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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (33 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—¿Cómodamente, dice usted? —preguntó Marc, sardónico.

Courtney pareció sorprenderse por la pregunta.

—Pues no faltaría más, Dr. Hayden. Comodidad relativa, desde luego.

No es un poblado norteamericano, con agua corriente, caliente y fría, bombillas eléctricas o drugstore, pero tampoco es esta playa solitaria, desde luego. Encontrarán cabañas preparadas para alojarlos, sitios para sentarse, tenderse y comer, y buena compañía, sobre todo.

Maud, que miraba a su hijo con el entrecejo fruncido, se volvió a Courtney con una sonrisa forzada.

—Estoy segura de que será muy agradable, Mr. Courtney. Muchos de nosotros ya hemos estado en otras expediciones y sabemos que no es lo mismo que estar en nuestra propia casa. Si fuese esto lo que hubiésemos querido, no hubiéramos venido. Y como ya le dije, nos sentimos muy honrados y privilegiados de que se nos permita venir y de que el jefe Paoti acepte nuestra presencia aquí.

—Muy bien —dijo Courtney, inclinando levemente la cabeza. Su vista se paseó por las caras de los reunidos y por último se posó en las ansiosas facciones de Claire—. Es posible que algunos de ustedes se sientan desconcertados y aislados del resto del mundo. No me sorprendería que esto ocurriese, porque fueron los sentimientos que yo experimenté al pisar por primera vez el suelo de Las Sirenas, hace cuatro años. Por experiencia propia, puedo asegurarles que esos sentimientos mañana ya se habrán disipado. Pero quiero que sepan esto: no están tan aislados como suponen. El capitán Rasmussen ha accedido a incrementar su contacto con nosotros, efectuando un vuelo semanal a la isla. Según creo, el profesor Easterday se encarga de recogerles el correo, y el capitán lo traerá todas las semanas, para llevarse las cartas que ustedes deseen mandar desde Papeete. Además, si ustedes encuentran a faltar algo, que sea fácilmente transportable, el capitán lo adquirirá en Tahití y lo podrán tener al cabo de una semana. Creo que con eso…

—¡Eh, Tom!

La inconfundible voz aguardentosa de Rasmussen llegó desde la playa.

Courtney dio media vuelta y todos siguieron su mirada. Rasmussen y Hapai señalaban a Sam Karpowicz. El botánico con las piernas muy abiertas estaba en la húmeda arena al borde del agua, con una diminuta máquina fotográfica plateada, enfocando el hidroavión posado sobre el mar.

—¡Ese tipo está haciendo fotografías! —gritó Rasmussen.

Courtney se separó inmediatamente del grupo, pasó junto a Pence y Lisa Hackfeld y echó a correr hacia Sam Karpowicz, que estaba a unos metros de distancia. Las voces que daba Rasmussen alcanzaron al botánico y bajó la cámara, confuso ante aquella interrupción y al ver cómo se aproximaba Courtney. Maud, seguida por Marc y Claire, echó a correr en pos de Courtney.

—¿Puede saberse qué hace usted? —preguntó Courtney, con tono perentorio.

—Pues… yo… yo… —En su aturdimiento, Sam no encontraba palabras para responder—. Sólo hacía unas cuantas fotografías. Siempre llevo esta Minox en el bolsillo. La tengo sólo…

—¿Cuántas ha hecho?

—¿Qué quiere usted decir? ¿Cuántas he hecho, aquí?

—Sí, aquí.

Al observar el tono acusatorio de Courtney, su expresión dura y severa, la súbita aspereza de su voz, Claire se sintió turbada. Lo consideraba afable y bondadoso, un hombre de buen talante incapaz de encolerizarse y aquella escena la asustó. Con asombro, se preguntó qué le habría hecho cambiar.

—Yo… yo… —Sam Karpowicz volvió a tartamudear—. Yo únicamente quería hacer un documental completo del viaje. He hecho dos o tres fotografías de la playa… y luego una del avión… y…

Courtney tendió la mano:

—Deme la película.

Sam vaciló.

—Pero… usted… la velar…

—Démela.

Sam metió la uña en la tapa posterior de la Minox y la abrió. Luego dejó caer el diminuto rollo de negativo en la palma de su mano y lo entregó a Courtney.

—¿Qué piensa hacer con él? —preguntó.

—Voy a tirarlo.

Los ojos miopes de Sam miraban tras de las gafas cuadradas sin montura, con la expresión de un corzo herido.

—No puede usted hacer esto, Mr. Courtney… esas películas son de cincuenta fotografías… y ya hice veinte fotografías en Papeete.

—Lo siento —dijo Courtney, apartándose para echar el brazo hacia atrás y arrojar el diminuto rollo de metal al agua, donde cayó describiendo un gran arco. Con un minúsculo chapoteo, la película se hundió en el mar.

Sam se quedó mirando al agua, mientras movía tristemente la cabeza.

—Pero… ¿por qué…?

Courtney se volvió de nuevo hacia el botánico y después miró a sus compañeros. Su rostro ya no tenía una expresión encolerizada, pero estaba muy serio.

—Convencí a Paoti y a toda la tribu para que les permitieran venir.

Les di mi palabra de que no harían absolutamente nada que pudiera revelar su situación o poner en peligro su seguridad.

Marc protestó:

—Vamos, Mr. Courtney, yo no creo que unas cuantas fotografías inofensivas de una playa primitiva… igual a centenares de otras playas…

—No es igual —repuso Courtney con firmeza—. Al menos, no lo sería para un conocedor de los Mares del Sur. Para unos ojos experimentados, cada centímetro cuadrado de cada atolón posee sus características, su individualidad. Cada uno es distinto. Esas fotografías de la playa y de la región vecina, una vez conocidas y publicadas, podrían proporcionar un indicio a un conocedor de estas latitudes… una pista concreta…

Sam asió a Maud por el brazo, como si apelase al tribunal supremo.

—Nos dijeron que podíamos hacer fotografías…

—Desde luego que sí —atajó Courtney, dirigiéndose también a Maud—. Doctora Hayden, yo tengo alguna experiencia de la labor que usted realiza… comprendo la importancia que para usted tienen las fotografías. Estoy de acuerdo con el jefe Paoti para que usted fotografíe lo que le plazca en el interior de la isla… todo y cuanto desee… paisajes… los habitantes… la flora, la fauna, danzas, la vida diaria del poblado… en una palabra, todo excepto lo que pudiera delatarles. Estoy seguro de que usted me comprende. Sería arriesgado publicar fotografías del perímetro costero de la isla. También lo sería, fotografiar puntos fáciles de identificar… los restos del cono volcánico, por ejemplo, o fotografías con teleobjetivo de los dos pequeños atolones próximos… pero en cuanto a lo demás… considérese aquí como en su estudio y haga lo que desee.

Maud escuchó esta última parte de la perorata haciendo ademanes de asentimiento y después miró a Karpowicz.

—Tiene razón, Sam —dijo—. Toda la razón. Han establecido ciertas reglas y debemos atenernos a ellas. —Volvió su atención a Courtney—.

Verá usted que no hay persona más dispuesta a cooperar y dotada de más buena voluntad que el Dr. Karpowicz. Su equivocación, estoy segura de que los demás también cometeremos alguna, se debió únicamente a la ignorancia de las limitaciones impuestas. Le ruego, Mr. Courtney, que me informe lo antes posible de las prohibiciones para darlas a conocer a los demás miembros del equipo.

Mientras escuchaba estas palabras, el semblante de Courtney perdió totalmente su severidad y Claire, que lo observaba, volvió a experimentar simpatía por él.

—Me parece muy bien, doctora Hayden —dijo Courtney. Sacó un pañuelo del bolsillo posterior de sus pantalones y se secó la frente—. Ahora será mejor que nos vayamos de la playa y nos dirijamos al interior.

Dio una orden en polinesio a los indígenas de la canoa y uno de ellos respondió con un ademán que significaba asentimiento. Luego separándose del equipo, Courtney dio unos pasos hacia Rasmussen y Hapai.

—Gracias, capitán —dijo Courtney—. Y a ti también, Dick. Nos veremos de nuevo la semana que viene, en el día acordado.

—Sí, hasta la semana que viene —dijo Rasmussen. Su mirada se separó de Courtney, para fijarse en Maud y Claire. Luego sonrió haciendo un guiño—. Espero que se encontrarán bien con faldellín de hierba.

Maud hizo como que no oía la observación.

—En nombre de todos, capitán, le damos las gracias.

Courtney palmoteó para dar una orden.

—¡Oigan todos!;Nos vamos al poblado!

Esperó a que Maud se pusiera a su lado y entonces se volvió de espaldas a los otros y al mar, y comenzó a caminar por la arena, en dirección a una grieta que se abría entre los gigantescos peñascos. Los otros nueve avanzaron siguiendo a la pareja y pronto llegaron todos al estrecho sendero que ascendía entre paredes de roca en dirección al interior de la isla.

Claire cerraba la marcha, con Marc a su lado. Notó que su marido la sujetaba por el codo.

—¿Qué te parece, Claire?

Ella se detuvo, subiéndose la correa del bolso por el hombro, para evitar que cayese.

—¿Qué me parece, qué?

—Todo esto… el sitio… ese Courtney.

—No sé qué decirte. Es todo tan extraño… Nunca había visto una cosa así en mi vida… muy bonito pero distinto a todo.

—Sí, es un sitio muy solitario —asintió Marc. Su mirada se dirigió al sendero que los demás seguían con paso lento—. Lo mismo que nuestro nuevo amigo.

—¿Quién? ¿Mr. Courtney?

—Sí. Este hombre me desconcierta. Confío en que será un informador de confianza.

—Parece culto y juicioso.

—No dudo de que sea culto —dijo Marc—. En cuanto a eso de que sea juicioso, depende de lo que entiendas por ello. Desde luego, parece práctico y eficiente. Entonces, ¿por qué se ha desterrado voluntariamente aquí? Si fuera un leproso, o tuviera una enfermedad incurable, o huyera de la justicia, o fuera un pelagatos, lo comprendería. Pero parece un hombre normal…

—No sé, Marc, pero sin duda debe tener motivos muy fundados para estar aquí.

—Tal vez sí… tal vez no —repuso Marc, meditabundo—. Creyendo que podía iniciar unas relaciones francas y cordiales con él desde el primer momento le pregunté qué hacía en un lugar como éste. ¿Y sabes qué me contestó? Pues dijo: "Me limito a vivir". Debo reconocer que esta respuesta me dejó de una pieza. ¿Qué clase de persona se conformaría con desterrarse a miles de kilómetros de la civilización, para vivir entre primitivos semidesnudos, dedicándose a no hacer nada, a vegetar?

Claire no contestó. Pero ella también se preguntaba lo mismo. Entonces, cuando Marc penetró por el sendero, se volvió para dirigir una última mirada a la playa y al mar. Y se preguntó entonces algo más. La próxima vez que viese aquel paisaje, ¿habría cambiado el escenario o alguno de ellos?

Con gesto decidido inició el ascenso del sendero que pronto la llevaría a lo que tantas veces había eludido en sueños.

Llevaban andando casi cuatro horas y media, arrastrando los pies y avanzando penosamente bajo aquel calor sofocante.

Durante la primera parte del camino, cuando Claire todavía no había malgastado sus fuerzas y no estaba cansada, cuando sus sentidos estaban aún frescos y alerta y podían absorber por completo los nuevos espectáculos y sensaciones, gozó con el paseo. El primer ascenso entre los erosionados y altivos peñascos de lava, rodeados de una vegetación cada vez más tupida, con densos arbustos y enredaderas colgantes, en un camino sin sol, sin luz y muy estrecho, resultó fácil, incluso vigorizante, mientras desperezaba sus descansados músculos.

El magnífico verdor de la meseta llana, que se trocó después en grandes barrancos y profundas gargantas, cubiertos de una espesa y húmeda vegetación, también resultó agradable. Ante sus ojos desfilaban los árboles del pan, las finas enredaderas que indicaban la presencia de ñames silvestres, las cañas de azúcar, las hojas de pándanos, los cocoteros, los plátanos, las espesuras de bambúes, los mangos, las acacias amarillas y blancas, las ciénagas pobladas de taros, formando todo ello espectáculos exóticos y abigarrados. La visión que formaban fue oscureciéndose gradualmente, a medida que su cansancio aumentaba. Lo único que por último percibió fueron los aromas, la brisa marina, de un débil olor salino, dominada por la fragancia de las flores tropicales, las frutas, las plantas y las nueces de coco.

Acabó por sentirse cansada de la abundancia que observaba en la isla, fatigada por tanta belleza, movimiento y sol. Tenía los músculos y los sentidos doloridos.

Después del último descanso, efectuado una hora antes, Claire se situó al lado de Harriet Bleaska, unos pasos detrás de Courtney y Maud, que abrían la marcha y no parecían estar nunca cansados. Como un caballo de tiro que siguiese a otro uncido a un carro, ella se esforzaba en avanzar al compás de los pasos militares que marcaba Maud —¿qué se había hecho de su artritis?— y del paso monótono y balanceante de Courtney que parecía avanzar a sacudidas. Ascendían una loma redondeada, cuya ubérrima ladera abundaba en pándanos y escévola (según afirmó Sam Karpowicz) hasta alcanzar su cumbre plana. Una vez allí, se aproximaron a un frondoso árbol del pan, que ofrecía una buena sombra y junto al cual discurría un arroyuelo que descendía saltando por la pendiente de la colina.

Courtney aminoró el paso, levantó un brazo y después se volvió hacia ellos.

—Bien, vamos a descansar aquí a la sombra… será la última vez antes de llegar al poblado… que no está a más de veinte o treinta minutos de marcha.

Además, a partir de ahora andaremos cuesta abajo, lo que resulta más descansado. Si tienen sed, pueden beber agua del arroyo, que es muy buena.

Sin esperar a que se lo dijeran dos veces, Mary Karpowicz salió de la fila y se dirigió al agua, seguida al instante por su madre, que resollaba, y después por Orville Pence y Lisa Hackfeld.

Claire, que los estaba mirando, se dio cuenta de pronto que Courtney se había acercado y la contemplaba, con expresión preocupada.

—Está usted muy cansada, ¿verdad?

—¿Tan mala cara hago?

—No pero…

—Sí, lo estoy —dijo ella—. No lo entiendo. No soy ninguna atleta, pero en Estados Unidos suelo mantenerme en forma… juego al tenis y practico la natación…

El movió la cabeza.

—No es cansancio físico… sino nervioso… demasiadas impresiones al mismo tiempo. Es como visitar París o Florencia y querer verlo todo el primer día, sin tomar aliento. La cabeza le empezaría a dar vueltas, sentiría vértigo y le dolerían la espalda y las piernas.

—Es usted adivino o algo parecido? ¿Cómo lo ha sabido?

—Porque a mí me sucedió lo mismo, cuando vine el primer día. Después de descansar me encontré perfectamente y por la noche ya volvía a ser el de siempre. Esta noche usted también se encontrará bien.

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