Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
Mientras estaba llenando de cosas la mochila, esperaba a cada momento que Claire lo interrumpiese. Así, cuando ella apareció ya se hallaba preparado. Claire entró en la habitación delantera, anudándose el cinto de su bata rosada de algodón, que se había puesto sobre el camisón blanco, mientras él levantaba la mochila por las correas de los hombros para comprobar su peso.
—Buenos días —dijo Marc, echándose la mochila al hombro para cerciorarse mejor de su peso—. Me voy de excursión por la isla. Si puedo, volveré después de media noche o si no, mañana por la mañana.
—¿Qué mosca te ha picado? —dijo Claire—. ¿Con quién vas?
—Con unos amigos de Moreturi. Lo teníamos preparado desde hace una semana. Quiero ver algunas de las antiguas ruinas de piedra, el templo que ya existía antes de la llegada de Daniel Wright. Me han hablado también de unos cobertizos desparramados por la isla y que fueron levantados por el primer Wright cuando desembarcó aquí procedente de Inglaterra.
—Pues que te diviertas —dijo ella, amagando un bostezo. Después empezó a vagar por la habitación, se detuvo vacilante ante la bandeja de la fruta y luego se arrodilló para empezar a mondar y cortar a rodajas un plátano. Después lo miró—. No parece que te haya hecho mucho efecto lo de anoche.
—¿Lo de anoche?
—Sí, lo que bebimos anoche. ¿No te acuerdas? Saliste haciendo eses, insultando a nuestros anfitriones y a Tom…
—¿Ya empezamos de nuevo?
—Qué quieres que diga si te portaste así. Aunque no eres muy diferente cuando estás sereno. Cuando nos fuimos, tu madre tuvo que disculparte ante ellos.
Marc lanzó un desdeñoso bufido y dejó la mochila en el suelo.
—Si has terminado ya, me voy…
—Aún no he terminado —dijo Claire—. Olvidaba decirte que llegaste muy tarde a la cena. Esto me permitió hablar a solas con Courtney.
—Naturalmente.
Ella pareció no oír aquel sarcasmo.
—Hablamos de mi medallón perdido. Yo le dije lo que tú me habías dicho, o sea, que estabas seguro de que lo había hurtado un indígena.
—Y él dijo… —Empezó a hablar con voz de falsete y tono de fingido horror—: ¡No, por Dios, el pueblo de Las Tres Sirenas no roba ni comete hurtos, pues está demasiado ocupado haciendo el amor".
Ella se enfureció de pronto.
—Exactamente, Marc. Me dijo que esa gente no roba. No hay un solo caso de hurto en su historia. No saben qué son esta clase de delitos. No codician los bienes ajenos.
Marc pensó en Tehura, a quien él había tentado, y sintió deseos de arrojárselo a la cara de Claire, pero se contuvo.
—Ese Don Juan de baratillo que es Courtney parece saberlo todo —dijo—. Sus opiniones siempre tienen a tus oídos más peso que las mías.
—En lo que se refiere a Las Sirenas, sí, porque es un hombre sin prejuicios e inteligente. En cambio, tú estás lleno de prejuicios…
—No veo por qué los prejuicios tienen que ser malos —rezongó Marc—. Yo tengo los míos, sí, señor, y uno de ellos es el que me hace mirar con prevención a los fracasados que atribuyen su fracaso a los demás, salvo a ellos mismos. Tu picapleitos de Chicago era un Don Nadie en nuestro país y decidió abandonarlo vergonzosamente. Y aquí, como se dice, se ha convertido en alguien, pues en el país de los ciegos el tuerto es rey. Se dedica a pontificar entre estos salvajes analfabetos sobre todo lo bueno que tenemos, nuestra patria, nuestros sistemas, nuestras costumbres… En cambio, aquí, en este villorrio donde por fin se cree ser alguien, todo es perfecto y es grande…
—Por Dios, Marc, deja de hablar así. Te equivocas al juzgar a Tom, y tú lo sabes muy bien.
—Y ya que hablamos de prejuicios, te diré que tengo otro. Sí, tengo un prejuicio contra las mujeres que demuestran tal hostilidad a sus maridos, que se alían con cualquiera para atacarlos y combatir sus ideas y opiniones así que se presenta la ocasión. Pero esto no les impide aprovecharse del dinero y la casa de su marido, con la situación social correspondiente… Y luego, en público, se dedican a poner al marido como chupa de dómine.
—¿Te refieres a mí?
—Me refiero a ti y a muchas, muchísimas mujeres como tú. Pero gracias a Dios, no son las únicas que existen. Hay otras mujeres que se sienten orgullosas de sus maridos.
—Quizá tengan razones de estarlo dijo Claire, empezando a alzar la voz—. Sí, porque sus maridos deben de ser hombres de verdad. ¿Te has dado cuenta de cómo me tratas? ¿De cómo te portas conmigo? ¿Cuánto tiempo hace de la última vez que te mostraste cariñoso o atento? ¿Desde cuándo no me tratas como merece una esposa?
—Cada cual tiene lo que merece —dijo él con tono rencoroso—. ¿Y tú?, ¿qué haces por merecer que te trate bien? Una mujer…
—Es culpa tuya… no me permites que me porte como esposa.
—Vivir contigo no es vivir con una mujer, sino con un inquisidor, siempre exigiendo e interrogando…
—No soy yo quien lo hace, Marc, sino tú mismo. No quiero hablar más de eso. Hace tiempo que me dedico a observarte, no sólo aquí sino cuando vivíamos en casa, y creo que no estás bien… no quiero emplear la palabra enfermo… Estás hecho un verdadero lío, por lo que se refiere a ti mismo, tu tabla de valores, tu actitud ante la familia, tus relaciones con las mujeres. Un solo ejemplo bastará: eres incapaz de hacer una vida marital de manera normal y regular, de mostrar el mínimo de deseo y…
—De modo que es esto. Pues ahora te diré una cosa… sí, voy a decírtelo… lo que un hombre quiere es una mujer de verdad, no una mujer irritable y quisquillosa, con mentalidad de ramera…
Ella se dominaba para no perder del todo los estribos.
—¿Así llamas a una mujer que piensa en el amor y desea ser amada?
¿Es eso lo que piensas?
El se echó la mochila al hombro con ademán iracundo.
—Te digo que me has tomado el pelo durante dos años y ya estoy harto. Si tú deseas que terminemos yo lo deseo más que tú. Estoy harto, estoy hasta la coronilla de ti y de las culpas que tratas de achacarme…
—Marc, yo sólo intento arreglarlo. —Tú sólo intentas justificar lo que se ha metido en tu estúpido cerebro. Estos atléticos indígenas te han sorbido el seso. No, tú buscas una justificación para irte con el primero que se presente, con tal de que sea fuerte y bronceado…
—¡Cállate! —gritó Claire, asestándole un sonoro bofetón.
Marc replicó maquinalmente al golpe con la mano libre, que la alcanzó de refilón en la boca y barbilla. La fuerza del golpe la hizo retroceder tambaleándose, pero conservó el equilibrio, mientras se frotaba la boca en mudo pasmo.
—¡No quiero verte más en toda mi vida! —vociferó Marc—. ¡Vete al cuerno!
Con la mochila al hombro, con dos zancadas se plantó en la puerta.
—¡Marc! —gritó Claire—, ¡si no me pides perdón, hemos terminado…!
Pero él ya se había ido. Ella se tambaleó, mientras el llanto pugnaba por brotar de sus ojos, e hizo un gran esfuerzo por no dignificar la escena y la locura de Marc con sus lágrimas. Cuando apartó la mano de la boca, vio que tenía manchas de sangre en los dedos.
Caminando muy despacio, fue en busca del jarro de agua que tenía en la habitación del fondo. Las palabras que pronunciara la víspera Harriet Bleaska cruzaron de pronto por su mente. Harriet, ante su propio dilema dijo a Claire: "Orville me recuerda mucho a Marc. Así, quizá tú puedas decirme cómo se vive con un hombre de estas características… ¿No te parece, Claire? ¿Entonces ella no supo qué decirle… ni pudo. Lamentó no haberlo hecho. Aunque quizás Harriet no sería tan estúpida como ella.
Harriet Bleaska, vestida con su inmaculado traje de enfermera, paseaba arriba y abajo frente a la puerta de su choza, golpeando constantemente el cigarrillo que fumaba para tirar la ceniza sin dejar de preguntarse si se había portado como una incauta. En otro tiempo, a esta hora, casi mediodía, siempre sentía hambre. Pero a la sazón no tenía apetito. Y no lo tenía porque sobre su estómago pesaba una lápida y aunque no distinguía el epitafio con claridad, le parecía leer en él la palabra estúpida.
Había tomado su decisión poco después de desayunar y se apresuró a redactar una breve nota aceptando la proposición de matrimonio. Apenas hacía un par de minutos que había enviado la nota por un muchacho nativo. Ahora la cosa ya no tenía remedio. Dentro de unos momentos el destinatario recibiría su billete, lo leería y poco después se presentaría ante su puerta, en su propia habitación —¡su futuro esposo!— y ella ya podría decir: alea jacta est. Y a partir de entonces, para el resto de sus días, su vida sería diferente, su voluntad tendría que inclinarse ante una voluntad ajena, su personalidad y su historia se confundiría con la de otro ser y la independiente Harriet Bleaska se evaporaría para toda la eternidad. Era el cambio y la fusión que anhelaba desde su adolescencia, pero entonces, al verlo tan inminente, la llenaba de terror.
Pero después, mientras encendía un nuevo cigarrillo con el anterior, pensó más serenamente que lo que la aterrorizaba no era la alteración radical que sufriría su vida, sino la continua preocupación de saber si había elegido bien o mal. ¿Cuántas jóvenes podían elegir entre dos pretendientes tan radicalmente distintos? ¿Hubo mujeres que tuvieron que decidir entre dos hombres tan dispares y entre condiciones de vida que contrastaban hasta tal punto?
Por última vez, antes de despedirse de la solitaria Harriet Bleaska oculta detrás de su Máscara, pasó revista a los dos hombres y a las prendas que los adornaban poniéndolos mentalmente uno al lado del otro. Entró en su habitación para continuar su paseo por ella sin dejar de fumar, mientras pensaba en lo bueno y lo malo que tendría ser la esposa de Vaiuri, mestizo de polinesio e inglés, practicante en Medicina que ejercía en Las Tres Sirenas, y lo bueno y lo malo que tendría ser la esposa del Dr. Orville Pence, norteamericano típico, hijo de familia y etnólogo de Denver, Colorado.
Harriet tomaba notas mentales en el estilo breve y conciso propio de una enfermera.
Prendas que adornan a Vaiuri: tiene un físico atractivo, es inteligente, compartimos los mismos intereses profesionales, sin duda sabe amar como todos los de aquí y apreciaría mis facultades amorosas; querría tener muchos hijos y yo también, su familia es estupenda y sus amigos muy simpáticos; con él nunca me moriría de hambre ni me faltaría nada; me quiere.
Defectos de Vaiuri: quizás es demasiado serio y testarudo, no posee mi educación universitaria, no tiene ambiciones porque aquí no existen incentivos, todos los años me engañaría durante el festival y a veces me consideraría inferior debido a mi tez blanca.
Ventajas de Las Tres Sirenas: son como una perpetua estación veraniega; aquí puedo ser yo misma, sin presiones de ninguna clase; me consideran hermosa.
Inconvenientes de Las Tres Sirenas: no podré exhibir a mi marido ante mis antiguas amigas. No podré duchar a los niños, ni ir de compras, ni recibir House Beautiful ni ver programas de televisión, pues esto está muy apartado de… ¿de qué?
Prendas que adornan a Orville Pence: es norteamericano y se ha abierto camino en la vida; quiere que sea su esposa.
Inconvenientes de Orville Pence: no me atrevo a imaginármelo desvestido, tiene tipo de solterona, además tiene hermana y una MADRE (suegra para mí), tendré que aguantar sus conferencias, quizá sólo querrá tener un hijo, es un poco pelma, bastante mojigato, sólo me dará dinero para alfileres, parecerá que me hace un favor casándose conmigo, me hará ingresar en el club de esposas de la facultad y votar a los republicanos; pero, sobre todo, no puedo imaginármelo desvestido.
Ventajas de Denver: es una ciudad norteamericana.
Inconvenientes de Denver: es una ciudad norteamericana. P. D.: y habitada además por su MADRE.
¡Ojalá existiese un cerebro electrónico para resolver estos problemas y garantizar la exactitud del resultado!, pensó. Pero no existen estas máquinas calculadoras y nadie puede aconsejarme bien… ni Maud, ni Claire, ni Rachel. Soy yo quien tiene que decidir y ahora ya está hecho. ¿Habré obrado bien?
Se llevó un tercer cigarrillo a los labios, lo encendió con la colilla del anterior, dio una chupada y tiró la colilla. Continuó midiendo la estancia con sus pasos. ¿Había hecho bien? Evocó sus años malos, que eran casi todos. Qué mal uso se había hecho de ella. Siempre, invariablemente, se había ofrecido en holocausto ante la Máscara, como si tratase de expiar su fealdad.
Su mayor deseo había sido pertenecer a un hombre, pero nunca lo había conseguido, sólo de vez en cuando, de manera temporal y a hurtadillas.
Sí, decidió sí, sí, sí. Había tomado la decisión acertada.
Acababa de decírselo cuando oyó que llamaban nerviosamente a la puerta de cañas.
Dejó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero de concha, se arregló un poco los lacios cabellos, se pasó la lengua por los interminables labios para limpiarlos de hebras de tabaco y dijo:
—¡Adelante!
El irrumpió en la cabaña y luego se detuvo, con los ojos muy abiertos y una expresión de nerviosa incertidumbre en el rostro.
—He recibido tu nota —dijo—. Me pedías que viniese enseguida, pues tenías buenas noticias que darme. ¿Son las que imagino?
—Lo he pensado bien y estoy decidida. Me sentiré muy orgullosa de ser la esposa del Dr. Orville Pence.
Le sorprendió un poco y le causó una gran alegría ver la expresión de alivio que se dibujó en el semblante de Orville.
—Harriet —le dijo—, éste es el momento más dichoso de mi vida.
—Y de la mía también —dijo ella.
—Hoy se lo anunciaremos a Maud, durante el almuerzo.
Harriet tragó saliva.
—Orville… ¿no vas a besar a la novia?
Cuando él se le acercó, muy rígido, ella pensó por última vez en el sacrificio que había consumado. Había renunciado para siempre a la posibilidad de ser hermosa —¿lo sabría él alguna vez?— porque era la heredera de aquellos desconocidos antepasados que conformaron su cuerpo y la dispusieron a dar aquel sí definitivo.
Y cuando él la abrazó desmañadamente, como un misionero que diese la bienvenida a sus ovejas, notó que olía a jabón y a limpieza presbiteriana.
Entonces la besó. Inconveniente: ella no sentía pasión alguna. Ventaja: se sentía muy segura. Harriet le devolvió el beso, quizá con demasiado fervor porque, desde luego, ser Ms. Pence y tener una posición segura no era moco de pavo.
A los pocos instantes exhaló un suspiro involuntario.