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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (80 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Hizo una pausa—. Quiere que sea su esposa.

—¿Y tú qué dices?

—Te repito que no estoy de humor para semejantes decisiones. —Reflexionó unos momentos—. El es fuerte y muy admirado. Me han dicho que hace muy bien el amor. Después de ganar la carrera, posee mucho mana.

Marc se agitó con desazón.

—Lamento mucho haberme conducido de aquel modo, Tehura. He dicho a todos que fue una casualidad, que fue completamente involuntario. Pero tú sabes que no.

—Sí —dijo ella.

—No pude contenerme. Deseaba ganar, como fuese, porque te lo había prometido y tenía que hacerlo. Esto era lo único que contaba. —Tras una vacilación, añadió—: ¿Me permites que te diga un disparate?

Ella esperó con expresión impasible.

—Tehura, durante toda la carrera estuve pensando en ti. Mientras nadaba no hacía más que mirar al acantilado que tenía enfrente diciéndome que eras tú. Al acercarme, incluso adquirió tu forma. Hablo en serio. En lo alto había unas rocas redondeadas y me parecieron tus senos. Una grieta del acantilado se convirtió en tu ombligo. Y más abajo, en la pared de roca, había una especie de… —Se interrumpió—. Ya te dije que era un disparate.

—No es un disparate.

—Lo único que podía pensar mientras nadaba era que tenía que ser el primero en llegar a ti, antes de que nadie lo hiciese y entonces, ascender hasta lo alto y así serías mía. —Contuvo el aliento—. Casi lo conseguí.

—Nadas muy bien —observó Tehura—. No tienes por qué avergonzarte. Provocaste mi admiración.

El volvió a moverse, para acercarse más a ella.

—Entonces, contéstame a esto: ¿me admiras tanto como a Huatoro?

—Mejor no hablar de ello. El es más fuerte que tú y más joven. Tú resultas débil bajo nuestro punto de vista y a veces te encuentro extraño.

Pero admiro en ti que hayas aceptado nuestras costumbres a causa de mí… que lo hayas hecho todo, incluso lo que estuvo mal, para demostrarme que eras digno de nosotros y de mí. Esto provoca mi mayor admiración. Sé que en tu patria posees gran mana. Pero ahora también lo posees aquí.

—No puedo decirte hasta qué punto me siento halagado al oírte decir esto, Tehura.

—Pues es verdad —dijo ella con sencillez—. Me has preguntado si siento por ti lo mismo que por Huatoro. Para ser sincera, debería añadir una cosa. —Tras una breve reflexión, dijo—: Huatoro me quiere muy en serio. Y esto tiene mucha importancia para una mujer, ¿sabes?

Llevado por un súbito impulso, Marc le tomó la mano.

—Pero por Dios, Tehura, tú sabes también que yo te quiero… recuerda lo de ayer.

—Sí, lo de ayer —repitió ella, a tiempo que retiraba la mano—. Hablemos de ayer. Tú trataste de quitarme la falda, para poseer mi cuerpo con el tuyo. Nada tengo que decir a ello. Estaba muy bien y esas cosas suceden.

Sin embargo, cuando sucedió, yo aún no me sentía atraída por tu cuerpo. Pero no me refiero solamente a eso. El amor que me ofrece Huatoro es así también, naturalmente, pero más, muchísimo más.

El le agarró el brazo con ambas manos.

—El mío también lo es, Tehura, puedes creerme; el mío también lo es…

—¿Cómo quieres que lo sea? —dijo ella—. Nosotros somos… ¿Cómo dices tú? Sí, ya lo recuerdo… nosotros somos dos personas muy extrañas. A veces yo soy el insecto que tú estudias. Otras veces, la hembra que tú deseas para satisfacer tu apetito momentáneo. Nunca soy yo misma. Pero no me he quejado. No sé quejarme. Comprendo tus sentimientos, porque tú posees una gran riqueza, representada por tu trabajo y tu mujer. Tienes amor, un gran amor, el que te prodiga tu bella esposa, que lo es todo para ti…

—¡Ella no es nada para mí! —gritó Marc.

Este exabrupto dejó a Tehura sin habla, momentáneamente. Luego lo miró con renovado interés, los labios muy apretados y expresión expectante.

—Este es el verdadero motivo que me ha impulsado a esperarte aquí esta noche —prosiguió él, hablando atropelladamente—. He venido para decirte que es a ti a quien amo, no a Claire. ¿Te sorprende esto? ¿Has visto u oído que yo le demuestre mi amor?

—Los hombres se muestran diferentes en público.

—Yo soy el mismo en público que en privado. Conocí a esa chica, la cortejé, la encontré agradable y como sabía que tenía que casarme tarde o temprano, pues así lo querían las normas de la sociedad en que vivo, la tomé por esposa. Ahora puedo afirmar que no ha habido amor entre nosotros. Yo nunca he sentido deseo por ella, ni el ardor que siento al estar a tu lado. Cuando estoy con Claire, puedo pensar en mil cosas distintas. Cuando estoy contigo, sólo puedo pensar en ti. ¿Me crees?

Ella lo contemplaba y sus líquidos ojos brillaban.

—¿Por qué no te separaste de ella? —le preguntó—. Tom dice que en Norteamérica existe el divorcio.

—He pensado hacerlo muchas veces, pero… —Se encogió de hombros—. Tenía miedo. Bajo el punto de vista social, esto me hubiera perjudicado. Me preocupaba pensar lo que dirían mis amigos y la familia. Así es que preferí seguir como antes, porque esto era más fácil. Además, no existía otra mujer. Así he vivido durante dos años, satisfaciéndola físicamente y también de otros modos, aunque yo siempre me he sentido secretamente insatisfecho. Hasta que vine aquí y te conocí. Y ahora que ya puedo decir que sí existe otra mujer, ya no tengo miedo de nada ni de nadie.

—No te entiendo —dijo Tehura con voz queda.

—Voy a expresarme con más claridad —dijo Marc, poniéndose de rodillas y metiendo una mano en el bolsillo de su camisa deportiva—. Sé la importancia que para vosotros tienen los ritos y las ceremonias. Ahora voy a realizar un rito, por medio del cual transferiré todo mi amor de la mujer que era mi esposa a la mujer que… —Encontró lo que buscaba y se lo ofreció con la palma abierta de la mano. Toma, Tehura, es para ti.

Sorprendida, ella tomó lo que Marc le ofrecía en la palma de la mano y lo contempló, suspendido de sus dedos. Era el rutilante medallón de brillantes engarzados en oro blanco y suspendido de una finísima cadena, el mismo medallón que Claire llevaba la primera noche y que Tehura admiraba tanto.

Con gran satisfacción, Marc vio que el regalo la había dejado muda de asombro. Tenía los ojos muy abiertos, los labios entreabiertos con expresión temerosa y la mano morena con que sostenía la joya temblaba. Levantó la mirada y la posó en Marc, con una inmensa expresión de agradecimiento.

—Oh, Marc… —fue todo cuanto pudo decir.

—Tuyo es —dijo él—, completamente tuyo. Y no es más que la primera de las numerosas muestras que tendrás de mi amor.

—¡Marc, pónmelo! —exclamó ella con júbilo infantil.

Se volvió sobre la esterilla para ofrecerle la espalda desnuda. El le pasó las manos sobre los hombros para tomar el broche de brillantes y abrocharlo en torno al cuello de Tehura. Mientras ella ladeaba la cabeza para contemplarlo y acariciaba con los dedos la rutilante joya, Marc le acariciaba los hombros y después deslizó las manos por sus brazos. Impresionado ante su carne dura y suave al propio tiempo y las promesas que encerraba para él, sus manos se posaron sobre sus turgentes senos. A ella no pareció importarle, pues se hallaba absorta contemplando la joya. Las manos de Marc le oprimieron los senos y el contacto inflamó todos los miembros y órganos de su persona. Entonces una de sus manos descendió hacia la falda de Tehura, que ésta llevaba muy recogida, y empezó a acariciarle el interior el muslo. Nunca, en toda su vida, había deseado poseer algo como entonces deseaba a Tehura.

—Tehura —susurró.

Ella apartó la mirada de la joya para mirarle a él, pero no intentó apartar ninguna de sus manos.

—Tehura, quiero que seas mía para siempre. Dejaré a Claire. Quiero que seas mi esposa.

Por primera vez, aquella noche, el rostro de la joven parecía hipnotizado por sus palabras.

—¿Quieres que yo sea tu esposa? —dijo.

Giró en redondo para mirarlo frente a frente, apartando así su pecho y su muslo de sus caricias.

—¿Quieres casarte conmigo? —Entonces pareció apercibirse de sus manos y las tomó entre las suyas—. Me amarás, Marc, pero espera… antes tengo que saber…

—Quiero casarme contigo, cuanto antes mejor.

—¿Cómo?

Marc se sentó, esforzándose en enfriar su ardor. Se decía que Tehura tenía razón, que ya tendrían tiempo de amarse, y que se amarían, pero antes tenía que explicarle lo que se proponía hacer. El momento decisivo había llegado. Era inminente, lo sabía, y si podía acallar la voz acuciante de su deseo, podría mostrarse racional y persuasivo.

Se había propuesto declararse a Tehura, como había escrito a Garrity.

Ante todo, tenía que hacer de ella una aliada para sus ambiciones. Era la única persona de Las Tres Sirenas en quien podía confiar, y que podía convertir sus sueños en realidad. Sin su ayuda todo sería imposible. La oferta de matrimonio, fríamente calculada, anularía sus defensas y haría de ella un cómplice. Pero lo que son las cosas… la oferta de matrimonio no resultó tan fría y calculada, tan comercial, como él se había propuesto. Se convirtió en una cálida declaración de amor, dictada por el deseo avasallador que ella le inspiraba, su deseo de estrujarla entre sus brazos, de arrancarla de su altivo pedestal de mujer difícil e intocable, de tenderla a sus pies, bajo él, para que le suplicase una migaja de amor. De aquel amasijo de turbios sentimientos surgió su declaración, la declaración que de todos modos pensaba hacerle, pero que de pronto se convenía en algo no previsto. Comprendió que debía plantear las cosas de otro modo, o de lo contrario no conseguiría nada. Su vehemencia le había facilitado la victoria y aquel estúpido regalo, junto con su oferta de matrimonio, terminaron de remachar el clavo. Debía explotar su éxito sin pérdida de tiempo. Si ella no accedía a todo lo que tenía que proponerle, la partida podía darse por perdida.

Exhaló un suspiro y se esforzó por mirarla con la objetividad de que hubiera hecho gala un Garrity.

—¿Cómo? —repitió Tehura, deseosa de saber cómo Marc podría casarse con ella. El se lo diría inmediatamente y así su plan sería el plan de ambos.

—Tehura, me iré contigo de Las Sirenas. Primero a Tahití y después a California —dijo—. Así que lleguemos a mi país, me divorciaré de Claire y el mismo día en que me concedan el divorcio, me casaré contigo.

—¿Y por qué no hacerlo aquí? —preguntó ella, con una malicia que él siempre había barruntado.

—Sabes muy bien que esto es imposible, Tehura. Aquí sólo existe la Jerarquía y no sirve para concederme él divorcio. Tendrían que someternos a Claire y a mí a una investigación. Suponiendo que yo lo permitiese y aunque ampliásemos nuestra estancia aquí luego tendríamos que casarnos según vuestras leyes, que no son válidas en mi país. Mi separación y nuestra boda deben legalizarse en Estados Unidos, porque allí es donde viviremos. Vendremos de vez en cuando a esta isla, desde luego, para visitar a los tuyos. Pero tu vida tendrá que adaptarse a la mía. Esta isla es un paraje encantador, pero pequeño e insignificante, comparado con lo que verás y tendrás en mi gran país. Allí todos te tratarán como una belleza exótica, millones de hombres te admirarán y millones de mujeres te envidiarán. En vez de una cabaña, tendrás una casa diez veces mayor que esta choza, sirvientes y vestidos lujosísimos, y un coche; conoces todo esto por lo que has estudiado, y tendrás piedras preciosas como estos brillantes, y mejores si quieres.

Ella escuchaba como una niña que oyese un cuento de hadas, pero no parecía totalmente convencida. Había en su expresión algo impropio de su juventud, una expresión astuta y desconfiada.

—En tu país no todo el mundo es rico —dijo—. Se lo he preguntado a Tom y dice que en Estados Unidos los ricos son los menos.

Esto le dio pie a Marc para atacar.

—En cierto modo, tiene razón. Yo soy rico comparado con un hombre como Huatoro u otros del poblado, por ejemplo. En mi país, desde luego, no soy de los más ricos. Ocupo una posición desahogada como tú sabes, y tengo mucho mana. Pero como tú también sabes, este broche de brillantes vale un dineral. Sin embargo, seré más rico aún, Tehura, riquísimo. Mas para serlo, es preciso que lo que voy a decirte quede entre nosotros, pues es confidencial.

Ella asintió.

—Entre nosotros quedará.

—En mi patria existe un enorme interés por lugares como Las Tres Sirenas, como tú también sabes. De lo contrario, ¿a qué habríamos venido, para perder el tiempo estudiando vuestras costumbres? Dentro de un par de meses, cuando mi madre difunda sus hallazgos en Norteamérica y todo el mundo se entere de vuestra existencia, esto le dar fama pero no dinero; no hagas que te explique el porqué esta noche, pues es demasiado complicado, pero así es. Los descubrimientos científicos no enriquecen a nadie.

En cambio, si yo me fuese de aquí contigo lo antes posible, llevándome preciosas informaciones sobre este lugar, para difundirlas de una manera popular entre el público norteamericano y el público mundial, nos colmarían de honores y riquezas. Te aseguro que seríamos tan ricos, como ni siquiera puedes imaginarte. Tengo la prueba de ello. Puedo enseñarte cartas.

En Tahití nos espera un hombre que nos ayudará de manera decisiva. El lo ha organizado todo. Entonces los tres iríamos en un avión a Estados Unidos… en un avión como el de Rasmussen, para contar al mundo lo que sabemos sobre tu extraordinaria isla…

—¿Rompiendo así el tabú? Esto significaría el fin de Las Sirenas.

—No… no, Tehura, esto no significaría el fin de Las Sirenas, como tampoco lo serían los escritos y discursos de mi madre. Te prometo que guardaríamos el secreto de su situación. Ya tendríamos bastantes pruebas de su existencia con los informes y noticias que llevaríamos con nosotros… y contigo, que serías mi esposa…

—¿Conmigo? —dijo ella, lentamente—. ¿Las gentes de tu país querrían verme?

—Querrían verte, conocerte, oírte, amarte. Te colmarían de honores y regalos. Te aseguro que todo esto es posible.

—Sí, ya he visto las fotografías de los libros que tiene Tom.

—Pues todo eso podría ser tuyo.

Ella jugueteaba con el medallón, con expresión ausente.

—Estaría tan lejos de aquí… me sentiría sola…

Marc se acercó a ella y le rodeó la cintura con el brazo.

—Serías mi esposa.

—Sí, Marc.

—He prometido dártelo todo.

Ella miró la estera y alzó despacio la cabeza con una sonrisa triste.

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