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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (70 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Marc se encontró sentado todavía en la escalera, algo más fresco, pero con la boca y la lengua ásperas e irritadas aún a causa del whisky y con el cigarro a medio fumar en los dedos.

Fue entonces cuando oyó la voz de Claire que le llegaba muy apagada desde la habitación del fondo.

—Marc… es muy tarde…

El no contestó.

Oyó de nuevo la voz de Claire.

—¿No piensas acostarte, Marc? Te guardo una sorpresa.

¿Una sorpresa? El sabía cuál era la sorpresa que le reservaba para su aniversario de boda y sabía también que, si se había sentado allí solo, era para rehuirla. Ella le ofrecería su cuerpo, que ya le producía hastío. Era un regalo que no deseaba. Después de dos años de poseerlo, se había cansado de aquel cuerpo. Pero entonces, al evaluar aquellos dos años, al hacer balance de una manera vaga, comprendió que no había poseído íntimamente aquel cuerpo tantas veces como imaginaba. Siempre lo había tenido a su lado, a su disposición, tan fácil que era irritante tomarlo, pero era lo que lo acompañaba, la censura que irradiaba de su persona, lo que le producía hastío.

Pensó que llevaba un mes, acaso dos, sin hacer uso del matrimonio. A la sazón tendría que hacerlo, para conmemorar el aniversario. Detestaba tener que hacerlo como un deber. No la quería. Quería a la morenita, con su arrogancia, sus senos al aire y sus hermosos muslos apenas ocultos por el faldellín. Recordó el incidente de aquel mismo día, en que tan cerca estuvo de poseer a Tehura, y estuvo seguro de que terminaría por poseerla. La pasión imaginaria que le produjo su futura unión con Tehura inflamó su ser y lo despertó. La hubiera querido tener entonces, pero, como esto no era posible, decidió malgastar su pasión cumpliendo su deber como marido.

Se levantó y tiró el cigarro al exterior.

—Ya voy —dijo a Claire. Cerró la puerta y la aseguró.

Se dirigió al comedor, lo siguió y entró en el dormitorio tenuemente iluminado. La estancia parecía vacía. No pudo encontrar a Claire sobre el saco de dormir ni entre las sombras. Oyó moverse algo a su lado, a su derecha, y entonces ella se apartó de la pared tenebrosa en dirección a la vela.

Dando media vuelta bajo el círculo de luz amarillenta, se mostró ante él.

Marc parpadeó, incapaz de pronunciar una palabra.

—Esta es la sorpresa que te reservaba para nuestro segundo aniversario, cariño —dijo Claire.

Tan pasmado quedó Marc ante su aspecto, que por un instante pensó que a causa de alguna extraña jugarreta, era Tehura quien estaba ante él, pero la razón se impuso y comprendió que era Claire. Llevaba exactamente el mismo atavío que Tehura. Iba vestida como todas las mujeres de Las Tres Sirenas. Incluso llevaba una escandalosa flor entre el pelo. El medallón de brillantes pendía entre sus descarados senos desnudos, de indecentes pezones pardos. Su ombligo se contraía y se ensanchaba por encima del ceñidor que sujetaba la cortísima falda de hierbas. Llevaba las piernas y los pies desnudos.

La ira se apoderó de él. Sintió deseos de aplastarla, de marcarla con un insulto, de llamarla puta, ramera, meretriz, prostituta. ¡Que se atreviese a burlarse de él con el atavío de aquel lupanar tropical! ¡Que lo insultase con aquella prueba evidente de que era como aquellas perras callejeras!

—¿Bien, Marc? —dijo ella, risueña—. ¿Qué te parece?

¡Qué te parece!

—¿De dónde demonios has sacado ese asqueroso atavío?

La sonrisa de Claire desapareció.

—Pensé darte una sorpresa… y pedí a Tehura que me prestase uno de sus…

¡Tehura, nada menos!

—¡Quítate esos perifollos y quémalos, te digo.

—¿Marc, qué te pasa?… Creía que…

—He dicho que te quites eso. ¿Quién demonios te imaginas que eres? ¿No te das cuenta de lo que haces? Lo he visto desde el primer día… desde la primera noche… cuando te apresuraste a enseñarles las tetas y luego, cuando empezaste a salir con ese Courtney… hablando siempre de lo mismo… de asquerosas cuestiones sexuales… contoneándote ante él y ante todos… pidiéndolo, tratando de comportarte como una…

—¡Cállate! —chilló ella—. ¡Cállate, te digo, y vete al cuerno!… Estoy más que harta de tu mojigatería… de tu puritanismo… harta de tener que guardármelo todo para mí… de vivir sola sin que nadie me toque… harta de que me ame un genio, un atleta invencible… te digo que… que…

Quedó sin aliento, como si hubiera hecho una larga carrera. Lo contemplaba jadeante, con las manos convertidas en garras, para rasgar la humillación que él le había producido, deseosa de matarlo y matarse con un ansia infinita de romper en llanto, como una niña huérfana y abandonada.

Se tapó los ojos para no sollozar.

—Vete… vete y déjame… a ver si eres hombre de una vez —dijo con voz quebrada.

El temblaba como un azogado ante su inesperada reacción.

—Ya lo creo que me voy —dijo con voz ronca—. Volveré cuando seas de nuevo tú misma, cuando te acuerdes de quién eres y te portes como es debido… Si pudieras verte vestida así…

—Vete!

El salió inmediatamente, perseguido por sus desgarradores sollozos hasta que llegó a la puerta. Salió al exterior y, casi corriendo, huyó del vergonzoso espectáculo.

No supo por cuánto tiempo anduvo así, en la semioscuridad. De pronto se encontró en las cercanías de la cabaña de Auxilio Social, que estaba con todas las luces apagadas. Tosió y escupió en su dirección y luego volvió sobre sus pasos.

Mucho más tarde se sentó bajo una antorcha medio apagada, al otro lado del arroyo y frente a su choza, satisfecho de hallarse tan agotado, que ni siquiera podía sentir cólera. Se preguntó qué extraños efectos producía aquel maldito lugar en él y en ella, qué sería de ellos y, sobre todo, qué sería de él. Pensó después en la auténtica Tehura, en su futuro y, como solía hacer últimamente, en el admirable Rex Garrity.

Por último metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón y sacó la manoseada carta que había recibido hacía quince días y que Garrity le envió a Papeete. Con su ortografía de pendolista, Garrity le recordaba que la visita a Las Tres Sirenas podía ser la ocasión de su vida. Si Marc quería venderle parte del material que su madre no necesitase, Garrity le pagaría por él una elevada suma. Si podía sugerirle cualquier otra forma de acuerdo, no tenía más que decírselo, para estudiar la proposición.

Garrity le había escrito:

Marc, muchacho, ésta es la ocasión de encontrar el vellocino de oro, de pasar a la posteridad y de huir del sino que espera a todos los profesores de puños raídos. Permanezcamos en contacto y cambiemos ideas e impresiones".

Una hora después de recibir la carta en Papeete, Marc se apresuró a contestarla extensamente, sin olvidar la censura impuesta por Matty, pero haciendo innumerables preguntas.

Volvió a meterse la carta de Garrity, el único documento mágico de la tierra capaz de borrar a Adley, Matty, Claire y el anonimato, al bolsillo del pantalón.

Se levantó y aspiró el fresco aire nocturno, sintiéndose más fuerte.

Claire ya debía de hallarse sumida en la modorra producida por las píldoras somníferas. Iría a la habitación delantera para escribir a Rex Garrity. Al día siguiente recogían el correo. Si Rasmussen le traía más noticias de Garrity, con sus contestaciones a las preguntas que le había hecho, entonces Marc terminaría la carta que aquella noche dejaría inacabada, para cursarla y hacer lo que considerase oportuno. A partir de entonces, todo cambiaría.

Levantó la vista al inmenso cielo estrellado. "Aunque muevas la cabeza, Adley —se dijo—, no puedo verte ni oírte, ni maldita la falta que me hace, porque tú ya has muerto y, yo pronto voy a vivir.

Encaminó sus pasos a la cabaña, mientras redactaba mentalmente el principio de la carta a su salvador.

CAPÍTULO SEXTO

Marc Hayden paseaba agitadamente junto al borde del abrupto precipicio que se hallaba suspendido como un puesto de observación sobre el poblado de Las Tres Sirenas.

No había vuelto a visitar aquella altura desde quince días antes cuando llegó a la isla. El sendero descendía bordeando el rocoso farallón hasta el rectangular poblado, hundido en el largo y estrecho valle. Mientras andaba por el borde del precipicio, Marc veía de vez en cuando las frágiles y diminutas chozas acurrucadas bajo el saliente de piedra y la brillante cinta del arroyo, que cruzaba el poblado. Era casi mediodía y en la aldea había poca animación: sólo se veían algunos niños morenos, unas cuantas mujeres y nadie más, porque los hombres aún no habían vuelto del trabajo, los adolescentes estaban en la escuela y los miembros del equipo de Matty (no de su equipo) estaban a cubierto, con sus lápices, cintas magnetofónicas y jactanciosos informantes. La vista que se divisaba desde aquel punto elevado y ventajoso era muy bella, pero Marc no le prestaba atención. Allí estaba el poblado, pero él se sentía un extraño. Desde la noche anterior, había dejado de sentirse identificado con aquellos parajes. Le parecían tan remotos e irreales como una fotografía en color del National Geographic Magazine.

Para Marc, el poblado y sus habitantes no eran más que cosas, accesorios que le ayudarían a escapar de una vida rutinaria y aborrecida. Lo que era real, lo que era animado e incluso bello, era aquella Carta Magna del alma, su Declaración de Independencia particular, que llevaba metida en el bolsillo de la derecha de sus pantalones grises.

La carta que llevaba en el bolsillo no era muy larga… sólo ocupaba tres hojas; éstas y el sobre eran de papel avión, pero llenaban su bolsillo, su cuerpo y su espíritu como si fuesen —trató de hallar un símil adecuado— una lámpara de Aladino, dispuesta a satisfacer sus deseos.

Permaneció levantado durante casi toda la noche, en la estancia delantera de la choza, escribiendo aquellas tres hojas dirigidas a Rex Garrity, en la ciudad de Nueva York. Pasó la mayor parte del tiempo sin escribir, pensando únicamente lo que diría a Garrity acerca de sus intenciones. Cuando hubo terminado, se fue a acostar y por primera vez en muchos meses durmió bien, con la sensación de haber trabajado a conciencia, sin remordimientos y lleno de esperanzas. Así, el sueño acudió a él como esperada recompensa. Sin hacer caso de Claire, tendida sobre el saco de dormir a su lado, puso el despertador, cerró los ojos y durmió con el sueño de los justos.

El despertador lo arrancó de los brazos de Morfeo cuando sólo había dormido tres horas. Sin embargo, no se sentía cansado. Mientras desayunaba, apareció Claire, aún con la cara de la noche anterior. Su expresión era tensa y rígida, los buenos días que le dio fueron tajantes y combativos y él contestó a la salutación con unos buenos días tan imperceptibles, que apenas se oyeron. Ella iba de un lado para otro pisando fuerte, haciendo ruido, chocando con las cosas, exigiendo sin hablar pero con su presencia opresiva su atención y sus excusas por la conducta de la víspera. Deseaba ventilar sus diferencias y curar sus heridas acudiendo al remedio casero de la conversación airada.

Quería que él se disculpase por sus palabrotas de la noche anterior y por el modo como la había rechazado, apelando a la excusa de la borrachera. Ella también se esforzaría por salvar la situación, diciendo que más valía olvidarlo. Así su vida en común aún podría proseguir, más o menos remendada.

Pero él no parecía darse por enterado. Comió en silencio, rehuyéndola, sencillamente porque aquella mañana ella ya no existía para él. Su desinterés era total. La noche anterior había crecido, convirtiéndose en el hombre que siempre había querido ser (y por lo tanto en un extraño para aquella mujer) y no deseaba cumplir su parte del antiguo contrato, que ya no tenía razón de ser para él.

Salió de la choza a toda prisa, después de buscar ostensiblemente el cuaderno de notas y la pluma para despistarla y hacerla creer que se iba a trabajar. Con la carta a Garrity en el bolsillo, corrió hacia el sendero que empezaba a la salida del pueblo y ascendía por el monte. No deseaba llegar tarde. Se proponía interceptar al capitán Rasmussen, que aquel día llegaba con el correo y las vituallas antes de que el viejo pirata bajase al poblado y viese a Matty. Si había carta de Garrity, en respuesta a la que él le envió desde Papeete, no quería que Matty la viese o se enterase de su existencia.

Deseaba leerla él solo, lo antes posible. Su contenido decidiría su actitud final: de él dependería que enviase o no a Garrity la carta que llevaba en el bolsillo y en la que le exponía sus intenciones.

Permaneció sentado durante más de una hora a la sombra de las frondosas acacias, las zarzamoras y los árboles kukui, a unos cuantos pasos del sendero por donde pasaría Rasmussen, esperando con nerviosismo al hombre que decidiría su destino. El escandinavo aún no había aparecido y Marc, inquieto, se apartó de la fresca sombra de los árboles para vagar por el borde del acantilado próximo.

Llevaba ya veinte minutos paseando junto al precipicio, preguntándose si tendría carta, si ésta significaría el cumplimiento de sus sueños, si tendría el valor de contestar con la carta que llevaba en el bolsillo cuando comprendió que no podía soportar más aquella exposición al sol matinal.

Volvió lentamente sobre sus pasos, secándose la cara y el cuello con el pañuelo, y subió por el sendero hasta los árboles que había abandonado. El empinado camino que conducía al mar no mostraba aún la figura de Rasmussen. Por un momento Marc se preguntó, muy preocupado, si se habría equivocado de día, si Rasmussen se habría visto retenido por algún contratiempo o habría aplazado su vuelo. Por último pensó que se inquietaba demasiado. Rasmussen terminaría por aparecer.

De pie junto al camino, Marc notó el bulto que hacía la carta en el bolsillo de su pantalón. Sacó el sobre abierto dirigido a Garrity y volvió a sentirse animado. Después se metió de nuevo el sobre en el bolsillo y miró al camino. Aún no se veía a nadie, salvo dos huesudas cabras a lo lejos. Al fin se decidió a volver a la fresca sombra de la vegetación y se tendió sobre la hierba. Sacó un cigarro y cuando se disponía a prepararlo y encenderlo, su mente volvió a Tehura, a lo que había escrito a Garrity acerca de la joven y del papel que ésta podía desempeñar en los días decisivos que se avecinaban.

Cuando consultó de nuevo su reloj de pulsera, faltaba muy poco para el mediodía y él ya llevaba tres horas de guardia. Volvió a sumirse en sus pensamientos y divagaciones; no tenía la menor idea de cuánto tiempo más había transcurrido, cuando lo despertó el sonido áspero y desafinado de alguien que silbaba una canción de marineros.

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