La isla de las tres sirenas (72 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La isla de las tres sirenas
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A cambio de encargarse de la publicidad, los transportes, los hoteles, las comidas y el acompañamiento, la agencia Busch percibiría el 33 por 100 de nuestros beneficios brutos. Esto dejaría para cada uno de nosotros un 33.5 por 100 libre de gastos. Si tus descubrimientos son tan electrizantes como yo les he asegurado, creen posible que en una campaña de diez meses (conferencias combinadas con actuaciones ante la radio y la televisión y artículos en exclusiva), nuestros beneficios en bruto podrían ascender a un mínimo de… ¡setecientos cincuenta mil dólares! Piénsalo, Marc: en diez meses podrías embolsarte un cuarto de millón de dólares libres de gastos e impuestos sin contar con que tu nombre se haría famoso en toda la nación.

La agencia Busch sólo requiere de ti una cosa, además de tu presencia. Necesitan una sola prueba demostrativa; es decir, una prueba de la existencia de Las Tres Sirenas y de que este lugar es como tú lo describes.

En una palabra, no quieren saber nada con otra Joan Lowell o con un nuevo Trader Horn. ¿En qué podría consistir esa prueba? Una película en color que mostrase los más extraordinarios aspectos de la vida en Las Tres Sirenas, diapositivas en color o en blanco y negro para proyectarlas y que acompañasen nuestras apariciones en público. O incluso —como hizo el capitán Cook al regreso de su primera visita a Tahití,— un hombre o una mujer indígenas de Las Sirenas, que presentaríamos al público a nuestro lado.

¿Quizás he ido demasiado lejos, al tratar de sondear tus pensamientos y ambiciones. Espero no haberlo hecho. Si puedes encontrar un medio de colaborar conmigo en esta empresa, te aseguro que no lo lamentarás. De la noche a la mañana te convertirás en un hombre independiente, rico y tanto o más famoso que tu madre.

Piensa en todo esto, en todo cuanto te he dicho. No es una fantasía, sino una realidad. Ahora, adopta libremente tu decisión. Si así lo haces, te aguardan la fama y la riqueza. No tengo nada más que añadir, salvo que la agencia Busch y yo, esperamos con ansiedad tu respuesta. Si es favorable, como confío, haremos el acuerdo que mejor te convenga. Si tú lo deseas, tomaré el primer avión para Tahití a fin de esperarte en esa isla y ambos regresaremos triunfalmente a Nueva York, para iniciar nuestro glorioso periplo.

La carta terminaba con estas palabras: "Tu amigo y —así lo espero— futuro colaborador, Rex Garrity".

Bajo la firma había una retorcida rúbrica, reveladora del carácter pomposo y fanfarrón del escritor.

Cuando Marc hubo terminado, dejó la carta sin releerla. Todas y cada una de sus palabras se habían grabado con fuego en su mente. Sostuvo la misiva en una mano, sentado en la hierba, rodeado por el color y la fragancia de la vegetación tropical y se puso a mirar al sendero.

Se apercibió de que, a pesar del calor propio del mediodía, notaba un escalofrío en los hombros, brazos y antebrazos. Aquella suma fabulosa le asustaba, lo mismo que la enormidad del paso que debía dar para alcanzarla y hacerla suya.

Mas después, al ponerse en pie, comprendió que su decisión ya estaba tomada. Lo que le esperaba era desconocido y terrorífico, porque aún no conocía sus fuerzas, pero satisfacía sus más locas ambiciones. Aquel era el camino que le indicaba Garrity. En cambio, el que le indicaba Matty y Claire, era trillado y le causaba horror, porque conocía sus propias debilidades.

Le resultaba más espantoso que cualquier pesadilla… que la perspectiva de haberse enterrado en vida por toda la eternidad. Así, la elección era clara.

Trató de pensar. La primera medida consistía en cerrar y franquear la carta que había escrito a Garrity la víspera. No había que introducir ningún cambio en ella, ninguna ampliación. Se anticipaba y respondía a todo cuanto se hallaba escrito en las hojas que acababa de leer. Sí, la entregaría a Rasmussen cuando se fuese, para que le diese curso. Esto era lo primero que tenía que hacer. La segunda medida consistía en saber si su plan era practicable. Todo dependía de ello y, por lo tanto, todo dependía de Tehura. La vería después del concurso de natación, cuando su corazón primitivo le diese la bienvenida como a un héroe triunfador. En cuanto a Claire, que se fuese al infierno; entonces le parecía una esposa pueblerina fuera de lugar en su vida y que nunca conseguiría adaptarse a ella. Aunque, mirando bien las cosas, quizás más adelante podría obligarla a adaptarse, haciendo que se postrase de hinojos a sus pies para suplicarle que se dignase mirarla y tocarla. Aún tenía que ver qué haría con Claire… En aquellos momentos, era lo último que le importaba. Se avecinaban acontecimientos memorables y esto era todo cuanto le importaba.

Marc dobló la carta de Garrity, se la metió en el bolsillo trasero del pantalón, acercó un fósforo al cigarro apagado y se encaminó al sendero, para regresar a la aldea. Ya le parecía palpar un cuarto de millón de dólares.

En la escuela, las clases fueron más breves aquel día y no cesaron aunque llegó la hora del almuerzo. Mr. Manao anunció a los alumnos, al comienzo de las clases, que esto se debía al festival. La escuela cerraría sus puertas a las dos, pera que los alumnos tuviesen una hora libre antes de que el festival empezara con el concurso de natación que se celebraba todos los años.

—Durante toda esta semana seguiremos este horario —agregó Mr. Manao, declaración que hizo cundir el bullicio y la alegría entre los estudiantes.

Los alumnos que rodeaban a Mary Karpowicz, por lo general tan atentos y discretos, acompañaban las disertaciones del profesor con jubilosos murmullos, bromas, risitas y codazos. Incluso Nihau, siempre tan solemne, se mostraba menos aplicado aquel día. Sonreía constantemente y su mirada se cruzaba con la de Mary, al tiempo que sonreía y le hacía tranquilizadores gestos de asentimiento. Mary sabía que, en parte, su alegría se debía a lo contento que estaba por haber conseguido convencerla de que volviera a clase, después de la escena de la víspera. En realidad, su súbita desaparición durante el recreo que siguió a la clase de faa hina aro y la lección práctica de anatomía efectuada sobre la rozagante Poma y el hercúleo Huatoro, no pasó desapercibida al perspicaz Mr. Manao. Cuando Mary entró en la clase, deliberadamente más temprano que de costumbre, el maestro se acercó a ella y, procurando que los demás no le oyesen, le preguntó si se encontraba bien. Agregó que la había echado de menos en la última clase. Mary repuso con cierta vaguedad que había tenido una jaqueca y tuvo que ir a echarse, y el maestro pareció darse por satisfecho.

Entonces, mientras escuchaba el final de la disertación de Mr. Manao acerca de la historia de la isla, Mary sintió un vacío en la boca del estómago.

Lo atribuyó a la hora y a la falta de comida… pero sabía que no era eso, pues tuvieron un recreo extraordinario, con un abundante refrigerio de fruta.

Terminó por reconocer que se debía a la aprensión de ver nuevamente a Poma y Huatoro desnudos, y el miedo de lo que podían enseñarle luego.

Mientras pensaba en ello, se le pasó la sensación de vacío en el estómago y dejó de notarla, a medida que volvía a sentir confianza. Lo había visto casi todo, se dijo, y no era posible que de momento les enseñasen nada nuevo. Notó que Nihau cambiaba de posición a su lado. La clase de historia había terminado. Recordó entonces las palabras del muchacho, cuando la víspera habló con ella en el fresco claro próximo a la Choza Sagrada. " Lo que echa a perder el amor es la vergüenza, el temor y la ignorancia —le dijo—. Lo que tú has visto y lo que aprenderás no echar a perder nada, cuando tu corazón ame de verdad." Y Nihau agregó que aquello la prepararía para recibir al elegido, cuando viniese, y así ella nunca sabría lo que era la falta de placer. La evidente superioridad que poseería cuando se reuniese de nuevo con sus amigos y amigas de Alburquerque, la hizo sentirse ufana y orgullosa. Muy tranquila, esperó casi con ansiedad que transcurriese la hora que aún faltaba.

Mientras Mr. Manao se preparaba para la última clase, limpiando las antiparras con el extremo de su taparrabos, sujetándoselas después a las orejas a fin de examinar una hoja de papel, y mientras los alumnos susurraban en el aula, la vista de Mary vagó hasta las ventanas abiertas de la derecha. Vio a su padre, que seguía apostado junto a la Rolleiflex, colocada sobre un trípode. Tenía gracia: estaba haciendo lo mismo que acababa de hacer Mr. Manao, o sea limpiando sus gafas modelo Truman.

Mary no había visto a su padre durante el desayuno. Supo que estaba reunido con Maud Hayden, que lo había citado muy temprano. Cuando más tarde llegó a la escuela, le sorprendió verlo cargado con su equipo fotográfico, agachándose, saltando, dando vueltas, poniéndose en cuclillas, poniéndose el índice y el pulgar juntos ante los ojos como si fuesen un visor, tratando de hallar encuadres.

A hurtadillas se acercó a él y con el dedo le hizo cosquillas en el cogote bañado en sudor. El dio un respingo y casi perdió el equilibrio pues estaba agazapado y, poniendo una mano en el suelo, se volvió a medias.

—Ah, eres tú, Mary…

—¿Y quién querías que fuese? ¿Una vampiresa de las Sirenas? —Y mientras él se desplegaba verticalmente, como un acordeón, hasta alcanzar toda su estatura, le preguntó—: ¿Y qué haces aquí?

—Maud quiere un reportaje completo sobre la escuela, en blanco y negro, color y transparencias en color.

—¿Y hay aquí algo que valga la pena? No es más que una vieja escuela como todas.

Sam Karpowicz se descolgó la Rolleiflex del hombro.

—Se te está embotando el gusto, Mary. Los fotógrafos tenemos que andar con cuidado para que esto no nos suceda. Es decir, debemos evitar que el ojo de la cámara no envejezca, no se acostumbre demasiado a todo lo que ve. El ojo de la cámara tiene que ser siempre joven, alerta, deseoso de captar contrastes y curiosidades, sin dar nunca nada por sabido. Mira lo que hace Steichen. Siempre es nuevo y fresco. —Volviéndose a medias, indicó la choza circular con techumbre de bálago—. No, no existe una escuela así en América o Europa, ni alumnos vestidos como los de tu clase, ni un maestro como Mr. Manao. ¿No habrás querido decir que lo que te enseñan te resulta conocido y se parece a lo que aprendías en Estados Unidos. —Se interrumpió, para mirar pensativo a su hija—. Al menos, por lo que nos has contado todos los días, las asignaturas que aquí estudiáis, historia, trabajos manuales y todas las demás, parecen muy similares a las que tú estudiabas en el instituto. —Pareció vacilar—. Lo son, ¿verdad?

La pregunta alarmó a Mary, pues casi dio en el blanco de lo que ella había callado. Le pareció ver otra vez a Poma y Huatoro como los vio el día anterior frente a toda la clase. Se apresuró a borrar aquella imagen de su mente y tragó saliva.

—Sí, papá… más o menos viene a ser lo mismo. —No deseaba continuar aquella conversación por temor a cometer un desliz y por lo tanto afectó desinterés—. Bueno, tengo que irme —dijo—. A ver si haces buenas tomas.

Esto había sucedido hacía varias horas y de vez en cuando vio a su padre cargado con sus pertrechos, por las ventanas abiertas. Miró de nuevo y no lo vio. Parecía haber desaparecido, con la Rolleiflex y el trípode. Supuso que había terminado la serie de fotografías. Mr. Manao hablaba de nuevo y concentró otra vez su atención en el maestro.

Este decía que aquel día no seguirían estudiando los órganos humanos. Mary se sintió aliviada pero le intrigaba saber cuál sería el tema de la clase. Lo supo a los pocos minutos y se enderezó. Su curiosidad se había convertido en embarazo.

Mr. Manao dijo que su comentario acerca de la preparación de la pareja sería muy detallado, requeriría varios días y sólo empezaría cuando hubiese comentado los puntos principales. Aquella tarde comentaría y demostraría las principales posiciones que podían adoptarse al hacer el amor.

Las posiciones básicas se reducían a seis, dijo, y las variantes se elevaban aproximadamente a treinta.

—Empezaremos por las principales —declaró, juntando las manos como un prestidigitador que fuese a comenzar su número.

Huatoro y Poma salieron de la estancia trasera con expresión flemática. Si bien el musculoso atleta conservó su breve atavío, la viuda de veintidós años se apresuró a desatarse el faldellín de hierba y a tirarlo a un lado.

Aunque Mary se hallaba en el fondo de la clase, podía ver claramente la demostración entre las filas de alumnos. Con gran sorpresa vio que no había contacto entre los actores; éstos se limitaban a remedar las posturas.

Se movían con la gracia y la agilidad de un par de acróbatas que efectuasen un número rutinario, obedeciendo las órdenes de su huesudo director.

Aunque algo decepcionada, Mary seguía con la atención fija en los actores, observándolos como si fuesen dos amebas amaestradas que se moviesen en el campo ocular del microscopio. Tan absorta se hallaba, que ni siquiera en el silencio que reinaba en el aula oyó los airados pasos que se le acercaban por detrás.

Mary notó de pronto que una mano se posaba en su hombro, apretándoselo y tirando de ella, haciéndole dar un respingo de dolor.

—¡Mary, sal inmediatamente de aquí!

Era la voz de su padre, llena de cólera, la que le perforó los tímpanos y rasgó la habitación como un cuchillo.

La demostración que se realizaba ante la clase se interrumpió, Mr. Manao dejó una frase a medio pronunciar, todas las cabezas se volvieron simultáneamente hacia atrás y Mary, muy espantada, dio media vuelta.

Sam Karpowicz la dominaba con su estatura. Ella nunca había visto la cara de su padre tan contraída y lívida. Toda su bondad, todo su cariño paternal habían desaparecido ante aquel inaudito ultraje a la decencia.

—¡Mary —repitió con voz estentórea—, levántate y sal inmediatamente!

Ella quedó paralizada y boquiabierta, presa de la confusión que precede a la humillación. La mano de su padre la tomó entonces por el brazo y tiró de ella rudamente para levantarla del suelo.

Mientras Mary se levantaba dando ansiosas boqueadas, la dominó un sentimiento de completa humillación. Sabía que las miradas de todos estaban posadas en su espalda y en aquel rudo anciano que de aquel modo había interrumpido la clase. Y Nihau, Nihau tenía que ver aquello… ¿Qué pensaría… qué debía de estar pensando?

Trató de hablar, movió la boca, pero le temblaban los labios, los dientes le castañeteaban y una mano poderosa parecía atenazarle los pulmones.

Sam Karpowicz la fulminaba con la mirada.

—Has venido aquí todos los días, para solazarte con esta indecente exhibición… para ver este indecoroso espectáculo… y no nos lo has dicho…

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