Read La isla de las tres sirenas Online

Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (34 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
10.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Estoy segura de que sí —dijo Claire—. De todos modos, me molesta que se note.

—Le aseguro que no se nota. Si no me cree mírese al espejo, únicamente lo he adivinado… Pero vaya a sentarse a la sombra con los demás.

Estos diez minutos de descanso le harán bien y dentro de un momento estaremos allí. Entonces, podrá descansar en su cabaña.

Claire sentía una verdadera simpatía por aquel hombre y se preguntó si sus atenciones tenían un carácter personal o eran simplemente una muestra de deferencia que igualmente hubiera tenido con Rachel DeJong o Lisa Hackfeld, si por casualidad éstas se hubiesen encontrado cerca de él. Se encaminó entonces al arroyo pensando que la muestra de atención de Courtney no tenía carácter personal. Acercándose al árbol del pan, se tendió en la hierba, a pocos metros de Maud.

El alivio que experimentó tendida a la fresca sombra, la reanimó un poco. Por primera vez, casi desde que abandonaron la playa, sintió interés por saber qué hacían sus compañeros, tendidos entonces en la hierba como ella. Con excepción de Courtney, todos habían regresado del arroyo. Claire se metió en la boca reseca una pastilla de limón, y entonces se dedicó a observar a sus compañeros, haciendo cábalas acerca de lo que estaban pensando los que permanecían callados, y escuchando la conversación de los que hablaban.

Observó que Maud permanecía silenciosa, sentada a la moruna, semejando una rechoncha estatua de Buda, mientras sus anchas facciones mostraban la huella del ejercicio y el calor. Se balanceaba ligeramente con la mirada perdida en el vacío, recordando algo del pasado. Claire conjeturó que pensaba en Adley. En la expedición que realizaron a Fidji hacía casi diez años, en compañía del ser amado, y que en el presente volvía a hallarse en Polinesia, pero esta vez sola.

Claire dedicó su atención a la familia Karpowicz. Estelle y Sam estaban tendidos en la hierba. Mary estaba de rodillas, parecía irritada por algo.

Claire escuchó su conversación.

—¿Cómo quieres que lo sepa, padre? —decía Mary con impaciencia—.

Aún no he visto nada… sólo unos cuantos árboles y unos cuantos indígenas que estaban bárbaros…

—Mary… por Dios —dijo Estelle—. ¿Dónde aprendes estas expresiones? —Deja de tratarme como a una niña, mamá.

Estelle dirigió una implorante mirada a su marido.

—Sam…

El interpelado miró con severidad a su hija.

—Mary, esto te aprovechará diez veces más que un verano en Estados Unidos. Recuerda que te lo aseguré.

—Oh, desde luego —dijo Mary con sarcasmo.

—Leona Brophy y todas tus amigas te envidiarán.

—Sí… sí, claro…

—Y puedes estar segura de que Neal Schaffer no te olvidará. No se irá con otras chicas. Sólo le interesas tú y esperará que vuelvas.

—Sí, seguro, me esperará sentado en un rincón. —Indicó con la mano el paisaje—. Este sitio es estupendo para pasar unas vacaciones. Muy bueno. Volver a casa con una anilla en la nariz y tatuajes. Vosotros podéis decir lo que queráis, pero no estuvo bien obligarme a venir aquí…

Claire dejó de escuchar y contempló con piedad a Lisa Hackfeld, que se veía agotada y desgreñada. Su inmaculado atavío estaba sucio y arrugado. Bajo sus rubios cabellos, tenía la cara abotargada, ajada, y hacía esfuerzos desesperados por reparar los estragos sufridos por su maquillaje. Claire observó a Lisa mientras se miraba en el espejo de su polvera. ¿Qué estaría pensando? Claire lo adivinó: pensaba por primera vez que su aspecto correspondía a su verdadera edad y que su cuerpo acusaba los años, después del largo viaje en avión y la fatigosa marcha, pues antes se dirigió a Claire para decirle con tristeza que acababa de cumplir cuarenta años.

Piensa, se dijo Claire, que los años pesan como una mochila cargada con cuarenta piedras, y que resulta aún más pesada al sentirse dominada por la fatiga. Piensa, se dijo Claire (como ella misma se había dicho en la playa), que ha cometido una equivocación, que ahora, desaparecido ya el entusiasmo inicial, y la alegría con que trazó los planes de viaje y lo inició han desaparecido también el salón de belleza el Continental, los criados, Saks y el club de tenis, y aquí está ella sudando a mares, rodeada de palmeras y sin salas de té dotadas de aire acondicionado.

Claire vio después que Rachel DeJong y Harriet Bleaska estaban hablando. Harriet tenía la cabeza erguida y aspiraba el aire fresco con los ojos cerrados. Rachel mostraba una expresión desdichada. Claire prestó oído.

…me encanta —estaba diciendo Harriet—. Nunca me había sentido más llena de vigor y energía. No sabe usted el bien que me han hecho estos días… poder escapar de hospitales y… de la gente que una encuentra en ellos… lo que para mí ha representado el sentirme libre sin depender de nadie…

—Desde luego, la envidio —dijo Rachel—. Yo no tengo ese carácter.

No sabe usted la suerte que esto significa… poder prescindir de las preocupaciones. Yo… he abandonado muchas cosas a medias. Me refiero a mis pacientes y a… asuntos personales. No debiera haberlo hecho. He demostrado cierta irresponsabilidad.

—¡Deje usted de preocuparse y empiece a vivir, doctora, o terminará en cama! ¡O peor aún en un diván del psiquiatra!

Harriet rió complacida con el chiste que había hecho y oprimió el brazo de Rachel para demostrarle que era sólo una broma.

Claire dejó de escuchar y se volvió para observar a Courtney, que había vuelto del arroyo y se había puesto en cuclillas al lado de Marc y Orville Pence. Inmediatamente Claire prestó atención a lo que decían:

—Estaba diciendo a Marc —dijo Orville— que la belleza de las mujeres polinesias se exagera mucho. Al menos, por lo que puedo juzgar después de mi primera visita a Tahití. Ya sé que de esto sólo hace un día, pero he leído mucho sobre este tema. El mundo se ha dejado influir por la propaganda, por los cuentos de hadas, las novelas y las películas. Esas jóvenes tahitianas me parecieron muy poco atractivas, la verdad.

—¿En qué sentido? —preguntó Courtney.

—Oh, quiero decir que tienen narices anchas y chatas de tipo negroide —repuso Orville—, dientes de oro, cintura muy gruesa, lo mismo que los tobillos. Además, tienen juanetes, ampollas y callos en toda la superficie de los pies… Ahí tiene a sus bellezas de los Mares del Sur.

—Yo casi estoy de acuerdo con Orville —dijo Marc con pedantería—.

Las investigaciones que he efectuado me han convencido de que toda esa leyenda fue creada por los primeros exploradores y navegantes, que, después de pasarse meses enteros en alta mar sin ver a una mujer, experimentaron una reacción muy fácil de comprender ante las primeras que encontraron, que les parecieron hermosísimas… y más teniendo en cuenta las facilidades que les dieron. Confío, Mr. Courtney, que el elemento femenino de Las Sirenas tendrá algo más que ofrecernos.

—No soy un experto en lo tocante al sexo débil —dijo Courtney, sonriendo apenas—. No obstante, las mujeres del poblado no son polinesias puras… pues por sus venas corre sangre inglesa, con el resultado de que poseen los mejores atributos físicos, y también los peores, de ambas razas.

La verdad es que no estoy de acuerdo con ninguno de ustedes dos. En mi opinión, las polinesias son las mujeres más bellas del mundo.

—¿Esos marimachos? —dijo Orville Pence—. Vamos, hombre, usted bromea.

Marc dio un codazo a Orville.

—Lo que pasa, es que Mr. Courtney debió de estar mucho tiempo en alta mar.

Sin hacer caso de la puya, Courtney dijo:

—He terminado por descubrir que la verdadera belleza de una mujer no reside en su físico, sino que es interior… Y bajo este punto de vista, la mujer polinesia en general y la de Las Sirenas en particular, poseen una belleza incomparable.

—¿Belleza interior? —dijo Marc con desazón—. ¿Cómo hay que entender eso?

Courtney plegó los labios en un rictus malévolo.

—Ustedes son antropólogos —dijo, incorporándose—. Ya lo verán por ustedes mismos.

Un poco tarde, Marc se avergonzó. Entonces dijo con mansedumbre:

—Haremos lo que podamos, con la ayuda de todos.

Claire dejó de escuchar, interrogándose de nuevo sobre Thomas Courtney. Alisó sus negros cabellos con ademán ausente y trató de imaginarse cómo vería Courtney, a ella y a las demás mujeres del grupo, y cómo las juzgaría, al compararlas con las mujeres de Las Sirenas. De pronto se sintió insegura de su propia feminidad y el inmediato futuro le pareció hostil. Aquellas mujeres tenían belleza interior. Y ella, ¿qué tenía en su interior?

Courtney se acercaba.

—Andando, amigos —dijo—. La última etapa, y habremos llegado.

Claire se levantó con los demás. Aquel interrogante la absorbía por completo y acto seguido tuvo la respuesta, sintiéndose tentada de proclamarla: "Mr. Courtney, ya lo sé… tengo belleza interior… pero, como está encerrada dentro de mí, nadie puede verla… ni siquiera Marc… ni usted… ni yo… ni nadie… pero siento que existe… es decir, si para usted es lo mismo que para mí".

Mas no estaba muy segura de lo que era la belleza interior para ella.

Desechó aquel enigma por el momento y echó a andar en pos de Maud y Courtney.

Durante los veinte minutos siguientes, el camino fue menos fatigoso, para Claire y sus compañeros, que la primera parte del recorrido.

Avanzaban en fila india, subiendo y bajando suavemente, como si avanzasen por unas montañas rusas. El sendero atravesaba una densa espesura de un verde brillante. En una ocasión cruzaron un prado en el que pastaban unas cabras. El paseo resultaba agradable, como una caminata matinal por la campiña inglesa, igual que una dulce frase inglesa, sobre colina y cañada… qué consolador debió de ser aquel paisaje para el primer Daniel Wright, el Daniel Wright, Esq., de Skinner Street.

El inmenso resplandor dorado del sol parecía llenar todo el firmamento azul y su ardor les perseguía implacablemente. Claire vio que la blanca camiseta de Courtney se había convertido en una mancha de sudor pegada a su musculoso torso. Ella tenía el cuello, el pecho y el canal entre ambos senos empapados. Sin embargo, se sentía mejor que antes, y aquel calor producía una transpiración que debía ser saludable.

Fueron ascendiendo despacio, cada vez más arriba, entre la vegetación, que también se volvía más frondosa. Avanzaban a la sombra de unas hileras de acacias y moreras, mezcladas con otros árboles que, según Karpowicz, se llamaban kukui. Su avance por aquel fragante túnel asustó a media docena de aves de brillante plumaje, que remontaron el vuelo. No tardaron en salir otra vez a la luz del sol, para encontrarse al borde de un ancho precipicio poco profundo. Courtney se detuvo, se cubrió los ojos con la mano, para mirar al otro lado, y después se volvió, a medida que los miembros de la expedición iban saliendo del sendero, para decirles:

—Desde aquí podrán ver el poblado.

Claire, con Harriet Bleaska y Rachel DeJong pisándole los talones, se acercó corriendo al borde del precipicio y, mirando hacia abajo, lo vio.

La única población de Las Tres Sirenas se extendía ante ellos, sobre la hierba y las laderas del largo valle. La aldea formaba un rectángulo perfecto. En el centro había una plaza de tierra cubierta de hierba partida por el hilillo de un arroyuelo cruzado por una docena de diminutos puentes de madera. A ambos lados de la plaza, situadas en filas paralelas, se alzaban las herbosas chozas de la aldea, hechas con fibras vegetales trenzadas y que parecían cestas cuadradas puestas boca abajo. No era una sola hilera de chozas, sino varias, una después de otra, pero lo bastante separadas para permitir que cada choza estuviese rodeada por su propia extensión de césped. Entre las chozas había caminos y árboles esparcidos, que parecían eucaliptos.

Todas las viviendas situadas a ambos lados de la vasta plaza habían sido construidas bajo enormes salidizos del monte que les proporcionaban sombra y una techumbre natural. A Claire se le ocurrió pensar que aquellos gigantescos salientes fueron probablemente la causa de que hacía siglos la tribu se estableciese allí. A excepción del punto en que entonces se hallaban, el poblado se hallaba al abrigo de miradas indiscretas que tratasen de descubrirlo desde otras alturas, oculto a la vista de los exploradores que se hubiesen aventurado tierra adentro y también, en época moderna, oculto a las miradas de los aviadores. Esto, fue, en opinión de Claire, además de la presencia del arroyo y la zona llana donde se asentaba el poblado, lo que motivó que el pueblo de Las Sirenas se estableciese allí y no en parajes más elevados.

Claire sacó del bolso las gafas oscuras y se las puso, pues el brillante resplandor solar ocultaba el extremo del poblado en una bruma. A través de las gafas ahumadas, Claire distinguió claramente aquella distante porción del poblado y pudo ver lo que antes no veía: tres enormes cabañas, una de ellas tan grande como una casa de campo, pero las tres, de una sola planta, y largas como orugas. Además, se hallaban rodeadas por una arboleda.

Claire se quitó las gafas de sol. Durante aquellos momentos la escena le había parecido extrañamente desprovista de vida, como si fuera una ciudad fantasma tropical, pero entonces distinguió a dos diminutas y bronceadas figuras, probablemente masculinas, que penetraban en el poblado, seguidas por un perro. La pareja cruzó un puente corto y, pasando al otro lado del arroyo, desapareció dentro de una choza.

Se volvió para preguntar dónde estaban los indígenas y vio que Courtney y Maud, que habían estado hablando en voz baja, se separaban para satisfacer la curiosidad del grupo.

—Ahí lo tienen, amigos —dijo Courtney—. Si les interesa saber dónde están los habitantes, les diré que están dentro de las chozas, comiendo o haciendo la siesta, como es normal a esta hora. Los que no están en el poblado se encuentran en el monte, cumpliendo su jornada de trabajo. En circunstancias normales, ustedes verían a más gente yendo y viniendo por el poblado, pero hoy es una ocasión especial… Y la ocasión la han facilitado ustedes con su llegada. Yo les dije que ustedes llegarían alrededor del mediodía, como así ha sido, en efecto, y como señal de respeto para ustedes (Paoti, el jefe, les ha proporcionado un mana especial para vencer el antiguo tabú contra los extranjeros) están todos en sus casas. Ya sé que en Estados Unidos toda la gente se echa a la calle para celebrar la llegada de personajes importantes… se organizan desfiles, se tira confeti, se les ofrecen las llaves de la ciudad… pero aquí la señal de respeto y bienvenida consiste en ofrecer al visitante, el día de su llegada, la libertad de recorrer el poblado sin que nadie le moleste ni le mire. ¿Entienden ustedes?

BOOK: La isla de las tres sirenas
10.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Scribe by Francine Rivers
Secondhand Boyfriends by Jessa Jeffries
Jonathan and Amy by Grace Burrowes
The Abbess of Crewe by Muriel Spark
Riding to Washington by Gwenyth Swain
One Week In December by Holly Chamberlin
A Goal for Joaquin by Jerry McGinley
Tangled Web by Cathy Gillen Thacker
Horse Capades by Bonnie Bryant
Spy and the Thief by Edward D. Hoch