Read La isla de las tres sirenas Online

Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (86 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
2.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Pero qué piensa esa chica? —interrumpió Sam, empezando a medir la estancia con sus pasos—. Mira que escaparse de casa… Es el colmo…

—Lo que menos me preocupa es que se haya escapado —dijo Estelle—. Esto no es América, sino una pequeña isla. No podrá ir muy lejos.

—Pero puede lastimarse… caerse en un agujero… tropezar con un animal salvaje, un cerdo o un perro rabioso… morirse de hambre…

—Es posible. Pero te repito que esto no es lo que más me preocupa. Los indígenas conocen la isla palmo a palmo. La encontrarán.

—¿Y si no la encuentran?

—La encontrarán, no te preocupes —repitió Estelle con firmeza—. Me preocupa mucho menos Mary que su padre.

Él se quedó boquiabierto.

—Significa, gracias a Dios, que la encontrarán tarde o temprano y nos la devolverán sana y salva. Pero yo no estaré tranquila. Nos la devolverán, sí, pero… ¿qué pasará cuando volvamos a Albuquerque y ella se reúna con sus atolondrados amigos? De ahora en adelante tendremos una chica rebelde que nos plantará cara, que nos desobedecerá y seguirá haciéndolo, a menos que consigamos hacer entrar en razón al cabezota de su padre.—Vaya, con que la culpa es mía.

—No digo que toda la culpa sea tuya. Hasta ahora hemos compartido lo malo y lo bueno de nuestra hija, ambos nos hemos esforzado por educarla y ambos la hemos inculcado por un igual buenos principios y también nos hemos equivocado a veces, en ocasiones tú y otras yo. Pero desde que hemos venido aquí, Sam, desde la semana pasada, la culpa de lo que sucede es tuya y de Mary. Tienes que entrar en razón, Sam, si quieres que Mary también entre en razón. —¿Qué significa eso?

Sam se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho. —¡Sigo sosteniendo que hice lo que debía en la clase! ¿Tú crees que un padre podía obrar de otro modo? Te juro, Estelle, que si tú hubieses estado allí…

Estelle alzó la mano con ademán majestuoso, para hacerle callar como hizo Marco Antonio en el Foro para acallar la multitud reunida ante el cadáver de Julio César. Hipnotizado por aquel clásico ademán, Sam guardó silencio.

Con concentrada intensidad, Estelle volvió a dirigir la palabra a su marido:

—Sam, permíteme que por esta vez lleve la voz cantante; déjame hablar y escúchame y después, que pase lo que Dios quiera. —hizo una pausa antes de proseguir—: Sam, haz examen de conciencia, mira dentro de tu corazón. Durante toda tu vida has sido un hombre amigo de la cultura, progresista, liberal. Tus ideas son tan convincentes, que yo las he compartido y me enorgullezco de que ambos seamos como somos. Leemos toda clase de libros y revistas, sin hacer excepciones. Nuestra casa está abierta a todas las ideas. Vemos toda clase de películas y de programas de televisión, asistimos a las conferencias más variadas, alternamos con personas de todas clases. En política, en cuestiones sexuales, en religión, somos completamente liberales. ¿Hacemos bien? Creo que sí. Hasta que de pronto, de la noche a la mañana, caemos del cielo en una isla donde la gente no se limita a conversar ni a leer libros, sino a hacer las cosas de verdad; donde un hombre llamado Wright, hace Dios sabe cuantos años, decidió que la práctica era mejor que todas las palabras. Con el resultado de que aquí, bien o mal, las cosas se hacen prácticamente. La vida en común, la educación sexual temprana, la vida colectiva practicada desde la infancia y otras cosas que para nosotros son simple teoría, ªquí son realidades. Quizá esto sea equivocado. Quizás sea mejor lo poner en práctica las teorías, porque ya sabemos que no es lo mismo la práctica que la teoría. Pero sea como sea, aquí estamos y vemos que esta gente intentan poner en práctica muchas de las cosas en que tú siempre has creído y por las que has abogado. Y ahora resulta que, de pronto, esto deja de parecerte bien. Cuando estas cosas se refieren a cuestiones sexuales, a la educación y a tu querida hijita, dejas de ser de pronto un hombre liberal para portarte como un reaccionario de la peor especie, como Orville Pence, del que nos burlamos en privado. Y ahora resulta que sois iguales. Aunque no puedo creer que eso responda a tus íntimos sentimientos… no es este el hombre con quien yo me casé, a quien he consagrado mi vida entera. ¿Será necesario que te recuerde, Sam, que cuando no éramos más que unos niños, como quien dice, tú ya querías que me acostase contigo antes de casarnos…?

El rostro de Sam se ensombreció y se apresuró a protestar.

—Estelle, esto es completamente distinto y tú lo sabes. Ambos sabíamos que íbamos a casarnos. Sólo esperábamos a que yo terminase la carrera y…

—He dado en el blanco, ¿eh? Aunque te duela recordarlo, Sam, tú sabes muy bien que tuvimos relaciones íntimas durante un año antes de casarnos. ¿Qué hubiera pasado, si por cualquier motivo, nuestra boda no hubiese llegado a celebrarse? Yo me hubiera quedado compuesta, deshonrada y sin novio, del que aun no era mi marido. En cambio, yo, Estelle Myer, no era una cualquiera, era una hija de papá y también tuve dieciséis años… —Sigo sosteniendo que…

—Sostén lo que te dé la gana, pero la verdad es que nosotros somos liberales a carta cabal y no unos santurrones como Orville Pence. Y lo demostramos porque no nos limitamos a las palabras, sino que pasamos a los actos. ¿Y con tu hija tienes que ser distinto? Pero aquí no es lo mismo. Mi papá que en paz descanse, si hubiese sabido que yo iba a una escuela donde me enseñaban los órganos sexuales y las distintas posturas, me hubiera tirado de la oreja y me hubiera dado unos azotes. Después se hubiera ido a abofetear al director de la escuela y le hubiera llevado al tribunal. Pero si hubiese descubierto que yo, su virginal hijita, permitía que un joven llamado Sam Karpowicz, al que nunca llegó a conocer, pasase la noche conmigo en mi habitación como un verdadero seductor, te hubiera matado y después me hubiera matado a mí. No es que trate de darle la razón. Era un hombre de ideas anticuadas y estrechas, bastante ignorante, que sólo leía el Antiguo Testamento y el Almanaque Mundial y en cambio nosotros pertenecíamos a la nueva generación, estábamos empapados de ideas liberales y en algo tenía que notarse. ¿Y cómo se porta ahora el nuevo papá con su hija, que pobrecilla, no se acuesta con nadie, sino que sólo va a una escuela donde la enseñan anatomía y educación sexual y ella es demasiado tímida para decírselo? Pues humillándola ante toda la clase. Demostrando que no posee la menor tolerancia. Obligándola a huir de casa con su actitud intransigente. ¿Esto se llama una actitud liberal?

—Tratas de presentarme como un monstruo…

—Como mi padre —interrumpió Estelle.

… y no lo soy —continuó Sam—. Continúo siendo lo que siempre he sido. A pesar de lo que ha sucedido, soy de ideas muy amplias, progresista, dispuesto a aceptarlo todo…

—Pero no con tu hija, Sam. En lo que se refiere a ella, tu buen sentido termina y empiezan los celos. Esta es la verdadera razón de tu actitud, Sam.

Estoy segura de que la Dra. DeJong diría que he dado en el clavo. Eres egoísta y sólo querrías a Mary para ti. Por lo tanto, te muestras celoso de todo y de todos. Reflexiona, Sam. Recuerda lo que pasó hace unos años, no muchos, cuando nuestra Mary tenía seis o siete y tú siempre querías abrazarla, retenerla, tenerla a tu lado y que te besara a cada momento. Y entonces ella empezó a mostrarse esquiva contigo, escabulléndose como una anguila, y cuando se lo contaste al Dr. Brinley y le dijiste que se hacía pipí en la cama, él te aconsejó que la dejases en paz. ¿Te acuerdas? Dijo que no te rehuía, sino que trataba de huir de los sentimientos que tú podías inspirarle, pues no se fiaba de sus incipientes sentimientos sexuales y esto la obligaba a rehuir tus excesivas muestras de afecto, que la ponían nerviosa y acaso contribuían a que por las noches mojase las sábanas.

—Estelle, esto nada tiene que ver con lo que nos ocupa…

—Sí lo tiene, Sam. Mary tiene dieciséis años, aún no es carne ni pescado y me trata como si yo fuese una estúpida. La única persona de la tierra en quien confía y con quien desea hablar es con su querido papi, es decir, contigo. Pero aunque dieciséis años ya no son seis, aún es una criatura por un lado, pero por el otro ya es una mujercita; sin embargo, tú sigues tratándola como cuando tenía seis, siete u ocho años, porque no quieres perderla. Esto motiva tus celos… el miedo a perderla, a que se independice, a que se convierta en una chica mayor, y lo ocurrido aquí no hace más que confirmarlo.

—No digas tonterías.

—¿Tonterías? ¡Es la pura verdad! Yo lo veo ahora con claridad meridiana. Mientras no se trataba de ti, podías mostrarte magnánimo, generoso y liberal. Nuestra casa era un refugium peccatorium: el amor libre, las Nezv Masses, Emma Goldman, Sacco Vanzetti, Henry George, Veblen, Eugene Oebs, John Reed, Linsoln Steffens, Bob La Follete, los republicanos españoles, los del Frente Popular, el New Deal, Kinsey, todos, sin faltar ni uno. Y a mí siempre me parecieron bien. Consideraba, de acuerdo contigo, que así demostrábamos mayor amplitud de miras y veíamos las cosas bajo una luz mejor. Pero nuestro liberalismo se limitaba a las conversaciones de sobremesa, mientras tomábamos café. Nunca me molesté en preguntarme qué pasaría si había que ponerlo a prueba, si la cosa fuese en serio. Has invertido en nuestra casa hasta el último centavo. ¿Pero qué pasaría si empezasen a llegar negros o portorriqueños al barrio o tratasen de establecerse en él? Has invertido todo tu corazón en tu hija. ¿Qué pasaría si en Alburquerque empezase a sostener relaciones con un joven mexicano o indio? En el primer caso, dirías que no te importaría tener vecinos negros, pero preferirías que no viniesen al barrio porque acaso serían más dichosos en otra parte. También dirías que no te importaría que tu hija fuese con un mexicano, pero aconsejarías a Mary por su propio bien que lo dejase, porque después quizás no fuesen felices, pues una cosa son las ideas, y otra la vida real. ¿No dirías eso?…

—¡Basta, Estelle! —gritó Sam, que estaba lívido—. ¿Cómo tratas de presentarme? ¿No recuerdas cómo luché en la universidad a favor del ex comunista que quería ingresar en ella? Sabes también que apoyé la petición para que se incluyesen profesores de color en el cuadro docente. Y aquella petición en que…

—Las peticiones, Sam, están muy bien; con ellas se demuestra valor Pero no basta. En esta isla te enfrentas con las realidades de la vida, y la primera vez que te ponen a prueba, dejas de portarte como un liberal. Esto no quiere decir que apruebe la educación sexual que aquí está en boga, ni que considere bien que se expongan estas cosas a una muchacha de dieciséis años, que aún no está preparada para comprenderlas. Es posible que sea prematuro y la enseñanza demasiado radical. Es natural que esto la desconcierte y la confunda un poco, o tal vez no, vete a saber. No podemos afirmarlo con certeza. Pero tu actitud durante esta semana le ha dolido más y le ha causado mayor confusión que lo que vio en la escuela… tu actitud al retirarle tu apoyo al cambiar en la práctica las normas de conducta que le expusiste infinidad de veces en teoría y por medio de discursos altisonantes. Ella confiaba en el Sam Karpowicz que conocía y, de pronto, sin advertencia previa, surgió otro Sam Karpowicz que para ella era un extraño.

Lo que más me preocupa no es que Mary haya huido de nosotros sino que tu, Sam, hayas huido de mí y de ella. Esto es lo que tenía que decirte.

El asintió, sin rechistar, con el rostro tan ceniciento que ella sintió deseos de abrazarlo, besarlo y pedirle perdón, pero no lo hizo.

Por último se encogió de hombros y se dirigió a la puerta.

—¿Adónde vas, Sam?

—A buscarla —contestó él.

Cuando se hubo marchado, Estelle quedó preguntándose si lo que había ido a buscar era a Mary… o su perdida personalidad de hombre liberal a machamartillo.

Aprovechando los veinte minutos que faltaban para las tres de la tarde, hora en que comparecería su último paciente de la jornada, Rachel DeJong se sentó en la choza vacía que le hacía las veces de consultorio, al lado de la pila de esterillas de pándano con las que había formado un improvisado diván de psiquiatra, para transcribir sus notas clínicas sobre Marama el leñador y Teupa, la esposa insatisfecha. Terminada esta tarea, se puso a pensar en la inminente llegada de su tercer paciente.

Poniendo a un lado el cuaderno en el que anotaba sus observaciones de tipo profesional sobre Las Sirenas, Rachel tomó el libro oblongo en el que anotaba sin orden preconcebido sus observaciones de carácter más personal. Moreturi pasó completamente del primer cuaderno al segundo porque las relaciones que sostenía con ella, lo mismo que los pensamientos que le inspiraba, no eran publicables.

Abriendo su diario, Rachel buscó la última anotación, que ya tenía seis días. Estaba redactada en un estilo conciso y sibilino, que no hubiera significado nada para nadie, salvo para sí misma. Rezaba:

Primer día del festival. Después de dos sesiones diarias, asisto al concurso de natación. Emocionante. Uno de nuestro equipo, Marc H., participa. Muy buena actuación hasta el final, en que falló pero de acuerdo con su personalidad. Por la noche vamos al baile al aire libre, en el que participan Harriet y Lisa. Luego, muy tarde ya, accedo a acompañar a un amigo nativo, Moreturi, quien me lleva en canoa a un atolón vecino. Romántico como en la orilla del Carmel. Tomamos un baño. Yo estuve a punto de ahogarme. Después descansamos en la arena. Una noche memorable".

Releyó el pasaje. ¿Qué vería otra persona, por ejemplo, Joe Morgen, en aquellas líneas? Nada, decidió satisfecha. Ni siquiera un Champollón sería capaz de descifrarlo. La verdadera historia de los seres humanos estaba escrita únicamente en su cerebro y con ellos se iría segura e inviolada a la tumba. Lo que se confiaba al papel sólo era un pálido reflejo de la verdad.

Pero entonces, al acordarse de sus lecturas y de la sagacidad de sus predecesores, ya no estuvo tan segura. ¡Qué poco necesitó saber Sigmund Freud de la vida de Leonardo de Vinci, para interpretarla en su verdad más profunda partiendo de sus escasos autógrafos! Y María Bonaparte, qué poco necesitó saber de Poe para disecar su enfermiza psiquis… Sin embargo, las ideas que ella había confiado al papel eran inocuas, impersonales, poco reveladoras, salvo aquella frase de "noche memorable", quizás. Aquello se prestaba a que alguien preguntase: ¿Por qué, memorable? Pero una noche, especialmente en un país exótico, podía ser memorable tan sólo a causa del ambiente o del estado de espíritu. ¿Quién podría adivinar jamás que había sido memorable para la autora de aquellas líneas, porque fue la primera vez en su vida que supo lo que era el placer sexual?

BOOK: La isla de las tres sirenas
2.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The January Wish by Juliet Madison
Slayer of Gods by Lynda S. Robinson
A Well Kept Secret by A. B. King
Death in the Castle by Pearl S. Buck
Hard Twisted by C. Joseph Greaves
Repo Men by Garcia, Eric
No Pain Like This Body by Harold Sonny Ladoo
Hello Loved Ones by Tammy Letherer