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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (79 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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En el gozo que le producía el agua, mientras retozaba en ella, casi olvidó que, entre las tinieblas, una persona del sexo opuesto la esperaba.

—¡Aquí estoy! —oyó gritar a Moreturi. Ella empezó a nadar de espaldas sumergida hasta los hombros, hasta que lo vio avanzar hacia ella a grandes brazadas. A los pocos segundos lo tuvo a un par de metros y vio su negro cabello pegado a su cara y frente.

Una ola llegó inesperadamente, más alta que las anteriores, y ella consiguió advertirla a tiempo, remontándola y hundiéndose con ella, pero la ola cubrió momentáneamente a Moreturi.

—¡Allá voy! —gritó él.

Rachel dio media vuelta y lo vio a su espalda, subiendo y bajando en el oleaje como un alegre idiota. Una vez se elevó fuera del agua, surgiendo de ella hasta el abdomen. Rachel contuvo un grito, tragó agua y rogó al cielo que no se elevase más. Se alejó nadando, preguntándose cómo se las compondría para volver a la playa y vestirse sin que él la viese, y cómo se vestiría él para que ella no tuviese que verlo desnudo.

Pero mientras nadaba, su aprensión se hizo menor, calmada por el mar, jubiloso y apaciguador. Empezó a probar diversos estilos de natación, de costado, braza, sintiéndose maravillosamente, como una criatura marina, una sirena, y dando gracias a las copas que había bebido y al hombre que la llevó allí.

Resolvió decirle que estaba muy contenta; lo merecía por todas las molestias que se había tomado, y empezó a buscarlo para decírselo. Y mientras lo buscaba, oyó de pronto su nombre, un grito frenético… era la primera vez que él la llamaba por su nombre de pila. Y entonces ella penetró de cabeza en la gigantesca ola, que la golpeó, como una bofetada digna de Gargantúa y la concavidad líquida la arrolló y la hizo descender volteando hacia las verdes profundidades marinas. Permaneció un tiempo interminable bajo el agua, entre las brillantes formaciones del fondo del mar, donde todo era como un extraño planeta de movimiento retardado.

Emergió pataleando, hacia la superficie, y cuando surgió del agua, notando que sus pulmones iban a estallar, pensó que se ahogaba, que le faltaba aire… un negro velo se tendía sobre ella, y ella luchaba desesperadamente por rasgarlo. Y entretanto, desde muy lejos, traído débilmente por el viento, oía pronunciar su nombre, y cuando se le acababan las fuerzas, un brazo hercúleo la rodeó y la sacó del agua. Entrevió confusamente la cara de Moreturi.

—¿Se ha hecho daño? —le preguntó—. La ola la golpeó con mucha fuerza.

—No, estoy bien —respondió ella, tosiendo.

—La ayudaré.

—Sí, gracias… sí…

El la agarró por el cuello, y manteniéndole la cabeza fuera del agua, nadó de costado, con un solo brazo, hacia la playa. Al instante siguiente se incorporó y la puso en pie, pero las rodillas de Rachel se doblaban y él tuvo que sostenerla con ambas manos. La levantó y la sacó del agua para tomarla en brazos, uno por debajo de las piernas y el otro en torno a los hombros, y así la llevó a la arena.

Cuando él salía del mar, con ella en brazos, Rachel empezó a reponerse de la impresión sufrida. Tenía la cabeza apoyada en el duro y musculoso brazo del nativo, cuya mano le cubría el seno izquierdo. Se miró con sorpresa y comprobó que tenía los senos al aire. Con la mente aún embotada, trató de recordar lo sucedido y entonces comprendió que la violencia de la ola le había arrancado los sostenes.

—¡Buen Díos! —gimió.

—¿Qué?

—¿Llevo aún algo encima… los pantalones…?

—Sí, no se preocupe.

La pregunta sin duda le sorprendió, pero ella no estaba afligida sino contenta, pues no había perdido el sostén deliberadamente. Presa de un sentimiento irracional, deseó haber perdido también sus pantaloncitos de nailon, pues esto lo hubiera resuelto todo.

El la depositó con delicadeza sobre la cálida arena, tendiéndola de espaldas y allí permaneció, tal como él la dejara, con los brazos extendidos, las rodillas levantadas en parte, mirando el negro dosel de la noche que los cubría. Cerró los ojos, deseando rendirse a la lasitud, pero tenía demasiadas cosas que pugnaban por salir a flor de piel. Y el agua no había enfriado su ardor. Abrió los ojos y lo vio arrodillado a su lado y entonces, pese a su somnolencia, se asustó, porque había olvidado que él estaba completamente desnudo. Sí, estaba completamente desnudo y dispuesto para el amor.

Esto fue lo que más la asustó.

Y con todo, no se movió. La piel que recubría su cuerpo estaba tan tensa que sintió deseos de gemir, como lo hiciera Atetou la víspera. Fue entonces cuando Rachel lanzó un suave quejido. Se dio cuenta de que lo profería y le produjo disgusto, porque no pudo dominarlo… fue un gemido involuntario que permaneció suspendido en el aire sobre ella como el deseo, tan real y concreto como su miembro viril. Tuvo miedo de gemir nuevamente, pues sus pezones se habían endurecido y eran tan dolorosos como dos contusiones. Pero haciendo un esfuerzo, contuvo el gemido que iba a surgir de su garganta. Y allí tendida, notó que él le ponía sus grandes manos en las caderas, para asir los húmedos y apretados pantaloncitos de nailon y bajarlos por los muslos, después por encima de las rodillas, para bajar luego por las pantorrillas. Sus defensas reaccionaron, pero se sentía incapaz de protestar. Y de mirarlo. Después de llegar hasta allí, se dijo, ya nada importaba. De una vez por todas, que pase lo que pase. Había llegado el momento tan temido de cruzar la frontera, pero en realidad no era tan temible como creía. La peor de las muertes era aquella agonía continuada que lo había precedido, pero cuando se llegaba allí, a la frontera, nada importaba ya.

Mientras notaba sus movimientos, se preguntaba por qué no la besaba en los labios o calmaba con un beso el dolor de sus erectos pezones, pero entonces el dolor se esparció por todo el cuerpo, desplegándose en abanico, mientras él la acariciaba con dedos suaves y expertos. Rachel comprendió que no podría soportar aquello ni un segundo más, pues todos los órganos de su cuerpo estaban a punto de estallar y que si él no cesaba en sus caricias, chillaría o haría alguna locura.

Pero entonces ocurrió algo increíble, algo que nunca le había sucedido de aquel modo. Apenas se dio cuenta de que él estaba con su bulto entre sus piernas, pero de pronto notó claramente que la estaba penetrando poco a poco con su ser, suavemente. Sentíase llena de él de manera tan continuada y progresiva, tan incesante e inesperada, que petrificó su cerebro y anestesió todo dolor psíquico.

Cuando el movimiento del hombre empezó, fue, para ella, como si su dolor hubiese cobrado nueva vida, para descender desde sus rojos pezones, de las costillas y el pecho, y ascender desde pantorrillas y muslos hasta el punto por donde él la había invadido. Por primera vez, algo la arrancó de su desvalida inercia, con la palpitante sensación de que aquello no la aliviaba, sino que la dañaba.

Presa de una súbita repulsión, trató de escapar. Apoyó las palmas de sus manos en los hombros de él, tratando de quitárselo de encima, de despojarse de él. No lo consiguió y sus esfuerzos sólo intensificaron los movimientos del hombre y el dolor resultante. Dejó caer los brazos a ambos costados, mientras sus labios suplicaban libertad, pero fue inútil. Seguía tendida en la arena, sintiéndose como una criatura marina arrojada a la playa, fuera de su elemento natural, extranjera, asustada, dando ansiosas boqueadas, pero profundamente alanceada y capturada, por más que intentara regresar a su antiguo reino y a su perdida libertad.

Así transcurrieron minutos y minutos, una eternidad de dolor infinito y humillación y ella apeló en su interior secretamente, para sorprenderlo, a todo cuanto le quedaba de orgullo y reserva. Reunió de pronto todas sus fuerzas, las alineó para conquistar la libertad, abrió los ojos y clavó las uñas en sus hombros sudorosos, para vengarse, para causarle un dolor idéntico, incorporó el torso para librarse de él. Mas comprendió entonces que él interpretaba mal sus esfuerzos, pues sus anchas facciones bronceadas sonrieron con agradecimiento.

Se debatió desesperadamente en la arena, pero sus contorsiones la hacían descender por la playa y sus hombros, espinazo y nalgas se hundían profundamente en la arena, trazando un surco en ella. Y así continuó debatiéndose y arrastrándose por la blanca arena seca, hasta que notó en su carne la arena más firme y húmeda del borde del mar y comprendió que, si seguía retirándose, se metería en el agua.

Confusa, sin fuerzas ya, cesó de resistirse. Notaba cómo una ola se retiraba bajo sus paletillas, y luego una nueva ola que rodeaba su espalda y las plantas de sus pies descalzos. Y después el agua suave le acarició el cabello, salpicándole los enrojecidos pezones y por último lamiendo mansamente y envolviendo su íntima unión.

¡Qué extraño era lo que le hacía el agua! De manera inexplicable, convertía aquella unión, que ella quería y no quería a la vez, en una especie de rito pagano, lleno de gracia. De manera también inexplicable, lavaba las sucias heridas que le había causado la civilización, limpiándola de vergüenza, de sensación de culpabilidad, de temor y, por último —sí, por último—, de recelosa contención. El agua fresca y acariciadora hacía natural y justo aquel interminable acto de amor, en aquel tiempo y lugar, y le daba los medios para cruzar la temida frontera. Y ella la cruzó.

Lo que era doloroso se hizo placentero, envió un gozo bárbaro y voluptuoso por las venas de su cabeza, las arterias de su corazón y las de más abajo.

Así, sobre la arena dura y húmeda, aplaudida por las olas, ella sucumbió a una cópula hasta entonces inimaginada y que no había encontrado en todo cuanto había leído, oído o soñado. Es la vida del hombre, pensó, su vida, toda su vida, y así no hay que extrañarse. Pensó una vez en los otros dos que la poseyeron y lo que le contaron las víctimas tendidas en el diván, aquellos pobres seres, de los que ella formó parte, con su rigidez, su inhabilidad, su afectación, su continuo pensar… ellos, los bárbaros que encadenaban y torturaban aquel acto con sus habitaciones, sus vestidos, sus bebidas, sus drogas, sus palabras, siempre palabras, para aniquilar todo cuanto importaba de verdad, el primitivo acto amoroso en sí, tal como entonces ella y aquel hombre lo realizaban, sin estar diluido por nada pero lleno únicamente de deseo y plenitud…

Todo su cuerpo se animó, con el milagro que representó cruzar la frontera. Miró ciegamente al hombre, como si alzara la vista a una criatura celestial entrevista en un rayo de luz divina, y tuvo la visión de haberse convertido en uno de los pocos elegidos y ungidos. Después de aquello, su vida se colocaría en lugar aparte de todas las vidas de la tierra. Compadeció instantáneamente a todas las mujeres que conocía o había tratado en aquel remoto y distante mundo civilizado que había existido hacía tanto tiempo, las débiles mortales que nunca conocerían aquella nueva dimensión de pura dicha, aquellas pobres mujeres que vivirían y morirían sin haber jamás conocido lo que entonces ella conocía, y la apenó no poder hacerlas partícipes del goce supremo que la embargaba…

De pronto dejó de importarle todo cuanto sucediese en la tierra, salvo ella y aquel hombre. Lo abrazó, lo poseyó, locamente, y por último el gemido ascendió por su garganta y ella lo dejó escapar al fin… para estar segura de que ella también había escapado…

En la aldea reinaba quietud de nuevo. Todo dormía bajo el manto de la noche. Incluso los últimos participantes en la fiesta, que se iban a sus casas a dormir o al monte para hacerse el amor, incluso aquellos últimos rezagados hablaban en susurros más suaves que la brisa.

Dentro de la choza de bálago situada por encima del poblado que le era tan familiar, él permanecía sentado, a la débil luz de una temblorosa candela. Así estuvo mucho tiempo. Esperaba oír los pasos que anunciarían el regreso de ella. Se preguntaba si oiría los pasos de una persona o de dos, y, en este caso, qué diría para explicar su presencia en la habitación.

Antes de ir allí había bebido más de lo acostumbrado; cuatro whiskies colmados, que no lo afectaron en absoluto, Aunque quizás fuesen precisamente aquellas cuatro copas las que le habían infundido valor para ir hasta allí, para correr el riesgo que iba a correr; él no hubiera permitido que el licor le embotase los sentidos para la tarea que se proponía realizar.

Sabía que era cerca de medianoche y el bullicio del festival había cesado hacía media hora. A partir de entonces reinó un silencio enervante, pero de pronto le pareció que algo rasgaba aquel silencio. Ladeó la cabeza, distendiendo las aletas de su nariz aquilina, frunciendo sus finos labios y aguzando el oído. El leve rumor estaba producido por unos pies humanos que andaban sobre la hierba; sí, eran unos pasos, no de dos personas sino de una, y conjeturó, por el ligero pisar de los pies descalzos, que era ella y que volvía sola.

Hasta entonces había estado medio caído contra la pared. Entonces se incorporó, para sentarse muy erguido y atento, cuando la puerta de cañas se abrió. Tehura, cubierta únicamente por las dos trenzas de largo cabello negro que caían sobre su pecho y el breve faldellín de hierba, entró en la cabaña. De momento no lo vio. Parecía estar sumida en sus pensamientos, mientras cerraba la puerta con gesto maquinal. Después se echó las dos trenzas sobre los hombros y se volvió de cara al centro de la habitación.

Fue entonces cuando lo vio.

Sus facciones no denotaron sorpresa alguna, sólo interés.

—Hola, Marc —dijo—. Me extrañó no verte esta noche.

—La he pasado casi toda aquí —dijo él—. Quería verte a solas. Me preocupaba pensar que pudieras volver con Huatoro.

—No.

—Por favor, siéntate aquí conmigo —le dijo—. Si… si no estás demasiado cansada, me gustaría hablar contigo de algo importante.

—No estoy cansada en absoluto.

Tehura cruzó la estancia y se sentó en la estera a unos pasos de él. La mirada de Marc se dirigió a la pared opuesta, con expresión pensativa.

—Sí, temía que Huatoro te acompañase. Dijiste que concederías tus favores al que ganase la carrera de natación.

—Y lo sostengo —dijo ella.

—Pero no esta noche, por lo visto. ¿Por qué?

—No lo sé… El me entregó su collar del festival.

—Veo que no lo llevas.

—No esta noche —repitió ella.

—Debe de haberse enfadado.

—Eso no es cuenta mía. Que espere.

—¿Querrás hacer el amor con él?

—Aunque lo supiese, no te lo diría —repuso la joven—. Pero no lo sé.

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