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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (26 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Mientras Claire lo sometía a este implacable examen, calculó que su edad debía de oscilar entre los cuarenta y ocho y los cincuenta y dos años.

Y se dijo, completamente convencida, como si de algo propio se tratase, que se encontraba en el peor período de su vida. Poco después de que llegara Garrity, escuchó sin proponérselo una breve e irónica conversación entre aquél y Cyrus Hackfeld. La discusión le reveló que Garrity había ido aquel mismo día a ver a Hackfeld para pedir que la Fundación le subvencionase un viaje, pero Hackfeld contestó con una negativa, añadiendo que la Fundación no disponía de fondos para empresas carnavalescas que no tuviesen carácter científico. Claire sospechaba que lo peor de todo, para Garrity, era que el mundo había seguido adelante, dejándolo a un lado del camino, donde él se quedó con su viejo repertorio, sin que el mundo se interesara ya por el histrión que había abandonado.

Durante los años treinta hubo un público para Garrity. En aquel período de entreguerras aún perduraba la resaca de los felices veintes que, combinada con la gran depresión económica, provocó deseos de evasión en los hombres, felices de adoptar una identidad distinta. Garrity les proporcionó una identidad romántica que les permitiera disfrazarse y huir.

Personificó por un tiempo todos los sueños y anhelos de lugares remotos y aventuras exóticas. Siguió las pisadas de los caballeros errantes, evitando la muerte, salvando doncellas afligidas, descubriendo ruinas ocultas, escalando inaccesibles montañas, musitando oraciones a la sombra y al claro de luna de los Taj Mahals de la tierra. Pero además describió en sus libros estas heroicas aventuras juveniles y habló de ellas en sus conferencias, mientras millones de seres humanos pagaban para salir de su envoltorio carnal y acompañarle en sus quiméricas empresas.

El declive empezó para Garrity en los años cuarenta, y los cincuenta le asestaron el golpe de gracia. En la década anterior, los hijos de sus lectores se vieron obligados a salir de su insularidad para recorrer el mundo; visitando las viejas ciudades de Francia, Italia y Alemania, los arenales africanos, las junglas del Pacífico, viendo todos estos lugares bajo la dura y cínica luz de la realidad. Así, visitaron todos los lugares descritos por Garrity y supieron que sus románticas aventuras no eran más que una sarta de mentiras. Conocieron mejor que él la verdad sobre los lugares remotos y les faltó paciencia para seguir soportando a Garrity, pese a la permanente credulidad de sus padres, que no sabían otra cosa. Al comenzar los años cincuenta, su antiguo público iba en disminución y el nuevo no le hacía caso.

Este nuevo público y sus descendientes no se sentían inclinados a leer relatos de aventuras, suponiendo que aún quedasen aventuras en el mundo, cuando en el tiempo que necesitaban para leer un libro de Garrity podían visitar en persona, después de volar en turborreactor, las ruinas de Angkor, la isla de Rhodas y la torre inclinada de Pisa. El mundo se hizo de pronto demasiado pequeño, demasiado accesible en todas sus partes, para que las gentes sintieran interés por novelas de viajes de segunda mano. Cuando fue posible ver el interior de la caja del prestidigitador, mientras éste aserraba a la joven por la mitad, aquellos trucos dejaron de tener interés. La guerra mundial y el turborreactor enterraron a Garrity.

Estas reflexiones hicieron que Claire sintiese casi compasión por aquella reliquia. Aún seguía publicando libros, pero apenas se vendían; continuaba dando conferencias, pero casi nadie acudía a oírle. Aún explotaba su nombre, pero entre los que tenían menos de cincuenta años, apenas nadie lo recordaba o le importaba. Aquel ídolo de las masas había quedado arrinconado, pero se negaba a creerlo. Llevaba su pasado siempre consigo y lo mantenía vivo en alcohol y fantásticos proyectos. Mientras hablaba con Marc, hacía ademanes y gestos que aún eran más afeminados que antes. A consecuencia de una súbita revelación, Claire vio lo que había permanecido oculto durante tanto tiempo, pero que entonces, a causa del miedo irrefrenable a fracasar, se manifestaba con frecuencia. Garrity era homosexual, siempre lo había sido, pero antes sus viriles novelones le habían proporcionado un oportuno camuflaje. Aquella noche, sin aquella máscara, la verdad se hizo evidente con claridad meridiana.

Claire se apresuró a analizar el juicio que le merecía Garrity, visto bajo aquella nueva luz. Ella no abrigaba sentimientos de repulsión hacia los homosexuales. Los pocos que había conocido en su breve vida le habían parecido más agudos, más inteligentes y sensitivos que los hombres normales.

Asimismo, se sentía más tranquila con ellos, más segura y confiada, porque no representaban una amenaza. No, desde luego, no era su evidente homosexualidad lo que hacía que Claire abandonase el desagrado que le inspiraba para sustituirlo por la compasión. Era su deseo de aparentar lo que ya no era lo que despertaba su conmiseración.

Mientras observaba de nuevo al escritor, situado al otro lado de la mesa, renunció a la comprensión en favor de sus primeros sentimientos de desaprobación. Se recostó en su asiento, acercándose la servilleta a los labios, para preguntarse de nuevo cómo era posible que Marc se hallase tan absorto en lo que le contaba aquel hombre que no era más que un bluff, que sólo se sostenía en pie gracias a amarillentos recortes de prensa y antiguos agasajos.

Volvió la cabeza para mirar al otro extremo de la mesa, mientras quitaban los platos del postre, y observó que Maud la miraba. De manera casi imperceptible, Maud le hizo, una leve inclinación de cabeza, que Claire contestó del mismo modo.

—Bien —dijo Maud, dirigiéndose a los reunidos—. Creo que estaremos mucho mejor en la sala. Claire, por favor…

Claire ya se había levantado, mientras el presidente Loomis hacía ademán de ayudarla.

—Sí, me parece muy bien. Mr. Hackfeld… Mr. Loomis… y Marc… perdóname, Marc, siento interrumpiros, pero iremos a tomar el café y los licores a la sala…

Todos los invitados se levantaron de la mesa. Claire, de pie junto a la arcada de la sala, invitó a pasar a los Loomis y después a Garrity y a Marc.

Cuando tomó por el brazo a Lisa Hackfeld, vio por encima del hombro que Cyrus Hackfeld también se disponía a pasar a la sala. Pero Maud, que estaba hablando con él, dijo algo más; Hackfeld le dirigió una mirada interrogadora, hizo un gesto de asentimiento y se alejó con ella hacia la ventana del comedor, situada en el extremo opuesto. Había llegado la hora de la verdad, pensó Claire. Deseando suerte a su ilustre suegra, pasó con Lisa Hackfeld al salón, para llevar a cabo su maniobra diversiva.

Mientras Marc servía licor de albaricoques y Cointreau, con unas gotitas de Armagnac, Benedictine y brandy, los invitados se dispersaron con incertidumbre por la amplia y espaciosa sala, y Claire pensó que aquello recordaba los momentos iniciales de una comedia, antes de que los principales actores hagan su aparición en escena, cuando suena el teléfono y la doncella va a contestar, mientras los comparsas cruzan el escenario diciendo frases convencionales, para ganar tiempo. El público, ansioso, espera entretanto que salgan las estrellas. Sin embargo, Claire tenía una misión que realizar y se hallaba decidida a cumplirla.

Tomó asiento junto a Lisa Hackfeld.

—Ms. Hackfeld, me pareció oír que usted hacía una pregunta a mi madre política acerca del festival de Las Tres Sirenas, ¿no es eso?

—Sí —repuso Lisa—. Me parece algo extraordinariamente fascinante, y creo que deberíamos implantarlo entre nosotros.

Marc hizo una pausa, mientras servía los licores.

—Nosotros ya tenemos nuestras fiestas… el Cuatro de julio, por ejemplo —dijo, torciendo el gesto. Y al ver la estupefacción pintada en el semblante de Lisa Hackfeld, se apresuró a explicar, con una sonrisa forzada—.

Desde luego, estoy— bromeando. Pero hablando en serio, en el interior de nuestra civilizada nación tenemos las formas más variadas de festejar un acontecimiento. Para bien o para mal, tenemos sitios donde… podemos ir a beber, divertirnos, pasar el tiempo de mil maneras…

—No es lo mismo, Marc —intervino Claire—. Todas estas diversiones son artificiales y poco naturales. Bromeabas al referirte a nuestras festividades, como el Cuatro de julio, pero esto constituye un buen ejemplo de la distancia que nos separa de Las Tres Sirenas. Nosotros celebramos el Cuatro de julio con fuegos de artificio…, pero en Las Sirenas, los indígenas son los que se convierten en fuegos de artificio vivientes.

Lisa Hackfeld dirigió a Claire una mirada radiante.

—Exacto, Ms. Hayden! Nosotros no tenemos nada comparable…

—Porque, como acaba de indicar el Dr. Hayden, nosotros somos un pueblo civilizado —terció Garrity. Su rostro congestionado asumió la solemnidad de un cardenal leyendo una encíclica del papa—. Yo he visitado esas islas. En todas se celebran festivales que no son más que una excusa para resucitar sus antiguas costumbres bestiales. Es la manera que tienen para burlar a los misioneros y los gobernadores, para encenagarse en las más bajas pasiones. Yo no puedo soportar a los sabihondos y etnólogos que dan toda clase de interpretaciones elevadas y fantásticas a estos juegos y bailes festivos, que no son más que vergonzosas e impúdicas exhibiciones.

La civilización ha puesto freno a sus indecentes costumbres, pero ellos se valen de cualquier excusa para quitar ese freno.

Claire quedó consternada.

—¿Y esto le parece mal?

Marc se apresuró a intervenir.

—Vamos, Claire, cualquiera diría que…

Claire no daba su brazo a torcer.

—¿Defiendo a los salvajes? A veces desearía serlo, pero no lo soy.

—Se volvió a Lisa Hackfeld, que escuchaba, mirándola con los ojos muy abiertos—. Usted me comprende, ¿no es verdad, Ms. Hackfeld? Estamos todos tan pisoteados, tan cohibidos y amordazados, en lo que se refiere a nuestras emociones… Esto no es natural. No es que tenga nada contra las leyes, las normas de conducta y las prohibiciones, pero de vez en cuando debería ser posible gritar y mandarlo todo a paseo. Todos nos sentiríamos mucho mejor.

—Me ha quitado usted las palabras de la boca —dijo Lisa Hackfeld, satisfecha—. No podemos estar más de acuerdo.

—Bien, todo depende de cómo se mire —dijo Marc, reflexivo y pesando cuidadosamente las palabras—. Es posible que Mr. Garrity no ande muy lejos de la verdad. Los estudios recientes han demostrado que los habitantes de esas islas suelen valerse de sus antiguas costumbres para disimular su erotismo. Tomemos los de Fidji por ejemplo. Durante sus festividades, ponen en práctica un juego llamado veisolo. En principio, se trata de que las jóvenes invadan las casas de las personas de su misma edad pero de sexo opuesto para robarles la comida. Pero nadie se llama a engaño acerca de la verdadera finalidad del juego. No hay duda de que se trata de un pretexto para… mantener relaciones sexuales. Basil Thomson ya describió este juego en 1908. Una rozagante moza fidjiana penetró en la cabaña de un joven para robar comida y se encontró rodeada por los ocupantes masculinos de la choza. "Entonces tuvo lugar una escena —escribió Thomson— indicadora de que esa costumbre tiene un significado sexual, pues la joven fue despojada de sus ropas y cruelmente violentada, de una manera que no puede describirse" Ahora bien, yo, como etnólogo, encuentro esto muy interesante. Y el único juicio que me merece sería… —Se volvió completamente hacia su esposa y Mrs. Hackfeld—. Supongo, Claire, que no irás a decir que esto es divertido o una práctica que se debe implantar en nuestro país… para que todos la sigan, ¿no?

Claire le conocía y sabía que estaba dominando su irritación, por el ligero retintín de su voz, por su entrecejo fruncido, que no estaba de acuerdo con su media sonrisa. Comprendió que tenía que resolver la situación.

—Marc, parece mentira… deberías conocerme mejor. ¿No te has dado cuenta de que estaba bromeando? ¿Acaso me crees capaz de proponer en serio semejante cosa?

Oyó el suspiro de decepción que dejaba escapar Lisa Hackfeld, como si acabase de perder un aliado. Mientras ablandaba a su marido, Claire trató al mismo tiempo de conservar la fe que Lisa había depositado en ella.

—Pero volviendo a ese festival de Las Tres Sirenas, sin duda debe de ser bueno para ellos, ya que llevan tanto tiempo practicándolo. Aunque, desde luego, no nos hallamos en situación de opinar, porque apenas nadie sabe nada de ese pueblo. —Sonrió a Lisa Hackfeld y le hizo un guiño—. Le prometo darle un informe completo en agosto.

Después de esto, la conversación se hizo menos animada, más forzada y lenta. Lisa Hackfeld hizo algunas tímidas preguntas acerca de la música y los bailes polinesios, y Marc se las contestó con pedantería, citando diversos estudios publicados sobre la cuestión. El presidente Loomis sacó a colación el tema de Kabuki, pero Garrity lo redujo al silencio, cuando se puso a referir una aventura que una vez le sucedió en un harén de bailarinas de hula, en Waikiki.

Mientras terminaba su relato, resonaron unas pisadas. Cyrus Hackfeld, muy risueño, penetró en el salón y se dirigió a la bandeja del brandy.

Inmediatamente después entró Maud. Por la forzada sonrisa de su madre política, Claire dedujo que no estaba satisfecha. Se interpuso por un instante entre Marc, Claire y sus invitados, tapándolos físicamente, para quedarse frente a su hijo y su nuera, momento que aprovechó para hacer un rápido gesto, cerrando el puño con el pulgar hacia abajo, al propio tiempo que hacía una rápida mueca.

A Claire se le cayó el alma a los pies. Maud quería decir que Hackfeld había rechazado su solicitud de una subvención más elevada. Claire se preguntó qué iba a ocurrir. Aquello no significaba que la expedición se cancelase, pero ésta habría de ser más limitada, reducida y dispondría de nuevos medios. ¿Querría decir también que algunas de las cartas que se habían dirigido a diversos expertos, invitándoles a participar en la expedición, tendrían que quedar sin efecto? Claire se preguntó también por qué Maud se había arriesgado a anunciar su fracaso. ¿Confiaba aún en invalidar aquella decisión? ¿Esperaba que Claire o Marc consiguiesen obtener lo que a ella le había sido negado?

Confundida ante el inesperado fracaso, Claire se encerró aún más en sí misma. Había perdido sus risueños modales de sociedad. Se hundió en la butaca y se dedicó a escuchar.

Oyó la voz de Garrity, extraordinariamente fuerte y aguda, dirigiéndose a Maud.

—Doctora Hayden —decía—, voy a explicarle por qué vine a Los Ángeles. La agencia que organiza mis conferencias, Busch Artist y Lyceum Bureau, me han conseguido una serie fabulosa de contratos para el año que viene… pero, francamente, a condición de que presente un nuevo tema. A decir verdad, yo también deseo encontrarlo. Empiezo a estar cansado de los viejos. Bien, la verdad es que se me ocurrió una idea y empecé a estudiarla. Me pareció maravillosa. Digan lo que digan, incluso en nuestra época la gente desea escapar, hundir la cabeza en la arena. Los avestruces son muy maltratados, pero la verdad es ésta. Así fue como se me ocurrió que para escapar de toda esta horrible cháchara sobre cuestiones nucleares y lluvia radiactiva, a mis lectores les gustaría acompañarme por una noche a la Ciudad de Oro, en las selvas inexploradas del Matto Grosso brasileño.

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