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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (31 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Maud y Claire siguieron con la mirada el dedo de Rasmussen, que les indicaba al atezado joven de cabello negro inclinado sobre los mandos. Se volvió a medias, sus miradas se cruzaron brevemente y asintió con la cabeza.

—Así es, en efecto —dijo.

—Resumiendo —continuó Rasmussen—, el médico de la tribu consiguió salvar al padre de Hapai, que aún vivió algunos años. En cuanto a mí… no querían que me fuese… me dieron vino y me atiborraron hasta que apenas podía moverme… y para anular el tabú, celebraron diversos ritos y me hicieron miembro honorario de la tribu. ¿Qué les parece?

—Sí, a veces hacen eso —dijo Maud.

—Lo hicieron por mí. A decir verdad, no pudieron hacer más. Yo podía tomar todo cuanto se me antojase. Al cabo de un par de años, empecé a acostumbrarme a hacerles una visita de vez en cuando, sólo para divertirme… es un sitio donde uno lo pasa muy bien, pues hay muchas diversiones, esperen y verán… y así fui sabiendo cosas acerca de la isla y aquella gente.

Hasta que un día, descubrí que tenían un producto especial que enseguida vi que era mejor que la copra, las perlas o las conchas y pedí permiso para exportarlo y venderlo en exclusiva, pagándoselo a cambio por artículos que necesitan y que se encuentran en otras islas. Y esto es lo que he hecho desde entonces. En los primeros tiempos, yo tocaba en la isla con mi goleta unas cuatro veces al año, pero después de esta última guerra, vi que lo que se imponía eran la velocidad y los aviones. Y entonces, aprovechando una buena ocasión, compré este viejo cacharro, que me hace añorar los viejos y tranquilos días de las goletas…

—¿Y los hombres de su tripulación? —preguntó Maud—. ¿No esparcieron la noticia a los cuatro vientos? ¿No hicieron correr la voz de Las Sirenas?

Rasmussen lanzó un bufido.

—¿Mi tripulación? ¿Qué tripulación? Sólo iban conmigo un par de chinos borrachos, incapaces de interpretar las indicaciones del compás.

Nunca tuvieron la menor idea de dónde nos hallábamos y, además, cuando arribábamos a estas aguas, yo ya tenía buen cuidado de que estuviesen como cubas. No desembarcaron ni una sola vez. Más tarde, cuando los chinos murieron, Paoti me preguntó que por qué no empleaba a hombres de su tribu, para que así la cosa fuese más segura, y por eso tengo a Hapai conmigo y antes tuve a su primo. Son buenos muchachos. Por esto hemos podido mantener el secreto. Yo nunca se lo revelé a nadie, excepto una vez, pero eso es cuenta mía. Siempre guardé el secreto, porque así conservaba también la exclusiva del producto que exporto, pero no es ése el verdadero motivo, señora. Comprenda, ahora yo formo parte de esta gente, soy miembro honorario de su tribu, y moriría antes de traicionarles… o permitir que los forasteros echasen a perder la isla. Por esto me puse furioso cuando el profesor Easterday la descubrió por casualidad y me obligó a revelar mi secreto.

—Capitán Rasmussen —dijo Maud—, no tiene usted que temer nada en cuanto a nosotros. Todos, del primero al último, nos hemos comprometido a guardar el secreto de Las Sirenas. Y aunque uno de nosotros cometiera una indiscreción, no sabemos ni tenemos el menor indicio de dónde estamos.

—De todos modos, es mejor que tengan cuidado —dijo Rasmussen—, porque ahora ya conocen aproximadamente la zona donde se encuentran las islas. Si alguien lo sabe y se dedicara a buscarlas, tarde o temprano daría con ellas.

—En la obra que pienso escribir —dijo Maud—, diré únicamente que se encuentran en la Polinesia.

—Capitán —preguntó Claire—. Lo que me sorprende es que nadie las descubriese durante la última guerra. El Pacífico estaba lleno de aviones y barcos, tanto japoneses como americanos. Y desde entonces…

—Estoy seguro de que las han visto docenas de aviadores y de navegantes —dijo Rasmussen—. Pero desde el mar, parecen deshabitadas y quienes las ven, ven también que no son gran cosa, no tienen puerto natural ni aguas con calado suficiente, sin contar con que a veces el oleaje es muy fuerte. En cuanto a los aviones, más de uno ha volado sobre Las Sirenas, pero tampoco han visto nada… esto es lo más fantástico de estas islas… que, debido a su especial configuración, su único poblado es prácticamente invisible desde el cielo o el mar… o sea, que siempre parecen desiertas.

En cuanto al presente, podemos decir lo mismo y además se encuentran lejos de las principales rutas marítimas, sin olvidar que la gente prefiere visitar las islas conocidas, pues creen que lo bueno es lo conocido y lo demás no vale nada. Esto fue lo que nos salvó.

Maud se disponía a decir algo más, cuando Hapai puso la mano sobre el brazo de Rasmussen.

—Capitán —dijo el joven polinesio—. Las islas de Las Sirenas por la proa.

Todos miraron al exterior. La noche había desaparecido y se alzaba el sol. A sus pies se extendía el océano, de un color gris azulado y ribeteado de oro por los rayos del sol naciente. Las aguas parecían cubrir una extensión interminable. La mirada de Claire recorrió aquel universo líquido, y en un punto próximo al infinito, exactamente como Easterday había descrito hacía algunos meses, en su carta, vio una vaga silueta frente al horizonte. Eran unas tierras que describían un arco. Saboreó la frase con que había sido anunciada su presencia: las islas de Las Sirenas por la proa.

Maud sólo consiguió verlas unos segundos después. Lanzó un suspiro de satisfacción.

—Ya las veo, capitán. ¿Cómo llamaría usted a esas islas… un atolón sumergido a medias o una antigua isla volcánica?

—Yo las llamaría de las dos maneras y no andaría muy lejos de la verdad —contestó Rasmussen, que se había vuelto de espaldas a ellas—. En realidad, lo más correcto sería decir que es una isla elevada, a causa de su pequeño volcán apagado… ¿lo ve usted? Ahí donde se amontonan las nubes blancas… pero la isla principal no es tan abrupta ni boscosa como acostumbran a ser casi todas las islas montañosas de esta zona y, aunque tienen un cinturón de coral, también posee algunas marismas y más vegetación que los atolones. Lo bueno que tiene, bajo el punto de vista de sus habitantes, claro, es que es muy abrupta y acantilada y resulta difícil penetrar en ella, como pasa con Aguigan y Pitcairn. —Hizo una pausa—. Pronto lo verán.

Claire y Maud permanecían inmóviles, muy impresionadas, mientras cruzaban velozmente sobre la brillante y tensa seda que era el Pacífico, por el que ascendía y se ensanchaba la parte superior del amarillento disco solar, enmarcando dentro de su círculo la isla principal, como un fragmento de jade, áspero y sin pulir, inmóvil en la calma tropical.

Casi estaban encima… luego se deslizaron sobre la isla y describieron una curva a su alrededor. Claire pudo ver con claridad lo que había contemplado Easterday: abruptos y negros acantilados que ascendían en terrazas esculpidas por la erosión, la lluvia y el tiempo; una lujuriante alfombra color de orín que cubría una meseta; una montaña hendida que se alzaba altiva y orgullosa, como las ruinas de un antiguo castillo; el brillo de lagunas violáceas; barrancos excavados por la "mano paciente de las edades" de que hablaba Pierre Loti; laderas cubiertas de árboles, arroyos cristalinos, verdes y lozanos valles encajonados. Pero Claire pudo ver que todo estaba delicadamente miniaturizado, hasta los menores detalles, como si fuese un cuadro surgido de los pinceles de un Brueghel polinesio.

En su vuelo, dejaron atrás los dos atolones próximos y regresaron hacia una hendidura que se abría en las rocosas murallas de la isla. Claire distinguió las hileras de cocoteros, cuyas copas parecían alegres y diminutas explosiones en el cielo. Más allá se extendía el mar de cobalto, cuyas aguas se hacían cada vez más verdes y brillantes mientras se aproximaban a una cinta de playa, estrecha extensión arenosa que centelleaba y lucía al sol.

Todo parecía inanimado, exceptuando la espuma blanca que hervía al pie de los acantilados que cerraban la pequeña extensión de playa… todo estaba tranquilo, a excepción del oleaje y algunas trazas de movimiento que se veían allá abajo, en la playa.

A Claire el corazón le dio un brinco en el pecho.

—¿No es gente eso que hay ahí abajo, en la playa?

Rasmussen lanzó un gruñido.

—Sí, probablemente es Courtney, que acude a darnos la bienvenida, con algunos habitantes del poblado que cuidarán de llevar el equipaje.

—Rasmussen estaba entonces muy ocupado con los mandos—. Vamos a amerizar. Valdrá más que vayan a despertar a sus amigos y después siéntense. A veces el agua es blanda y suave como una almohada, pero otras parece una carretera llena de baches.

Maud fue la primera en irse y Claire se hizo la remolona.

Por un instante más, sus ojos contemplaron con placer aquel lugar primitivo, el arco iris luminoso que se extendía bajo el ala del aparato y murmuró entre dientes para sí misma: "la orana". Después arrancó su mirada de la visión, virgen para sus sentidos, y volvió a la razonable seguridad que le ofrecían su marido y sus compañeros.

Cuando Claire regresó a su asiento, vio que Marc y los demás habían despertado ya, les dirigió un gesto vago, todavía bajo el embrujo de aquella visión y se sentó, en el momento en que el aparato se inclinaba hacia abajo.

Se sujetó fuertemente al asiento, contemplando las ventanillas, y descendió con la enorme ave polinesia; notó cómo ésta entraba en contacto con el agua, rebotando y deslizándose, hasta que los motores tosieron por última vez de manera espasmódica antes de detenerse, y quedaron posados, llenos de pasmo y maravilla, frente a la arenosa playa de Las Tres Sirenas.

El huevo de la Creación había sido lanzado, pensó Claire. Esperó que el cascarón se rompiese y la liberase, para que al fin pudiera comenzar la vida…

La mañana no había hecho más que empezar, pese a que ya llevaban más de una hora esperando sobre la arena de la playa, mientras Rasmussen y Hapai ayudaban a nueve muchachos indígenas de Las Sirenas a trasladar las cajas con los efectos de la expedición, así como los equipajes, desde el hidroavión, que se balanceaba en las aguas, hasta la costa.

El sol era ya un globo ardiente y las ondas de calor que irradiaba casi eran visibles. La atmósfera era tranquila e incandescente, empapada apenas por un leve vapor, como si algo hirviese lentamente. Era un calor insólito en aquellas regiones de Oceanía.

Claire permanecía de pie, con el suéter al brazo, notando la agradable caricia del sol en cara y cuello y los cálidos granos de arena, que cubrían a medias sus sandalias. A su lado, Rachel DeJong y Lisa Hackfeld parecían estar mucho menos cómodas. Rachel ofrecía un aspecto lamentable con su vestido de lanilla negra y empezó a quitarse la chaqueta. Inspirada por esta falta de cumplidos, Lisa Hackfeld también empezó a quitarse su chaqueta blanca.

—Debe de ser la humedad —dijo Lisa, como si quisiera disculparse—.

Hace un calor sofocante.

—Tendremos que acostumbrarnos a vestir ropas apropiadas —dijo Rachel DeJong.

Claire observó a un joven indígena de gran estatura, de color de madera de arce más moreno que sus compañeros y que en aquel momento se inclinaba hacia delante, con las manos en las rodillas, a punto para recibir la larga canoa que regresaba. Visto por detrás, el indígena parecía estar completamente desnudo. Mostraba sin recato sus arqueados hombros, el rosario del espinazo, sus largos flancos y delgadas nalgas. Únicamente en su cintura se veía el cordel del que pendía la bolsa púbica.

Cuando la ayudaron a embarcar en la canoa y vio por primera vez aquellos nativos, con su masculinidad más bien acentuada que oculta por aquellas bolsas, Claire apartó la vista con embarazo. Temió llegar a la playa, pues sabía que allí estaría Tom Courtney, el hombre blanco, esperándola en compañía de Maud, que se había ido la primera, cuando llegaron las canoas. En los indígenas, aquel sumario atavío, si bien resultaba algo embarazoso, era por lo menos aceptable, teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, pertenecían a otra raza, a otro pueblo y lugar. No admitían comparación con la gente que ella conocía, que podía identificar o imaginar. Pero resultaría violento ver a un hombre de su propia raza ataviado de aquella guisa tan reveladora.

Claire no podía apartar de sí aquella aprensión mientras la canoa se deslizaba por el agua hacia la playa. Era incapaz de prestar atención al escenario ni a los remeros. Por último llegó a la arena, Maud le presentó a Mr. Thomas Courtney y, con gran alivio por su parte, vio que éste no iba en traje de Adán, sino que era la decencia civilizada en persona.

—Bienvenida a Las Sirenas, Ms. Hayden —dijo.

Y mientras ella le estrechaba la mano, rehuyendo mirarle el rostro, vio que llevaba una fina camiseta de algodón, ya empapada en sudor, unos arrugados y bastos pantalones azul pálido enrollados en los tobillos y sus pies desnudos lucían unas sandalias de cuero. Sólo más tarde, cuando él las dejó para atender otras ocupaciones, vio que su rostro correspondía a la imagen mental que se había formado de él, basándose en la descripción dada por Easterday en su carta. Claire esperaba que tuviese cabello pajizo, pero vio que lo tenía de un tono castaño más oscuro de lo que imaginaba, lo mismo que sus ojos, y además espeso y enmarañado. Sus facciones eran más largas, más sensitivas y joviales de lo que había dicho Easterday, y tenía el rostro maravillosamente curtido con arrugas muy marcadas en las comisuras de los labios, a causa de la vida al aire libre, las inclemencias atmosféricas y el comienzo de la edad madura. Era un hombre talludo, probablemente fuerte, pero se movía por la playa dando largas zancadas más bien desgarbadas, como si fuese excesivamente alto y tímido. Claire observó que, cuando estaba quieto, poseía el don del reposo, el arte de relajarse, de mostrarse engañosamente indolente… en contraste con Marc, que siempre estaba tenso y rígido.

De pie junto a Rachel DeJong y Lisa Hackfeld, mientras observaba al indígena vuelto de espaldas a la orilla del agua, Claire tuvo la sensación de que aquél y los demás nativos llevaban un atavío de acuerdo con el clima y lugar, mientras que no podía decirse lo mismo de ellos. Por un momento, al notar el agradable calor matinal, sintió deseos de quitarse la blusa y la falda, para tirarlas lejos de sí y experimentar el placer completo del sol, el aire y el agua.

Lisa se había quejado, diciendo que hacía un calor sofocante. Rachel había dicho que habría que buscar ropa apropiada y entonces Claire comentó en tono festivo:

—Bien, doctora DeJong… tal vez tendremos que aprender a desnudarnos… para imitar a los indígenas.

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