La isla de las tres sirenas (93 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Cuando Maud terminó, todos los invitados sonreían. El único comentario agridulce corrió a cargo de Claire:

—Quizá los indígenas de las Marquesas tenían razón, y quizá la situación aún no haya cambiado —dijo.

Rachel DeJong golpeó la mesa con su taza para aplaudir, diciendo: —Excelente, Claire; otra verdad dicha burla burlando.

Pero Maud, que en el fondo no tenía sentido del humor, ya se había puesto a contar otra anécdota acerca de la primitiva costumbre matrimonial llamada covada. Según esta práctica, cuando la esposa espera un hijo, es el marido quien se acuesta. (Esta costumbre se practicaba también hasta fecha muy reciente en las regiones centrales de la Península Ibérica. (N. del T.)) Esto provocó sonoras carcajadas entre los comensales, seguidas por una docta disertación acerca de las costumbres relativas a la maternidad entre los pueblos primitivos, a cargo de Orville Pence.

Cuando quitaron la mesa, las anécdotas de Maud se refirieron a temas más serios, pese a conservar su forma ligera y humorística. Habló a los presentes del espíritu burlón que poseen muchas sociedades primitivas. Evocó el caso de Labillardiere que, durante su visita a los Mares del Sur, trató de compilar las palabras con que los indígenas designaban a los numerales.

Efectuó su encuesta entre informantes escogidos, anotó las palabras que éstos le dijeron y únicamente después de publicarlas supo que el término que éstos le dijeron que correspondía a un millón no significaba esta cifra sino tontería, en su idioma, y que la palabra correspondiente a medio millón quería decir, en realidad, fornicar.

—John Lubbock fue el primero en referir esta anécdota —añadió Maud—, convencido de que los etnógrafos deben tener siempre presente esta clase de burlas posibles, cuando trabajan con informantes indígenas.

Hay que comprobar repetidamente los informes, para evitar que nos den gato por liebre y nos tomen el pelo.

La anécdota fue del agrado general y no cayó en saco roto, pues todos se prometieron para sus adentros tener m s cuidado y andar con mayor tiento en las pocas semanas que quedaban. Y esto, en definitiva, equivaldría a adoptar una actitud más científica.

Durante esta conversación, Claire se sintió tentada de añadir una anécdota de su propia cosecha. Su labio inferior tumefacto, que había tratado de disimular con una capa de carmín, le recordaba a su propio antropólogo y el altercado que ambos sostuvieron hacía unas horas. El le había dicho que estaba hasta la coronilla de ella. ¿Qué diría la obesa narradora de anécdotas que ocupaba la presidencia de la mesa? ¿Lo consideraría también como una muestra de ecuanimidad científica? ¡Regalaría asimismo los oídos de los comensales? Al recordar aquella escena sintió náuseas.

Con verdadero alivio, Claire vio que todos empezaban a levantarse de la mesa-banco. Aimata se había marchado, llevándose las últimas fuentes de latón y las tazas de plástico de Maud. El espantoso almuerzo había terminado, o casi, porque Sam Karpowicz decía, dirigiéndose a los presentes:

—¿Queréis ver las fotografías que tomé la semana pasada? Acabo de revelarlas y sacar copias.

Se escuchó un coro de murmullos de asentimiento. Claire se quedó sola de pie, algo apartada de los demás, entre la puerta y la mesa de Maud. Vio que Sam Karpowicz explicaba algo a Maud, Orville y Courtney. Después se acercó a la mesa, abrió un gran sobre y sacó de él dos paquetes de fotografías, brillantes copias en blanco y negro de 12,5 × 17,5 y 20 × 25 centímetros y empezó a quitar las gomas que las sujetaban. La fotografía que estaba en lo alto de la pila tenía algo que sin duda no le gustó, pues la puso a un lado; después rebuscó rápidamente entre las restantes, apartó otras dos y acto seguido metió las tres fotografías descanadas en el sobre. Dándose cuenta de que Claire lo observaba, Sam le dirigió una sonrisa bobalicona.

—Diplomacia —murmuró—. Son fotos de Harriet durante el baile del festival… y creo que aquí hay un caballero llamado Orville Pence, a quien no le gustaría verlas ahora.

Claire asintió.

—Muy diplomático —dijo.

Sam sopesó con afecto el montón de fotografías.

—Hay aquí algunas muy buenas. Lo he fotografiado todo, incluso cosas de interés secundario para ilustrar artículos o libros. Por ejemplo… un día típico en la vida del hijo del jefe; la preparación de los bailes para el festival; el hogar de un habitante corriente de Las Sirenas; la elocuente historia de la Choza Sagrada… en fin, todo. ¿Te gustaría verlas?

—Me encantarla —dijo Claire, cortésmente.

Sam tomó un grupo de fotografías y las tendió a Claire.

—Mira éstas. Entretanto, pasaré las otras entre los demás.

Sam fue al otro extremo de la habitación para entregar las restantes fotografías a Maud, quien, después de mirarlas las fue pasando a los invitados reunidos a su alrededor.

Claire quedó donde estaba, separada de los demás, mirando sin ningún interés las distintas fotografías de la pila, que iba pasando para colocarlas después debajo. Acabó de mirar la serie de solemnes y naturales fotografías de la Jerarquía reunida en sesión plenaria y después contempló una fotografía de cuerpo entero de Tehura, de pie ante la puerta abierta de su choza. Vestida únicamente con su provocativo faldellín de hierba, Tehura parecía la estampa de la Polinesia hecha realidad. Claire comprendió que Maud y Sam se apuntarían un tanto con aquella serie de fotografías, cuando regresaran a Estados Unidos.

Claire continuó examinando la serie de fotografías que tenían a Tehura por tema. Sam había titulado esta colección "Hogar de un habitante corriente de Las Sirenas". En otra fotografía aparecía Tehura arrodillada frente al macizo ídolo de la fecundidad, de piedra labrada, que se alzaba en un ángulo de la habitación delantera, cerca de la puerta. Vio después a Tehura inclinada sobre el fogón de tierra, Tehura dormitando sobre las esterillas de la habitación posterior, Tehura exhibiendo tres de sus faldellines de hierbas y dos de sus pareos de tela de tapa, Tehura mostrando con orgullo las joyas y adornos que le habían regalado sus pretendientes. Después venía un primer plano de aquellos adornos y aquellas joyas, extendidos sobre una esterilla de pándano en pulcra y cuidadosa hilera.

Claire de pronto dejó de pasar fotografías. Llena de incredulidad, tomó la última para mirarla más de cerca. No, era imposible equivocarse. No había error. Allí estaba.

Anonadada, buscó a Courtney con la mirada hasta que lo encontró.

—Tom —dijo con voz ahogada.

El se acercó al instante y escrutó su rostro, intentando comprender la causa de su agitación.

—Dime, Claire, ¿qué hay?

—Pues que… he encontrado el medallón perdido, el de los brillantes.

—¿Ah, sí?

—Sí, aquí está. —Le tendió las dos fotografías—. Lo tiene Tehura.

El examinó atentamente las fotografías durante mucho rato. Luego la miró, con el entrecejo fruncido.

—Desde luego, es un medallón de brillantes. No es un adorno indígena. ¿Estás segura de que es éste?

—¿Es que puede ser otro?

—Claire, Tehura es incapaz de hacer esto. La conozco muy bien. No robaría por nada del mundo.

—Quizá no tuvo que robarlo.

Courtney inclinó la cabeza hacia ella, con la inquietud pintada en sus alargadas facciones.

—Creo que lo mejor es que vaya a comprobarlo por mí misma —dijo Claire.

—Te acompañaré.

—No —dijo Claire con firmeza—. Hay cosas que una mujer tiene que hacer sola.

Durante toda la tarde esperó con nerviosismo que llegase el momento de entrevistarse con Tehura, pero por tres veces se llevó una decepción al no encontrarla. Tres veces, en efecto, bajo el pegajoso y sofocante calor de la tarde, Claire cruzó el interminable poblado para ir desde su choza a la de Tehura; y las tres veces la encontró vacía.

Chasqueada y nerviosa por tener que esperar entre cada visita volvió a su choza y trató de entretenerse haciendo limpieza y lavando la ropa. No quería anticiparse para tener confirmación de los medios que había utilizado Tehura para apoderarse de su joya favorita. Sabía cómo ésta había ido a parar de su equipaje al ajuar de la joven polinesia, pero prefería no anticiparse a los hechos. La propia joven tenía que proporcionarle las pruebas del delito.

Eran ya más de las cinco, y por cuarta vez Claire se encaminó a la fatídica choza. Si Tehura aún no hubiese vuelto, Claire estaba decidida a montar guardia ante la puerta y aguardar a que volviese. Si ya estuviese en casa Claire no perdería el tiempo en palabras inútiles y terminaría allí mismo lo que aún estaba pendiente entre ella y Marc.

Llegó ante la choza, que se había convertido en uno de los lugares importantes de su vida, y cuando alzó el puño para llamar, su intuición le dijo que esta vez obtendría respuesta.

Llamó con los nudillos.

La respuesta fue inmediata.

—¿Eaha?

Claire empujó la puerta y pasó del caluroso exterior al fresco y oscuro interior de la estancia delantera. Tehura estaba acurrucada en la pared del fondo en una cómoda postura, con una fuente de fruta al lado, que estaba cortando a pedacitos para la cena.

Al ver a Claire, Tehura no mostró alegría, como era normal en ella sino una inquietud inmediata. Tampoco sonrió ni trató de levantarse como ordenaban las reglas de la hospitalidad polinesia. Permaneció sentada, inmóvil, en una actitud de vigilante expectación.

—Deseo hablar contigo, Tehura —dijo Claire, permaneciendo de pie.

—¿Es muy importante? Esta noche tengo invitados. ¿No puede esperar a mañana?

Claire no pestañeó ante aquella deliberada negativa a hablar con ella.

—No, Tehura, no puede ser.

La joven nativa se encogió de hombros y dejó caer en la fuente las frutas que cortaba y el cuchillo de hueso.

—Muy bien —dijo con un mohín de contrariedad—, dime qué es eso tan importante.

Claire vacilaba. Siempre que se encontraba en presencia de aquellas indígenas, se sentía en situación desventajosa. Varias semanas atrás, pensó que esto se debía a su superioridad en el terreno amoroso. Al encontrarse en compañía de mujeres que habían conocido íntimamente a muchos hombres y al pensar que ella sólo conocía a uno o quizás a ninguno, se sentía inferior. Pero entonces Claire comprendió que este sentimiento tenía un origen mucho más superficial. Era exactamente lo que sintió la primera tarde que estuvo en el poblado. Entonces se sintió como la esposa de un misionero. Tenía la culpa de ello el vestido o, mejor dicho, la falta de vestido.

Allí estaba ante ella la joven indígena, sin nada encima salvo el breve faldellín de hierba tan recogido, que casi revelaba sus partes pudendas, tan femenina, exhibiendo la curvas de su magnífico cuerpo moreno. Y en cambio, allí estaba Claire, tapada hasta el cuello, como si se sintiese avergonzada de exhibir su feminidad. La dominaba una sensación de ahogo; se sentía decidida a arrancarle una confesión.

Claire se sintió atada y cohibida. Pero cuando pensó en lo que había visto en las fotografías de Sam, echó al olvido su sensación de inferioridad.

Durante varios segundos, Claire observó a la joven indígena, verdaderamente impresionada al ver cómo había cambiado durante aquellas semanas. Desde el primer día que vio a Tehura en la choza de Paoti, antes del rito de amistad y durante el mismo, la joven le gustó y sintió admiración por ella.

Aquella joven morena, era para Claire, el símbolo perfecto de un alma libre, risueña gozosa, intacta. Una Eva sencilla y natural, acabada de salir de las manos del Sumo Espíritu. ¿Pero dónde quedaba ya todo aquello? Tehura se había convertido en una criatura complicada, furtiva codiciosa, tan llena de complejos y tan nerviosa como cualquier mujer del mundo occidental.

¿Cuándo y cómo tuvo lugar aquella metamorfosis? ¿Quién le contagió el cáncer de la civilización blanca? ¿Cuál fue el agente patógeno causante de la infección? Claire también estaba segura de saberlo, pero prefería oírlo de boca de la propia Tehura, del mismo modo como Rachel DeJong también sabía las cosas de antemano, pero prefería que se las expusiesen sus propios pacientes, para que éstos las descubriesen por sí mismos.

—Tehura, estoy dispuesta a hacer caso omiso de la evidente animadversión que tienes hacia mí —dijo Claire, hablando muy despacio—. Voy a decirte unas cuantas cosas con la mayor sinceridad y después di lo que te parezca. Sólo entonces, cuando hayamos terminado, me iré.

—Esto es cuenta tuya, no mía —dijo Tehura.

Además, se porta con insolencia —pensó Claire—, y en vez de estar a la defensiva, sus palabras se hallan dictadas por un verdadero sentimiento de superioridad. Sólo puede haber un motivo para esto, se dijo Claire, Claire se arrodilló frente a la joven indígena. Tuvo que hacer un esfuerzo para que su voz no temblase al decirle:

—Dime, Tehura: ¿cómo has conseguido mi medallón de brillantes?

Claire tuvo la satisfacción de ver cómo la muchacha perdía su compostura. Tehura se arrimó a la pared, como un cachorrillo acorralado.

Claire comprendió que su mente tarda y vacía buscaba desesperadamente una respuesta. No tardaría en salirle con cualquier mentira estúpida.

Claire continuó:

—No trates de negarlo. Esto sólo serviría para aumentar lo embarazoso de la situación. Sé que tienes mi medallón de brillantes. Nuestro fotógrafo te hizo unas fotografías… supongo que te acordar s. Fotografió también todas tus joyas y adornos. He visto las fotografías y entre los objetos retratados está mi medallón. Anda, dime cómo lo obtuviste. No me iré de aquí sin saberlo.

Claire esperó a que contestase, pero vio que Tehura estaba dispuesta a mentir descaradamente.

—Pregúntalo a tu marido —dijo de pronto la indígena—. El me lo regaló.

De modo que esta parte, al menos, queda confirmad" pensó Claire.

—Sí —dijo en voz baja—. Ya me suponía que fuese Marc.

—Me lo regaló —se apresuró a añadir Tehura—. Sí, me lo regaló como premio por los informes que le facilité. Dijo que ya te compraría otro.

—No quiero otro —dijo Claire— y tampoco quiero que me devuelvas ése. Sólo quiero que me digas la verdad acerca de lo que hay entre tú y Marc. ¿La verdad? ¿De qué? —preguntó Tehura.

—Sabes muy bien a qué me refiero. No te hagas la inocente. Eres una mujer hecha y derecha, lo mismo que yo. Marc te regaló mi joya más cara, la que más aprecio… me la quitó sin que yo me diese cuenta para darla a una extraña. Quiero saber por qué lo hizo. No irás a convencerme de que te la dio sólo a cambio de los informes que tú le facilitaste.

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