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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (76 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Aquella noche Claire no estaba para tales zarandajas. El ambiente y el escenario eran de lo más romántico y Claire quería absorberlos con sus poros y no con su pobre cabeza. Anhelaba escapar de la jerga científica de sus compañeros, de su propia situación en realidad, y aquella noche se hallaba determinada a huir, por breve que fuese la fuga.

Concentró su atención en el escenario y en la actividad que reinaba a su alrededor.

Un carnaval infantil, se dijo, un carnaval mágico para una época en que ella era demasiado pequeña, sus ojos y su mente demasiado diminutos, para ver todo lo que era chillón y de mal gusto, las imperfecciones, las muertes cotidianas. Se acordó —hacía años que no lo recordaba— del carnaval en la playa de Oak Street, en Chicago, a la orilla magnífica del lago, cuando ella tenía pocos años. Cinco o seis, o siete a lo sumo. Se acordaba de que su padre sujetaba su manita con mano firme, mientras ambos descendían a la orilla del lago después de abandonar Michigan Boulevard. Se acordaba también de que todos parecían conocerlo… "Hola, Alex…" "Qué chica tan guapa te acompaña, Alex…", y hasta hubo un par que susurraron, al cruzarse con ellos: "Sí, ése es Alex Emerson, el crítico deportivo".

Y de pronto se acordó que andaban por la cálida arena y ante ellos surgió el tumulto de luz y sonido y la hilera de maravillosas tiendas y bazares.

Se abrieron paso entre la risueña muchedumbre, parándose aquí y allá, ante un puesto y el siguiente, mientras su padre reía sin parar, la levantaba en brazos y volvía a dejarla en el suelo. Se acordaba de los perros calientes, cantidades interminables de ellos, con litros de limonada y billones de caramelos, con palomitas de maíz tan abundantes como los granos de arena de la playa, y miles de muñecas, perros y gatos de porcelana y las ruedas del tiovivo y la noria y el látigo que su padre le compró y que ella no hubiera soltado por nada del mundo.

La huella que aquellos lejanos hechos dejaron en su memoria se desvaneció, pero en su ánimo perduraba la sensación de aquella noche, la maravillosa, enorme e inmortal emoción que la inundaba mientras él la llevaba hacia el coche, medio dormida sobre su ancho pecho… entonces se sintió amada, y no había vuelto a experimentar aquel sentimiento, ni una sola vez, en los años pesados, lentos, despoblados y tristes que siguieron.

Intentó evocar de nuevo aquel lejano carnaval de su infancia para sobreponerlo a la festividad de Las Tres Sirenas, pero todo fue inútil, porque ya no era una niña y sus ojos adultos atravesaban las enramadas, los escenarios y las mascaradas. Los sentimientos habían sido reemplazados por el pensamiento. Y además, además, ¿dónde estaba Alex? Pero viéndolo objetivamente, todo lo que entonces tenía ante sí, primitivo y extraño, poseía una atracción peculiar, propia para adultos. Mas por desgracia ella se sentía aparte, distanciada aunque interesada.

Además, estaba sola. Maud no contaba. Tampoco Rachel, ni el desagradable Orville Pence. Llevaba dos años y un día de casada, era la media naranja de lo que debía ser una naranja entera, según la aritmética del matrimonio, pero allí estaba, sentada como una solterona, media naranja únicamente, y sola. ¿Dónde estaba el fallo de la simple operación de aritmética? Con la tiza de la memoria, verificó el resultado en la pizarra de su mente…

Marc ya estaba en la habitación trasera de la casa cuando ella regresó del concurso de natación. Su bañador, aún mojado, pendía de un colgador de la pared. El, sin camisa y descalzo, pero con los pantalones puestos, estaba tendido sobre el saco de dormir, durmiendo a pierna suelta y roncando suavemente como un perro agotado. Su incursión en el mundo juvenil —ella pensó que mejor estaría decir juvesenil— lo había dejado totalmente agotado. Sintió embarazo al contemplarlo mientras dormía, sin que él lo supiera. No era justo, porque él se hallaba indefenso ante su severo juicio.

Lo abandonó y se fue a preparar la cena. Con motivo del festival, habían recibido una buena cantidad de productos indígenas: langostas, plátanos rojos, cohombros de mar, huevos de tortuga, ñames, taro en cestos de palma, leche de coco en un recipiente de arcilla y vino de palma en otro recipiente. Al lado de aquel montón de comida había un mazo nuevo, hecho con tallos de hojas de palma. Claire transportó los cestos, recipiente y el mazo junto al horno de tierra y empezó a cocinar. Poco después oyó que Marc se levantaba y lo llamó para decirle que la cena estaba servida.

Sin saber por qué, esperaba verlo aparecer manso y sumiso. Hubiera sido mucho mejor. Una vez establecido así el tono de la reunión, ella hubiera podido bromear, hubieran cambiado pullas e incluso hubieran terminado riendo. Pero él se presentó con aire petulante. Claire se dio cuenta de que él la observaba atentamente mientras le servía la cena, como si se pusiese en guardia ante una inevitable y mordaz alusión a su hazaña. Pero ella no hizo comentario alguno.

Cuando se hubo sentado frente a él, Marc dijo:

—Tendría que haber ganado. En realidad, hubiera ganado de no haber sido por esa condenada ascensión. No estaba en forma para hacerlo. Qué diablo, yo participé en un concurso de natación y no de escalada. Nadando, le gané.

La niñería de esta observación causó pena a Claire, que replicó con voz opaca:

—Sí, nadando le ganaste.

—Le agarré el tobillo sin darme cuenta, ¿sabes? Creía que era la roca… y tardé unos segundos en percatarme…

—¿Pero a quién importa esto ahora, Marc? Hiciste lo que pudiste. Ahora come.

—Me importa a mí. Porque te conozco. Sé lo que piensas. Piensas que quedé en ridículo ante todos.

—Marc, yo no digo eso. Vamos, por favor…

—Yo no digo que tú digas eso. Digo que te conozco lo suficiente para saber lo que piensas. No he querido más que dejar las cosas claras…

—Muy bien, Marc, muy bien. —Se atragantó con un bocado y, cuando se le pasó el acceso de tos, dijo—: No sigamos por ahí. Terminemos la fiesta en paz.

Cuando hubieron terminado de cenar y ella limpiaba la esterilla sobre la que habían colocado la comida, él sacó un cigarro y se dedicó a seguirla con la mirada a través de las volutas de humo azulado.

—¿Irás esta noche al festival? —le espetó de pronto.

Ella se detuvo.

—Naturalmente. Todos van. ¿Y tú?, ¿no piensas ir?

—No.

—¿Cómo hay que tomarse esto? —quiso saber Claire—. Te han invitado como a todos nosotros. Se trata de los puntos culminantes, uno de los motivos principales que nos impulsó a escoger esta época del año. Por esto has venido aquí, ¿no? Piensa en tu trabajo…

—Sí, mi trabajo —repitió Marc con un gruñido, agregando con un ribete de sarcasmo—: Pero, al fin y al cabo, tú y Matty ya estaréis allí.

—Marc, debes ir…

—Esta tarde ya cumplí como los buenos con la parte que me corresponde en la investigación. Estoy hecho polvo y tengo un dolor de cabeza espantoso…

Ella le dirigió una escrutadora mirada y vio que fumaba muy sereno y apacible. Lo del dolor de cabeza le sonaba a excusa.

—¿… y qué voy a perder? —continuó—. Un atajo de mozas semidesnudas y a esa idiota de Lisa, todas ellas meneando sus gordos traseros. Me divertiría más en un teatro de variedades de barriada. No, gracias.

—Bien, no puedo obligarte.

—Así me gusta.

—Haz lo que te parezca. Yo voy a cambiarme. —Dio unos pasos hacia el fondo de la cabaña y de pronto se detuvo para girar en redondo—. Marc, yo desearía…

El esperó que continuase y viéndola vacilar, le preguntó:

—¿Qué desearías, esposa?

A Claire no le gustó su tono ni que la llamase esposa; así es que comprendió que de nada serviría exhumar su matrimonio y antiguas esperanzas.

—No, nada —dijo—. Tengo que darme prisa.

Esto era lo que había sucedido, exactamente esto, según Claire recordaba. En la pizarra de su mente la sencilla operación aún no estaba resuelta; es más, daba un resultado inexacto, pues medio y medio eran medio, esta noche y todas las noches. Por desgracia, así era.

Sintió un escalofrío y se instaló cómodamente en el lugar que ocupaba en la primera fila del público. Experimentó una agradable sorpresa al descubrir a Tom Courtney a su derecha, con una rodilla en tierra.

—Hola —le dijo—. ¿Hace mucho que está aquí?

—Sólo unos minutos. ¿Y usted?

—Mentalmente acabo de llegar —respondió ella.

—Lo sabía. Por eso no quise interrumpir. ¿Me permite quedarme aquí, a su lado, o ya me ha aguantado bastante por hoy?

—No me venga con cumplidos, Tom. Será un placer. —Señaló la plataforma—. ¿Cuándo empieza el espectáculo?

—Inmediatamente después del preludio, según la versión de Las Tres Sirenas. Acto seguido aparecerá la enfermera Harriet, reina de la fiesta, para inaugurarla con su presencia.

—La enfermera Harriet desenvainada —dijo Claire con énfasis como si leyese un número del programa—. Si ella está avergonzada, yo no. Me muero de ganas de verla.

—Está muy tranquila. Acabo de verla entre bastidores, por así decir.

Está siempre rodeada de hombres, pegados a ella como lapas.

Claire sonrió de pronto.

—Acabo de acordarme otra vez… ¿Quién soy yo para hablar de eso… después del strep-tease que hice la primera noche, con Tehura, durante el banquete que nos ofreció Paoti?

El rostro de Courtney se contrajo no tanto de pena como de preocupación. Resueltamente, dijo:

—Como ya le he dicho una vez, el rito de la amistad es algo tan natural como lo que ahora vamos a ver.

Ella iba a contestarle: "Sí, dígaselo a Marc. Pero se tragó aquellas palabras y fingió concentrar su atención en el improvisado escenario.

Sobre la plataforma reinaba una gran actividad. La música había cesado pero no dejó un silencioso vacío, pues los rodeaba una babel de voces que zumbaban y cantaban en la noche cálida. Dos muchachos indígenas, cargados con un banco que parecía una mesa para café alta y cuadrada, subían al escenario. Con grandes precauciones, dejaron el banco en el centro mismo de la escena. Después, agachándose simultáneamente, extendieron los brazos para tomar un gigantesco cuenco que les tendían desde abajo y que transportaron con sumo cuidado, pues estaba lleno de líquido hasta el borde. Acto seguido depositaron el cuenco en el centro del banco.

Mientras ambos saltaban del alto estrado, otros dos indígenas subieron a él. Estos eran adultos, esbeltos y apuestos. Claire reconoció a uno de ellos: era el nadador que había humillado a Marc. Cuando ambos se incorporaron, Claire se dio cuenta de que entre los dos ayudaban a subir a una joven, que no era otra que Harriet Bleaska, reina de la fiesta.

Era evidente que Harriet había ensayado su papel, pues se movía con desenvoltura y aplomo. Cuando avanzó hacia el banco, alejándose del círculo de fuego, y se sentó, Claire pudo verla perfectamente.

—Buen Dios —murmuró Claire.

El flequillo color canela de Harriet y su larga cabellera estaban festoneados por una guirnalda de flores de tiaré. Bastante más abajo de la cintura, sujeta en sus huesudas caderas y cubriéndola a unos dos o tres centímetros por debajo del ombligo, llevaba un amplio faldellín de hierba verde que no mediría más allá de cuarenta y cinco centímetros. Lo que más llamó la atención a Claire de momento fue su escandalosa blancura, realzada por su atavío, y después, el espacio ovalado que quedaba entre sus muslos, que se curvaban hasta unirse en las rodillas. En su cuerpo nada se movía mientras se encaminaba con paso majestuoso hacia el banco, y la razón de que nada se moviese era la preponderancia que en su físico tenían las superficies planas y poco femeninas, junto con la falta de glándulas mamarias desarrolladas. Esforzándose mucho, se podían distinguir unos pezones que parecían sujetos a su piel como botones pardos, y sólo cuando se volvió a medias para tomar asiento en el banco, se marcó un principio de pecho. Sin embargo, su porte se mostraba tan lleno de dignidad, tan grande era el deleite que expresaban sus ojillos grises y su amplia boca, que sus feas facciones y su físico poco agraciado parecieron transfigurarse de nuevo y hacerse bellos y agradables, y allí, ante todo el mundo, Ms. Bleaska se convirtió en Ms. Jeckyll.

Claire oía los tambores y la flauta, vítores y aclamaciones, mientras comenzaba la ceremonia inaugural de la gran fiesta. El campeón de natación, el mocetón robusto que había humillado a Marc, sumergió media nuez de coco en el cuenco y tendió la goteante bebida a Harriet. Ella la aceptó como si de un filtro amoroso se tratase, alzándola en alto y brindando a los miembros de su equipo y a los indígenas del fondo. Después se llevó la copa a los labios. Cuando hubo bebido, se sentó a un extremo del banco, volvió a levantarse, brindó a los indígenas de aquel lado y bebió de nuevo. Y así dio la vuelta al banco cuadrado, brindando y bebiendo, acompañada por el jubiloso clamor de toda la población masculina de Las Sirenas.

Cuando Harriet volvió a sentarse en el lugar que ocupaba al principio, Claire percibió una nueva actividad, más cerca de donde ella se encontraba.

Las mujeres de más edad de la aldea, por parejas, recorrían los pasillos, mientras una de ellas repartía tazas de arcilla entre el público y la otra las llenaba con vino de palma que tomaba de una especie de sopera.

Cuando todos estuvieron servidos, Harriet volvió a levantarse, flanqueada por sus dos acompañantes indígenas y rodeada por los jubilosos músicos. La enfermera levantó su copa, giró majestuosamente, exhibiendo ante el público enardecido su largo cuerpo blanco y sus dos broches morenos, y después bebió un largo sorbo.

Claire bajó la vista y miró a Courtney. Este tocó su copa de arcilla con la suya.

—Con esta bebida —le oyó decir— dan comienzo las Saturnales.

Ella le imitó y bebió obedientemente. El líquido, cálido y dulzón, descendió por su garganta, evocando en su espíritu la primera noche pasada en la isla, en que se embriagó con kava y aquel mismo zumo de la palma.

Courtney le hizo un guiño y volvió a beber, imitado nuevamente por Claire, salvo que esta vez el vino de palma no le pareció tibio ni dulzón, sino suave y agradable como un whisky viejo. Continuó bebiendo, hasta vaciar la copa de arcilla, y el efecto que le produjo el líquido fue increíblemente rápido. Por lo que le pareció, el vino de palma borró, y absorbió en su cabeza, especialmente detrás de las sienes, y también de sus brazos y pecho, toda la angustia, la aprensión, los recuerdos desagradables del pasado, aunque éstos sólo fuesen de hacía una hora o datasen de una año. Únicamente subsistía el presente enloquecedor.

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