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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (81 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Muy bien —dijo con voz casi imperceptible.

A Marc el corazón le dio un brinco en el pecho.

—Te casarás conmigo? ¿Me acompañarás?

Ella hizo un gesto de asentimiento.

Marc sentía deseos de saltar y gritar de alegría. ¡Lo había logrado! ¡Si Garrity lo supiese!

—Tehura… Tehura… cuánto te quiero…

Ella asintió en silencio, abrumada aún por la enormidad de su decisión.

Marc se sentía lleno de vida y deseoso de actuar. Apartó el brazo con que le rodeaba la cintura.

—He aquí lo que vamos a hacer… primero, esto tiene que quedar como un secreto entre nosotros… así, no conviene que lleves en público ese medallón, para que no se entere Claire…

—¿Y por qué no tiene que saberlo ella?

—Porque aún me quiere. Esto provocaría terribles escenas. Deseo irme contigo pero sin que ella se entere de momento; después ya le escribiré por intermedio de Rasmussen. Y mi madre tampoco debe saberlo de momento, ni ninguno de su equipo, porque tratarían de impedir nuestra marcha. Quieren reservarse todas las ganancias que produzca el descubrimiento de esta isla para ellos. Son gente codiciosa, que no desean que nos beneficiemos de las riquezas que esta información puede procurar. Y los tuyos tampoco deben saberlo, ni Paoti, ni Moreturi ni Huatoro, absolutamente nadie. Sin duda tratarían de detenerte, y también a mí, por temor o envidia. ¿Me prometes guardar el secreto?

—Sí.

—Muy bien. —La cabeza le daba vueltas al vislumbrar el botín que aquella victoria podía procurarle; poniéndose en pie, empezó a medir la estancia con sus pasos—. He aquí lo que vamos a hacer. Lo he pensado cuidadosamente. Según tengo entendido, de vez en cuando hay jóvenes valientes que van en canoa o embarcaciones de vela a otras islas…

Ella asintió.

—Son muy buenos navegantes.

—Necesitamos uno de estos jóvenes, Tehura, uno de confianza. ¿Podríamos encontrarlo?

—Es posible.

—Podríamos ofrecerle lo que quisiera de lo que yo tengo. Nos iríamos de noche, tú y yo, y nos reuniríamos con este joven amigo tuyo, que tiene que disponer de una embarcación de vela. Nos llevaría con ella a la isla más próxima, donde podríamos fletar un barco o un hidroavión para Tahití o hallar pasaje para otra isla, desde donde seguiríamos a Tahití. Después, todo sería muy sencillo. ¿Crees que esto es posible?

—El joven que nos ayudase lo pasaría muy mal.

—A su regreso, podría decir a Paoti que yo le obligué por la fuerza amenazándole con un arma. Así lo absolverían. O quizá prefiriera no regresar. Yo podría darle lo suficiente para que se quedara a vivir fuera de aquí. Desde luego, tiene que haber alguien.

—Puede haberlo. No estoy segura.

—Puedo confiar en que tú lo buscarás?

El la dominaba con su estatura y la miraba con expresión radiante.

—Ya sabía que querrías ayudarme. Es en beneficio de ambos. ¿Cuánto tiempo tardarás… en tenerlo todo preparado?

—No lo sé.

—¿Qué te parece más o menos?

—No tardaré mucho tiempo. Algunos días. Una semana. Pero no más.

—Vaciló antes de añadir: Si es que es posible.

—Anda con tiento, Tehura.

—Descuida.

Inclinándose, él la levantó. Al tomarla en brazos le pareció liviana y dócil.

—Y piensa que te quiero mucho, Tehura.

Ella movió la cabeza afirmativamente, a la altura de su camisa.

—Tengo que enseñarte a besar. Esto forma parte de nuestras costumbres. Tenemos que sellar nuestra alianza, Tehura, con un beso…

Ella levantó la cabeza, con los carnosos labios entreabiertos y él aplicó su boca sobre la de Tehura y las manos sobre sus senos. Durante la última hora, su egolatría había ido en aumento constante, pues se sentía muy lisonjeado por aquel triunfo, que por primera vez le permitía sentirse independiente. Casi se sentía un hombre hecho y derecho. Sólo quedaba una cosa por hacer, para demostrar a Tehura su flamante virilidad… lo cual también serviría para demostrarse a sí mismo que efectivamente la poseía.

—Tehura… —susurró.

Ella se apartó de Marc y dio un paso atrás, con los brazos a los costados, muy seria.

—Por esta noche ya basta, Marc —le dijo—. La noche de la partida nos conoceremos íntimamente.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Entonces me voy, Tehura. —Con estas palabras se encaminó a la puerta de cañas—. Nos seguiremos viendo todos los días, tú como informante y yo como etnólogo, haciendo ver que trabajamos. En apariencia, nada habrá cambiado. Cuando lo hayas dispuesto todo, me lo dices. Y a las pocas horas ya podremos irnos.

—Te lo diré.

—Buenas noches, cariño.

—Buenas noches, Marc.

Cuando salió fuera, y mientras atravesaba el poblado, Marc resolvió escribir una segunda misiva, muy breve, a Rex Garrity. En la primera, que por la tarde había recogido Rasmussen, le exponía sus intenciones en líneas generales. En la segunda, posdata a la anterior, le anunciaría su triunfo y pediría a Garrity que fuese a esperarlos a Tahití. Dio gracias a Dios porque Rasmussen se hubiese quedado un día más a causa del festival, lo cual le permitiría entregarle la carta con las últimas noticias al amanecer.

Al cruzar el puente del arroyo, sus pensamientos volvieron a Tehura. Había algo que le preocupaba. ¿Hasta dónde llegaba su ingenuidad? ¿Y si fuese muy lista y hubiese adivinado sus verdaderas intenciones? Pese a que todo había salido conforme al plan previsto, sentía cierta desazón al pensar que quizás también hubiese salido de acuerdo con los planes de Tehura.

Sin embargo, esto no tenía que inquietarle, pues sus objetivos coincidirían y en realidad eran los mismos. Sin embargo, la súbita sospecha de que ella pudiera ser tan lista como él, no su inferior sino su igual, incluso su superior, le desconcertó. Sin duda no era cierta; de todos modos, era posible. Se sentía menos dueño de la situación y por consiguiente ya no correspondía tanto a su propia imagen. Diablo con aquellas condenadas introspecciones. Pero, sin saber por qué, se sentía algo menos satisfecho que antes… Que las mujeres, que todos se fuesen al cuerno…

CAPÍTULO SÉPTIMO

La Dra. Maud Hayden, oliendo débilmente a desodorante, estaba sentada detrás de su escritorio improvisado con la vista perdida más allá de Claire y esforzándose por ordenar sus pensamientos. Aunque no era más que media mañana, la blusa y la falda caqui de Maud ya empezaban a arrugarse, lo cual le confería aspecto de obesa jefa de scouts femeninos después de una marcha de dos horas en verano.

Claire, mientras esperaba con una pierna cruzada sobre la otra, el cuaderno de taquigrafía sobre la rodilla y el lápiz dispuesto, notaba cada vez más aquel calor agobiante. El sol penetraba por las ventanas de la choza, como hierro fundido que saliese de unos altos hornos, y una vez dentro de la estancia, los rayos solares parecían tener un grosor compacto que pesaba sobre la piel y la abrasaba. La única solución consistiría en tomarse un somnífero y echarse a dormir. ¡Ojalá aún estuviese durmiendo en su habitación!, pensó Claire. Pero Maud la había despertado temprano. Disculpándose, le explicó que el magnetófono portátil no funcionaba y Sam Karpowicz lo estaba reparando. Y las cartas que tenía que entregar al capitán Rasmussen no podían esperar, pues éste llegaría al mediodía.

Para Claire, su suegra, desprovista del familiar magnetófono, que siempre tenía a su lado, le parecía tan desvalida como un almirante que hubiese perdido sus charreteras.

—Bien, vamos a ver… —decía Maud—. Empecemos por el doctor Macintosh. Una breve nota para tenerlo al corriente.

Claire, inconscientemente, dio un respingo. Hasta entonces, le había gustado mucho mecanografiar los informes que se enviaban al Dr. Walter Scott Macintosh. Cada uno de aquellos electrizantes informes remachaba, en opinión de Claire, las posibilidades que tenía Maud de convertirse en directora vitalicia de Culture. De manera instintiva, Claire consideraba este hecho beneficioso para su propio porvenir. Durante dos años, dos mujeres habían acaparado la vida de Marc. Con una de ellas, o sea Maud, en Washington, la otra, o sea Claire, podría acaparar las atenciones de las que desde hacía tanto tiempo se creía merecedora. Al no contar con la sombra de Maud, Marc quedaría libre para ascender en el mundo académico por sus propios méritos y Claire sería finalmente dueña de su propia casa. Así era como Claire veía la situación hasta aquella misma semana.

Pero de pronto, todo parecía haber cambiado y sus emociones giraban en confuso torbellino.

Hasta su llegada a Las Tres Sirenas, Marc se había mostrado reservado, difícil, a menudo frío, pero accesible. A veces se había acordado de que era su marido. Subsistía aún la esperanza de que terminase por mejorar. En aquellas últimas semanas, en cambio, cesó por completo de portarse como marido. Se había vuelto imposible. Las últimas esperanzas la abandonaron.

Pese a vivir juntos, Claire apenas lo veía. Dijérase que él se iba deliberadamente por la mañana antes de que ella despertase, para comer siempre fuera y volver cuando ella ya dormía desde hacía rato. Cuando por casualidad coincidían, siempre había otras personas alrededor. Y en sus raros momentos de intimidad, él ni siquiera se molestaba en rehuirla. La trataba como si ni siquiera existiese, como si fuese una sombra, una mujer invisible.

Jamás, en toda su vida, Claire se había sentido más herida, más abandonada y sola. Tom Courtney era amable con ella, muy amable, incluso galante en ocasiones, y esto llenaba muchas horas de soledad, pero Courtney demostraba siempre mucho tacto y la trataba con exquisita corrección, como esposa de otro hombre. Así, no le quedaba más que Maud. Claire siempre la había adorado, extraña contradicción teniendo en cuenta que deseaba librarse de su presencia. Pero últimamente, había dejado de tenerla en tanto aprecio porque Maud se negó a escuchar sus confidencias en aquel período de prueba que estaba atravesando con Marc. Sin embargo, al sentirse tan abandonada, Claire miró a Maud como a la última persona amiga que le quedaba en la tierra, como su único refugio acogedor. Y por consiguiente aborrecía tener que tomar taquigráficamente, mecanografiar y franquear otra carta que contribuiría a separar aún más a Maud de ella.

Claire se dio cuenta de que su madre política había empezado a dictar y se apresuró a captar sus palabras. Inclinándose sobre el cuaderno, empezó a trazar los signos taquigráficos de Gregg.

—Querido Walter —decía Maud—. A pesar de que te escribí hace una semana, hoy te envío esta breve nota por el capitán Rasmussen, que se va esta noche. Sencillamente, es para decirte que estos últimos días han hecho palidecer a los anteriores por lo que se refiere a datos e informaciones jugosas sobre el pueblo de Las Sirenas… Punto y aparte, Claire… Hoy es el último día del festival anual y hoy nuestra estancia aquí llega a la mitad, pues ya llevamos tres semanas en la isla. En una carta anterior te expliqué el programa del festival, según referencias del jefe Paoti Wright. No obstante, por haber podido participar como observadora en este festival, ahora puedo comentarlo de primera mano, comprenderlo mejor y hablar de él como no lo haría por medio de referencias de segunda mano… Punto y aparte…El festival empezó hace siete días con una competición atlética celebrada por la tarde, consistente en una carrera de natación muy dura de casi dos kilómetros, en la que Marc participó, dando muestras de gran valor. Sus notas serán de un valor inapreciable. Podría decir, con orgullo maternal, que casi derrotó a los indígenas en su propio terreno, pues perdió por un pelo cuando ya estaba cerca de la meta.

La inflexión de la voz de Maud al terminar esta frase dejó bien sentado para Claire que no pensaba referir el vergonzoso fracaso de su hijo. Claire la miró con severidad, decidida a sonrojar a Maud con su mirada, obligándola a mencionar la innoble argucia de Marc o, al menos, a demostrarle que ella no apreciaba su omisión, pero Maud le había vuelto la espalda y miraba por la ventana.

—Aquella misma noche —prosiguió Maud— se erigió una espaciosa plataforma en los terrenos del poblado, rodeada de vistosas antorchas, y nuestra enfermera, la joven Harriet Bleaska, inauguró la semana de festejos, pues los jóvenes de la aldea la habían elegido reina de la fiesta por aclamación. A continuación se celebró una complicada danza ritual y, aunque te cueste creerlo, una de las estrellas era Ms. Lisa Hackfeld, la esposa del financiero que patrocina la expedición. Te aseguro que Ms. Hackfeld supo salir muy airosa. La tarde del segundo día se celebraron juegos populares, consistentes principalmente en luchas más al estilo japonés que al americano, y por la noche presenciamos una pantomima, una variante del rito de la fertilidad, y de nuevo Ms. Hackfeld volvió a ser la estrella. Para ella esta isla ha sido una verdadera Fuente de la Juventud. La noche del tercer día se celebró el concurso de belleza para participantes desnudos, al que concurrieron casi todas las jóvenes solteras del poblado, contempladas por los jóvenes del sexo opuesto, que las aplaudían con entusiasmo. Este concurso es algo parecido al que Peter Buck presenció en Manikihi, una de las islas Cook. En estos concursos de belleza, según recuerdo haber leído, los jueces incluso examinaban a las participantes por detrás, para ver si tenían las piernas bien juntas, pues esto se consideraba digno de virtud y se tenía en mucho aprecio. Puedo asegurarte que esta clase de juicio no se hizo aquí. El jefe Paoti no pudo explicarse el origen del concurso de belleza, pero no se mostró en desacuerdo conmigo cuando yo apunté que podía ser un especie de exhibición a la que concurrían las jóvenes casaderas, para mostrar sus encantos a los posibles maridos. Creo también que todo ello forma parte de la atmósfera estimulante de esta semana de festejos. La cuarta noche…

Maud se volvió de pronto en la silla, levantando su mano gordezuela.

—Espera, Claire, antes de que pasemos a la cuarta noche, deseo añadir una cosa a mi última frase. ¿Quieres leerla de nuevo, por favor?

—Un momento —dijo Claire, buscándola—. "Creo también que todo ello forma parte de la atmósfera estimulante de esta semana de festejos"

—Eso es. Añade esto… —Reflexionó un momento antes de dictar—.

El Dr. Orville Pence era uno de los jueces del concurso de belleza y su veredicto fue bien acogido y coincidió con el de los otros dos jueces indígenas, salvo en un caso. La última de las concursantes resultó ser una joven de nuestro equipo, la indomable Ms. Bleaska, a quien sus numerosos admiradores indígenas convencieron para que se presentase. Hubiera ganado el primer premio, pues es la favorita del poblado, a no ser por el voto en contra del Dr. Pence. De todos modos, recibió honores de finalista. Como puedes ver, aquí no nos limitamos al mero papel de espectadores, sino que participamos activamente en la vida de la aldea y lo hemos venido haciendo desde la primera noche de nuestra llegada con motivo del banquete de Paoti, durante el cual mi nuera se ofreció voluntariamente para participar en los ritos de amistad.

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