Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
—Sí, todos entendemos estas muestras de hospitalidad —dijo Maud.
—En realidad —dijo Courtney— muchos de ellos se pondrán esta noche sus trajes de gala, en su honor. Sé que el profesor Easterday les dijo que en Las Sirenas, los hombres suelen llevar bolsas púbicas, las mujeres faldellines de hierba y que los niños van desnudos. Así es, en realidad, salvo algunas excepciones. En la enfermería, en la escuela y en varios otros lugares, los hombres llevan calzones, taparrabos, faldas o como ustedes quieran llamarlos, y en estos lugares las mujeres se ponen justillos además de sus faldellines de hierbas o de tapa. Los niños y los ancianos pueden ataviarse como gusten. Durante las festividades y en ocasiones especiales, como la recepción de bienvenida que les ofrecerán esta noche, se ponen sus mejores galas.
Orville Pence levantó la mano para hacer una pregunta.
—Mr. Courtney… además del profesor Easterday, el capitán y usted… somos nosotros los primeros extranjeros… blancos, naturalmente… que llegan a estas islas.
Varias arrugas se formaron en la frente de Courtney. Meditó antes de contestar:
—No —dijo por último—. Además de las tres excepciones que usted ha citado, no son ustedes los primeros blancos que han visto desde que Daniel Wright se estableció aquí y sus descendientes se cruzaron con los polinesios. Según sus leyendas, una partida de españoles desembarcó unos cinco años después de hacerlo Wright… o sea aproximadamente hacia 1801. Los intrusos actuaron con gran crueldad, tratando de llevarse a viva fuerza algunas muchachas. Los indígenas les tendieron una emboscada cuando regresaban a la playa y pasaron a cuchillo hasta el último hombre.
Los que quedaban en el barco eran atacados de noche y perecieron también. En época más reciente, a comienzos de este siglo, un anciano y barbudo nave ante solitario, que daba la vuelta al mundo, encalló con su balandro en la playa. Consiguió llegar al poblado y cuando quiso marcharse, los indígenas no lo dejaron partir. Se resignó a quedarse aquí, pero falleció de muerte natural antes de que transcurriera un año.
—¿No era acaso el capitán Joshua Slocum con el Spray? —preguntó Claire.
Courtney se encogió de hombros.
—No quedó constancia de su nombre. Aquí no escriben, y la historia se conserva por tradición oral, de generación en generación. Yo también pensé que pudiera ser Slocum. Pero efectuadas la oportunas averiguaciones descubrí que había desaparecido en el Atlántico durante 1909. ¿Es posible que hubiese llegado hasta tan lejos sin que nadie lo supiese? Quizás, pero no probable.
—Pero debe haber alguna prueba, una tumba, una lápida, algo, en fin —insistió Claire.
—No, nada —repuso Courtney—. Como ya tendrán ocasión de saber, sus ritos funerarios requieren la absoluta y total cremación del cadáver, junto con todos los efectos personales. —Courtney se volvió para dirigirse a Orville Pence—. Durante la Segunda Guerra Mundial, un bombardero japonés efectuó un aterrizaje forzoso en la meseta, pero hizo explosión y se incendió. No hubo supervivientes, más tarde, durante la misma guerra, un avión de transporte norteamericano, que se extravió de noche, chocó contra la cumbre del volcán. Tampoco hubo supervivientes.
Con excepción de estos casos, su grupo es, por lo que sé, el primero que visita la isla procedente del mundo exterior… y espero también que sea el último.
Maud se dedicó a examinar el poblado.
—Dígame, Mr. Courtney: ¿todos los miembros de la tribu viven en ese poblado?
—Sí, todos viven aquí —dijo Courtney Hay algunas chozas desperdigadas por la isla, simples refugios nocturnos para los que se dedican al laboreo, a la caza o la pesca lejos del poblado, y cerca de la cumbre hay algunas columnas de piedra, restos de un antiguo marae sagrado, pero la que ven ustedes es la única población de la isla. Las Sirenas son muy pequeñas y este pequeño poblado reúne todas las ventajas que son de desear.
Según el último censo, viven aquí doscientos veinte nativos. El poblado está compuesto de cincuenta o sesenta chozas. El mes pasado se construyeron otras cuatro y se desocuparon dos más, a fin de acomodarles a ustedes diez.
Mary Karpowicz, que estaba absorta contemplando el poblado, preguntó de pronto:
—Y de qué están hechas… las chozas? Parece que el menor soplo podría derribarlas.
—Más adelante se podrá dar usted cuenta de que son mucho más fuertes y sólidas de lo que parecen —dijo Courtney, sonriendo—. No tienen paredes propiamente dichas, sino que el armazón es de madera sólida, por influencia de la arquitectura inglesa del siglo XVIII, mientras que la techumbre es de bálago indígena, hojas de pándano extendidas sobre un cañizo o un enrejado de bambú y los tabiques se construyen de forma parecida, pero más reforzada. Casi todas las chozas tienen dos habitaciones y algunas tres.
—Mr. Courtney —dijo Maud, señalando la arboleda del extremo de la aldea—. ¿Y esos grandes edificios…?
—Ah, sí. Pudiéramos decir que son las dependencias municipales del poblado. En realidad, desde aquí no pueden verlas en su conjunto. Entre esos árboles está la Choza Sagrada, en realidad una especie de museo y lugar de culto para algunos. Hay también algunas chozas mayores, unidas, que constituyen la escuela. El almacén de víveres también está allí. En el mismo centro del poblado hay otras dos importantes construcciones. Una es el dispensario médico. La otra es la choza de Paoti, el jefe, grande y espaciosa, con numerosas estancias para su familia, para celebrar asambleas y festines. Desde aquí no pueden verla bien.
—Pero ¿y la mayor y más larga, ésa que está en el fondo, con una cúpula de bálago? —preguntó Maud.
Courtney la miró con detenimiento por un instante antes de responder con voz grave:
—Esa es la cabaña de Auxilio Social de que le habló el profesor Easterday.
—El burdel —dijo Marc con una sonrisa.
Su madre se volvió hacia él encolerizada, para reprenderlo.
—Vamos, Marc, es lamentable que digas esas cosas.
—Era una broma —dijo Marc, pero su sonrisa se hizo insegura y después pareció como si pidiera que le perdonasen su intempestiva observación.
—Con estas salidas de tono desorientas a los demás —observó Maud.
Volviéndose a Courtney, prosiguió—: Como etnólogos, hemos estudiado a fondo lo que significan las casas de placer de la Polinesia. En Mangareva, se llama a esta casa are popi y en la isla de Pascua, hare nui. Supongo que esa cabaña cumple funciones similares, ¿no es eso?
—Sólo hasta cierto punto —respondió Courtney con vacilación.
Por lo que sé, no existe en el mundo nada parecido. En realidad, existen aquí muchas otras cosas que no se conocen en el mundo. Para mí, para la mayoría de nosotros, representan un… un modo de vida ideal… cuando menos en el aspecto amoroso… que ojalá alcanzásemos algún día en Occidente. —Dirigió una mirada al poblado con expresión amorosa—. Pronto tendrán ocasión de verlo y comprobarlo. Hasta que lo hagan, todo cuanto yo pueda decirles será perder el tiempo. Permítanme acompañarles a las viviendas que les han asignado. El camino hasta allí es muy abrupto, pero es seguro. Dentro de diez minutos estaremos abajo.
Se dirigió al borde del precipicio y desapareció al otro lado de un peñasco, seguido por los demás, que avanzaban en fila. Claire se dispuso a bajar y vio que su marido adelantaba a Orville Pence. Marc soltó una risita, como las que se cruzan entre los hombres cuando están solos, pensó Claire, y dijo a Orville:
—Sigo diciendo que es un burdel.
Desapareció tras el peñasco en compañía de Orville y en aquel momento Claire no deseó acompañarlo.
Estaba furiosa con Marc, por su broma tan fuera de lugar. En el fondo de su corazón sabía que el doctor Adley R. Hayden también se hubiera puesto furioso y aún la hubiera querido más, al ver que ella compartía sus sentimientos.
Esperó a que hubiesen doblado el recodo y entonces se puso a andar.
Quería entrar en el poblado de Las Tres Sirenas sola.
En el poblado era media tarde.
Claire Hayden, más fresca ahora con su vestido de dacrón gris sin mangas estaba apoyada en el umbral de la cabaña que ocuparía con Marc, y se dedicaba a observar distraídamente a los hombres del grupo, Marc, Orville y Sam que, utilizando las herramientas que habían traído, ayudaban a dos de los jóvenes portadores indígenas a abrir la última de las cajas de madera.
Su mirada se dirigió a los dos jóvenes nativos, tan esbeltos y graciosos, porque mirarlos le producía una especie de anhelante imaginación. Al ver moverse a aquellos jóvenes, que tan pronto se inclinaban como se incorporaban, ella estaba segura de que de un momento a otro iban a partirse los cordeles que les rodeaban la cintura y que sujetaban las bolsas púbicas en su debido lugar, con el resultado que era de presumir. No podía comprender por qué esto no sucedía, pero la verdad es que los cordeles no se rompían.
De pronto se avergonzó de pensar estas cosas y, apartando su mirada de los hombres y las cajas, la dirigió hacia el centro del poblado. A la sazón se veían ya algunos habitantes. Por último habían salido las mujeres y los niños. Los pequeñuelos que corrían, brincaban y jugaban, iban completamente desnudos. Las mujeres, como Easterday había asegurado, iban desnudas de cintura para arriba y sus breves faldellines apenas ocultaban sus partes pudendas. Sólo unas pocas mujeres ancianas tenían pechos colgantes. Las jóvenes, en cambio, e incluso las de media edad, tenían senos altos, firmes y extraordinariamente puntiagudos. Al andar —lo hacían dando breves pasitos muy femeninos, sin duda para evitar que se agitasen en demasía sus faldellines de hierbas—, sus senos cónicos bailaban y sus faldas de hierba ondulaban, para revelar de vez en cuando parte de las nalgas. A Claire le extrañó que las mujeres pudiesen ir de aquel modo, con todo al aire, y que los hombres pudiesen cruzarse constantemente con ellas sin excitarse o abalanzarse sobre ellas para violarlas.
Al observarlas desde lejos —eran aún demasiado tímidas y corteses, demasiado correctas para acercarse, Claire se sintió inquieta. Se pasó maquinalmente la mano por el vestido que, pese a ser tan fino, la cubría completamente, lo mismo que sus sostenes y pantaloncitos, lo cual hacía que se sintiese ridícula y poco femenina. Continuó observando a las mujeres de Las Sirenas, de lustrosa cabellera negra como ala de cuervo, senos puntiagudos y oscilantes, caderas seductoras, piernas largas y desnudas, y sintió vergüenza al ir vestida de un modo tan púdico, como si fuese la mujer de un misionero.
Se dispuso a no seguir mirando aquellos reproches vivientes, para continuar deshaciendo el equipaje, cuando oyó a Marc.
—Hola, Claire.
El venía hacia la cabaña, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—¿Qué estabas haciendo?
—Estaba quitando las cosas de las maletas. Mientras descansaba un momento, me puse a mirar a la gente.
—Yo también —dijo Marc, mirando hacia el centro del poblado. Courtney puede estar equivocado en muchas cosas, pero desde luego, tiene razón por lo que se refiere a estas mujeres.
—¿Qué quieres decir?
—A su lado, las tahitianas parecen hombrunas… poco femeninas. Estas son estupendas. No se presentan más guapas a la elección de Miss América. No he visto nunca nada parecido en Estados Unidos. —Al ver la cara que ponía Claire, añadió con tono festivo—: Mejorando lo presente.
Algo le quedaba a ella de su antiguo resquemor al que se añadió entonces el disgusto que estas palabras le produjeron. Quiso contestar adecuadamente, hiriéndole donde más le dolía.
—Lo mismo puede decirse de los hombres —comentó—. ¿Has visto en algún sitio hombres tan atléticos y de aspecto can viril?
El rostro de Marc se ensombreció, como ella sabía que sucedería.
—¿Qué quieres decir con esas observaciones tan tontas?
—Son las mismas que tú haces —repuso ella, dando media vuelta y regresando con su triste victoria al interior.
—Escucha, Claire, no te pongas así —la llamó él, contrito—. Hablaba sólo como etnólogo.
—Muy bien —dijo ella—. Te perdono.
Pero no salió a reunirse con él.
Durante unos minutos, sin saber bien lo que hacía, se dedicó a transportar sus ropas y artículos de tocador de la habitación delantera a la trasera, hasta que se hubo calmado, recuperando el equilibrio espiritual y consiguiendo apartar de su mente las estúpidas palabras de Marc. Deteniéndose, dirigió una mirada a su alrededor. La habitación delantera era espaciosa, pues medía sin duda seis metros por cuatro y medio y, aunque calurosa, era mucho más fresca que el exterior. Las paredes de caña proporcionaban una sensación de intimidad y las esterillas de pándano que recubrían casi todo el piso enarenado eran blandas y mullidas. No había mobiliario de gran tamaño, como mesas o sillas. Tampoco había adornos, pero Sam Karpowicz había suspendido del techo dos lámparas alimentadas por pilas. Había una ventana que miraba hacia la choza de Maud. Una especie de visillo de tela oscura, que podía sujetarse a un lado, defendía la estancia del sol y del calor.
Poco antes, un adolescente indígena, vestido con un sumario taparrabos, trajo agua fresca en dos cuencos de arcilla, explicando en un defectuoso inglés que uno contenía agua para lavarse y en el otro para beber. Después le entregó un manojo de hojas fuertes y anchas. Cuando Claire preguntó para qué servían, él dijo que debía emplearlas como platos. Claire llegó a la conclusión de que aquella estancia tenía que ser su sala, su comedor y su estudio, todo en una pieza.
Con los brazos cruzados sobre el pecho, Claire se encaminó lentamente a la parte posterior, pasando a un corredor de unos dos metros. Vio allí una rendija en el techo, por la que se escaparía el humo cuando en el interior se cocinase. Bajo la rendija, junto a una esterilla, había un horno de tierra, consistente en un orificio redondo practicado en el suelo y que podía llenarse de piedras calientes, para taparlo luego con enormes hojas, de las que se veían varias al lado. El extremo de este pasadizo daba a una habitación más pequeña, parecida a la pieza delantera, pero con una ventana.
Fue allí, sobre las esterillas de pándano, donde ella colocó los dos sacos de dormir, pero le parecieron tan engorrosos y gruesos que pensó que, si por la noche hacía el mismo calor que entonces, dormiría tendida sobre el saco en vez de meterse en él, o incluso sobre las colchonetas indígenas, formadas por varias esterillas de pándano superpuestas, que sin duda hacían las veces de cama.