La isla de las tres sirenas (90 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La isla de las tres sirenas
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El pensamiento de Tehura le trajo también el de Claire. Había algo en su imagen que no le permitía saborear plenamente la victoria. Al dejarla por otra, la humillaría. Sabía que como mujer se sentía insegura. Esto, pues, sería un golpe terrible para ella. Pero no estaba seguro de que consiguiese humillarla y destruirla enteramente. Quedaría convencida de que, durante sus dos años de vida conyugal, ella había sido más mujer que él hombre. Nada la haría apearse de esta creencia, ni su fuga ni su éxito. Únicamente él podía anularla por completo. De lo contrario, aquella idea lo torturaría siempre, como entonces lo torturaba. La solución consistiría en volver de nuevo a ella, cuando estuviese bien deshecha y arruinada.

Quizás, más adelante, se dijo, tendría que abandonar a Tehura. Sin duda estaría espantosa vestida, con medias y tacones altos. Las muchachas indígenas tenían tendencia a engordar y a envejecer prematuramente. Esta era una verdad incontrovertible, y no sólo etnológica. Lejos de su ambiente natural, quizás resultaría impresentable en sociedad. Después de yacer con ella y de exhibirla durante sus conferencias y en la televisión durante unos años, su presencia le resultaría aburrida. ¿De qué podría hablar con una mujer como ella? ¿Adónde podría llevarla? Ni pensar en ir con ella a LaRue's o a Chasen's; y menos aún al Hotel Plaza y al Veintiuno. No, no podría llevarla a ninguna parte. No tenía ningún valor, como no fuese para exhibirla. A su debido tiempo, tendría que reexpedirla a la isla, para que trabajase de camarera con su amiga Poma en el Hotel Hilton de Las Tres Sirenas.

De todos modos, tarde o temprano tendría que abandonarla para dejar sitio a Claire. Acerca de esto tenía muy pocas dudas. Con divorcio o sin él, así que él hiciese una seña, ella acudiría corriendo. Desde luego, impondría condiciones para aceptarla de nuevo y dejar que se sentase en el segundo trono. Tendría que mostrarse humilde y obedecer todas sus órdenes. Sobre todo, no venirle con exigencias. Le haría cantar la palinodia, sí señor, y tendría que gustarle, como todo cuanto él impusiese. Sí, diablos, tendría que hacerlo todo por agradarle y no al contrario. Terminaría arrastrándose a sus pies. Sí, le daría su merecido.

Perdido en estas divagaciones, Marc se encontró de pronto ante la choza real de Paoti. Trató de adoptar un aspecto de circunstancias, mientras oía la música y el alegre bullicio que llegaban del interior.

Sonrió para sus adentros. El diluvio era inminente y las cabezas cercenadas rodarían. La noche siguiente, casi a la misma hora, comenzaría su nueva vida. ¿Cuántas personas había en el mundo que pudiesen decir lo mismo? ¿Cuántas poseían sus poderes secretos?

Merecía un brindis a su inteligencia. Iba a pronunciarlo inmediatamente. Abombó el pecho y entró con paso firme, para dirigir una última mirada de conmiseración a los condenados.

CAPÍTULO OCTAVO

A muy temprana hora de la mañana siguiente, Maud Hayden, que estaba sola en el dormitorio contiguo a su despacho, dejó de vestirse para ponerse dos aspirinas sobre la lengua y engullirlas con un sorbo de agua.

El festín de Paoti, celebrado la víspera, estuvo animado por música indígena, danzarines del poblado y grandes cantidades de vino de palma y kava, de efectos casi mortíferos. Todos estaban bastante achispados, incluso la propia Maud (por deferencia a su anfitrión) y la fiesta no terminó hasta últimas horas de la madrugada.

Sin embargo, Maud puso el despertador a las siete, como de costumbre, y al oír el timbre se despertó con jaqueca y se levantó para asearse y vestirse. A pesar de que sólo había dormido cuatro horas y tenía resaca, empeorada por sus muchos años, se mostró inflexible consigo misma.

Durante las expediciones científicas, se atenía a la máxima de que el tiempo es oro. Una hora perdida atendiendo a las flaquezas y miserias del organismo humano, equivalía a una hora restada a la suma del saber humano.

Aquella mañana, la única indulgencia que pensaba permitirse eran dos aspirinas.

Cuando terminó de vestirse y preparó el café en el fogoncito Coleman, las aspirinas empezaron ya a producir su efecto. Las tenazas invisibles aflojaron su presión y, con la cabeza más despejada, pudo pensar mejor. Como solía hacer siempre a aquella hora de la mañana, antes de iniciar las tareas del día (la primera era una sesión con Mr. Manao, el maestro, que empezaba dentro de veinte minutos), le gustaba pasar revista a sus tropas. Las revisó.

Como punto de partida para su inspección mental, utilizó el saco del correo que el día anterior por la tarde tenía en su oficina y que por la noche el capitán Rasmussen se llevó a Tahití en avión.

El sobre más voluminoso de todos era el que enviaba Lisa Hackfeld: un sobre de avión dirigido a su marido Cyrus Hackfeld, Los Angeles, California, acompañado de otra carta ordinaria dirigida a su hijo Merrill, que visitaba Washington en viaje colectivo. Antes de depositar ambos sobres en el saco de lona, Lisa besó el más grueso con fingido afecto. Le explicó que aquel sobre contenía los datos que había podido reunir sobre el milagroso estimulante, la hierba conocida por el nombre depuai, junto con los planes que acariciaba Lisa para someter a todo el mundo occidental al imperio de Vitalidad. Estaba convencida de que Cyrus se sentiría muy orgulloso de sus grandes dotes.

Aquel día y todos los días que faltaban aún para la partida Lisa estaría ocupada de la mañana a la noche con la Operación Ponce de León, como gustaba llamarla. Se pasaría el día interrogando a docenas de bailarines que tomaban aquella pócima, sin olvidar a todos los viejos del pueblo capaces de relatar su historia, tradiciones y los efectos beneficiosos que les había producido.

Entre todas las personas de su equipo, pensó Maud mientras degustaba el café, quizá sería Lisa, más que otro cualquiera de los profesionales, la que resultaría haber sido mejor etnóloga de la expedición. También era muy probable que fuese Lisa quien sacase mayor provecho económico de aquella empresa. Siempre son los ricos los que se enriquecen. Era Adley, su querido Adley, quien solía decirlo. Y también son los ricos los que se rejuvenecen, rectificó Maud, añadiendo: se hacen más ricos y más jóvenes gracias a su dinero. Fuere cual fuese el fin que tuviese el negocio del ridículo hierbajo, se dijo Maud, aunque comercialmente fuese un desastre, Lisa saldría ganando bajo un punto de vista personal. Pues en Las Tres Sirenas había encontrado, sin buscarlo, el antídoto contra la vejez, la única y verdadera panacea universal. El ingrediente era muy sencillo: tener algo en que ocuparse. Esto era lo único que daba resultado. Maud lo sabía muy bien, por propia experiencia.

Poco después de que Lisa depositara sus dos cartas en el saco de Rasmussen, se presentó Rachel DeJong, más risueña y satisfecha que nunca. Maud nunca la había visto así, en efecto. Rachel fue quien trajo el mayor número de cartas, escritas apresuradamente la noche anterior. Estaba muy parlanchina, lo cual era sorprendente. Mostró a Maud un sobre dirigido a una tal Ms. Evelyne Mitchell, explicándole que aquella señorita y casi todas las restantes personas a quienes escribía eran pacientes suyos y ella les anunciaba su regreso. En efecto, se proponía continuar ejerciendo, al menos por un año. Entonces le enseñó otra carta dirigida a un tal doctor Ernst Beham añadiendo: "Y después dejaré el ejercicio de mi profesión, si el doctor Beham me lo permite". Finalmente golpeó con el dedo otro sobre dirigido a Mr. Joseph Morgen diciendo: "Hace tiempo que quiere casarse conmigo y ahora le doy una mala noticia, pobrecillo: le digo que acepto".

Maud sabía que Rachel continuaría trabajando durante parte del día con los nativos que había escogido y recogiendo informes para su estudio psiquiátrico, pasando el resto del día dedicada a estudiar la Jerarquía.

Antes de que Rachel se fuese, Orville Pence entró como una tromba para echar una carta al saco e irse corriendo. Media hora después regresó, se arrodilló junto al saco, metió el brazo en él hasta que encontró su carta y después procedió a rasgarla en presencia de Maud.

Era para mi madre —explicó—. Le contaba una cosa que hice ayer y acabo de pensar que no le importa en absoluto"

Con estas palabras y sin más explicaciones se fue. Pero Maud sabía muy bien de qué se trataba, pues la víspera, al anochecer Harriet Bleaska se lo había contado todo a Claire y a ella.

Orville no trabajará mucho hoy, pensó Maud. Estará esperando, con el ánimo en suspenso, que Harriet se decida por él o por Vaiuri. En el primer caso, se irá de Las Sirenas con mucho más de lo que pensaba encontrar aquí. En el segundo, se irá sin nada, dominado por una terrible sensación de derrota, al verse postergado a favor de un indígena. Sea cual sea el resultado, se dijo Maud, sus relaciones con su madre habrán terminado.

Entonces pensó en su propia carta, la que terminó de dictar muy tarde a Claire y que contenía el informe para Walter Scott Macintosh. Al pensar en ella, pensó de manera inevitable en su próximo porvenir, en la posible separación de Marc y Claire y sus ideas empezaron a centrarse en su hijo, pero se esforzó por desechar aquella imagen. Bebió un sorbo de café, que ya estaba más frío y continuó pasando revista a sus tropas.

Harriet Bleaska se presentó la noche anterior con su dilema, mientras Claire y Maud iban a vestirse para la cena. Después de hablar por breves instantes —ellas no pudieron serle de ninguna ayuda, no podían serlo—, Harriet se fue con Claire. Por último, a la caída de la noche, cuando Maud se disponía a ir a la choza contigua, que era la que ocupaba Marc, se presentó Estelle Karpowicz para decirle que Mary había sido encontrada y que ya estaba todo arreglado entre su hija y Sam. Maud experimentó un enorme alivio, pues sentía gran afecto por aquella familia y había sufrido mucho a causa de lo ocurrido entre el padre y la hija. Aquella sería una fecha memorable para los Karpowicz, pensó Maud. Sam había vuelto a ocuparse de su pequeño laboratorio fotográfico y de la preparación de plantas y mientras tanto Mary estaría en el poblado con su madre.

Maud terminó su inspección, y también el café. Un nuevo día, el primero de la cuarta semana de estancia en Las Tres Sirenas, estaba a punto de comenzar. Pero cuando fue a buscar los lápices y el cuaderno de apuntes, que tenía sobre la mesa, sentía ciertos remordimientos, pues había evitado deliberadamente pasar revista a uno de los miembros de su equipo. Y esto era una falta inadmisible en un jefe. Había tenido miedo de analizar la conducta de su hijo.

Mientras estaba de pie junto a la mesa, recordó lo de anoche: vio a Tom Courtney en la choza de Claire, a Courtney en vez de Marc, que había ido a no sabía dónde; por su mente cruzó un pensamiento traidor, que no tardó en desechar, cuando los tres se dirigieron a casa de Paoti. Aquel pensamiento era el siguiente: los tres se encontraban mejor de aquella manera que si Marc hubiese ocupado el lugar de Courtney. ¡Qué pensamiento tan horrible!

Haciendo de tripas corazón, mientras permanecía apoyada en la mesa, decidió analizar sus relaciones con su hijo. En aquellos momentos las veía con mucha claridad y comprendía que Marc había sido víctima de su propio egoísmo de madre. Porque no había duda de que ella había sido egoísta. Únicamente dio un hijo a Adley, porque con éste le bastaba y ella era todo cuanto Adley quería. Pero su hijo único se convirtió en la víctima de este egoísmo. Ella lo trató no como a un hijo, sino como a un pariente lejano que se esforzaba vanamente por conquistar los favores de unos padres que habían levantado una barrera a su alrededor y vivían absortos en su propio afecto, sin necesitar a nadie más ni nada más.

Su mal proceder al mirar aquellos lejanos años idos, le apareció claro y acusador. "Y ahora —se dijo tristemente—, ahora que estoy tan cerca del fin, lo único que me queda en la tierra es Marc, la prueba de mi propio fracaso como madre. Cargó con toda la culpa y absolvió completamente a Adley, pues ante los muertos sólo hay que decir bien amén. Si pudiese volver a vivir, pero con su experiencia actual… Hubiera acogido amorosamente a su hijo en el seno de la familia, sin concentrar todo su afecto en Adley y en su carrera. Hubiera hecho de su hijo un ser más seguro de sí mismo, más dichoso, amparado por el amor maternal y, cuando hubiese sido un hombre, hubiera podido tener hijos que también hubiera amado, en lugar de su estéril vida con Claire.

Y si le fuese posible vivir de nuevo, hubiera hecho aún mucho más. Hubiera tenido varios hijos, muchos, en lugar del único heredero reglamentario, que era una burla viva de su fracaso. Pero la vida era irreversible y, por más que lo deseara y lo quisiera, ya no podía engendrar otro hijo que representara mejor su paso por este mundo. Qué tristes y desvalidas se sienten las viejas al evocar sus recuerdos antiguos… Podía patalear, podía proferir denuestos a la faz de los cielos, podía implorar al Sumo Hacedor, podía suplicar, sollozar o maldecir, pero fuesen cuales fuesen los gritos que surgiesen de su corazón y sus pulmones, ya no podría tener más hijos, porque Adley había muerto y la juventud la había abandonado.

Permaneció de pie, apoyándose en la rústica mesa iluminada por los rayos del sol que se filtraban por la celosía de caña, y se sintió débil y perdida. ¡Ah, qué mal había juzgado aquellos últimos años! De joven, se veía siempre con aspecto juvenil y al lado de Adley, con un hijo perfecto que los adoraba a ambos. Nunca había podido imaginarse lo que sería la soledad. Tenía que haber hecho girar la ruleta más de una vez, y hoy tendría las ganancias de aquel esfuerzo tan sencillo… dos, tres, o cuatro números para apostar en los últimos años. Pero ella hizo girar la ruleta una sola vez, sin mirarla siquiera, apostándolo todo a un solo número. Y perdió.

Aquella mañana se sintió con ánimos para reconocerlo… la culpa era únicamente suya.

Después pensó en el tesoro que Lisa Hackfeld se llevaría de Las Sirenas. Actividad. Ocupación constante, trabajo incesante, ir siempre adelante, sin parar. Aquel era el único remedio para combatir la vejez. La equivocación que había cometido aquella mañana consistió en detenerse a pensar. Permitió que su mente fuese libre, como la de una madre y una mujer. Y ella no era ni una cosa ni la otra. Ella era una etnóloga, una experta en sociología, siempre ocupadísima. Prometió no olvidarlo por segunda vez.

Tomó los l ápices y el cuaderno de apuntes y salió con paso vivo para dirigirse a su cita con el maestro…

Antes de que diesen las diez de la mañana, mientras su mujer aún dormía, Marc Hayden terminó de preparar su baqueteada mochila de lona, en la que había metido todo cuanto necesitaría para el viaje de Las Sirenas a Tahití. En cuanto a sus restantes efectos personales, no le importaba perderlos. Tan pronto llegase a Tahití, podía empezar a gastar a manos llenas, con la misma esplendidez que Creso gracias a sus cheques y su cuenta corriente, sin preocuparse demasiado por agotarla, ya que le aguardaba un filón inagotable.

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