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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (78 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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El gemido de Atetou reverberaba aún en sus tímpanos y le producía una punzada en el corazón. Deseó al instante escapar y estar sola.

—Estaba cansada —dijo—. Me voy a dormir.

El la observó con atención.

—Pues no tiene aspecto de cansada.

—Lo estoy, se lo aseguro.

Su mirada se posó en su garganta y tendió la mano hacia ella.

—Le envié el collar del festival, pero veo que no lo lleva.

—Claro que no —dijo, indignada, acordándose de lo que aquello significaba y pensando que lo tenía en el bolsillo de su falda.

—Habla como si la hubiese insultado —dijo él, inquieto—. Este regalo se considera aquí un gran cumplido.

—¿Y a cuántas ha enviado esta clase de regalos? —preguntó ella con aspereza.

—Sólo a una.

La manera como lo dijo, sencilla y grave, la avergonzó. Se había esforzado por mostrar una ira que no sentía, por luchar contra el sedante efecto del vino de palma, porque su presencia la enervaba. Empezó a deponer su falso enojo, pero lo mantuvo en parte.

—En este caso, tal vez debiera darle las gracias —dijo—, aunque no sé si a su esposa le gustar saber que se muestra tan generoso, enviando collares a otras mujeres.

Sus ojos revelaron desconcierto.

—Todas las mujeres lo saben. Ellas también envían collares. Es nuestra costumbre y estamos en la semana del festival.

Rachel comprendió que se había tirado una plancha y se esforzó por rectificar su error.

—Yo… verá, creo que no me acordé de que esto era una costumbre.

—Además —prosiguió Moreturi— yo he sido su paciente y Atetou también, y usted sabe todo lo que hay entre nosotros.

Ya lo creo que lo sé —pensó ella—; ya lo creo que sé lo que hay entre vosotros dos, pues lo he visto y lo he oído a través de las hojas entreabiertas de tu cabaña." Pero en voz alta, dijo:

—Eso nada tiene que ver con el hecho de que yo no lleve su collar. Si ustedes tienen costumbre de regalar esas cosas, nosotros tenemos costumbre de no aceptarlas.

—Mi padre dice que han venido para aprender nuestras costumbres y vivir con nosotros.

—Naturalmente, Moreturi, pero todo tiene su límite. Yo soy psiquiatra, como usted sabe muy bien, y usted es el objeto de mi estudio. Eso también lo sabe. Quiero decir que no podemos celebrar entrevistas clandestinas.

El pareció comprenderla en parte, porque la interrumpió:

—Si pudiera llevarlo ¿se lo pondría?

Rachel notaba un gran calor en los brazos, la cara y el cuello y maldijo la bebida. Sabía que podía darle la respuesta perfecta, que pondría fin a aquella violenta escena. Podía decir que estaba enamorada de otro hombre, de uno de su propia raza, con el que se hallaba comprometida. Podía hablarle de Joseph E. Morgen. Esto interpondría una pared de vidrio entre ambos. Se propuso invocar la presencia de Joe, lo cual anularía a Moreturi, pero no lo hizo. La noche no había hecho más que empezar y ella no quería estar sola.

—Pues… la verdad… no sé… no sé si en otras circunstancias… lo llevaría. Quizás si nuestras relaciones fuesen distintas, si nos conociésemos mejor, lo llevaría.

La cara de Moreturi se iluminó.

—¡Sí! —exclamó—. Eso es, debemos hacernos amigos. La acompañaré a su choza y hablaremos…

—No… no, no puede ser…

—Entonces, sentémonos en la hierba para descansar y hablar un rato.

—Me gustaría, Moreturi, pero es tarde.

El puso los brazos en jarras. La miró sonriendo y por primera vez lució aquella sonrisa maliciosa que le era tan familiar.

—Me tiene usted miedo, ¿Ms. Doctor?

Ella se enfureció pero contestó con voz insegura:

—No diga ridiculeces. No trate de tentarme.

—Sí, tiene miedo —afirmó él—. Sé la verdad. Esta mañana habló usted con la doctora Hayden. Ella habló con mi madre y mi madre me lo ha dicho. Pidió que la relevasen de este trabajo para que yo no volviese a su choza.

—Sí, creí conveniente dar el análisis por terminado, pues estoy convencida de que no le hace ningún bien y sólo sirve para que pierda el tiempo. Fue entonces cuando pedí que la Jerarquía vuelva a ocuparse de su caso.

—No me ha hecho perder el tiempo. Siempre esperaba con ansia las sesiones.

—Sí, para burlarse de mí.

—No, esto no es cierto. Hablaba en son de mofa para ocultar mis sentimientos. He aprendido mucho de usted.

Ella vacilaba.

—Bien… mi decisión ya está tomada. Tendrá que arreglarse sin mí.

—Si no puedo verla de nuevo, mayor motivo para que nos veamos esta noche.

—Otra vez será.

—Esta noche es la noche más bella del año. No quiero ver a nadie sino a usted. Deseo explicarle unas cosas.

—Por favor, Moreturi, no insista…

El sonrió de nuevo.

—Quizá sea mejor así. Quizá usted será más femenina. Está acostumbrada a dar órdenes a los hombres, a aconsejarlos, a decirles que hagan esto y aquello, a estar por encima de ellos. Tiene miedo de estar a solas con un hombre al que no puede tratar como un enfermo. Yo soy normal. La miro, no como Ms. Doctor, sino como una mujer como Atetou, salvo que usted vale más, mucho más que ella. Esto es lo que le da miedo.

Recordaba que fue aquel discurso lo que la convenció. Las palabras de Moreturi penetraron hasta el fondo del pozo de sus temores y ella no hubiera querido que Moreturi supiese tanto y poseyese aquel dominio sobre ella. Hizo que le resultase imposible volver sola a la cabaña, para tratar de conciliar el sueño mientras resonaban aún en sus oídos su clarividente discurso y los gemidos de Atetou. ¡Ni en aquella remota isla del Pacífico podía estar tranquila! El vino de palma que había ingerido fermentaba en su interior anegando y arrastrando sus últimas defensas de superioridad. Y de pronto decidió afrontarlo y desafiarlo, demostrándole que no tenía miedo. Como mujer podía hacerlo; como psiquiatra, no.

No trató de discutir con él. Continuó la conversación hasta que surgieron aquellas palabras que facilitaron su asentimiento, sin pérdida de su prestigio y sin el menor signo de rendición, y le permitirían ir con él a donde otras no irían. Así, pues, aceptó acompañarle un momento para charlar.

Cuando ambos se fueron juntos en dirección a la Choza Sagrada, frente a la cual pasaron, ella se sentía complacida en secreto ante su fortaleza.

Ascendieron una colina, dejaron atrás el acantilado donde se había celebrado el campeonato de natación y ella asió fuertemente la mano de Moreturi, mientras éste la precedía, guiándola por un empinado sendero que conducía a una pequeña bahía rocosa que ella no había visto antes.

Rachel le preguntó:

—¿Adónde me lleva? Supongo que no iremos muy lejos. Ya le he dicho que no puedo estar mucho tiempo con usted.

Moreturi contestó:

—Hay tres Sirenas y usted sólo ha visto una de ellas. Yo la acompaño a otra.

—Pero ¿dónde es…?

—A pocos minutos de aquí… al otro lado del canal. Podremos sentarnos en la arena y hablar sin que nadie nos moleste. Así conservará un recuerdo único de la belleza de este sitio. Yo voy allí muchas veces cuando deseo estar tranquilo. No hay más que arena, hierba y cocoteros, con el mar alrededor. Buscó la canoa en la oscuridad, la botó al agua, montó en ella y esperó por Rachel. Viendo que ésta no venía, él la llamó:

—¿Aún tiene miedo de mí…?

—No diga tonterías.

Permitió que él la ayudase a subir a la canoa y a la sazón aún seguía en ella, con los ojos cerrados y arrastrando la mano en el agua, mientras notaba ante ella la presencia invisible y fluida de Moreturi, que manejaba el canalete con soltura. Notó un suave choque y oyó que él decía:

—Ya estamos. Éste es el pequeño atolón que forma la segunda Sirena.

Rachel abrió los ojos y se incorporó.

—Descálcese —le ordenó él—. Puede dejar los zapatos en la canoa. Obediente, ella se quitó las sandalias. Moreturi ya estaba en el agua. Rachel trató de salir por sí misma de la canoa, pero él la tomó en brazos, alzándola como si fuera una pluma, para dejarla de pie en un palmo de agua. Luego extendió el brazo. —Vamos ala playa.

Rachel caminó por el agua, sobre el fondo arenoso y ondulado, hasta alcanzar la arena seca. Al volverse, vio que Moreturi varaba la canoa entre unas rocas.

Después se reunió con ella la tomó por el brazo y la condujo a través de un gran palmeral, cuyas copas se perdían en las tinieblas. Dejaron atrás una laguna poco profunda, una extensión de hierba y tras descender una suave pendiente, llegaron a una diminuta playa de gruesa arena, que centelleaba como un cielo estrellado. —El lado del atolón que mira al océano —dijo Moreturi. El agua de la cerrada laguna que habían dejado a sus espaldas era tranquila y llana como un espejo; pero en cambio, en aquel lado había un fuerte oleaje. Ambos se detuvieron ante miles de millas de vientos y mareas, y contemplaron las olas coronadas de espuma que avanzaban hacia el islote, para romperse con fragor en la arena, por la que ascendían a gran altura. El mar estaba sumido en la noche, sin que pareciese tener horizonte ni fin, y las espumeantes crestas de las olas avanzaban hacia ellos como la carga de una brigada blanca, cuyos jinetes eran derribados de sus monturas al llegar a la playa.

—Es magnífico —susurró Rachel—. Me alegro de que me haya traído aquí.

Moreturi se dejó caer sobre la arena de la playa y extendió su cuerpo bronceado, para quedarse tendido con la cabeza apoyada en sus manos cruzadas. Ella se sentó a su lado, con las rodillas levantadas y la falda baja sobre ellas, pero una suave brisa le acariciaba suavemente las piernas, introduciéndose bajo la falda.

Durante largo rato, ambos guardaron silencio, pues no sentían necesidad de hablar. Pero cuando ella notó que Moreturi la miraba se sintió tentada de romper la intimidad de aquella hora silenciosa. Le pidió que le contase cosas de su vida y él evocó recuerdos de su primera juventud. Rachel apenas lo escuchaba, pues su voz quedaba dominada por el fragor de las olas que surgían de la noche para lamer la arena y se maravilló al comprobar hasta qué punto su sonido le recordaba el gemido amoroso que Aletou dejó escapar la noche anterior. Sin darse cuenta, se sintió tentada de mencionar aquella noche y referir lo que sus ojos habían visto. Luchó contra el impulso, suscitado por el vino de palma y en cambio, recordando unos fragmentos de sus sesiones analíticas, le preguntó por una semana de festival de hacía varios años en que poseyó a doce mujeres casadas en siete días con sus noches. Él le habló de ellas y de las diferencias que las separaban, y entretanto ella recordaba su vida estéril y lamentaba no haber gozado más del amor… por su mente cruzaban el zángano que conoció en la Universidad de Minnesota, las tres noches pasadas con aquel remoto profesor casado en Catalina, los escarceos con Joe…

Dijo de pronto:

—¿Ha traído a alguna de ellas aquí?

Moreturi pareció sorprendido.

—¿Cómo dice?

—¿Trajo alguna vez a sus conquistas
a este atolón para… para
hacerles el amor?

Él se incorporó sobre un codo.

—Sí, traje algunas.

Ella se sentía extrañamente enfebrecida…
la frente, la nuca
y
las
muñecas le ardían. Empezó a darse aire con la
mano
.

—¿Se encuentra bien? —preguntó él.

—Sí, muy bien. Pero aquí hace calor…

—Vamos a bañarnos, pues…

—¿A bañarnos?

—Pues claro. El agua está maravillosa, de noche. Se sentirá mejor que nunca.

Se puso en pie y, tomándole la mano, tiró de ella hasta levantarla. —Yo… yo no traje bañador —dijo Rachel, presa de un súbito embarazo al tener que decirlo.

—Báñese sin él. —Tras una pausa, sonrió amablemente—. Aquí no estamos en América. Además, le prometo no mirar.

Ella intentó negarse y mandarlo al infierno, pero al estar allí de pie, sabiendo que él esperaba, recordó con una punzada de dolor aquel momento en la playa de las afueras de Carmel, cuando salió a pasear con Joe por la orilla. Él también quiso tomar un baño y, aunque no tenían trajes, dijo que no importaba porque era como si ya estuviesen prácticamente casados. Ella se escondió tras una roca para desnudarse, se desabrochó la blusa, fue incapaz de continuar, salió corriendo para decírselo y se lo encontró en cueros. Entonces huyó de él y de su matrimonio. ¡Ella había hecho aquello! ¡Dios mío!, pensó. "¿Volverá a presentárseme una ocasión de superar mi malsano complejo?"

—Muy bien —oyó que otra voz decía por ella en voz alta—. Me quedaré en ropa interior. Pero usted no mire. Ya… ya me reuniré con usted en el agua.

El la saludó alegremente y descendió corriendo hasta la orilla del mar.

Rachel pensó que iba a zambullirse de cabeza en el agua, pero se detuvo, se llevó las manos a la cintura y vio que se quitaba la tirita con el suspensorio.

Tiró la prenda sobre el hombro y permaneció erguido ante el mar, como una hermosa estatua. Acto seguido penetró corriendo en el agua, como un Dionisio liberado, para alejarse chapoteando en las tinieblas.

Con ademán resignado, sintiéndose una Afrodita fraudulenta, Rachel se desabrochó la blusa de algodón, dispuesta a no repetir lo de Carmel. Se despojó de ella y la tiró a la arena, ajustándose los sostenes para que cubriesen totalmente sus senos demasiado visibles. Con lentitud desabrochó después la falda, corrió la cremallera hacia abajo, se bajó la falda y salió de ella.

Notaba extraordinariamente apretados en sus caderas de muchacha los pantaloncitos de nailon blancos. Por un momento se preguntó si la prenda sería transparente pero acto seguido comprendió que lo avanzado de la hora la protegería.

De pie en la playa, sintiéndose más libre que lo estuviera jamás en muchos años, notó con agrado la caricia de la brisa sobre su cuerpo, y se sintió menos febril. Llevaba cuidadosamente recogido su pelo castaño, y sin ningún motivo se lo mesó de pronto, despeinándolo. No se sentía en absoluto como una mujer de treinta y un años, con carrera. Sentía un júbilo alocado y mentalmente le sacó la lengua a Carmel y a su antiguo yo. Después de realizar este gesto particular echó a correr por la gruesa arena en dirección al agua.

El primer contacto con ella le produjo impresión, pues estaba más fría de lo que suponía, pero penetró en el agua, pues quería que ésta cubriese su ropa interior. Cuando el agua le llegó a la cintura, se echó de bruces en ella y empezó a nadar, primero con energía y después lánguidamente, dejando que el agua la llevase.

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