Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
Una alta, esbelta y estatuaria joven, que no tendría más de diecinueve años, se había materializado en el centro de la plataforma. Permanecía inmóvil, con los brazos extendidos y las piernas muy separadas. Dos brillantes guirnaldas de hibisco pendían de su cuello, ocultando en parte los senos juveniles y pequeños. De la cintura le colgaban dos breves tiras de tela blanca de tapa, una delante, entre las piernas, y otra detrás, mostrando totalmente las desnudas caderas y los muslos.
Los instrumentos de percusión y de viento llenaban la estancia de música, con sones que resbalaban y se insinuaban entre los que se sentaban a la mesa. A medida que el compás de la música se fue haciendo más animado, la alta joven morena de la plataforma empezó a moverse, sin abandonar ni un momento su sitio, dejando que todo su cuerpo se animase, a excepción de sus pies descalzos. Sus brazos parecían serpientes que acariciasen el aire, y todas las partes de su cara y cuerpo empezaron a danzar, primero una, luego otra, hasta que todas se animaron en movimientos sensuales. Le bailaban los ojos en la cabeza, abría y cerraba la boca y sus pequeños senos aparecían y desaparecían entre las flores, mientras su vientre temblaba y meneaba sus seductoras caderas. Al principio las ondulaciones eran lentas, pero poco a poco fueron haciéndose más intensas, su expresión se hizo arrobada y un convulsivo temblor se extendió por su figura, hasta que pareció explotar en el aire, para caer lentamente hasta quedar agazapada sobre la plataforma.
Hechizada, Claire comprendió el significado de la representación: el loco éxtasis del amor satisfecho. Lo que entonces trataba de representar la joven era la procreación, la labor que originaría el nacimiento de una amistad.
La danzarina permanecía tendida sobre la espalda, en el estrado, levantando las piernas para alzar únicamente el torso al aire. Los músculos pelvianos casi desnudos hacían un esfuerzo visible y se hinchaban al compás de la música. Claire se apretaba fuertemente los brazos, sintiendo la sequedad de la boca, el terrible palpitar de la garganta y el deseo que le inundaba el cuerpo. La embriaguez y sus ojos húmedos le impidieron ver con claridad aquella excitante escena y sintió envidia por lo que simbolizaba, deseando un hombre, el que fuese, que la quisiera, que entrara en ella para dejar la simiente de una nueva vida. Y cuando de pronto la música cesó y la bailarina permaneció erguida y petrificada, Claire reprimió el sollozo que pugnaba por brotar de su pecho y consiguió conservar su aplomo.
La danzarina permanecía de nuevo inmóvil sobre el estrado. Dos jóvenes, transportando entre ambos un gran recipiente humeante de madera, se acercaron a la plataforma para depositarlo ante la danzarina. Paoti golpeó con su bastón la mesa del banquete.
—Doctora Maud Hayden —dijo—, llegamos ahora a la culminación de nuestro tradicional rito de amistad, que se ha celebrado muy pocas veces en los últimos siglos. Una mujer de vuestra sangre y una de la nuestra subirán juntas al estrado, colocándose a ambos lados de la bailarina. Entonces se despojarán de las vestiduras que les cubren la mitad superior del cuerpo y dispondrán su pecho desnudo para ungirlo en la sagrada ceremonia que sellará la amistad de nuestros pueblos y suprimirá el tabú entre los extranjeros. Para representar a nuestra sangre, escojo a la joven hija de mi difunto hermano, que se llama Tehura.
Tehura hizo una inclinación de cabeza en dirección a Paoti y, descruzando las piernas, se puso ágilmente en pie, para subir al escenario a fin de colocarse a un lado de la bailarina.
Paoti volvió a dirigirse a Maud.
—¿Qué mujer de vuestra sangre designaréis para representaros?
Maud frunció los labios, pensativa, y luego dijo:
—Creo que yo soy la más indicada para representar a mi familia y a nuestro grupo.
—Matty, por Dios… —exclamó Marc.
—No seas ridículo, Marc —dijo Maud con voz tensa—. Cuando tu padre y yo efectuábamos expediciones científicas, realicé ritos similares más de una vez. —Se dirigió de nuevo a Paoti: Estamos familiarizados con los ritos de aceptación en muchas culturas. Escribí una vez un trabajo sobre los Mylitta, que tienen la costumbre de dar la bienvenida a los visitantes ofreciéndoles una de sus muchachas. Estas reciben una moneda a cambio de su amor y después de esto, la amistad ya se ha sellado.
Maud empezó a levantarse trabajosamente pero Marc la retuvo.
—Que no, Matty, que no quiero que subas ahí… que suba otra…
Maud no ocultó su disgusto.
—Marc, no sé lo que te pasa. Se trata de una costumbre de la tribu.
Mientras, aturdida, contemplaba el forcejeo, Claire experimentó ante los nativos una súbita vergüenza por ella y por su esposo. Sabía que ella tampoco podía permitir que Maud subiese al estrado para descubrir su pecho fláccido y marchito. Sabía también que era ella, Claire, la equivalente de Tehura, quien debía realizar aquella ceremonia. Esta idea la fue dominando y, ayudada por la kava y el zumo de palma, acabó por incorporarse y ponerse en pie.
—Lo haré yo, Marc —dijo con una voz que le parecía extraña.
Empezaba a dirigirse con paso vacilante al estrado cuando Marc trató de detenerla, sin conseguirlo, y cayendo cuan largo era sobre la esterilla.
—¡Claire, vuelve!
—Quiero hacerlo —respondió ella—. Quiero que seamos amigos de ellos.
Tropezando subió al estrado y por último consiguió situarse al lado opuesto de la inmóvil danzarina. Tuvo un fugaz atisbo del círculo de caras que la miraban desde abajo… Moreturi con expresión aprobadora, Marc furioso, Maud preocupada, Paoti y Courtney totalmente imperturbables.
La alta danzarina se acercó a Tehura y empezó a desatar sin prisas el ceñidor de tapa que le cubría el pecho. La tela se aflojó y cayó al suelo. Cuando le quitaron aquella prenda, los senos de Tehura, aparecieron en toda su opulencia. Claire trató de no mirar hacia allí, pero la curiosidad la consumía. Debía saber qué había ofrecido a Courtney Tehura, que tanto sabía del amor. Con el rabillo del ojo, Claire examinó a su oponente y pudo ver que los hombros suaves y torneados habían mantenido su promesa, al confundirse sin solución de continuidad con las dos armoniosas curvas de los senos turgentes, con sus marcados y rojos pezones.
La bailarina se volvió hacia Claire; ésta comprendió que el momento había llegado y, con gran alivio por su parte, comprobó que no tenía miedo. Y entonces supo por qué, pero, antes de que pudiera pensar en ello, comprendió que debía ayudar a la joven indígena. La bailarina de tez morena ignoraba los misterios del vestuario occidental. Claire hizo un gesto de asentimiento y comprensión. Después se llevó las manos a la espalda, desabrochó la parte superior del vestido de shantung amarillo, corrió la cremallera hacia abajo y movió los hombros para hacer caer la parte superior del vestido, que descendió hasta su cintura. Se alegró de llevar su nuevo sostén de encaje transparente. Se apresuró a llevar de nuevo las manos a su espalda y lo desabrochó. Dejando caer ambos brazos a los lados, permaneció inmóvil. La joven nativa comprendió lo que debía hacer y, tomando los sueltos tirantes del sostén, los hizo bajar por los brazos de Claire, con lo cual apartó la prenda de su cuerpo y ella quedó desnuda hasta la cintura.
Cuando la joven le hubo quitado el blanco sostén, Claire se enderezó con expresión altiva. Vio que Tehura, la Tehura que ella había envidiado, la miraba con admiración y entonces Claire comprendió por qué no tenía miedo. En un mundo donde las glándulas mamarias opulentas, su capacidad y su contorno eran otras tantas marcas de belleza femenina, ella debía de aparecer muy bien dotada. El tamaño, la curvatura y la firmeza de sus pechos, la circunferencia de sus pardos pezones, entonces blandos, acentuados con el centelleo del medallón de diamantes que se había colocado en el profundo canal intermedio, era el exponente de su feminidad, el modo que ella tenía de pregonar sus cualidades amorosas. Expuestas así a la mirada de todos, ya no era la inferior de Tehura, sino su igual y, a los ojos de los espectadores, tal vez era incluso superior.
La joven bailarina se arrodilló para introducir ambas manos en el recipiente, lleno de cálido aceite. Vertiendo un poco de aceite en las manos abiertas de Tehura y otro poco en las de Claire, les indicó por señas que se acercasen, para reunirse sobre la vasija de la amistad. Tehura extendió la mano y aplicó suavemente el aceite sobre el pecho de Claire y ésta, comprendiendo que debía hacer lo propio, frotó también con aceite el espléndido pecho de Tehura. La joven polinesia sonrió y dio un paso atrás. Claire se apresuró a imitarla.
La bailarina pronunció una sola palabra en polinesio.
Paoti, el jefe, golpeó la mesa con su bastón y se puso en pie con cierta dificultad.
—La ceremonia ha concluido —anunció—. Sed bienvenidos al poblado de Las Tres Sirenas. De ahora en adelante, nuestra vida es la vuestra y todos somos como hijos de una misma sangre.
Un cuarto de hora después, cuando faltaba poco para la medianoche, Claire atravesó el poblado al lado de Marc. Todo estaba oscuro y dormido; la única iluminación provenía de unas cuantas antorchas de llama vacilante, colocadas a ambos lados del arroyo.
Desde que se vistió y se despidió de sus anfitriones, y desde que salieron juntos al poblado —Maud se quedó atrás con Courtney—, Marc no la miró ni dijo una sola palabra.
Siguieron andando en silencio.
Cuando llegaron ante su cabaña, ella se detuvo y vio que su esposo tenía las facciones contraídas por la ira.
—Esta noche me odias, ¿verdad? —le dijo de pronto.
El movió los labios pero no llegó a pronunciar palabra, hasta que de pronto rompió a hablar con voz temblorosa.
—Como odiaría a cualquiera… sí, a cualquiera que se embriagase vergonzosamente… provocando conversaciones obscenas… portándose como una prostituta.
Pese a la apacible atmósfera de la noche, sus duras palabras causaron a Claire un agudo dolor, y permaneció vacilante, avergonzada de él… sí, muy avergonzada de Marc. Nunca, en ninguna ocasión, durante casi dos años de matrimonio, le había hablado con una furia tan ilimitada. Sus censuras siempre habían sido comedidas y, cuando Claire se sintió objeto de ellas, siempre supo tomarlas sin darles demasiada importancia. Pero entonces, en aquel terrible momento, todo cuanto había sucedido, todo cuanto ella había visto, oído y bebido, acudió en su ayuda, concediéndole la extraña y segura libertad de ser ella misma por una sola vez, de decir al fin lo que verdaderamente sentía.
—Y yo —dijo en voz baja y sin temor—, yo detesto a todos cuantos se muestran como seres pedantes, mojigatos, que sólo ven porquería en todas partes.
Se detuvo, sin aliento, esperando que él la pegaría. Pero comprendió que era demasiado pusilánime para pegarla. Se limitó a dirigir una mirada cargada de odio, volvió la espalda y entró en la choza dando un portazo.
Claire se quedó donde estaba, temblando de pies a cabeza. Por último sacó un cigarrillo del bolsillo de su vestido, lo encendió y se dirigió lentamente hacia el arroyo y empezó a pasear del riachuelo a la choza y de ésta al riachuelo, fumando sin cesar y evocando lo que había sido su vida antes de conocer a Marc y lo que fue después de conocerlo, imaginándose a Tehura cuando vivía con Courtney, representando de nuevo en su imaginación la ceremonia de la amistad y reviviendo después antiguos sueños y ansiadas esperanzas. Transcurrida media hora se hallaba ya más calmada y cuando vio que las luces de la cabaña estaban apagadas, se encaminó a la puerta.
Marc se había embriagado tanto como ella y sin duda estaría dormido.
Se sintió más dispuesta a perdonarlo, más indulgente ante todo y, cuando penetró en la choza, ya estaba segura de que a la mañana siguiente ambos estarían serenos y dispuestos al perdón.
Claire durmió como sumergida en las profundidades de un pozo, envuelta en un aire negro y mefítico, con sueño tranquilo, sin la agitación ni las vueltas propias de la dormivela. Lo que al fin la despertó fueron los finos y largos dedos del sol del nuevo día, que penetraban a través de las paredes de bambú hasta encontrarla, acariciándola y calentándola con sus yemas, obligándola finalmente a abrir los ojos. Tenía el brazo y la cadera izquierdos envarados y doloridos después de la primera noche pasada sobre la dura esterilla. Se notaba los labios resecos, la lengua apergaminada e hinchada, hasta que recordó los sucesos de la víspera. Buscó su reloj de pulsera. Eran las ocho y veinte de la mañana.
Al oír pasos, se tumbó de costado y tiró hacia abajo la chaqueta de su pijama de nailon que se había subido hasta encima de su pecho público (también se acordaba de aquello), entonces vio a Marc junto a la ventana trasera, sosteniendo un espejo ovalado y peinando meticulosamente su corto cabello. Estaba ya vestido con camisa deportiva, pantalones de algodón, zapatos con suela de caucho, y si se dio cuenta de que ella estaba despierta, no lo demostró. Para Claire, el sol que entraba a raudales, el frescor del día, el aspecto limpio y atildado de su esposo, hacían que los acontecimientos y palabras de nueve horas antes pareciesen algo distante, remoto, imposible.
—Hola, Marc —dijo—. Buenos días.
El apenas apartó la vista del espejo.
—Has dormido como un tronco.
—Sí.
—No oíste venir a Karpowicz? Estuvo aquí con un recado de Matty.
Quiere que a las diez estemos todos en su despacho.
—Tengo tiempo —dijo ella, incorporándose, aliviada al notar que no tenía resaca—. Marc…
Esta vez él se volvió en respuesta a su llamada, pero su expresión continuaba siendo severa.
Ella tragó saliva e hizo un esfuerzo por soltarlo.
—Marc, creo que anoche bebí demasiado. Siento lo que pasó.
El depuso un poco su expresión ceñuda.
—No importa.
—No quiero estar toda la mañana reprochándomelo. También… también pienso mucho todas las cosas que nos dijimos.
El se inclinó para dejar espejo y peine con sus demás efectos personales.
—Bien, bien, querida… pelillos a la mar. Yo no dije lo que dije y tú tampoco dijiste nada. Borrón y cuenta nueva. Solamente que… tratemos de no olvidar quiénes somos y de no rebajarnos ante los ojos ajenos. Esforcémonos por mantener nuestra dignidad.
Claire no dijo nada, deseando que él se decidiese a acercarse para levantarla y darle aunque sólo fuese un beso. Marc ya estaba a la puerta de la antecámara y se disponía a irse, dejándola sólo con una simple nota de recordatorio.