La isla de las tres sirenas (88 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Pero seremos dichosos —dijo él.

Rachel ya estaba sobre la pila de esteras, sin falda y mientras él le quitaba los pantaloncitos de nailon, ella se apresuró a desabrocharse la blusa.

Cuando Moreturi la acarició, ella rió un poco. Se había acordado de los títulos de las obras de Sigmund Freud y había hecho un pequeño juego de palabras. En 1905, Freud escribió Tres aportaciones a la teoría del sexo. Ella sabía muy bien cuáles eran aquellas tres aportaciones: Las Tres Sirenas, y esto es lo que motivó su risa.

—¿De qué te ríes? —preguntó Moreturi.

—Calla, no hables.

Y no pienses, no pienses, se dijo Rachel, afirmación gratuita, porque al cabo de un momento era incapaz de pensar. Ya no había la menor duda de que era una mujer. Era una mujer que sabía lo que era el placer por primera vez, y que gozaba más que en cualquier momento de toda su vida. Y más tarde, mucho más tarde, cuando aquel voluptuoso placer se vio cruzado por la intensa agonía que precede a la paz, cruzó por su mente un fugaz pensamiento: la imagen de Joe Morgen, el bueno de Joe… y se dijo: "Joe, oh Joe, debieras dar las gracias a este hombre, a éste de aquí… tú nunca lo sabrás, Joe pero a él tienes que agradecérselo…".

Y cuando hubo terminado todo y ella descansó, en una paz serena, sintió nuevamente deseos de reír. Había vuelto a recordar otro título de Freud. Era el de un libro que publicó en 1926. Le hacía una gracia tremenda. Se llamaba: El problema de lanlisis profano" (Aquí hay un juego de palabras intraducible con bay, que como adjetivo significa profano y como verbo yacer. (N. del T.)

En Las Tres Sirenas anochecía entre las siete y media y las ocho. Fue durante este período, cuando empezaban a encender las antorchas a ambos lados del arroyo, cuando Sam Karpowicz pasó frente a la cabaña de Auxilio Social y penetró en el poblado arrastrando los pies.

Había estado toda la tarde recorriendo parajes montañosos completamente desconocidos para él y sería incapaz de describir en detalle lo que hizo durante aquellas horas. Era como aquella parte del Evangelio que había leído de joven —en secreto, subrepticiamente para saber cómo pensaban los otros, cosa que sus padres no hubieran entendido—, que refiere el ayuno de Jesús en el desierto, cuando fue tentado por el diablo en la montaña, para terminar diciendo al Maligno: "Ponte detrás mío, Satán" Sam se había extraviado muchas veces durante aquella tarde, en más de un sentido pero, a la caída de la noche, encontró el camino y regresó a Galilea.

Para dejarnos de sutilezas, diremos que Estelle tenía razón y por último Sam Karpowicz así lo comprendió. Su deber como padre era preparar a su hija para la edad adulta de acuerdo con sus mejores normas y principios, guiándola y prestándole su apoyo, y haciéndola fuerte, juiciosa e independiente. Pero no formaba parte de este deber negar sus propios principios liberales para protegerla y acapararla de una manera egoísta. Esto era claro para él, clarísimo, y anhelaba poder decírselo así a su hija. Pero no la había encontrado y no sabía si los demás habían descubierto su paradero. Si algo le hubiese ocurrido, él se quitaría la vida.

Cuando estuvo dentro del poblado se dio cuenta de que se hallaba en un estado de agotamiento total. Le dolía la nuca. Le dolían los brazos y las piernas. Apenas podía andar. Tenía la garganta reseca y le costaba tragar saliva. Era posible que la hubiese estado llamando hasta enronquecer. A la luz de la primera antorcha vio que estaba hecho una lástima de pies a cabeza, con la camisa sucia y manchada de barro, los pantalones rotos por las rodillas, los zapatos blancos de polvo.

Debía ir corriendo a ver a Estelle, para saber si ella tenía noticias de Mary. Entonces distinguió la familiar figura de Tom Courtney muy atildado con su camisa y sus pantalones limpios, al otro lado del arroyo y caminando en su misma dirección.

—¡Tom! —gritó.

Courtney se detuvo. Apresurando el paso, Sam Karpowicz cruzó cojeando el primer puente para dirigirse a su encuentro.

—¿Hay noticias de mi hija, Tom?

Las facciones de Courtney no ocultaron su simpatía.

—Lo siento Sam, pero hace media hora aún no había novedad.

—¿Aún la siguen buscando?

—Según he podido oír, sí. No abandonarán la búsqueda. Y tarde o temprano la encontrarán. Puedes estar seguro.

—No es más que una niña… tiene dieciséis años… nunca ha ido sola por el mundo. Estoy preocupadísimo al pensar en las cosas que pueden haberle pasado.

Courtney puso la mano en el hombro de Sam.

—No le pasará nada malo. Estoy completamente seguro y tú también debes estarlo. ¿Por qué no vas a tu cabaña a esperar que vuelva? Así que yo sepa algo…

Sam sintió un súbito impulso.

—Dime, Tom: ¿conoces a un muchacho nativo, de la edad de Mary, llamado Nihau? Era compañero suyo en ha escuela…

—Desde luego, conozco a Nihau.

—Me… me gustaría verlo. Tengo algo que decirle. ¿Dónde vive?

Courtney señaló hacia la izquierda.

—La choza de sus padres está al extremo del sendero. Aunque supongo que él y su padre estarán buscándole. Pero… bien, Sam, de todos modos te llevaré a su casa… Vamos.

Ambos salieron del poblado, pasando entre las chozas de bálago. Courtney iba delante. Bajo el saliente de roca la oscuridad era mayor, pero la tenue luz de las velas que brillaban en el interior de las chozas iluminaba en parte el camino.

Llegaron ante una choza de grandes proporciones y Courtney dijo:

—Aquí es.

Sam se quitó las antiparras y después volvió a calárselas.

—¿Quieres presentarme, Tom?

—No faltaba más.

Courtney llamó con los nudillos y ambos esperaron. Tom tuvo que llamar por segunda vez. Una voz masculina dijo algo en polinesio y Courtney dijo a Sam:

—Nos dice que entremos.

Courtney abrió la puerta y entró, seguido por Sam Karpowicz. La habitación delantera, mayor que la que ocupaba Sam, tenía un ídolo de piedra en un ángulo y estaba brillantemente iluminada por numerosas velas En el fondo de la estancia había muchas personas sentadas en círculo, muy ocupadas comiendo y bebiendo. En la atmósfera flotaba el acre aroma de las nueces de coco, de ñames calientes y frutas maduras.

Nihau se levantó vivamente del círculo, gritando:

—¡Es el Dr. Karpowicz!

Saltó hacia Sam con la mano tendida y le dio un fuerte apretón, mientras decía muy contento:

—Mary está bien… ya la hemos encontrado… mírela, allí está…

Señaló con el índice y al principio Sam no pudo verla. Hasta que la distinguió. Mary estaba sentada de espaldas a la puerta, pero se había vuelto, sosteniendo aún su medio coco lleno de leche vegetal. Sus negros ojos y su dulce carita que Sam tanto conocía y amaba, mostraban temor. Y le sorprendió no haberla visto inmediatamente, pues llevaba un vestido norteamericano, un fino vestido color naranja que la hacía parecer más pequeña de lo que era.

Dijo entonces Nihau:

—La encontramos hace una hora, allá arriba entre los árboles. Estaba sentada muy tranquila y sin haber recibido el menor daño. La acompañamos al poblado, pero primero prefirió descansar aquí. Tenía hambre y ofrecimos de comer a ella y a los que la buscaban…

Esto último lo dijo dirigiéndose a Courtney, porque Sam Karpowicz ya había abandonado a Nihau. Se dirigió hacia el círculo y Mary se levantó, indecisa.

—Mary, yo… —Se interrumpió, confuso, para quedarse mirando a los indígenas de ambos sexos sentados en círculo—. Les doy las gracias a todos por haberla encontrado y habérmela traído sana y salva.

Todos inclinaron cortésmente la cabeza.

Sam se quitó las antiparras y se volvió hacia su hija.

—Mary, casi siempre creo saber lo que es mejor para ti —dijo— pero esta vez confieso que me he equivocado de medio a medio y que en la escuela me porté muy mal. Te pido que me perdones. —Se mantenía rígido y envarado mientras hablaba, pero de pronto sus sentimientos se sobrepusieron a su reserva—. ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto, Mary!

La muchacha se levantó inmediatamente, abandonando su actitud defensiva y se echó en brazos de su padre, gritando:

—¡Oh, papá, cuánto te quiero!

El la abrazó y le acarició la cabeza, mientras su espléndida cabellera negra le cubría el pecho. Después miró a Courtney con ojos húmedos.

Cuando se separaron, Sam dijo a su hija:

—Voy a casa a decírselo a tu madre. Tú ven cuando termines…

—Quiero irme contigo —dijo Mary—. Pero primero deja que dé las gracias a Nihau y a todos.

Se acercó a Nihau y a su rollizo padre mientras Sam Karpowicz se dirigía con Courtney a la puerta.

—Tom, te estoy muy agradecido. ¿Por qué no vienes a tomar un bocado con nosotros, al estilo americano?

Courtney sonrió.

Gracias, pero Claire y Marc Hayden me esperan, con Maud, para tomar el cóctel. Después iremos a casa de Paoti Wright, para asistir a la fiesta con que termina la semana de festejos de este año. Tendré que darme prisa.—Hizo un amistoso gesto de salutación a Mary—. Me alegro de que todo se haya resuelto.

—Más resuelto de lo que supone —dijo Sam.

Cuando Courtney se hubo ido, Sam esperó cortésmente, sin aceptar los zumos de frutas que le ofrecieron. Dijo a Mary, cuando la tuvo a su lado:

—Prefiero tomar un poco de leche con cereales en casa.

—A ver si me guardáis algunos para mí, papá —dijo la jovencita, tomando a Sam por el brazo. Y así, estrechamente enlazados, se alejaron hacia su casa.

A solas en la cabaña de Marc Hayden, como él la llamaba mentalmente desde que se separó (al menos en espíritu) de su esposa, Marc se dio una vigorosa fricción de tónico capilar en la cabeza. En aquella tierra sin barberos y por consiguiente bárbara, su cabello cortado casi al cero se había convertido en una melena, de aspecto poco familiar pero que no dejaba de ser atractiva, se dijo mientras se miraba en el espejo colgado en la pared. Terminada la fricción, empezó a peinarse con movimientos apresurados.

Tenía prisa, en efecto. Hacía un cuarto de hora, mientras Claire se cambiaba en la habitación posterior, un muchacho indígena se materializó a la puerta con un recado para el Dr. Hayden. ¿Era él el Dr. Hayden?, preguntó, porque sólo podía dárselo al Dr. Hayden. Sí, él era el Dr. Hayden.

El recado procedía de Tehura. Tenía que verle un momento antes de una hora, en su cabaña. Y esto tenía que ser antes de que fuese a la fiesta del jefe.

Este mensaje produjo, de momento, una gran excitación en Marc, pues parecía indicar que su plan empezaba a dar resultado. Pero después se preocupó a causa de su carácter enigmático. ¿Y si Tehura hubiese cambiado de parecer o, lo que aún sería peor, hubiesen surgido obstáculos que impidiesen disponer de la embarcación que los sacaría de allí? Marc daba vueltas en su cabeza a estas posibilidades, mientras el muchacho indígena esperaba. Por último, Marc le dijo en voz baja:

—Di a Tehura que iré a verla.

Después se apresuró a terminar de vestirse y arreglarse, evocando mientras lo hacía, los tormentos y la incertidumbre de la insípida semana anterior. Había continuado viendo a Tehura diariamente. Sus entrevistas se efectuaban a la luz del día pues, a los ojos de los demás, continuaban siendo el etnólogo y su informante. No obstante, sus visitas se hicieron más breves. Tehura estaba demasiado preocupada y atareada para prestar atención. Cada vez que se encontraban, él le preguntaba si había noticias, y cada vez ella le respondía que aún no las había pero que hacía todo cuanto le era posible y que debía tener paciencia.

Durante estas entrevistas, Tehura le hacía siempre la misma pregunta: ¿cómo sería su vida, la vida de ambos, en el remoto y colosal continente que era su patria y la patria de Courtney? Insistía siempre para que le diese detalles acerca de la existencia cotidiana de Claire en Estados Unidos, y escuchaba sus entusiásticos informes en un flemático silencio.

Los informes de Marc eran siempre ditirámbicos porque hasta cierto punto eran sinceros e hijos de una nueva convicción nacida en su interior, según la cual les esperaba un futuro sublime, gracias a Garrity. Y vivían en un mundo donde nadie conocería el fracaso ni el dolor, un país siempre feliz en el que todo respiraría éxito, desde el aire que inhalarían, el lenguaje que emplearían y las diversiones a las que se entregarían. Hasta tal punto llegó a convencerse de que esta visión de lo que le esperaba era verdad, que consiguió imponerla de manera convincente en su pasado, y en el pasado de Claire e incluso en la vida norteamericana real. Este tono de sinceridad convirtió a Tehura en su aliada inquebrantable. Pero en sus entrevistas parecía no desear dosis excesivas de aquel país de cuento de hadas. Su mente medio primitiva sólo abarcaba una visión limitada de aquella perfecta civilización. Demasiadas cosas la mareaban. Cuando esto sucedía, se apresuraba a poner punto final a las entrevistas. Después de cada conversación, él quedaba preguntándose hasta qué punto ella se sentiría impelida a traducir en términos prácticos la mutua ambición que los impulsaba, a fin de hacerla realidad. Pero ella lo había llamado y quería verle antes de una hora. ¿Para qué?

Cuando terminó de peinarse, Marc pensó que sólo le quedaba por hacer una cosa. Tenía que decir a Claire que fuese sola a casa del jefe. Había surgido algo imprevisto y él ya iría más tarde. ¿Qué excusa podría dar? ¿Adónde diría que iba? ¿A visitar a su informante indígena acerca de una cuestión que interesaba con urgencia a Matty? Tal vez. Era una buena excusa, pero daría una importancia excesiva a Tehura en aquel momento crucial. Era arriesgarse demasiado. Tenía que inventar algo mejor. Antes de que pudiese hacerlo, oyó que Claire entraba en la habitación.

Dio media vuelta dispuesto a decirle que iría tarde a la cena, pues algo lo retenía, pero la actitud de su esposa era tan extraña, que se olvidó de sus propósitos. La contempló, estupefacto. Claire caminaba muy inclinada, casi agazapada a veces, cruzando la esterilla y examinando todas las rendijas y rincones del suelo.

—¿Puede saberse qué estás haciendo? —preguntó Marc.

—Busco el medallón —contestó ella, sin mirarle—. No lo encuentro.

El de momento no la comprendió y repitió sus palabras:

—¿El medallón? ¿Qué medallón?

Entonces ella lo miró, al tiempo que se incorporaba:

—Sólo tengo uno, Marc, además de mi alianza. El medallón de brillantes. Quiero ponérmelo para la cena. —Movió la cabeza—. No sé dónde puede haberse metido.

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