Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
—Mr. Courtney, yo… es decir, usted parece haberse referido únicamente a la situación de los hombres en Norteamérica… en Occidente…
—Así es, en efecto.
—¿Es que los hombres no se hallan sometidos a las mismas presiones en todos los lugares de la tierra, incluso aquí, en Las Sirenas?
—No. Ni los hombres, ni las mujeres.
—¿Y por qué no?
Courtney, vacilante, miró a Paoti, que permanecía sentado, a la cabecera de la mesa, dominándolos a todos…
—Quizás el jefe Paoti estará más calificado que yo para…
Paoti movió su frágil mano en ademán negativo.
—No, no, le cedo la palabra, Mr. Courtney. Usted es más elocuente y habla mejor que yo… podrá explicar con más claridad las cosas a sus compatriotas.
—Muy bien —se limitó a decir Courtney. Su grave mirada pasó de Maud a Marc y a Claire—. Hablo con la experiencia que me confieren cuatro años de permanencia entre esta gente. Esas presiones no existen en Las Tres Sirenas a causa del modo como han sido criados sus moradores, de la educación que han recibido y de sus costumbres tradicionales, todo lo cual contribuye a crear una actitud más sana y más realista ante el amor y el matrimonio. En Estados Unidos o Inglaterra, por ejemplo, nuestras prohibiciones en lo tocante a cuestiones sexuales han originado un interés morboso y exagerado por ellas. Aquí en Las Sirenas, las prohibiciones son tan pocas e insignificantes, el modo como se considera esa cuestión tan natural, que ha pasado a ser parte normal y corriente de la vida diaria. Aquí, cuando una mujer desea comer algo, lo toma, sin que el acto de comer le parezca nada malo o especial. Del mismo modo, cuando desea amor, lo toma, y asunto concluido. Pero lo importante es que lo obtiene de la mejor manera, sin avergonzarse ni experimentar sentimientos de culpabilidad. En Las Sirenas, los niños aprenden los rudimentos del amor en la escuela, no sólo en teoría, sino en la práctica, con el resultado de que el amor es para ellos una disciplina igual que la historia y el lenguaje. Los adolescentes no sienten una malsana curiosidad por las cuestiones sexuales, pues nada se les ha ocultado. Tampoco sienten represiones. Si un joven desea a una mujer o una muchacha quiere a un hombre, ninguno de ambos se siente frustrado.
Y el coito premarital es un acto alegre, apasionado pero gozoso, un gran pasatiempo, porque no existen tabús creadores de sentimientos de culpabilidad o pesar, ninguna necesidad de mostrarse furtivo o asustado. En el matrimonio, ambos cónyuges se sienten siempre plenamente satisfechos, si ambos así lo desean; la comunidad vela por ellos. Incluso se han adoptado medidas para satisfacer a los viudos y viudas, a los solteros y a los célibes.
Aquí no existe homosexualidad, ni violencias, raptos, abortos, palabras obscenas escritas en las paredes de los retretes, adulterio, deseos alimentados en secreto y sueños eróticos no satisfechos. Gracias a que han sido conservadas las antiguas y libres costumbres polinesias, y se han entretejido con las liberales ideas sociales de Daniel Wright, que han contribuido a mejorarlas, todo cuanto se relaciona con el sexo, el amor y el matrimonio, es sinónimo de felicidad en Las Tres Sirenas.
—Esas prácticas también pueden ser satisfactorias en Estados Unidos —observó Marc fríamente.
—Desde luego que sí, y a veces lo son —replicó Courtney—. No obstante, con mi experiencia de abogado que ha visto muchos casos y por lo que he podido conocer, creo que en Norteamérica la felicidad escasea bastante. Volviendo la vista atrás, después de haber tenido ocasión de vivir en estas dos sociedades tan opuestas, creo que lo que me parece más increíble es esto… que nosotros, los que vivimos en las naciones que se llaman civilizadas, con toda nuestra técnica, nuestra cultura, nuestro saber, con nuestras comunicaciones y recursos de todas clases, con nuestras máquinas lavadoras y secadoras, con nuestras máquinas para correr de una parte a otra del país, y nuestras máquinas para ver el interior de nuestro cuerpo mediante los rayos X, y con otras que lanzan a un ser humano sustrayéndolo a la acción de la gravedad… con todas esas maravillas, no hayamos conseguido inventar la máquina más sencilla, o hayamos conseguido mejorar la máquina humana, que nos permita educar nuestros hijos de un modo juicioso, hacer felices a los matrimonios e infundir calma y sosiego en la vida. Y sin embargo, aquí, en esta remota isla, donde no hay ni una sola máquina, ni un traje ni un vestido y apenas unos cuantos libros, donde las palabras órbita, gravedad, rayos X y reactor no poseen el menor significado, estas gentes han conseguido crear y perpetuar una sociedad en la que padres e hijos gozan de una felicidad sin límites. Y permítanme que diga otra cosa, para terminar. Aunque los seres humanos son los mamíferos más complicados por lo que se refiere a sus emociones, a semejanza de los demás mamíferos, son de suma sencillez en el acto de la cópula. Uno es cóncavo y el otro es convexo. La unión de ambos tendría que originar placer de manera automática, y a veces la procreación. Sin embargo, en Occidente no hemos sabido dominar las instrucciones que nos ha dado la sabia naturaleza. Unimos como podemos el cóncavo y el convexo, y aunque el resultado de tal unión suele ser la procreación, muy raramente produce placer. A pesar de toda nuestra técnica, nuestro progreso y nuestro genio, no hemos conseguido resolver este problema tan primario, que se plantea a todos los pueblos de la tierra. Sin embargo aquí, en esta mota de tierra perdida en el Pacífico, dos centenares de personas morenas y semidesnudas, casi analfabetas, han sabido resolverlo. Tengo la casi seguridad de que dentro de tres semanas todos ustedes estarán de acuerdo conmigo. Así lo espero… De todos modos… —desvió su atención de Paoti y Maud para volverla hacia Claire—, le pido que disculpe mi premiosa disertación, Ms. Hayden. Así aprenderá usted a no hacerme preguntas sobre mi tema favorito. He hablado más esta noche que en los últimos cuatro años. Lo atribuyo al kava, al kava y al zumo, y a un creciente deseo de convertirme en misionero…
Claire abrió mucho los ojos.
—¿Misionero? —Sí. Quiero ir a Nueva York, Londres y Roma, al frente de un grupo de píos sacerdotes de Las Sirenas, para convertir a los infieles y hacerles abrazar las normas dictadas por la naturaleza.
Claire se volvió hacia su marido, bizqueando hasta conseguir verle bien.
—Conviértete, Marc.
—No tan deprisa, querida —repuso Marc—. No me gusta cerrar un trato a ciegas. Es posible que Mr. Courtney exagere y se tome ciertas licencias poéticas al proferir elogios tan desmedidos ¿Porqué habla tan fuerte? Marc está enfadado —pensó Claire—
Pero Marc mostraba una expresión reposada cuando prosiguió, dirigiéndose a su esposa, pero en realidad hablando para que todos le oyesen:
—Mirando bien las cosas, ¿hubiera abandonado por tanto tiempo su país, Mr. Courtney, de no hallarse descontento? ¿Y no es posible que, al llevar aquí tanto tiempo, no vea va las cosas con la debida perspectiva?
Al decir esto, Marc miró a Courtney, cuya expresión era benévola y apacible. Mr. Courtney, le ruego que no interprete mal mis palabras —prosiguió Marc—. Me limito a repetir lo que ya he dicho esta mañana… que los marineros que llevaban mucho tiempo en alta mar, llegaron a estas islas abatidos y cansados, para encontrarlas más placenteras de lo que en realidad eran. No pretendo decir que usted haya hecho una novela. No es mi intención discutir. Pero tenga usted en cuenta que me ocupo en el estudio de las ciencias sociales, que casi todos los que formamos este equipo dominamos una disciplina científica y estamos acostumbrados a estudiar todos los fenómenos de un modo imparcial, objetivo y científico. Lo único que quiero decir es que prefiero reservar mi juicio hasta haberlo visto y estudiado todo por mí mismo.
—Me parece muy bien —dijo Courtney.
Durante toda esta conversación las mujeres indígenas no pronunciaron palabra, y permanecieron sentadas con una inmovilidad de estatuas.
De pronto, Tehura, agitando su larga cabellera negra, se incorporó hasta ponerse de rodillas y tomó el brazo de Courtney.
—Esto no es justo, Tom! —exclamó, mirando de hito en hito a Marc sentado frente a ella.
—Es innecesario ese estudio científico de que usted habla. Todo eso es cierto; lo de América no lo sé pero lo de Las Sirenas, sí, le aseguro que es cierto. Todo cuanto ha dicho Tom es verdad, en lo referente a nuestro pueblo. Yo pertenezco a él y puedo asegurarlo.
Marc se convirtió de pronto en la imagen de la galantería.
—Ni por asomo se me ocurriría contradecir a una señorita tan linda como usted.
—Entonces no le importará escuchar, por un momento, a esta señorita, que le contará una bonita historia sobre Thomas Courtney y Tehura Wright.
Marc cruzó los brazos con gesto impasible, mientras en su cara aparecía una sonrisa artificial. Maud inclinó la cabeza en la devota actitud que adoptan los etnólogos ante sus informadores. Sólo la expresión de Claire era reflejo de la excitación interior que la dominaba, como si esperase que se alzase un telón, antes de comenzar el drama que revelaría la verdad acerca de Courtney, el enigmático.
Tehura cruzó su brazo con el de Courtney y prosiguió con vehemencia.
—Cuando Tom llegó aquí, hace tanto tiempo, no era el que ahora ven ustedes. Parecía un alma distinta. Estaba… no sé con qué palabra podría describirlo… triste, sí, estaba triste y… Tom, ¿cómo lo expresarías tú?
Courtney la miró con afectuosa indulgencia. Como demostración de que aquello le complacía interiormente, dijo:
—Puedes decir que era un Odiseo con una camisa lavable y traje de hilo a rayas blancas y azules, con las cintas de combate de Ogigia, Ilion, Eolia y otras Madison Avenues en el bolsillo y que resolvió que, puesto que ninguna Penélope lo esperaba, no había motivo alguno que le obligase a regresar a Itaca. Así es que consiguió desatarse del mástil de su nave para escuchar a las Sirenas y sucumbir a su canto. Algún dios malévolo, parecido al Poseidón que perseguía a Odiseo, sembró en su alma el cansancio, el desaliento, el cinismo y la falta de confianza en la vida. Se ofrendó a las Sirenas porque estaba cansado de sus errabundeos, rogando que éstas le confiriesen fuerzas para continuar… o para quedarse.
Tehura oprimió el brazo de Courtney.
—Exactamente. —Ambos cambiaron una mirada teñida de significado y después la joven volvió su atención a los reunidos—. Cuando lo trajeron al poblado y se convirtió en uno de los nuestros, su negro humor le abandonó. Convivió con nosotros, sintió curiosidad y un renovado interés por la vida. Deseaba saber todo lo que hacíamos y por qué lo hacíamos.
Nuestra vida es un ritmo antiguo… es como la música y, transcurridos muchos meses, Tom desechó sus viejas ideas, del mismo modo en que acabó por desechar sus ropas estúpidas y calurosas, para convertirse en un hombre más lleno de comprensión. Yo lo deseé desde el primer día, y, cuando él empezó a comprendernos, cuando se mostró más abierto, yo pude hablarle de mi amor. Entonces me enteré de que él sentía una gran pasión por mí e inmediatamente nos amamos. Fue muy hermoso, ¿verdad, Tom?
Courtney le acarició la mano.
—Sí, Tehura, muy hermoso.
—Pero no de momento —prosiguió Tehura, dirigiéndose a los demás—. Al principio no era bueno… rebosaba bondad, pero en su abrazo no se mostraba bueno. Era demasiado circunspecto, siempre estaba preocupado y era brusco…
Courtney, que tenía la vista fija en la mesa, la interrumpió.
—No dudo que lo entenderán, Tehura. Ya hemos hablado de las presiones amorosas existentes en mi país… a las que se hallan sometidos ambos sexos… y que son una mezcla de alcohol y drogas, hostilidad y sentimientos de culpabilidad, con tanta ansiedad y temor, esfuerzo y tensión…
—Pero yo era distinta… yo no había sufrido estas cosas y sólo conocía la felicidad que proporciona el amor —dijo Tehura a los Hayden—. Y entonces me dediqué a aleccionar a Tom con lo que a mí me habían enseñado, hasta que aprendió a disfrutar con el juego amoroso, sin el espíritu embargado por preocupaciones, con cuerpo ágil y ligero, siendo tan natural como el movimiento de las olas y tan libre como el viento que sopla por la selva. Así pasaron muchos meses y ambos alcanzamos la ternura, la pasión y la vida que compartimos en nuestra propia cabaña…
Marc la miraba con expresión extraña.
—Entonces, ¿están ustedes casados?
La expresión de Tehura se transformó.
—¿Casados? —dijo, con un grito de júbilo—. ¡Oh, eso no! Nosotros no nacimos para casarnos, pues por muchas causas no somos el uno para el otro. Nos amamos únicamente de aquella manera corporal, hasta el año pasado, en que nuestras relaciones terminaron. Yo ya tenía bastante del cuerpo de Tom. El ya tenía bastante del mío. Ya no necesitábamos nuestro mutuo amor. Además, yo experimentaba sentimientos más profundos por otro, por Huatoro, pero esto pertenece al futuro. Ahora Tom y yo ya no somos amantes, pero somos amigos. Cuando algo me preocupa, voy a su casa a hablar con él y me aconseja. Cuando él, a su vez, desea comprender algo de mi pueblo, acude a mi casa y ambos nos sentamos para comer taro y hablar de mi pueblo y el suyo. Les digo esto de Tom y de mí, porque me siento orgullosa de nuestro antiguo amor. La primera vez que lo dije a las demás personas del poblado, Tom se sorprendió, afirmando que en su país las mujeres no revelan a los demás sus amores corporales antes de casarse, pero tienen ustedes que saber, como él ya sabe, que nosotros no consideramos que eso sea malo, y así todos somos dichosos y yo puedo enorgullecerme de ello.
—Y yo también, Tehura —dijo Courtney en tono apacible.
Paoti tosió.
—Ya hemos hablado bastante por ser la primera vez. Se está haciendo tarde. Ya es hora de que comience la ceremonia propia del rito de la amistad.
Buscó a tientas el nudoso bastón que tenía apoyado en la silla y, levantándolo sobre la mesa, la golpeó dos veces. Después apuntó con el bastón al estrado colocado frente a Moreturi y Atetou.
Todos se volvieron para mirar. Claire, que no apartaba la vista de Tehura y Courtney, vio que Maud y Marc se volvían hacia ella y trató de leer en aquellas caras familiares. Era evidente que Maud había gozado con el relato sencillo, franco y desenvuelto de Tehura, viendo en él un rico material para su estudio. Marc tenía las mandíbulas apretadas y Claire conjeturó que aquellas gentes abiertas y sencillas empezaban a serle antipáticas.
Volviéndose hacia el estrado, Claire trató de analizar sus propios sentimientos ante la confesión de Tehura. En realidad, lo que sentía era desazón y una sensación de inferioridad. Era una emoción que a veces había experimentado en algunas reuniones de sociedad de Santa Bárbara y Los Ángeles, cuando otro matrimonio hacía alguna velada referencia a su vida íntima, presentándola como superior a la de los demás. Claire experimentaba entonces aquellos sentimientos. Aquella pareja poseía el mágico secreto que ella no tenía. Ellos eran sanos. Ella estaba enferma. Sufría aún más por Marc, más vulnerable que ella. Y entonces apartó a Tehura de su pensamiento.