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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (89 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Marc se esforzó por ocultar su reacción, pero el corazón le saltaba en el pecho. "Calma, calma", se dijo.

—Lo debes de tener entre tus cosas. Déjalo. Tienes otras joyas que ponerte.

—Pero yo quiero el medallón —insistió ella—. No hay nada que me exaspere más que buscar una cosa y no encontrarla. Entonces no paro hasta dar con ella. Es algo desesperante… como alcanzar el teléfono medio segundo después de que ha dejado de tocar. Las cosas así me sacan de quicio.

—¿Has mirado en el equipaje?

—Lo he revuelto todo. No sólo el joyero, sino las maletas. Pensé que quizás se hubiese caído al suelo aquí… —Escrutó de nuevo el piso—. No, no lo veo…

—Para mí está muy claro lo que ha pasado —dijo Marc—. Un indígena te lo ha robado, sin duda un chico.

—Vamos, Marc, tienes unas ideas…

Su tono condescendiente lo irritó.

—¿Qué tiene de ridículo mi idea? Conozco a esa gente mejor que tú… yo los estudio… y no confiaría en ninguno de ellos ni por un momento. Sí, no hay duda: te lo han robado.

—Pero Marc, por Dios… ¿Qué quieres que haga un indígena, encerrado en esta isla, con un medallón de brillantes?

El estuvo a punto de decirle que el indígena podía regalárselo a su mujer, para que lo llevase como adorno, pero se calló la boca. En cambio, midiendo sus palabras, dijo:

—El indígena que lo ha robado puede esperar a que nos vayamos para venderlo entonces a ese bandido de Rasmussen.

—Vamos, hombre, que no; que me niego a creer semejante cosa. —Lo miró de hito en hito—. ¿Por qué siempre ves el lado malo de todas las cosas?

El sostuvo su mirada con expresión de disgusto al pensar cuánto la despreciaba. ¡Qué daría por ver su cara el día que supiese que la había abandonado! ¿Dónde quedaría entonces su aire de superioridad? Esto le recordó lo que se traía entre manos y decidió terminar aquella inútil discusión.

—Piensa mal y acertarás —dijo—. Esto es mejor que dejarse engañar como tú por un hatajo de salvajes y un vagabundo cualquiera de Chicago.

Viendo que ella se disponía a replicar, prosiguió:

—Bueno, dejémoslo. De acuerdo, nadie ha robado tu precioso medallón. Así es que puedes buscarlo hasta que lo encuentres. Yo tengo que irme.

Se dirigió a la puerta y entonces se acordó de que ella no sabía nada de su cita. Vaciló y dijo:

—A propósito, olvidaba decirte que tengo una cosa que hacer antes de ir a la cena.

—Nos han invitado a los dos, no a mí sola —observó ella fríamente.

—Es igual, Claire. Llegaré a tiempo. Mientras me vestía me llamaron de parte de Orville; parece ser que quiere consultarme algo. Dije que pasaría a verle un momento, antes de ir al palacio de Paoti. No te importa, ¿verdad?

—Y si me importa, ¿qué? Tú irás de todos modos.

"Desde luego tienes razón", estuvo a punto de decir Marc, pero como deseaba librarse de ella, dijo:

—Matty no tardará en llegar, lo mismo que tu amigo Mr. Courtney; así es que no te faltará compañía. Yo iré enseguida. Nadie se dará cuenta de mi ausencia. Hasta luego.

Salió y se encaminó a la choza de Tehura pero, a los pocos pasos, empezó a andar más despacio. Los lóbulos centrales de su cerebro, los que anticipaban todas sus acciones, se hallaban en un estado extraordinario de alerta y de ellos partieron los impulsos nerviosos que le obligaron a aminorar el paso. En sus novelas favoritas, recordó, grandes planes y proyectos se venían abajo porque el protagonista había descuidado un detalle insignificante en apariencia o había cometido una diminuta omisión. Demasiadas cosas estaban en juego para Marc y no podía permitir que una mentira insignificante lo echase todo a perder. Había dicho a su mujer que Orville Pence le había llamado. ¿No sería mejor pasar un momento a fin de prevenir a Orville?

Marc, al instante, cambió de dirección, pasó a toda prisa frente a su choza y la de la Dra. DeJong, hasta que llegó frente a la puerta de Orville.

Llamó discretamente con los nudillos y entreabrió la puerta. Orville estaba sentado en el centro de la estancia delantera. En una mano sostenía un vaso de whisky y con la otra hacía un solitario.

—Orville, siento interrumpirte…

—Pasa, hombre, pasa —dijo Orville, menos circunspecto y más animado que de costumbre. Señaló la baraja.

—Me estoy echando las cartas. Es la tercera vez. Seguiré haciéndolo hasta que salga bien. Si quieres, también te diré la buenaventura.

—Gracias, Orville, pero tengo prisa. Quiero pedirte un pequeño favor.

—Lo que sea, hombre, lo que sea.

—Escúchame y no hagas preguntas. Tengo que ver a una persona. Es un asunto particular. Ya sabes que a veces las esposas se muestran muy poco tolerantes. Así es que dije a Claire que tú tenías que consultarme algo urgente.

—Y en efecto, así es —dijo Orville—. Es posible que hoy haya cometido una estupidez… seguro que la he cometido, pero no me arrepiento. Aún no sé qué pasará. Si tuvieses un poco de tiempo, me gustaría hablar contigo de eso…

—Orville, no tengo tiempo. ¿No podríamos hablar mañana?

—Desde luego.

—Recuerda que si Claire te pregunta algo, le dices que yo he venido a verte.

—Y es verdad —dijo Orville, satisfecho.

—Bien, ahora me voy —se disponía a irse cuando dijo a Orville—: Ya me dirás el resultado.

Orville lo miró, estupefacto.

—¿El resultado? ¿Quieres decir que lo sabes…?

—Me refiero a las cartas, bobo. El resultado de la buenaventura.

Marc cerró la puerta y entonces vio a su madre que entraba en su propia cabaña, seguida por Courtney. Se arrimó a una pared en sombras, hasta que ambos desaparecieron. Sintiéndose en seguridad, corrió hacia el puente, cruzó al lado opuesto del poblado y continuó a buen paso en dirección a la choza de Tehura.

Llegó a su destino en menos de cinco minutos. Llamó suavemente con los nudillos. Oyó un movimiento en el interior, la voz de Tehura que decía algo en polinesio y al cabo de unos instantes la puerta se entreabrió sigilosamente. Antes de que él pudiera entrar, la joven se deslizó al exterior.

—No estoy sola —dijo en un susurro—. No deseo que ella sepa que estás aquí. Ven.

Le dio un golpecito en el brazo y lo precedió por el pasadizo que separaba las viviendas. Así ascendieron hasta que se encontraron a un trecho de la morada de Tehura.

—¿Quién está en tu casa? —preguntó Marc.

—Poma —repuso ella en voz baja—. Es la mujer que nos ayuda. Vino para cambiar impresiones conmigo pero no quiero que te vea.

—Confías en ella?

—Sí —repuso Tehura secamente—. Te lo explicaré enseguida y después podrás irte.

Marc esperó con nerviosismo a que ella hablase, rogando al Cielo que fuesen buenas noticias, pero completamente dominado por cierta incertidumbre.

—No fue fácil encontrar a la persona adecuada —dijo Tehura—. Si hubiese escogido mal, tú y yo hubiésemos salido perjudicados. Por último se me ocurrió pensar en Poma. Es una viuda joven, muy guapa. Está enamorada de Huatoro y éste, como tú sabes, está enamorado de mí. Por mi culpa, ella no puede tener a Huatoro. Se ofreció a hacer una demostración con él en la escuela, ante los alumnos, pero Huatoro se muestra indiferente ante ella a causa de mí. Pero Poma sabe que, si yo no estuviese aquí, Huatoro terminaría siendo su esposo. Después pensé otra cosa: Poma tiene un hermano menor. —Tehura se puso el índice en la sien y lo hizo girar—. Es tonto, ¿sabes? Se llama Mataro, el marinero, porque no sabe hacer otra cosa y es lo único que le gusta, como un niño.

—Pero si es un imbécil, ¿cómo podrá…?

—Eso no tiene importancia. A pesar de que es tonto, es muy buen marinero. Además posee una canoa de balancín de cinco metros y medio, provista de gruesas velas de pándano y un depósito de agua. Tiene un instinto infalible para orientarse y de noche navega guiándose por las estrellas.

Y por último, está prendado de la brújula del capitán Rasmussen. Todos se burlan de él por eso. De modo que tú debes ofrecerle una buena brújula. Esto es lo que he pensado y he decidido arriesgarme. Esta mañana hablé con Poma.

Marc se sintió un poco inquieto al saber que otra persona compartía su secreto.

—¿Y qué le dijiste?

—Le dije: "Poma, esto tiene que quedar entre tú y yo: deseo abandonar Las Sirenas para irme a Tahití y vivir como las mujeres americanas que han venido a visitarnos". Y ella me dijo: "No puedes hacer eso; ninguna mujer de Las Sirenas ha salido de la isla". Y yo dije entonces: "Pues yo seré la primera, Poma, si tú me ayudas". Entonces le recordé que Huatoro nos ha querido a las dos, pero a mí más que a ella y después añadí que yo no le amaba. Si me iba, le dije, Huatoro sería para ella. Si me quedaba, nunca sería suyo. Esta idea fue de su agrado, desde luego, pues está perdidamente enamorada de Huatoro. "Si puedo, te ayudaré", me dijo. "¿Qué debo hacer?" Y yo contesté: "Tu hermano, Mataro, ha hecho dos o tres veces la hazaña de ir en su canoa a otras islas. Quiero que me lleve con él en uno de estos viajes. A cambio, tendrá la brújula que tanto desea". Y ella preguntó:

¿Cómo podrás comprar una brújula, con el dinero que vale?". Yo dije: Uno de los norteamericanos me ha regalado un medallón de brillantes que vale una fortuna, fuera de aquí. Cuando nos hayamos ido, lo venderé y con el dinero que consiga compraré la brújula para Mataro y aún me quedará bastante para ir a Tahití". "Cuando esto se descubra, Paoti se enfadará mucho con mi hermano", dijo ella. Pero yo le dije: "Sí, pero Paoti no lo castigará, porque tu hermano no está bien de la cabeza y no es responsable de sus actos". Esto fue lo que dijimos.

—Así, ¿ella se muestra de acuerdo en ayudarnos?

—Sí, Marc. Nos ayudará. Esta tarde me ha llamado para decirme que todo se presenta bien. Y esta noche ha venido a verme para comprobar si yo no le había mentido en lo del medallón. Cuando tú has llamado, se lo estaba enseñando.

—Bien, muy bien, Tehura, maravilloso —dijo Marc, tomándole las manos entre las suyas y esforzándose por contener su júbilo y su sensación de alivio—. Te quiero mucho, Tehura.

—Chitón —dijo ella, llevándose un dedo a los labios—. Ya habrá tiempo para todo.

—¿Saben Poma y su hermano que yo también intervengo en esto?

Ella movió negativamente la cabeza.

—No; no saben ni una palabra. Más vale que no lo sepan. Ya lo sabrán en la hora oportuna.

—Sí. ¿Y qué dirá su hermano cuando yo me presente contigo para embarcar en la canoa?

—Nada. Estará muy contento de que un hombre tan rico como tú nos acompañe, quizá para regalarle otra brújula y quién sabe si un sextante.

—Le regalaré lo que quiera.

Tehura sonrió.

—Hemos quedado de acuerdo en que nos iremos mañana por la noche.

Marc le soltó las manos y cerró fuertemente los puños, para que no se notase su temblor.

—¿Tan pronto?

—Querías que fuese pronto, ¿no?

—Sí, desde luego…

—Mañana por la noche, pues —repitió Tehura—. Tú vendrás a mi casa con todo lo necesario, a las diez en punto de la noche. Esperaremos a que todos duerman en el poblado. Después nos iremos a la playa del otro extremo, por donde vosotros llegasteis. Mataro nos esperará allí con su canoa y provisiones y nos haremos a la mar. El viaje hasta la isla más próxima nos requerirá dos días y una noche. Según me han dicho, en esa isla hay plantadores franceses que tienen goletas. Le pagaremos a uno lo que sea para que nos lleve a otra isla, donde alguien tenga un hidroavión, como el del capitán Rasmussen. Y de allí iremos a Tahití. El resto, de ti depende.

—Allí nos esperará Mr. Garrity, mi amigo de Estados Unidos —dijo Marc—. Los tres juntos iremos entonces a mi país.

—¿Estás contento, Marc?

El la abrazó.

—Nunca me había sentido más feliz.

—Yo también soy muy feliz. —Se desasió de su abrazo—. Ahora, vete.

—Así, quedamos en mañana por la noche, ¿no es eso?

—Sí.

Marc dio media vuelta y se alejó entre las chozas. Al llegar a la entrada del pueblo, se volvió una sola vez para mirar hacia atrás, y vio a Tehura abriendo la puerta de su casa. La luz de las velas la iluminó de perfil y distinguió la suave curva de su pecho desnudo. Tomó nota mentalmente de una cosa: hay que recordarle que se procure unos sostenes, pues vamos hacia California, Nueva York y el mundo de las prendas interiores de señora.

¡Mañana!, exclamó interiormente. Sintió deseos de pregonarlo a los cuatro vientos, gritando su reto y su victoria para que todos lo oyesen. Hubiera querido rasgar la calma casi ecuatorial de la noche de los trópicos, iluminar las espesas tinieblas del poblado, trepar a los cocoteros que se alineaban frente a él para agitar sus copas y señalar a Garrity que por fin, por fin se hallaba a punto de partir.

Siguió andando a tropezones, embriagado por la fiebre que le producían las perspectivas que se abrían ante él. ¿Era esto lo que sentían los descamisados, los oprimidos, cuando salieron tumultuosamente de la Bastilla?

Sí, sí. ¿Y era esto lo que sintieron también después, cuando se alinearon detrás de Madame Defarge, para ver cómo el aparato inventado por el Dr. Guillotin cumplía su misión?

Y por último el placer que sentía resultó ser el mismo que había experimentado Madame Defarge. Fue contando las cabezas que caían en el cesto: borrada para siempre la fantasmal cabeza de su padre Adley, la cabeza de negrero de su madre Matty, la cabeza llena de reproches de su esposa Claire. Y también rodarían otras cabezas más pequeñas por los suelos, sí, las de los presuntuosos salvajes de Las Sirenas, sin olvidar la de aquel granuja de Courtney, porque cuando él y Garrity hubiesen terminado de exprimirle el jugo a la isla, ésta se convertiría en un lugar de hoteles y restaurantes como otro cualquiera, y todos sus imbéciles habitantes tendrían que dedicarse a labores serviles, e ir a la caza de propinas para ir tirando.

Las cabezas reunidas en el cesto habían sido su pesadilla durante años, y durante las últimas semanas habían continuado conspirando para evitar que él adquiriese su verdadera estatura de hombre. Pero al fin, él había resultado ser más listo y más fuerte que todos ellos juntos. Suyas serían la fama y la riqueza. Lo tarareó entre dientes: la fama y la riqueza, la fama y la riqueza.

Y además, regalo inesperado, tendría aquel bombón polinesio, Tehura, sexo siempre dispuesto, con la que podría hacer lo que le viniese en gana.

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