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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (69 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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En vez de sentirse ligero y alegre, se sentía pesado y decaído. Se sentía empapado de whisky, saturado de líquido.

Medía la estancia con pasos indecisos. Notaba las ropas pegadas al cuerpo. Se quitó la corbata, se desabrochó la camisa para quitársela también y tirarla al suelo. Así se sentía mejor. Se aflojó el cinto que sostenía sus pantalones grises, se acercó a la puertita, la abrió y se sentó en el umbral, intentando reanimarse con el aire fresco. Su mirada escrutó el oscuro y desierto poblado y, maquinalmente, sacó su último cigarro medio aplastado, le arrancó la punta de un mordisco y lo encendió. Empezó a dar bocanadas, pero su malhumor no desaparecía. Trató de pasar revista a los sucesos de la monótona velada, pero le costaba concentrarse. El whisky le había embotado el cerebro. Sin embargo, consiguió evocar algunos de los momentos, entre los mejores o peores.

Todos parecieron pasarlo a las mil maravillas, excepto Marc. Claire había resuelto organizar una velada completamente norteamericana, que sería algo singular para Paoti y Hutia, una nostalgia para Courtney y un buen intermedio gastronómico para Matty, sin olvidar una gozosa pasión conmemorativa para el joven matrimonio en honor del cual se hacía la fiesta. Tomarían whisky procedente de las existencias que había importado el equipo, y escucharían música de Vivaldi, Gershwin y Stravinsky grabada en el magnetófono portátil. Claire preparó la cena, consistente en sopa vegetal, pollo, frutas para postres, todo ello procedente de conservas, y Aimata sirvió a la mesa. Courtney y Matty pronunciaron sendos brindis, que Marc escuchó con forzada sonrisa. Claire recordó el día en que se conocieron y su época de relaciones, con excesiva palabrería romántica, pues había bebido más de la cuenta, lo cual irritó a Marc. Paoti, muy grave y compuesto, hizo preguntas acerca del matrimonio en Norteamérica, que Marc intentó contestar, sin conseguirlo, porque Matty y Claire se anticiparon a hacerlo.

Después de cenar, Claire desenvolvió los regalos recibidos. Entre ellos había una estatuilla indígena, de aspecto precolombino, que les fue ofrecida por Paoti y Hutia. Luego vino un antiguo cuenco de Las Sirenas que antaño se empleaba en las festividades, y que les regaló aquel sinvergüenza de Courtney. Una cámara fotográfica Polaroid, que Matty había comprado para esta ocasión. Y Claire regaló a Marc, con cariño, con todos los viejos pecados y omisiones olvidados en aquella noche de aniversario, una cigarrera de cuero repujado, muy cara y atractiva. Y Marc ofreció a Claire… pues nada, absolutamente nada.

Olvidó comprarle un regalo antes de salir de Estados Unidos. Olvidó buscar algo allí, en Las Sirenas, porque no pensaba en Claire ni en aquel estúpido aniversario, pues tenía la cabeza en otra parte. Sin embargo, creyó salir airoso de la situación y la expresión desilusionada que mostró Claire fue sólo fugitiva. Dijo que le había encargado una cosa a Los Ángeles, un secreto, una sorpresa, y no había llegado a tiempo. Cuando regresasen se lo ofrecería. Prefería no decirle de qué se trataba. Así le haría más ilusión.

Claire, para demostrarle lo contenta que estaba, le dio un rápido beso que sabía a whisky, pero por encima de los labios de Claire, Marc atisbó por un momento la cara de su madre y comprendió que ella no se había dejado engañar. Que se vaya al cuerno, se dijo, con todas las máquinas de rayos X como ella, que siempre lo desaprueban todo.

Después de evocar estas escenas, sólo quedaban flotando en su mente tres fragmentos de la conversación. Lo demás se lo había llevado el whisky.

Tres fragmentos sin importancia.

Fragmento primero.

El estaba sirviéndose otra copa, sí, otra, y Claire, a su lado, se quejaba en voz baja. Sin duda por la copa.

—¿Eres del Ejército de Salvación o qué? —le dijo Marc; sí, ella ponía esa cara porque iba a tomar otra copa y él le dijo exactamente aquello.

Y ella dijo:

—Todos bebemos, pero no quiero que te caigas al suelo el día de nuestro aniversario, cariño.

—Gracias, mujercita —dijo él, terminando de llenar la copa. Echó un trago cuando Courtney también se sirvió.

Dijo Courtney:

—Según he oído decir, Dr. Hayden, usted participará en nuestro festival, en la prueba de natación.

—¿Quién se lo ha dicho? —dijo Marc.

Contestó Courtney:

—Tehura. Si eso es verdad, me creo en el deber de advertirle, aquí entre nosotros, que la prueba es muy dura. Es posible que no la gane.

—No se preocupe por mí —dijo Marc—. En el agua estoy en mi elemento. Podría ganar a esos macacos con un brazo atado a la espalda.

—Miró a Courtney entornando los ojos con expresión malévola—. Creo que usted participó en la prueba un par de veces.

—Así, es, en efecto. Y lo lamento. Le aseguro que no volverán a verme el pelo. Hay que zambullirse a gran profundidad y nadar largo trecho. Eso sólo puede aguantarlo un hombre como ellos. Durante semanas estuve como si me hubiesen dado una paliza.

—Usted es usted y yo soy yo —dijo Marc, desdeñoso—. Allí me verán mañana.

—¿Adónde irás mañana, Marc? —preguntó Claire—. ¿De qué estáis hablando?

—Del gran acontecimiento deportivo con que empieza el festival —dijo Marc—. Un concurso de natación. Se celebra mañana y yo participo en él.

—Por Dios, Marc —dijo Claire—. ¿Por qué lo haces? Ya no eres un estudiante… mira que un concurso… ¿Por qué te has apuntado, Marc?

Marc hubiera deseado responder: "Porque el premio es un auténtico bombón, querida, y no una artista de la castración como tú". Pero lo que dijo fue:

—Hay que observar como participante, mujercita mía; esta es la clave de la etnología moderna. Tú ya lo sabes, ¿verdad? Mujercita. ¿Fue por esto, no, por lo que enseñaste las tetas a los indígenas la noche de la fiesta que dio Paoti?

Claire se puso colorada como la grana y Marc prefirió escabullirse, para pedir a los demás si querían más whisky.

Fragmento segundo:

La Dra. Matty, la buena y decrépita mamaíta Matty, con su acostumbrada verborrea, metiéndose en todo, hablando por los codos con Paoti y Hutia, mientras él le servía otra copa de whisky.

—Matty —la interrumpió él con tono malicioso—. Aquí tienes el whisky… que se enfría.

Matty le dirigió una severa mirada, le volvió a medias la espalda, como si no hubiese oído su impertinente observación y siguió hablando mientras Marc, reducido a la condición servil de hijo, escuchaba con mansedumbre.

—Durante años —estaba diciendo Matty— a Paoti— el problema principal de la ciencia, y en ella incluyo a la ciencia social, fue, en nuestro país, el de no poder comunicarse a las masas inferiores, que no tenían preparación ni podían comprenderla, pero cuyo apoyo era necesario. No bastaba con descubrir una teoría de la evolución o una teoría de la relatividad. Había que explicarla, ponerla al nivel de los incultos para que éstos le diesen su aprobación, pues sin ella nadie querría subvencionar las investigaciones fundamentales. Hoy día, en Norteamérica, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Rusia, en una palabra, en todo el mundo, la ciencia ha comprendido esta necesidad y ha buscado un medio para divulgarse entre las masas, lo cual le permite contar con su apoyo.

Marc observaba a Matty-Maud-Mamá mientras paladeaba su bebida y la oyó proseguir así:

—Nosotros, en el terreno de la etnología, hemos tenido una suerte particular por lo que se refiere a nuestros descubrimientos y a su divulgación. Hemos aprendido a hablar el lenguaje del pueblo. Por mi parte, yo siempre he tenido un interés rayano en el fanatismo en escribir de una manera comprensible para todos, para que todos me entiendan. Prefiero tener un editor comercial para que publique mis obras. Aunque se trate de obras técnicas, sigo prefiriendo un editor comercial en vez de una editorial universitaria. Pero hay algunos etnólogos que se hallan molestos con aquellos que como yo, publicamos de cara al público. Me han llamado propagandista y amiga del autobombo. Me han amonestado por publicar artículos en revistas no profesionales. El núcleo de intransigentes que sólo tienen fe en sus propias revistas científicas y en las editoriales universitarias, creen que el dinero y la reputación nada tienen que ver con la etnología. Creen que un etnólogo debe ser un hombre de ciencia y no un escritor o un divulgador. Algunos de ellos son sinceros. Pero su resentimiento, casi siempre, esta motivado por la envidia. Y también por arrogancia intelectual y esnobismo. ¿Quiere usted saber cuál es mi posición, jefe Paoti? Yo no quiero limitar mi estudio de Las Sirenas a mis amigos y enemigos de nuestro reducido círculo. Quiero que todo el mundo lo conozca y se beneficie de este conocimiento.

Marc continuó escuchándola, con la mente enturbiada por los vapores del alcohol y sin poder contener su pasmo. Su madre no era una mujer cualquiera, se dijo, sino una fuerza de la naturaleza dotada de la grandeza de un dios. Paoti dijo algo que Marc no entendió. Vio que Matty asentía, sonriendo, para continuar su perorata.

—Sí, eso también —dijo—. Somos así. Lo que me atrajo a la etnología era el hecho de que yo podía entenderla y de que era una ciencia que abarcaba toda la humanidad. Además, comprendí que podía divulgarla. Tiene usted que saber que las oscuridades de la ciencia, que, aunque yo pueda entender, otros no entienden, me interesan menos que la epopeya viviente de la ciencia. Voy a decirle lo que más me interesa. Me interesa, por ejemplo, el hecho de que los arcos branquiales de los peces arcaicos formen aún parte del oído humano… Este atavismo me parece altamente emocionante. Me interesa encontrar fósiles de moluscos y animales marinos entre los estratos de montañas que se alzan tierra adentro, a centenares de kilómetros del mar… lo cual constituye otro eslabón viviente con el pasado. Me interesa el hecho de que aún viva en los mares sudafricanos un pez llamado celacanto, un pez fósil que vivió hace cincuenta millones de años, cuando los dinosaurios vagaban por las orillas de aquel mar… los dinosaurios se extinguieron pero el celacanto aún vive. Me interesa el hecho de que la resplandeciente estrella que vemos brillar por esta ventana nos envíe una luz que tarda mil años en llegar a nosotros, lo cual quiere decir que el mensaje luminoso que ahora vemos, inició el viaje hacia nosotros cuando los sarracenos aniquilaron la escuadra veneciana y Constantino era emperador. Me interesa saber que usted, jefe Paoti, que vive apartado del mundo, se atenga a unas normas que fueron dictadas hace casi dos siglos. Esta es la ciencia que yo valoro y entiendo… la que hace vibrar mi espíritu… y mediante la cual intento iluminar el mundo que nos rodea, haciendo caso omiso de lo que puedan pensar de mí algunos de mis colegas.

Maravillosa Matty, se dijo Marc, sintiéndose pequeño e inútil. ¿Era posible que aquel monte femenino hubiese parido un ratón como él?

Fragmento tercero:

Acababan de servir la última ronda. Los invitados se disponían a marcharse. Claire dio las gracias a Paoti y Hutia por haberle prestado su sirvienta Aimata. La asistenta más capacitada que había conocido en su vida y que incluso superaba a Suzu, en la lejanísima Santa Bárbara.

—Oh, no es sirvienta nuestra —dijo Hutia Wright—. Es la esclava de otra familia. Nos la han cedido para ustedes.

—¿Habré entendido bien? —Preguntó Claire—. ¿Ha dicho usted esclava?

—Sí… cometió un crimen…

La expresión de perplejidad de Claire obligó a Marc a intervenir inmediatamente.

—Easterday ya aludió a esto en su carta, pero aún no habíamos tenido ocasión de explicarlo en detalle, ni a ti ni a los demás —dijo—. En Las Tres Sirenas existe un sistema excepcional, al menos para nosotros, de castigar los delitos. No existe la pena capital. En realidad, hay mucho que decir a favor del sistema. Es humanitario y práctico al mismo tiempo. En Estados Unidos, cuando una persona comete un asesinato premeditado, lo normal es que la ejecutemos a sangre fría por medio de la horca, la silla eléctrica, la cámara de gas o el pelotón de ejecución. Si bien estas medidas eliminan la posibilidad de que vuelva a delinquir, esta venganza de la sociedad no le reporta ninguna ventaja ni indemniza a la familia de la víctima. Aquí, en Las Sirenas, si alguien comete un asesinato lo sentencian a la esclavitud y tiene que servir a la familia de su víctima por tantos años como sin duda hubiera vivido todavía la víctima. —Indicó a Paoti con un ademán.

—Quizás usted pueda explicarnos cómo se aplicó este principio o ley en el caso de Aimata.

—Sí —dijo Paoti a Claire—. Es un caso muy sencillo. Aimata tenía treinta y dos años y su marido treinta y cinco cuando ella resolvió asesinarlo, despeñándolo por un acantilado. El infeliz murió instantáneamente.

No hizo falta celebrar juicio ante mí, porque Aimata confesó su crimen.

Según nuestro derecho consuetudinario, las personas de esta isla viven setenta años, por término medio. Por consiguiente, Aimata había privado a su marido de treinta y cinco años que aún le correspondían de vida. Con su crimen también privó a los demás parientes del esposo, de su ayuda, apoyo y cariño. Por consiguiente, Aimata fue sentenciada a sustituir a su víctima durante esos treinta y cinco años. Ahora es la esclava de los parientes de su esposo durante ese período. No tiene privilegios: no puede casarse, hacer el amor, participar en las fiestas, y sólo puede comer los restos de sus comidas y vestirse con las ropas que ellos desechen.

Claire se llevó la mano a la boca.

—Nunca había oído nada semejante. Es espantoso…

Paoti la miró con simpatía y sonrió.

—Pero es muy efectivo, Ms. Hayden. En treinta años, sólo hemos tenido tres asesinatos en la aldea.

—Hay sistemas y sistemas en este mundo —agregó Maud, dirigiéndose a Claire—. Existe una tribu en el África occidental, llamados los Habe, que tampoco ahorcan a los asesinos. Consideran, como aquí, que esto es perder el tiempo. Cuando alguien comete un asesinato, lo destierran durante dos años. Después lo hacen volver y lo obligan a vivir y cohabitar con un pariente del asesinado, hasta que ambos engendran un hijo que sustituirá a la víctima. No deja de ser raro, pero en el fondo es justo, como el sistema que aquí impera. Yo no aseguraría que los sistemas de castigo que se hallan en vigor en Occidente sean mejores que éstos. —Se volvió a un lado—. Mr. Courtney… ¿qué opina usted como abogado?

—Digo que me parece muy bien —respondió Courtney—. Y digo también: gracias y buenas noches.

Los fragmentos se disolvieron.

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