el amplio regazo de la familia patriarcal. Pero cuando esto ocurre a un niño norteamericano o europeo, cuando se queda sin padres, vamos a suponer, ¿qué es de su vida? Sólo le queda una póliza de seguros. ¿Creéis que una póliza de seguros representa una verdadera seguridad? Si lo creéis tratad de pedir consejo a un seguro de vida a todo riesgo… tratad de pedir amor a las frías cláusulas de una póliza.

—Nunca se me había ocurrido verlo bajo ese prisma —comentó Claire.

—Pues así es —dijo Maud—. Ninguna clase de prima puede equivaler a la riqueza que representa esta protección familiar. Mr. Courtney ha aludido a la existencia de numerosos padres y madres, hermanos y hermanas, pero las familias polinesias también están compuestas de abuelos, tíos, tías, primos, sobrinos, todos los cuales forman la auténtica familia del niño y no se limitan a ser parientes lejanos. Toda esta gente vela por el bienestar y la seguridad del niño. Tienen hacia él ciertos deberes y derechos, que él les corresponde. Ningún niño puede considerarse aquí verdaderamente huérfano, del mismo modo que ninguna persona de edad se siente jamás abandonada. La sociedad de Las Sirenas es patriarcal y cuando los progenitores mueren, el niño pasa a la familia paterna, que no lo adopta como a un huérfano, porque siempre le han unido a él lazos de consanguinidad. Esto es lo maravilloso de estas sociedades… que nadie, ni de niño ni de adulto, está jamás solo, a menos que desee estarlo voluntariamente.

Courtney se inclinó hacia ella.

—¿Y en cuanto al matrimonio polinesio, comparado con el occidental? ¿No está tan segura sobre ese punto?

—Deseo saber más cosas-contestó Maud— antes de afirmar que el matrimonio, tal como aquí se practica, es más digno de admiración que entre nosotros. Sospecho que en ciertos aspectos lo es. Deseo reunir más datos antes de sacar conclusiones. Desde luego, creo que la falta de todo freno sexual tiende a eliminar los actos de agresión y hostilidad y los crímenes pasionales, tan abundantes entre nosotros. Desde luego aquí domina un sentimiento comunal… como en un kibutz israelí. Nadie teme morir de hambre, quedar sin techo o sin cuidados, y no existen las recompensas que ofrece la competencia, lo cual libra a los matrimonios de una tensión considerable. Tengo también motivos para creer que aquí resuelven los problemas conyugales mucho mejor que en Norteamérica. Sencillamente, las mutuas relaciones están mucho más claras. Entre nosotros, no están claros los deberes y derechos respectivos de los cónyuges. En Las Sirenas, no existe confusión. El hombre es el cabeza de familia. El es quien toma las decisiones. La mujer ocupa un lugar secundario en todas las situaciones sociales. Solamente es alguien y tiene autoridad en la casa. Allí sabe que está su hogar, junto a su esposo. Sí todo es más sencillo.

El discurso de Maud dejó agotada y débil a Claire, que había escuchado ávidamente sus frases sucesivas, asiéndose a ellas como si fuesen tablas de salvación. Quería que la salvasen, asirse a algo que fuera la salvación para Marc y para sí misma, pero vio que se le escapaba de las manos. Sin embargo, sintió el impulso de manifestar en palabras el pensamiento que surgió primero a la superficie.

—Maud, ¿qué pasaría en un matrimonio si, por ejemplo… la mujer quisiera tener hijos y el marido no, o viceversa?

—Temo que tratas de imponer un problema puramente occidental en una cultura donde tales problemas no existen —dijo Maud. Volviéndose a Courtney, agregó—: Corríjame si me equivoco.

—No, tiene usted razón-contestó Courtney. Después miró a Claire—. Lo que su madre política ha dicho acerca del matrimonio y los hijos en la Polinesia, también se aplica a esta isla. Aquí todos desean tener hijos.

Sería inimaginable que uno de los esposos quisiera un hijo y el otro no. Si tal cosa sucediese… supongo que la Jerarquía Matrimonial tendría que intervenir. La pareja pronto se divorciaría y el cónyuge que quisiera tener hijos no tendría dificultades en encontrar una nueva pareja.

Claire se sentía angustiada y triste. Una cosa que pensó hacía mucho tiempo en California volvió de pronto a ella con su interrogante: cuando una está casada con un niño ¿cómo puede esperar tener uno? Que fue seguido por este otro: ¿cómo es posible que un niño engendre a un niño, creando así su propio rival? Malditos hombres, pensó, abarcando en esta maldición a todos los hombres-niños de Norteamérica.

Maud y Courtney seguían hablando, pero Claire no los oía. Vio que se levantaban para mirar más de cerca a los niños indígenas que jugaban a construir una casa. Ella no les siguió.

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