La isla de las tres sirenas (71 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Marc se levantó apresuradamente y corrió al sendero. El reloj señalaba más de las doce y cuarto. El capitán Rasmussen se acercaba por el sendero.

La gloriosa figura aún estaba a veinte metros, llevaba su gorra de marino muy echada hacia atrás, exhibiendo plenamente su curtida cara de escandinavo, con barba de ocho días. Su atavío consistía en una vieja camisa azul, que llevaba abierta, unos sucios pantalones blancos, zapatos de tenis tan viejos y rotos como siempre y la bolsa del correo colgada del hombro izquierdo.

Al acercarse, Rasmussen reconoció a Marc y lo saludó con la mano libre.

—Hola, doctor. ¿Forma usted el comité de recepción?

—¿Cómo está, capitán? —Marc esperó con nerviosismo a que Rasmussen llegase frente a él y entonces, añadió—: Subí a dar un paseo y al acordarme de que hoy venía usted, pensé esperarlo para recibir antes el correo. Espero una carta muy importante para mi trabajo.

Rasmussen se quitó la bolsa del hombro y la tiró al suelo.

—¿Es algo tan importante que no puede esperar? Aún no he clasificado el correo.

—Verá, yo pensé que…

—No importa, de todos modos, no hay mucho que clasificar.

—Arrastró la bolsa, primero por el polvo y luego sobre la hierba, se sentó con las piernas muy separadas sobre un tronco de cocotero y colocó la bolsa entre sus rodillas—. No me irá mal descansar un momento. —Abrió la bolsa, mientras Marc miraba ansiosamente por encima del hombro. Rasmussen husmeó y levantó la mirada hacia él—. No tendrá otro de esos cigarros, ¿eh, doctor?

—No faltaba más.

Marc se apresuró a sacar un cigarro del bolsillo de la camisa y lo tendió a Rasmussen, quien lo aceptó con un eructo, dejándolo a su lado sobre el tronco. Mientras Marc lo observaba nerviosamente, Rasmussen introdujo su callosa mano en la bolsa y sacó un mazo de cartas, atadas fuertemente por una correa de cuero. La desató y después, murmurando entre dientes el nombre completo de Marc, empezó a examinar las cartas.

Por último sacó tres sobres.

—Aquí tiene, no hay nada más para usted, doctor… como no sea algún paquete grande… pero supongo que no es eso lo que le interesa ahora.

—No, con esto me basta —se apresuró a responder Marc, tomando los sobres.

Mientras Marc consultaba las señas de los remitentes, Rasmussen volvió a meter el mazo en la bolsa y se dedicó a desenvolver y encender el cigarro. Marc vio que la primera carta procedía de un colega de la facultad; la segunda, dirigida a Claire y a él, procedía de un matrimonio amigo de San Diego; y la tercera era de "R. G., Busch Artist and Lyceum Bureau, Rockefeller Center, Nueva York". Era de Rex Garrity, que le escribía desde su agencia para conferencias, y Marc apenas podía contener su impaciencia.

Pero no quería abrir el sobre ante Rasmussen. El capitán continuaba sentado, dando chupadas al cigarro y observando a Marc con sus abotargados ojos de alcohólico impenitente.

—¿Ha recibido lo que esperaba, doctor?

—Pues no —mintió Marc—. Sólo cartas personales. Quizás venga con el correo siguiente.

—Es posible —dijo Rasmussen, sujetando la bolsa y poniéndose en pie—. Tendré que darme prisa. Quiero lavarme un poco, comer algo y prepararme para la fiesta. Como usted sabe, empieza hoy y durará toda la semana.

—¿Cómo dice? Ah, sí, la fiesta. La había olvidado… sí, creo que empieza hoy.

Rasmussen miró un momento a Marc con expresión reflexiva.

—Ahora me acuerdo… cuando llegamos, Huatoro y otros muchachos indígenas fueron a recibirnos a la playa… llevan los víveres por el atajo… ¿sabe usted…?, y entonces él me dijo algo sobre usted… me dijo que participaba en el concurso de natación de hoy. ¿Es eso verdad o quiso tirarse un farol?

De lo último que Marc se acordaba era del concurso de natación, fijado para las tres de la tarde. Le sorprendió que se lo recordasen.

—Sí, capitán, es cierto. Prometí participar.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Para hacer ejercicio, supongo contestó Marc en tono ligero.

Rasmussen se tiró la bolsa al hombro.

—¿Quiere oír el consejo de un viejo? Hará mejor ejercicio yéndose con alguna moza de Las Sirenas, doctor… y no lo tome como una falta de respeto por su señora… pero eso es lo que vale verdaderamente la pena en ese festival. Le doy este consejo en interés de la investigación científica.

Trate de no olvidarlo si una de esas chicas le entrega una concha, durante la fiesta.

—¿Y eso qué significa?

—Eso es lo que sirve para desatar la falda de hierba, doctor. —Soltó una ronca risotada, tosió y se quitó el cigarro de la boca, ahogándose; luego metió de nuevo el cigarro entre sus dientes amarillentos—. Sí, eso significa.

—No lo olvidaré, capitán —dijo Marc con voz débil.

—Sí, señor, eso es lo que significa —repitió Rasmussen, dirigiéndose al camino—. ¿Baja usted conmigo?

—Yo… no, gracias, prefiero pasear un poco más.

Rasmussen empezó a alejarse cuando se volvió para decir:

—Como quiera, pero no se canse demasiado antes del concurso de natación. Y recuerde lo que le he dicho.

Lanzó otra risotada semejante a un ladrido y se alejó renqueando hacia el precipicio.

Ligeramente desconcertado por lo que el capitán había dicho de la fiesta, Marc permaneció de pie, viendo cómo el sueco se alejaba. Cuando Rasmussen hubo atravesado las hileras de acacias y de kukuis para llegar al borde del precipicio y desaparecer por el recodo que conducía al pueblo, el espíritu de Marc volvió a concentrarse en el largo sobre que contenía la carta de Garrity.

Salió a toda prisa del sendero y se metió en la sombra, mientras doblaba dos de los sobres y se los metía en el bolsillo trasero del pantalón. Sin poder dominar su inquietud, dio vueltas entre sus manos a la carta de Garrity, y, casi a regañadientes, rasgó el sobre con el índice.

Con el mayor cuidado, desplegó las cuatro hojas mecanografiadas de papel cebolla. Sin prisas, como un gourmet que deseara saborear una golosina largo tiempo esperada, leyó la carta, palabra por palabra.

Primero venía una cordial salutación: "Mi querido Marc". Después acusaba recibo a la apresurada misiva de Marc, enviada desde Papeete, y por la que se mostraba sumamente complacido. Después pasaba al grano.

Antes de leer la parte más importante de la carta, que revelaría el sesgo que tomaría su futuro, Marc cerró los ojos y trató de evocar, en su mente, un retrato del autor de la misiva. El tiempo, la distancia y sus deseos suavizaron la imagen de Garrity, rubio, alto, esbelto, con sus refinadas facciones patricias propias de Phillips Exeter-Yale, el cincuentón más juvenil de la tierra, el artífice, el ídolo, el triunfador, el apuesto hombre de acción, el aventurero que seguía las huellas de Aníbal… él… el único… que, en una altiva torre del Rockefeller Center, sentado ante una máquina de escribir de oro, escribía: "Mi querido Marc".

Marc abrió los ojos y leyó lo que Garrity se dignaba exponerle, de forma definitiva, acerca del asunto que se traían entre manos:

Ante todo, deseo observar que aprecio doblemente que me hayas escrito tan pronto, porque creo que yo soy la única persona capaz de comprender tu sensibilidad, tu personalidad y tu situación. Sé que tienes que luchar contra innumerables trabas y restricciones. En primer lugar, tu famosa madre —que Dios la bendiga—, pese a todo su genio, posee unas miras estrechas y pedantes acerca del mundo vivo y comercial. La manera como me rechazó, su indudable aversión por todos cuantos nos debemos al público y tratamos de entretenerlo, se basa en un código moral completamente anticuado. En segundo lugar, ha representado para ti un enorme obstáculo vivir encerrado durante tanto tiempo en el mundo de tu madre, ese mundo de los que se dan a sí mismos el nombre de "científicos", cuando la verdad es que no son más que unos pedantes. Pero tú perteneces a una generación nueva, más refinada y para los que son como tú —perdona mi franqueza, Marc—, para los que son como tú, repito, aún hay esperanzas; es más, no sólo esperanza, sino gloriosas perspectivas. A causa de la única conversación en privado que pude sostener contigo en tu casa de Santa Bárbara, a causa de la manera como me defendiste ante tu madre, tu esposa y ese miope de Hackfeld y, desde luego, por la carta que me enviaste de Papeete, que hizo revivir mi fe en ti, en nuestras relaciones y en nuestro futuro, a causa de todo ello, veo en ti a un nuevo Hayden, a una poderosa personalidad dotada de sus propias ideas y ambiciones, dispuesto a salir al mundo para conquistarlo.

Si interpreto bien tus párrafos tan meditados, te preguntas si es justo exponer al público en general los datos que estás en vías de reunir sobre Las Tres Sirenas. Te preguntas también si se hará buen uso de este material y si no corremos el riesgo de que adopte un tono demasiado sensacionalista, en el caso de que caiga en manos de personas sin escrúpulos. Te preguntas si algún hombre de ciencia o algún etnólogo ha presentado alguna vez sus hallazgos "como lo hubiera hecho un Rex Garrity". Manifiestas tus dudas acerca de los beneficios que puede reportar actualmente un ciclo de conferencias y dices, con cierto escepticismo, que estás seguro de que yo bromeaba cuando dije en tu casa que los datos de Las Tres Sirenas, debidamente presentados, nos podrían proporcionar "un millón de dólares" para cada uno de nosotros.

Después de sopesar cuidadosamente tu carta, he resuelto tomarme completamente en serio el interés que en ella manifiestas. Estaba en Pittsburg dando una conferencia cuando me entregaron tu carta e inmediatamente cancelé un compromiso que tenía en Stranton y me fui a toda prisa a Nueva York para entrevistarme con mis agentes de Rockefeller Center.

Les dije de manera confidencial lo poco que sabía de tu expedición, de Las Sirenas y les pregunté qué significaría todo esto en lenguaje práctico, en términos financieros, como tú dices. A los dos días de estancia en Nueva York ya lo sabía. Puedo asegurarte, Marc, que te escribo enormemente entusiasmado. Confío en que mi entusiasmo se te contagiará en ese lugar increíblemente remoto donde ahora estás trabajando y cuyo emplazamiento exacto sólo conozco de manera aproximada.

Ante todo, permite que disipe tus temores acerca de la conveniencia de exponer la aventura de Las Tres Sirenas al público. No temas tampoco que se haga un mal uso del material científico. Sé que tu madre me acusó de ser un divulgador de éxito, capaz de explotar el material reunido en Las Sirenas de una manera que resultaría perjudicial tanto para la etnología como para esos remotos isleños. Marc, tu madre se equivoca. Te ruego que vuelvas a perdonarme, pero es un exponente de la anticuada manera de pensar que prevalecía entre los sociólogos de antes de la guerra, una reducida camarilla o secta que se reservaba todo cuanto consideraba valioso. En realidad, la reputación alcanzada por tus padres se debía precisamente a que rompieron ese cascarón, hasta cierto punto, presentando sus obras de manera más popular. Pero yo digo que se quedaron a mitad de camino. Ni sus descubrimientos ni los que hicieron otros colegas suyos han llegado verdaderamente a las masas, ni han sido de valor o beneficiosos para millones de personas que podrían sacar provecho de ellos. Si lo que habéis visto en Las Tres Sirenas puede ser útil para Norteamérica, ¿por qué no propagarlo ampliamente, a fin de beneficiar a nuestros compatriotas? Y si lo que habéis visto no es de valor para nadie, sólo curioso o exótico, ¿qué mal hay en enseñar a nuestros compatriotas las necias costumbres de otros pueblos, lo que haría que se sintiesen más contentos con las suyas? Recuerda que los grandes impulsores de nuestra época, un Darwin, un Marx o un Freud, no hicieron temblar al mundo hasta que sus descubrimientos cayeron en manos como las nuestras para ser popularizados. Cuando manifiestas tus dudas acerca de si es justo o no es justo hacerlo, yo también manifiesto mis dudas acerca del derecho que pueda tener un grupo determinado para conservar o censurar unos conocimientos que podrían enriquecer el acervo cultural de la Humanidad. No, Marc, no temas; sólo bien puede producir el empleo de este material por personas que conozcan la psicología de las masas.

Y cómo quieres que se haga mal uso de este material, o se le dé un tono excesivamente sensacionalista? Si llevamos nuestro plan adelante, lo haremos juntos, como colaboradores. Tú te ocuparas de editar y presentar el material conmigo. Tú conoces mi obra, mi reputación, que se ha mantenido durante tantos años y se basa en el buen gusto. Entre mis devotos admiradores se han contado durante años personas de ambos sexos, de todas las edades y de las más distintas clases sociales. Las cifras de ventas de mis libros, las ciudades que se han volcado para aplaudirme, el ingente correo de mis admiradores que llena todos los días la mesa de mi despacho, las enormes sumas que Pago todos los años en concepto de Impuesto de Utilidades, son otras tantas pruebas de mi carácter conservador, de la amplitud y universalidad de mi juicio, y de mi buen gusto. Y por último, te diré que esto se haría bajo los auspicios del Busch Artist and Lyceum Bureau, entidad fundada en 1888, que goza del máximo prestigio y que ha contado en su cuadro de honor con nombres como los del Dr. Sun Yat Sen, Henry George Máximo Gorki, Carveth Wells, Sarah Bernhardt, Lily Langtry, Richard Halliburton, Gertrude Stein, el Dr. Arthur Eddington, Dylan Thomas, el Dr. William Bates, el Conde Alfred Korzybski, Wilson Mizner, la reina María de Rumania, Jim Thorpe… y, te ruego que me perdones por tercera vez, tu afectísimo servidor, Rex Garrity.

En cuanto a la preocupación que te produce pensar que los etnólogos puedan presentarse ante un público profano, deséchala, por favor. Poseo pruebas documentales de que docenas de tus colegas lo han hecho, desde Robert Briffault hasta Margaret Mead, consiguiendo con ello enaltecer y no rebajar, precisamente, su prestigio profesional.

Paso a exponer finalmente mis conversaciones con los altos dirigentes de la agencia Busch y el aspecto económico de estos posibles ciclos de conferencias, reputado como uno de los más saneados. Después de analizar a los artistas de la oratoria que han cosechado más laureles, he llegado a la conclusión de que los que mayor éxito han tenido han sido los más famosos (Winston Churchill, Eleanor Roosevelt, etc.) o los que tenían algo apropiado o extraordinario que contar (Henry M. Stanley, el general Chenoault, etc.). Los de la agencia Busch me aseguran que no podemos fracasar, pues entre ambos reunimos todos los elementos necesarios para asegurarnos el éxito. Yo poseo la reputación. Tú tienes y dominas un material apropiado y extraordinario. Entre los dos, podemos convertir Las Tres Sirenas en un nombre tan popular como Shangri-La… sí, el Shangri-La del amor y el matrimonio.

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