Read La isla de las tres sirenas Online

Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (42 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
2.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Procura ser puntual, Claire. La fiesta ha terminado y volvemos a trabajar.

—Seré puntual.

Cuando él se hubo marchado, Claire alisó y plegó los sacos de dormir, observó que él había apartado pulcramente sus ropas usadas, que tenían que ir a la colada y después, distraídamente, se desabrochó la tibia chaqueta del pijama. No sentía interés alguno por sus senos públicos pero advirtió entonces que el medallón de brillantes aún colgaba entre ambos. Se lo quitó y se arrodilló para guardarlo en su joyero de cuero. En aquella postura no podía dejar de notar sus senos y, contemplando su blanca turgencia, no pudo por menos de pensar en los ojos masculinos —de Moreturi, Paoti, Courtney (¡un americano nada menos!)— que los habían visto así, y entonces, en el embarazo que le producía la luz diurna, se sintió impúdica y desvergonzada. En aquel instante no pudo reprochar a Marc por la cólera que experimentaba. Ella era una mujer casada, una esposa norteamericana —estuvo a punto de añadir "y madre" pero no lo hizo— y se había comportado, la primera noche que estuvo allí, como una ninfómana. Hasta entonces, ella había conseguido encerrar en su cabeza aquellas fantasías procaces y desvergonzadas, debidamente clasificadas en el gabinete de consignas señaladas con los nombres de "Educación esmerada", "Los hombres respetan a una mujer decente" y "Amor, Honor y Obediencia". Su muro de contención estaba construido con Pudor, Decencia, Castidad y otro sillar… sí, Timidez. ¿Cómo y por qué pudo derribarlo la noche anterior? Se portó de forma desenfrenada, y a la sazón al reconstruir el destruido muro, sillar sobre sillar, se sintió incapaz de presentarse a la vista de Courtney o de sus compañeros. ¿Qué pensarían de ella?

Decidió que debía exponer claramente a Marc la vergüenza que sentía.

Era lo menos que podía hacer. Entonces mientras rebuscaba entre sus vestidos la blusa y los blancos pantalones de tenis, se dijo que siempre estaba disculpándose ante Marc por una u otra cosa… por pequeñas tonterías, por indiscreciones de palabra, por fallos de memoria, por faltas de conducta, y la verdad, no resultaba agradable, ni tampoco era justo, estar siempre a la defensiva. Pero lo de anoche no era cosa baladí, sino una falta grave y ella estaba dispuesta a presentarle sus cumplidas disculpas tan pronto lo viese.

Se vistió con rapidez para dirigirse después, sin excesiva prisa, al retrete colectivo. Penetró cautelosamente y dio gracias a Dios de encontrar allí sólo a Mary Karpowicz, ceñuda y monosilábica. Después Claire avanzó despacio bajo los cálidos y maravillosos rayos del sol hacia su cabaña. Se arregló en la habitación delantera y, después de pintarse los labios, vio que alguien, Marc o un servidor indígena, había traído un gran cuenco lleno de fruta y carne asada fría para desayunar. Cerca del cuenco se apilaba su ración de conservas y bebidas. Comió un poco de lo que contenía el cuenco, y cuando eran cerca de las diez, salió de nuevo al exterior, bañado por los radiantes rayos solares, para buscar a Marc, pedirle disculpas y reunirse con los demás en el despacho de Maud. Con excepción de los niños que jugueteaban en el arroyo, la calle contigua estaba desierta. Parecía haber cierta actividad humana, algunas idas y venidas en el extremo más alejado del poblado, frente a la cabaña de Auxilio Social y la escuela. Vio entonces dos figuras frente a la cabaña de Maud.

Eran Marc y Orville Pence, enfrascados en animada conversación.

Al aproximarse, sintió deseos de hablar en privado con Marc, para presentarle sus excusas.

—Marc…

El volvió la mirada y su cara se oscureció de pronto. Tocó el brazo de Orville y se acercó a ella. —Marc —dijo Claire—, estaba pensando en… El la atajó con un ademán que abarcó toda su persona. —Pero por Dios, Claire… ¿Dónde vas así? Desconcertada, ella se llevó la mano a la garganta. —¿Qué… qué pasa, ahora? El puso los brazos en jarras para examinarla, moviendo la cabeza con exagerado disgusto.

—Esos pantaloncitos de tenis —dijo—. Míralos… subidos hasta la ingle.¿Puede saberse qué te pasa? A quién se le ocurre ponerse pantalones cortos en una expedición científica.

Ella quedó tan estupefacta ante estas censuras que no supo qué contestar.

—Pero… pero Marc, yo no sabía…

—Claro que lo sabías. Oí muy bien lo que en Santa Bárbara os dijo Matty a todas. Siempre está citando al viejo Kroeber… cuidado con las cuestiones sexuales, no llevéis pantalones cortos, no tentéis a los indígenas.

Por lo visto tú no escuchas a nadie o, si lo haces, prefieres llevar la contraria y saltarte a la torera todas las reglas. Ayer te dedicaste a incitar a todos los hombres y hoy te exhibes en pantalones cortos… Supongo que ahora sólo te falta acostarte con un indígena.

—Vamos, Marc —dijo ella con voz quebrada, conteniendo a duras penas el llanto—. Lo hice… lo hice sin pensar. Me pareció que era lo más adecuado con este calor. Estos pantalones me tapan. Son cien veces más decentes que esas faldas de hierba…

—Tú no eres una primitiva, sino una mujer civilizada. Este atavío no sólo es una falta de respeto, pues los indígenas esperan más de ti, sino que es deliberadamente provocativo. Cámbiate ahora mismo y mejor será que te des prisa. Todos están esperando en el despacho.

Ella ya le había vuelto la espalda, pues no quería darle la satisfacción de que viese cómo le habían herido sus palabras. Sin decir nada más, regresó a la cabaña. Le parecía tener las piernas de madera. Se despreciaba por haber querido disculparse y lo despreciaba por hacer imposibles todos y cada uno de sus días. O el empeoraba, se dijo, o ella perdía facultades como esposa. Debía ser una cosa u otra… aunque existía una tercera posibilidad que tenía más visos de verosimilitud: la influencia de Las Tres Sirenas, desde el día en que las islas penetraron en sus vidas, con la carta de Easterday, hasta aquel mismo momento en el poblado. El embrujo de las islas había ejercido su acción sobre Marc y sobre ella, haciendo surgir lo más bajo de la naturaleza de su esposo, junto con todas sus debilidades y defectos, y dándole a ella una visión más aguda e implacable, con el resultado de que ya no veía el yo esencial de Marc a través del prisma de sus propias faltas. También a sí misma se veía con mayor claridad y de igual manera valoraba su vida en común tal como había sido, como era y como sería.

Tuvo que esperar a encontrarse frente a la puerta de su cabaña para erguirse plenamente retadora, en abierta rebeldía a las imposiciones de su marido. Enderezó los hombros, la blusa se distendió sobre su pecho y se sintió orgullosa por lo de la noche anterior. ¡Ojalá los hombres la hubiesen contemplado con atención y largo tiempo! ¡Ojalá hubiesen apreciado su belleza! Estaba cansada, hasta de no ser bastante, a pesar de que era tanto, de que sería tanto para quien pudiera comprenderla…

Cuando un cuarto de hora después Claire regresó a la cabaña-oficina de Maud, con el aceptable uniforme etnológico compuesto de blusa y falda plisada de algodón, encontró que estaban todos reunidos, con excepción de Maud. Se hallaban repartidos por la estancia en grupitos; Marc, con su inseparable Orville Pence, cerca de la mesa y en torno a los bancos o sentados en ellos, los restantes miembros de la expedición, enfrascados en animadas conversaciones.

Haciendo caso omiso de Marc y Orville, Claire cruzó el piso cubierto por esterillas, y se dirigió al grupo formado por los Karpowicz y Harriet Bleaska. Estaban hablando de la fiesta a la que asistieron la noche anterior y que les fue ofrecida por Oviri, pariente próxima de Paoti, encargada de organizar los festejos de la próxima semana. Todos se hallaban muy absortos evocando la pantomima histórica que habían presenciado. Claire pasó por su lado como una sombra y fue a sentarse junto a Rachel DeJong y Lisa Hackfeld en el banco del fondo.

Tan afligida se hallaba Lisa que apenas saludó a Claire, aunque Rachel le hizo un risueño guiño. Claire trató de comprender la causa de la aflicción de Lisa.

… no se puede imaginar lo que esto me trastorna, la preocupación que significa para mí —decía Lisa—. Yo misma empaqueté esas preciosas botellas, que tenían que durarme seis semanas, poniendo guata alrededor para protegerlas…

—¿De qué eran esas botellas? —preguntó Claire—. ¿De whisky?

—De algo mucho más importante —dijo Rachel DeJong, haciendo una mueca de buen humor a Claire—. La pobre Ms. Hackfeld se trajo una buena provisión de agua oxigenada para el cabello y esta mañana, cuando abrió la caja, encontró todas las botellas rotas.

—No había ninguna entera —gimió Lisa—. Y aquí no puedo encontrar nada parecido. De buena gana me echaría a llorar. No sé, Claire, ¿me permites que te llame Claire?, no sé si tú tendrás algo…

—Ojalá lo tuviese, Lisa —repuso Claire—, pero no tengo ni una pizca.

Lisa Hackfeld se retorció las manos.

—Desde que… durante toda mi vida me he teñido el pelo. No he dejado de hacerlo ni una semana. ¡Qué va a ser de mí, ahora? Dentro de quince días, volverá a su color natural. Nunca me he visto así… Ay, Jesús… ¿Y si resulta que tengo canas?

—Ms. Hackfeld, hay otras cosas peores —dijo Rachel, esforzándose por tranquilizarla—. Muchas señoras se tiñen el pelo de gris para estar más elegantes.

—Cuando no se tienen canas, es una cosa, pero cuando se tienen, es muy distinto. —Contuvo el aliento—. Ya no soy una jovencita —dijo—. Tengo cuarenta años.

—No puedo creerlo —observó Claire.

Lisa la miró con expresión de sorprendido agradecimiento.

—¿No puedes creerlo? —Pero al acordarse de su tragedia dijo con amargura—: Ya lo creerás dentro de un par de semanas.

—Ms. Hackfeld —dijo Rachel—, dentro de un par de semanas usted estará demasiado ocupada para pensar en esas nimiedades. Estará… —Se interrumpió de pronto y señaló hacia la puerta—. Ahí viene la doctora Hayden. Debe tener cosas muy interesantes que decirnos. Estoy segura de que todos estamos impacientes por empezar.

Todos tomaron asiento, en los bancos o en las esterillas del piso, a excepción de Maud Hayden, que se quedó de pie junto a la mesa, esperando que cesasen todas las conversaciones. Pese a su ridículo atavío —llevaba sombrero de paja, de ala ancha, bajo el cual asomaban mechones de cabellos grises; no mostraba maquillaje en su abotargado rostro tostado por el sol, lucía varios collares de cuentas multicolores en torno al cuello, un vestido estampado sin mangas del que asomaban sus fláccidos brazos, calcetines caqui de boy scout que le llegaban hasta la rodilla, zapatos cuadrados que le daban aspecto de marciano—, tenía un aspecto más profesional y lleno de celo que cualquier otro de los presentes.

Cuando sus colegas callaron, Maud Hayden empezó a dirigirles la palabra en un tono que oscilaba de lo animado y científico a lo sencillo y maternal.

—Me imagino que casi todos ustedes estarán ansiosos por saber lo que nos aguarda —dijo— y he convocado esta primera reunión para decírselo. He pasado toda la mañana, desde la salida del sol, en compañía del jefe Paoti Wright y su esposa Hutia, que son dos personas encantadoras y cordiales. Si bien Hutia se muestra algo temerosa, y por consiguiente manifiesta ciertas reservas acerca de lo que podemos ver y hacer, el jefe Paoti ha acabado por imponer su punto de vista. Ya que estamos aquí, está resuelto a que veamos y hagamos todo cuanto deseemos. Confía mucho, según manifestó sin lugar a dudas, en la palabra dada por Mr. Courtney, de que respetaremos sus costumbres, su modo de vida, su dignidad y sus tabús, describiendo todo cuanto observemos y aprendamos honrada y científicamente, conservando al propio tiempo el secreto que nos hemos comprometido a guardar acerca de la situación aproximada de estas islas.

"Ahora bien, tengamos en cuenta que no todo se nos ofrecerá en bandeja, por así decir. Al principio recibiremos toda clase de guía, informaciones, consejos y ayudas. Pero después tendremos que obrar por nuestra cuenta. No se regatearán esfuerzos para que nos incorporemos al poblado y a su vida diaria. Lo he pedido muy expresamente. No quiero que se nos tengan consideraciones especiales, como tampoco que se nos hagan concesiones y se introduzcan cambios para complacernos. No quiero que nos consideren como visitantes de un parque zoológico. Y tampoco quiero que ninguno de ustedes considere a los moradores de este poblado como una colección zoológica. Que quede bien sentado que, en la medida de lo posible, estamos aquí como visitantes procedentes del otro lado de la isla. Soy realista y por lo tanto sé que éste es un ideal imposible, pero Paoti ha prometido hacer todo cuanto pueda por nosotros y yo, en nombre de todos ustedes, he prometido corresponder con la misma actitud. En una palabra, no estamos aquí como meros observadores forasteros, sino como observadores que forman parte del poblado y que, en la medida de lo posible, comeremos, trabajaremos, pescaremos, cavaremos los campos y nos divertiremos con ellos, participando en sus ritos igual que en sus juegos, deportes y festivales. A mi juicio, es éste el único medio que existe para abordar su cultura y hacerla nuestra. El grado en que lo consigamos determinará, para cada uno de nosotros, la importancia de su respectiva aportación a la etnología y a sus respectivas disciplinas en este estudio de Las Tres Sirenas."

"Entre ustedes son muy pocos los que han participado en expediciones científicas. Los Karpowicz, Sam, Estelle y Mary, han efectuado varias expediciones, Marc realizó hace algunos años una y Orville (creo que a partir de este momento todos debemos empezar a tutearnos), Orville ha realizado varias expediciones de este género. Pero Claire no ha participado en ninguna y lo mismo podemos decir de Rachel, Harriet y Ms… y Lisa. Y así, aunque es posible que lo que diga no tenga interés para los experimentados, pido a todos un poco de paciencia mientras me dirijo especialmente a los que no están acostumbrados a esta clase de expediciones. En algunos casos, desde luego, los ya veteranos podrán dar valiosos consejos a los novatos. Por lo tanto, pido de nuevo un poco de paciencia por parte de todos, en la seguridad de que cuando haya terminado, todos comprenderéis mejor cuál es vuestra misión aquí, qué se espera de vosotros, y ante todo qué podéis y qué no podéis hacer, así como lo que a todos nosotros nos aguarda."

"En primer lugar, diré que la etnología y el estudio de otras sociedades humanas es más antiguo de lo que os imagináis. Uno de los primeros en abandonar su casa, en este caso situada en Oneida cerca de Nueva York, para ir a estudiar con espíritu científico otra sociedad, fue un joven sabio llamado Henry Schoolcraft. Vivió entre los indios chippewa tomando notas, excelentes notas, en las que recopiló numerosas costumbres fascinadoras… por ejemplo, anotando que cuando una mujer chippewa tocaba un objeto, éste se consideraba inmediatamente impuro y todos los hombres de la tribu lo rehuían."

BOOK: La isla de las tres sirenas
2.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

One and Only by Gerald Nicosia
Roughneck by Jim Thompson
Future Prospect by Lynn Rae
If the Witness Lied by Caroline B. Cooney
Stay!: Keeper's Story by Lois Lowry
Les Tales by Nikki Rashan Skyy
DEAD: Reborn by Brown, TW
Two Strikes by Holley Trent
A Summons From the Duke by Jerrica Knight-Catania, Lilia Birney, Samantha Grace